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4 ene 2016

Reseña: A Little Life, de Hanya Yanagihara

Hanya Yanagihara, A Little Life (Londres: Doubleday, 2015). 720 páginas.
La mayoría de las muchísimas personas con las que cualquiera de nosotros tendremos algún tipo de contacto a lo largo de la vida sabrán perfectamente quiénes son, y quiénes son o eran sus padres, y de qué manera les habrá afectado su entorno familiar. Aun así, huérfanos sigue habiéndolos, pero la sociedad cuenta hoy en día con instituciones que suelen proteger a los niños indefensos. Aunque no siempre sea el caso, lamentablemente.

El personaje central de esta larga novela (la segunda que publica esta autora nacida en Hawái, quien ya destacó por la audaz y provocativa The People in the Trees) es Jude St Francis, huérfano abandonado nada más nacer. La trama se sitúa principalmente en la ciudad de Nueva York, donde cuatro jóvenes universitarios recién egresados se sumergen en la vida competitiva y dura a la que la edad adulta nos aboca. Jude ha estudiado derecho y matemáticas; Willem Ragnarsson se ha formado como actor, pero trabaja en un restaurante a la espera de una oportunidad en la escena; Malcolm Irvine es arquitecto, hijo de una familia acomodada y de un matrimonio interracial; y Jean Baptiste, JB, es artista, hijo de inmigrantes haitianos.

Los primeros años tras su llegada a Nueva York son más o menos difíciles, de tanteo. La narración sigue a los cuatro amigos en sus escarceos laborales y a las muchas fiestas a que asisten como invitados o como anfitriones. Con el paso del tiempo, los cuatro se abren camino, y lograrán el éxito. Jude se convierte en uno de los principales abogados litigantes de un importante bufete neoyorquino; Willem triunfa como actor y pasa a cotizarse entre los grandes directores de cine; Malcolm funda su propio estudio de arquitectura y empieza a ganar dinero a espuertas, mientras que JB adquiere un gran renombre como pintor, gracias principalmente a los retratos que hace de sus amigos.

Entre amigos no hay secretos, ¿verdad? No si te llamas Jude St Francis, sufres una cojera sobre cuyas causas no quieres hablar y nunca hablas de tus orígenes. En un libro con muchísimas páginas, de las que posiblemente sobren algunas, la narración va deslizándose gradualmente desde los cuatro amigos hacia solamente un par de ellos, Jude y Willem, quienes comparten apartamento. Cuando una noche Jude despierta a Willem con el brazo ensangrentado (“Ha sido un accidente”, le dice) y le pide que le lleve a que le atienda su médico, Andy, Willem se convertirá efectivamente en guardián del secreto de Jude. El huérfano discapacitado tuvo una infancia terrible, y su manera de enfrentarse a ese horrible y traumático pasado, el modo que tiene de enfrentarse al rencor y la vergüenza que siente por sí mismo, consiste en infligirse dolor físico mediante cortes en la piel, lo cuales lleva a cabo con cuchillas.

A Little Life tiene algunas características muy inusuales: las vidas de los personajes parecen estar ancladas en un presente constante, a pesar del hecho de que todos ellos envejecen con el paso de los años. La novela no contiene referencia alguna a eventos contemporáneos. No hay mención alguna de los políticos de los últimos treinta años, de los sucesos trascendentales, las catástrofes y otros acontecimientos que de alguna manera pudieran (si no debieran) haber marcado sus vidas.

Esta es una novela sobre el significado más profundo y esencial de lo que es la amistad, amistad ejemplificada por Willem y Jude, pero también toma como ejemplo la de Harold, el profesor de derecho que se convierte en padre adoptivo de Jude, y Willem. Yanagihara introduce en la narración algunos capítulos escritos por Harold en primera persona, redactados a modo de confesión epistolar, y dirigidos a Willem. Es solamente hacia el final (estoy tratando de evitar por todos los medios el spoiler) cuando el lector se da cuenta de que las confesiones de Harold funcionan más bien como un epílogo.

Gran parte de A Little Life es un continuo rodeo a la historia de la niñez de Jude. Es un terrible relato – que Jude nunca había querido compartir con nadie – que incluye el paso por un monasterio de monjes pederastas, crueles y brutales, la huida del Jude niño con el Hermano Luke (quien, cuando se le termina el dinero, empieza a prostituir a Jude en moteles de mala muerte de Texas y otros lugares del medio-oeste); la emigración de Jude hacia la costa este a bordo de innumerables camiones, a cuyos conductores pagará con sexo, y el engañoso rescate del niño que un tal doctor Traylor hace en Ohio, solamente para curar sus infecciones venéreas y luego aprovecharse de él. ¿Cómo puede alguien superar tantos años de sufrimiento, humillación, degradación y brutalidad y vivir una vida ‘normal’?

Un momento especialmente significativo puede ser cuando el niño Jude se da cuenta de que es su cumpleaños mientras está cautivo del doctor Traylor, que le ha dicho que lo quiere perder de vista: “Durante varios días, no sucedió nada, y él supuso que se trataba de otra mentira, y daba gracias por no haberse emocionado mucho, por poder finalmente reconocer una mentira cuando se la decían. El Dr. Traylor había empezado a servirle las comidas envueltas en el papel del diario, y un día miró la fecha y se dio cuenta de que era su cumpleaños. ‘Tengo quince años’, anunció a la habitación silenciosa, y al oírse a sí mismo decir esas palabras – las esperanzas, las fantasías, las imposibilidades que sólo él sabía estaban tras ellas – se sintió enfermo. Pero no lloró: su capacidad para evitar el lloro era su único logro, lo único de lo que podía sentirse orgulloso.” (p. 557, mi traducción)

Pocos días después, tras otras palizas y abusos, el Dr. Traylor lo obligará a salir, y lo utilizará como presa en un macabro juego de extraordinario salvajismo. Como lector es necesario prescindir de la incredulidad ante la sucesión de degradaciones, crímenes y crueldades a que someten a Jude, y ciertamente hay que reconocer el mérito de Yanagihara en dotar a esta historia de un aura de verosimilitud. Al narrar este sadismo en tercera persona por medio de una voz narradora omnisciente, la autora crea una distancia cómoda para el lector. Somos meros espectadores de un lamentable, insoportable y asqueroso espectáculo (espectáculo en el sentido de que somos meros espectadores).

A Little Life no está escrita en una prosa delicada ni elegante. A ratos es más bien repetitiva, y atraviesa meandros argumentales que bien pudieran repeler a muchos lectores. Aunque pocos, hay algunas reflexiones que merecen la pena, como esta en torno a la vida del Jude adulto y millonario: “Aunque no le había inquietado el hecho de si su vida valía la pena, siempre se había preguntado por qué él, por qué tantos otros, seguían viviendo; a veces le había resultado difícil convencerse y, sin embargo, tantísima gente, tantos millones, miles de millones, vivían en una penuria que no podía comprender, con privaciones y enfermedades que eran obscenas en extremo. Pero no paraban de seguir adelante. De manera que, esa determinación por seguir viviendo, ¿no era en modo alguno una elección sino una culminación evolutiva? ¿Había algo en la propia mente, esa constelación de neuronas tan endurecidas y marcadas como un tendón, que impedía a los humanos hacer lo que la lógica argüía con tanta frecuencia que debían hacer? Pero ese instinto no era infalible – lo había superado en una ocasión. ¿Pero qué había sucedido después? ¿Se había debilitado o se había hecho resiliente? ¿Era acaso su vida tan suya como para elegir si quería vivirla más tiempo?” (p. 688, mi traducción)
¿Un hermano franciscano bueno? Jacopo Bassano, Kimbell Art Museum. 
A Little Life recibió el Premio Kirkus de 2015, y fue finalista del Booker del mismo año. El título es una referencia a la frase que el Hermano Luke le conmina a Jude a emplear en su ‘trabajo’: algo así como darle algo de vidilla, de alegría, a lo que le obliga a hacer. Como para fiarse del Hermano Luke.

Mi impresión es que se trata de una novela rara, muy desigual, pero que no puede dejar a nadie indiferente. Le habría venido muy bien un editor riguroso, que quitara broza y algunas malas hierbas. Mucho menos audaz que The People in the Trees, si bien comparten líneas temáticas inquietantes.

Añadido el 26/09/2016: A Little Life la acaba de publicar Lumen en español, en traducción a cargo de Aurora Echevarría, con el paradójico título de Tan poca vida. Si te animas a leerla en español, tienes unas 1.040 páginas por delante.

8 mar 2014

Reseña: The People in the Trees, de Hanya Yanagihara

Hanya Yanagihara, The People in the Trees (Londres: Atlantic Books, 2014). 368 páginas.

Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha buscado el elixir de la inmortalidad, la panacea universal que curara todas las enfermedades y le permitiera alcanzar el estatus de divinidad eterna, imperecedera. No es nada de extrañar pues que las religiones (de todo signo) sigan teniendo tantos adeptos. Son amplias tragaderas universales que nunca dejarán de funcionar entre las masas aterradas.

The People in the Trees es la única novela que hasta la fecha ha publicado su autora, quien se pasó cerca de 18 años escribiéndola, según confesó en una entrevista a Publishers Weekly. Más o menos basada en la historia real de un doctor estadounidense, Carleton Gajdusek, premiado con el Nobel en 1976, la novela es un complejo relato ejecutado de manera muy audaz por Yanagihara. Se inicia con dos escuetas notas de corte periodístico que dan cuenta de la detención y posterior ingreso en prisión de Norton Perina, prestigioso científico que ha sido acusado de estupro por uno de sus más de cincuenta hijos adoptados. Estas dos notas van seguidas del prefacio (unas diez páginas) que Ronald Kubodera, colega y admirador desmesurado de Perina, antepone al relato autobiográfico que éste ha escrito mientras ha estado en prisión. La autobiografía de Perina va seguida asimismo de otro artículo periodístico, un epílogo a cargo de Kubodera y un extracto de las memorias previamente censurado, además de un glosario y una cronología.

¿Y quién es, en sus propias palabras, Perina? Una infancia poco feliz, huérfano de madre a los pocos años, una sensibilidad muy mermada que deriva en una misoginia ridícula, prácticamente un sociópata (como tantos otros que hoy en día se agazapan tras extraños seudónimos en los foros online de los diarios). Tras completar sus estudios universitarios, a Perina le ofrecen la posibilidad de unirse a una expedición que va a explorar en 1950 una supuesta isla de la Micronesia, Ivu’ivu, en compañía de Tallent, un antropólogo del que Perina se enamora en el mismo instante de conocerlo, y de Esme Duff, por quien sentirá desprecio desde el primer momento por el hecho de ser mujer.

En Ivu’ivu descubren una remotísima comunidad indígena cuyos miembros llegan a superar los cien años de edad. Tienen una extraña ceremonia por la cual los que superan los 60 años de edad pueden comer la carne de una tortuga local (que solamente se encuentra en un lago de difícil acceso en las montañas). El problema es que, mientras que el cuerpo sigue vigoroso, sus mentes se deterioran rápidamente. A los que sufren este síndrome los expulsan del poblado, y tienen que vivir eternamente vagando por la jungla. Tallent, Perina y Duff encuentran a un grupo de estos “dreamers”; pasan varias semanas entre los indígenas, y son testigos de ceremonias iniciáticas que en otras partes del mundo darían pie a mucho más que una simple protesta.
¿Panacea universal? No, gracias.
Perina decide aprovechar su oportunidad, empeñado en descubrir cuál es el secreto de la inmortalidad de los habitantes de la isla, captura y descuartiza un ejemplar de la tortuga “opa’ivu’eke” para llevársela a su laboratorio en los EE.UU., y con la aprobación de Tallent se lleva también a tres de los “dreamers” de Ivu’ivu. El relato de sus pruebas de laboratorio con ratones es fascinante por momentos. ¿Habrá encontrado la fuente de la vida eterna? Con el paso de los años su fama como científico se extiende por todo el mundo, y culminará en el premio Nobel. Pero Ivu’ivu, naturalmente, está condenada.

Perina sigue viajando a Ivu’ivu, e incluso acompaña a Tallent y Esme en una segunda expedición. En uno de sus viajes decide adoptar a uno de los muchos niños que malviven en la isla, y al primero le seguirán muchos, muchos más. Posiblemente, demasiados.

The People in the Trees proporciona un desenlace que no defrauda, y que llevará al lector a reevaluar la apreciación que se había hecho del protagonista narrador. Yanagihara acierta de lleno con la inclusión de una segunda voz narradora, la de Kubodera, que edita la narración autobiográfica y decide suprimir un capítulo de la autobiografía de Perina para luego revelarlo a posteriori. Kubodera anuncia desde un principio su mano en la presentación del texto de las memorias de Perina, pero es esencialmente en las páginas finales donde la manipulación textual que lleva a cabo se revela en toda su dimensión y motivación.

Esta es una novela primorosamente escrita e ideada, sin duda los dieciocho años que invirtió su autora en ella valieron la pena. Yanagihara crea un mundo, un universo completamente verosímil, el de Ivu’ivu, con sus junglas asfixiantes donde no llega la luz del sol y montañas impenetrables. Pero también crea un personaje por el cual no es difícil sentir en un principio una cierta ambivalencia. En su época de ayudante de laboratorio cuando todavía era estudiante, Perina confiesa el disfrute que le produce matar a los ratones una vez han cumplido su cometido científico. Es un primer aviso inequívoco que el lector debe tomar en cuenta respecto a Perina. ¿Podría una mala persona, un individuo jactancioso, hiriente y cruel, ser un gran científico que busca alcanzar el secreto de la inmortalidad para todos los seres humanos?

La fuerte crítica al modelo occidental de colonización (Ivu’ivu, su cultura y su población, por supuesto) es el gran tema de fondo de esta novela: Perina reconoce su gran parte de culpa en la profanación, destrucción y rapiña de una suerte de jardín edénico en mitad del Pacífico que si alguna vez existió, hoy es (como en el caso de Samoa) un puesto remoto del capitalismo más salvaje del siglo XXI, donde la obesidad es rampante, el fundamentalismo cristiano ha borrado casi todos los vestigios que quedaban de una antiquísima cultura propia, y la corrupción se ha adueñado de las estructuras políticas traspasadas desde el imperfecto modelo occidental.

Visto lo visto, a uno solamente se le ocurre confesar que supone un alivio que la inmortalidad no sea, hoy por hoy, posible. Porque, ¿quién en su sano juicio querría padecer eternamente esto que llamamos vida?

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