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29 sept 2023

Reseña: The Comfort of Strangers, de Ian McEwan

Ian McEwan, The Comfort of Strangers (Londres: Penguin Random House, 2016 [1981]). 166 páginas.

Hace más de 30 años, de regreso a mi València natal tras el habitual viaje estival a Europa, conocí en el tren a una joven pareja alemana (los dos eran estudiantes en la Universidad de Heidelberg, si no recuerdo mal). Siendo ya bastante tarde a la hora en que llegamos a nuestro destino, les ofrecí alojamiento por una noche en el viejo piso familiar, vacío en aquella época. La electricidad estaba desconectada pero sí había agua. No era lujo alguno, pero les permitía ahorrarse un dinerillo. El caso es que aceptaron, a la mañana siguiente se fueron a buscar una pensión barata en el centro y no volví a verlos nunca más. Por suerte para ellos, a principios de la década de los 90 yo no era un asesino psicópata. Ahora, en 2023, ya me he hecho demasiado mayor para ese tipo de hobbies.

No había leído esta novela de McEwan hasta ahora. Era una especie de borrón en mi carrera lectora que me apetecía arreglar. The Comfort of Strangers se publicó en 1981, hace 42 años (ahí es nada) y ciertamente no ha envejecido tan bien como un buen vino tinto. Aunque en sus páginas uno puede detectar al estupendo McEwan de la novedosa, inquietante y refrescante The Cement Garden, la premisa básica de esta novela es, en buena medida, fallida. Desde el mismo comienzo, la trama apunta claramente a un tema siniestro (¿Un crimen pasional? ¿Un asesinato con tintes sexuales?). Pero tan pronto como se explicita la interacción de los únicos cuatro personajes que podrían catalogarse como tales, resulta bastante evidente que el elemento sádico va a jugar un papel importante en la historia.

Un breve resumen de la trama nos lleva a una ciudad italiana con muchos canales y góndolas, a la cual han ido de vacaciones Colin y Mary, una pareja inglesa de mediana edad (ella está divorciada, él no tiene ni interés ni prisa alguna por cambiar su estado civil). A veces parecen hablar en un código propio, según el cual lo que no se dice tiene mucho más significado que lo dicho. Su idea de unas vacaciones no difiere de la de muchos otros: dormir, beber, fumar marihuana y sexo.

La tercera o cuarta noche, en vez de salir del hotel con tiempo para elegir un restaurante antes de que les cierren, salen a las nueve y sin mapa. Por supuesto, se pierden y se quedan sin cenar. Ahora en 2023, McEwan no podría haber usado ese recurso: ¿Quién no tiene acceso a un mapa en su teléfono móvil, o en su defecto, pregunta al primero que encuentra por la calle?

Como para salir de noche sin conocer la ciudad, sin mapa y sin destino. El laberinto veneciano se está hundiendo, por cierto.
Famélicos, cansados y desorientados, encuentran a Robert – aunque la sintaxis es no es la correcta – es Robert el que los encuentra a ellos. No es tan difícil encontrar ‘por casualidad’ a alguien a quien has estado vigilando desde su llegada a la ciudad. Robert ejecuta a la perfección el papel de perfecto anfitrión en su ciudad: los lleva a su bar, los emborracha y los invita a dormir en su casa. ¿Perverso, siniestro y ominoso, me dice usted? Eso es poco.

Y digo que es poco porque apenas unas horas después, y antes de la cena, Robert le propina un fuerte puñetazo en el estómago a Colin sin venir a cuento. Si tan mal te sienta el entrante, ¿Por qué te quedas hasta los postres? Y si Mary descubre que Colin está en alguna de las fotos que Robert tiene en su salón, ¿Por qué no salen corriendo? Cualquiera con dos dedos de frente lo haría, ¿no crees?

Pese a la elegancia, el buen hacer técnico y la creación de una atmósfera tan lóbrega y siniestra como las mismas mazmorras de la Santa Inquisición, no todo vale por amor del suspense. Como apuntaba una de las reseñas del libro que he consultado: «Puede que un autor se salga con la suya haciendo que sus personajes resulten ser ingenuos, pero tan pronto como el lector mismo les grita y les llama idiotas por seguir la trama de la novela, cabe decir que el autor ha perdido el control de su propia narración» (mi traducción).

The Comfort of Strangers tardó bastante tiempo en publicarse en castellano y en catalán. Apareció una década después, en 1991, como El placer del viajero (la traducción del título es un tanto extraña, la verdad) en Anagrama (traducido por Benito Gómez Ibáñez). I en català es va publicar l’any 1997 amb el títol El confort dels estranys, amb traducció de M. Trias, en Destino. Possiblement estiguin ambdues ja descatalogades!

Un pelín decepcionante.

20 feb 2022

Reseña: Amsterdam, de Ian McEwan

Ian McEwan, Amsterdam (Londres: Vintage, 2016 [1998]). 178 páginas.
¿Qué significa escribir buena ficción? ¿Prima la resolución de una buena trama, el bosquejo competente de personajes y los ambientes en los que se mueven o el acoplamiento de todos los elementos narrativos necesarios en una prosa exquisita, fluida, ocurrente?

El hecho es que McEwan ha alcanzado cotas de maestría (Atonement, por supuesto; o incluso On Chesil Beach) a lo largo de su extensa carrera autorial. Eso no admite discusión. Pero que le concedieran el Premio Booker en 1998 por una nouvelle como Amsterdam, cuyo desenlace está más cercano al de un entremés que al de una novela, sigue siendo un misterio no resuelto más de dos décadas después.

La trama comienza con un funeral. La difunta es Molly Lane. Entre muchas otras personas, al funeral asisten tres de los amantes que Molly tuvo en su vida. Además del shock que les ha causado a los tres la rápida muerte de Molly, han de pasar por el mal trago de cómo darle el pésame al esposo de Molly, George Lane, quien les prohibió visitarla cuando se supo que estaba muriéndose.

¿Y quiénes son los tres ínclitos caballeros? Vernon Halliday, el editor de un periódico que ha visto tiempos mejores, cuyo puesto pende de un hilo; Clive Linley, un reputado compositor a quien le han encargado una sinfonía que marque la llegada del nuevo milenio; y Julian Garmony, ministro de exteriores del gobierno conservador, quien tiene considerables aspiraciones a convertirse en el siguiente Primer Ministro del Gobierno de Su Majestad.

Para Lane, los tres son poco más que moscas cojoneras, pero Garmony parece llevarse todos los numeritos del premio gordo del desprecio. De manera que cuando encuentra entre las posesiones de la difunta unas comprometedoras fotos del ahora ministro, no duda en entregárselas a Vernon.

Para el editor, las fotos son justo lo que necesitaba para relanzar la tirada del periódico y hundir la reputación del político. Dos pájaros de un tiro, ¿no? Vernon decide consultarlo con Clive, que rechaza la idea y aduce que sería como una traición a Molly.

En el transcurso de esa primera conversación entre ellos (siempre regadas con vinos carísimos que McEwan parece conocer muy bien) los amigos llegan a una especie de pacto de asistencia recíproca en caso de contraer una enfermedad irreversible o perder el juicio y la capacidad de decidir poner fin a su propia vida.

En fin: se publican las fotos, Clive y Vernon se pelean, se insultan y comienzan a odiarse. Clive huye al distrito de los Lagos para intentar terminar la sinfonía y allí es testigo de cómo un violador ataca a una mujer pero no hace nada porque en ese instante le llega la inspiración. A Garmony lo salvan de la dimisión y la ruina de su carrera una hábil maniobra de sus asesores utilizando a la esposa del ministro en una entrevista televisiva.

El escritor en el Festival Fronteiras do Pensamento, São Paulo, en 2016. Fotografía de Greg Salibian.
Por mucho que Amsterdam apunte a la corrosión moral de los personajes (nadie parece estar a salvo), la trama se hunde con un exceso de impostura. De hecho, en apenas tres páginas McEwan resuelve la historia, forzando la sátira en torno a cómo una profunda amistad deviene en intenso antagonismo, con fatales resultados. Resulta plausible que la muerte de una amiga en común termine por arrastrar una amistad hacia la más deplorable animadversión, pero un doble asesinato recíproco roza lo ridículo.

Y para colmo, la sinfonía nunca llega a interpretarse. Mejor cambiar de emisora.

30 ene 2021

Reseña: Nutshell, de Ian McEwan

Ian McEwan, Nutshell (Londres: Jonathan Cape, 2016). 199 páginas.

“Sería yo el rey del espacio infinito incluso encerrado en una nuez, si no fuera porque tengo pesadillas” (Hamlet, II.ii.260)

Esta cita es, curiosamente, la que Jorge Luis Borges escogió (en inglés) como epígrafe de ‘El Aleph’. Y digo yo que debe de ser harto divertido ser Ian McEwan. A estas alturas de su dilatada carrera literaria se puede permitir prácticamente cualquier cosa. Como utilizar Hamlet en la trama de una novela negra. Pero para más recochineo, en Nutshell, el Hamlet con el que realiza sus malabares artísticos McEwan es un feto: de ahí la cita del acto II que he copiado más arriba, y que el maestro argentino empleó como guiño a su lugar-cum-momento del universo en donde se compendia todo: mundos, tiempos, espacios y saberes.

La idea es extremadamente ambiciosa, no creo que nadie lo ponga en duda, pero el hecho es que, como lector, uno tiene que dejar constantemente de lado, esto es, ignorar, el hecho de que quien narra la historia es un feto. ¿Puede suspender su incredulidad el lector ante las disquisiciones intelectuales de un nonato? Pst… Si simplemente quieres disfrutar de la prosa de McEwan, Nutshell debería agradarte, y mucho. No hay misterio: el asesinato se produce mucho antes del final del libro, y el desenlace es, por así decirlo, intrascendente. Otra criatura viene al mundo en un parto prematuro.

Y como en Hamlet, hay una Gertrude (Trudy) y un Claudius (Claude): ella vive en una mansión medio en ruinas que pertenece en realidad a su marido, John, poeta y académico de poca estofa. Está preñada y a punto de dar a luz. John y Trudy se han separado porque ella quiere tiempo para recalibrar su situación, pero la relación está definitivamente terminada. Al igual que en Hamlet, hay un pérfido hermano, Claude, agente inmobiliario y especulador que necesita dinero. Y a todo esto, es Claude el que se está tirando a la joven madre embarazada.

El joven Hamlet mata a su tío Claudius. Pintura de Gustave Moreau (1826-98)
Dicho y hecho: entre los dos planean el asesinato del desdichado John. La casa podría valer hasta 8 millones de libras esterlinas, de manera que, ¿Por qué no? ¡Todo sea por la pasta! Un poquito de etilenglicol (anticongelante) en el batido de frutas favorito de John, y a esperar la llamada de la policía.

¿Se saldrán con la suya? Y si las cartas les vienen mal dadas, ¿se revolverán el uno contra la otra? La podredumbre moral se agrega a la ruina de la vivienda y los malos olores que la suciedad, la mugre y la dejadez han ido acumulando desde que John dejó su casa, y todo ello bien bañado en buenos vinos blancos, botella tras botella, amén de una buena botella de escocés. Menuda familia. No es de extrañar que el nonato hable de estrangularse con el cordón umbilical…

“Hace unos minutos que en la radio han dicho que eran las cuatro en punto. Estamos compartiendo un vaso, quizás una botella, de un Sauvignon Blanc del Marlborough. […] Pero ya estamos en Nueva Zelanda, ya está en nuestro interior, y me siento más feliz de lo que he estado en días.” (p. 31-32)
Nutshell, como casi todo lo que escribe McEwan, roza la perfección en sus detalles, en los sorprendentes giros narrativos y en las referencias a cuestiones muy actuales como comentario social de fondo. McEwan se disfraza de feto para fustigarnos a todos por nuestras flaquezas y desatinos. Si como lector/a tienes problemas para suspender tu incredulidad, entonces quizás no le veas el punto. En mi opinión, es divertida y terrible al mismo tiempo. Sin embargo, le otorga al narrador una voz que en ocasiones resulta quisquillosa, empalagosa y pedante. ¿Es deliberadamente cargante? Difícil decirlo, pero lo que es innegable es que el artificio choca repetidamente contra la constatación insoslayable de que es un bebé, todavía no nacido, el que te habla.

Nutshell se tradujo al castellano como Cáscara de nuez (2017) en Anagrama, traducida por Jaime Zulaika. I també al català amb el títol Closca de nou (2017, també Anagrama), traduïda per Jordi Martín Lloret.

22 nov 2018

Reseña: The Children Act, de Ian McEwan

Ian McEwan, The Children Act (Londres: Jonathan Cape, 2014). 216 páginas.
En los estados en los que, por fortuna para sus ciudadanos, la justicia es independiente, transparente, eficaz y (paradójicamente) justa, las intervenciones de magistrados y jueces apenas causan revuelo. Los expertos en leyes y jurisprudencia hacen su trabajo, luego se van a su casa y Santas Pascuas. Como mucho, si se da alguna causa judicial que, por sus características, despierte la curiosidad de la prensa o el interés de la ciudadanía en general, los más altos próceres de la Justicia tratan por todos los medios de mantener su ecuanimidad y dispensar eso que se les pide a cambio de sus emolumentos: justicia.

La trama de The Children Act gira en torno a una jueza del Alto Tribunal del Reino Unido,  Fiona Maye, dedicada a casos de temas de familia – principalmente asuntos de custodia de menores en casos de separación y divorcio. A sus cincuenta y pico años, sin hijos y un marido académico entusiasta del jazz, se encuentra de repente en un momento harto difícil, cuando el marido le plantea la necesidad de acometer cambios vitales antes de que sea demasiado tarde. Vamos, como la vida misma.

Tras plantearle un ultimátum, Maye prefiere ignorar los razonamientos del esposo, y zambullirse de lleno en su trabajo. ¿Para qué enfrentarse a los problemas personales cuando uno tiene a mano numerosos problemas ajenos que resolver?

Y para muestra, un botón. O mejor, un chico de diecisiete años que padece una leucemia, que podría tratarse y posiblemente resolverse con una trasfusión de sangre. El problema es que Adam, el adolescente, es testigo de Jehová, y sus padres lo han convencido de la bondad de dejar que la enfermedad siga su curso. De manera que la jueza se va al hospital a entrevistarlo antes de emitir su decisión.

Y esa decisión, a la larga, marcará a Maye de manera indeleble. Como en muchas otras novelas de McEwan, un inesperado episodio cambia las vidas de personajes. La incertidumbre los atrapa. Y a quién no, añadiría uno.

Muy lejos queda en el tiempo el McEwan que descubrí en mi juventud, el de First Love, Last Rites, In Between the Sheets o The Cement Garden. En The Children Act no hay ya ni una pizca de la escabrosidad y la latente amenaza que se cernía sobre sus protagonistas. Hay, eso sí, un exhaustivo análisis de la jurisprudencia sobre casos legales en los que el estado debe decidir entre los derechos parentales y los de los menores a su cargo.

Gray's Inn Square, Londres. El corazón legal del Reino Unido. Fotografía de Chensiyuan.
De hecho, a uno le queda la sensación de que The Children Act era en realidad un cuento, que quizás haya sido extendido algo artificiosamente. Hay en él mucho material jurídico y filosófico, del que la trama no precisa. No se le puede negar a McEwan su enorme capacidad para crear personajes repletos de dilemas y defectos tan humanos como los nuestros, pletóricos protagonistas sobrados de aliento vital. Pero The Children Act, para mi gusto, es algo flojita como narrativa. Nada deslumbrante.

Apareció en 2015 en castellano (en traducción de Jaime Zulaika) como La ley del menor, i en català (en una traducció a càrrec d’Albert Torrescasana) com La llei del menor, ambdues publicades per Anagrama.

21 oct 2016

Reseña: Sweet Tooth, de Ian McEwan

Ian McEwan, Sweet Tooth (Londres: Jonathan Cape, 2012). 320 páginas.
Felizmente, McEwan nunca dejará de sorprendernos. Desde que leí su primer libro, First Love, Last Rites, allá en la década de los 80, cuando estaba yo estudiando Filología Inglesa y McEwan ya se había labrado una reputación, hasta su novela más reciente, Nutshell, han pasado más de tres décadas. Como lector he disfrutado mucho con la mayoría de sus libros – no con todos. Saturday me enojó lo indecible, y he de admitir que le perdí la pista durante unos cuantos años. No creo exagerar cuando digo que McEwan sigue siendo uno de los mejores en su oficio.

En Sweet Tooth el autor inglés nos lleva a la década de los 70, al mundo de las agencias de inteligencia de aquella época; hoy en día las mismas agencias operan en otros ámbitos, pero no creo que el nivel de intromisión de los gobiernos en la producción cultural haya disminuido. Al fin y al cabo, la concesión de ayudas gubernamentales a escritores, artistas y creadores culturales no deja de representar una distorsión del mercado.

Así pues: década de los 70, Serena Frome nos cuenta que hace unos pocos años se graduó por la Universidad de Cambridge, donde cursó Matemáticas, aunque lo que verdaderamente le llamaba era la literatura. Tras una relación con un joven que todavía no ha salido del armario, Serena conoció a un viejo profesor, Tony Canning. Con él pasará muchos ratos inolvidables, escondidos de la mujer de Canning y del mundo; aprenderá mucho y llegará a adorar al maduro profesor.

Un día las cosas se tuercen, y Canning decide terminar la relación muy bruscamente. A pesar de ello, Serena decide presentarse a la entrevista de trabajo que le ha procurado su examante. Y consigue el puesto, dentro de la conocida agencia MI5. Comienza en un puesto meramente administrativo, pero a las pocas semanas le encomiendan su primera misión seria. Se trata de captar a un joven novelista afincado en Brighton para un proyecto de propaganda ideológica que contrarreste la amenaza soviética; el proyecto lo financiará el MI5 a través de una fundación fantasma cuyo principal estandarte es, por supuesto, la libertad.

Brighton Railway Station - a good place to shatter someone's fictional romance? Fotografía de Simon Carey
¿Quién es el objetivo al que deberá dirigirse la joven y atractiva Serena? Tom Haley. Una joven promesa de la escena literaria (McEwan le hace compartir el ficticio escenario de una velada literaria con un tal Martin Amis), los cuentos que escribe Haley (que muy bien podrían haber sido creaciones del McEwan de aquella época) le encantan a Serena. Tras conocerse en persona, la atracción mutua que sienten es irresistible.

Claro que para una agente secreta enamorarse de la persona a la que estás engañando no es la mejor idea, ¿verdad? Serena se mete en camisa de once varas: no puede revelarle a Tom la verdad sobre el origen del dinero con el que él la está invitando a cenar y beber a lo grande los fines de semana en Brighton, pero tampoco quiere desaprovechar el partido que la vida le ha puesto por delante, una vez que Tony Canning ha muerto en una remota isla del Báltico. ¿Ser o no ser?

No te cuento más, para evitarte un spoiler. Sweet Tooth tiene un sinnúmero de giros inesperados y guiños divertidísimos al tradicional thriller de espías, y todo ello ejecutado con la maestría que caracteriza la obra de McEwan. Solamente añado que el último capítulo es un gran colofón, el remate experto de un gran autor, quien hace como Juan Palomo, “yo me lo guiso, yo me lo como”.

La caracterización de Serena Frome es ciertamente exquisita, aunque habrá quien le encuentre defectos. La misoginia que se palpa en MI5 es escandalosa – eran al fin y al cabo los años 70.

Bajo la engañosa apariencia de una novela de espionaje y agentes secretos, McEwan crea un preciosista diálogo en torno a, e ingeniosa burla de, todo lo que se ha esgrimido como convenciones inevitables en la construcción de la novela. ¿Es el autor el que escribe o el que es escrito?

Sweet Tooth se publicó ya en España en 2013: en castellano, Operación Dulce (en Anagrama, traducción de Jaime Zulaika); i en català, Operació Caramel (Empúries, traduït per Albert Torrescasana).

23 sept 2012

Reseña: Solar, de Ian McEwan


Ian McEwan, Solar (Londres: Vintage Books, 2011). 283 páginas.


¿Es más probable que un científico, por el carácter de su profesión y la tenacidad con que suelen trabajar, sea una buena persona que otro que se dedique a otra cosa? ¿Son buenas personas los médicos, cuya ocupación es salvar vidas? Evidentemente, no. De hecho, apostaría cualquier cosa a que, si se realizase un estudio cuantitativo fiable, en la variada gama de profesiones debe haber de todo: buenas y malas personas, mezquindad y bondad, avaricia y generosidad a partes iguales.

Del inglés Ian McEwan, el lector siempre puede esperar literatura de una alta calidad, capaz de capturar la atención del lector más exigente y contar una historia con indudable maestría. Novelas como Atonement, On Chesil Beach, o la más antigua The Cement Garden  o relatos como los de First Love, Last Rites o de Between the Sheets son prueba irrefutable de que McEwan es un excelente narrador. Pero Solar, en mi opinión, no está a la altura de otras obras de McEwan. Le falta lo que en inglés se suele llamar ‘punch’, esa especie de empuje o fuerza tan presente en otras de sus obras, y que, como ocurrió con Saturday, tampoco abunda en esta novela.

En Solar, McEwan opta por la sátira para desmenuzar (más bien hacer trizas) a un personaje, Michael Beard, un científico inglés que se hizo acreedor al Premio Nobel. Cuando conocemos a Beard en la primera parte de la novela, en el año 2000, éste se dispone a viajar a las islas Spitsbergen, en el Círculo Polar Ártico. Con sobrepeso, cincuenta y pico años, con propensión a la comilona y el abuso del alcohol, Beard es el blanco perfecto de la ironía y la burla. Sus vivencias en un entorno de veinte grados negativos de la primera parte de la novela le sirven a McEwan para realizar una portentosa caricatura, que se va ampliando en las dos partes siguientes, fechadas en 2005 y 2009.

La trama de Solar gira en torno al proyecto que Beard promueve tras aprovecharse de los bocetos y notas de uno de los empleados del Centro de investigación de energías renovables que él dirige. Curiosamente, al regreso del Ártico sorprende al joven investigador, Tom Aldous, en su casa y vistiendo su albornoz de baño; descubre por tanto que Aldous se ha convertido en (el segundo) amante de su quinta esposa, Patrice. En una rocambolesca historia que incluye un guiño cómico autorreferencial que implica la piel de un oso polar, Beard se libra de Aldous y del albañil que también perseguía a Patrice.

Beard es retratado sin compasión alguna: es un genio venido a menos, un desastre andante, un bebedor avaricioso, un tipo perezoso, obeso, egoísta y guloso, y muy conservador en su relación con los demás y en su visión del sexo opuesto. Envanecido por haber recibido un Premio de la Academia Sueca, Beard ha hecho suyo un sentido del privilegio que se extiende con toda naturalidad a las prácticas corruptas, y en un sector, el de la energía limpia y renovable, que en años recientes ha visto expandirse su importancia y facturación de manera exponencial. Adúltero irreprimible, termina por aceptar que una de sus amantes tenga un hijo suyo, sin que eso vaya a cambiarle la vida ni un ápice. Su arrogancia no conoce límites.

No creo que sea la aversión que provoca el personaje de Beard lo que haga de Solar una novela imperfecta. Dado que Beard se ve a sí mismo como salvador de la especie humana, la fuerza de la ironía estriba en que este soberbio mamarracho de científico no sabría salvarse a sí mismo de nada. La cuestión es que el humor negro de McEwan (que tan buenos resultados daba en The Cement Garden) no termina de acoplarse a la temática de Solar.

En la tercera parte del libro, Beard acude a un remoto poblado de Nuevo México, donde en los últimos años ha estado desarrollando el proyecto de producción de energía basado en la imitación de la fotosíntesis (algo que por ahora no es posible: una quimera). Es aquí donde los acontecimientos se desencadenan y todos los engaños, y todos los engañados, se juntan para darle el golpe definitivo a Beard. El final es un poco flojo a mi parecer: la novela se sale por la tangente tras haber perdido fuelle desde el comienzo de la tercera parte.

Con todo, como es habitual en McEwan, Solar tiene un alto nivel y satisfará al lector que busque una historia bien narrada con dosis de humor y alguna que otra escena ridícula.

29 jun 2012

Reseña: On Chesil Beach, de Ian McEwan



Ian McEwan, On Chesil Beach (Londres: Vintage Books, 2008). 166 páginas.

Nací en la mitad de la década de los 60, y crecí en una época en la que en la caduca España franquista se comenzaban a atisbar tímidamente extrañas ideas, que venían desde más allá de los Pirineos. Como con cuentagotas, Europa y la libertad que ésta significaba iban entrando con algo de disimulo en el estado español y en las conciencias de los súbditos del régimen fascista, sencillamente a través del turismo. Esencialmente, en lo que a mí me atañía y afectaba (la educación escolar), sufrí y aun sobreviví al catolicismo rancio y represor que, por increíble que parezca, apenas ha cambiado desde entonces sus preceptos y consignas, reaccionariamente aferrado a sus infalibles (¡qué risa me da esa palabra!) dogmas.

Sería no obstante fácil obviar que prácticamente hasta esa década, la represión sexual había sido algo generalizado en todo el mundo occidental. Esta novela de McEwan, de ejecución magistral, como suele ser habitual en el autor inglés, se inicia en 1962 en la cena que comparten una pareja de recién casados en su luna de miel en la costa de Dorset, en el sur de Inglaterra; de ellos, Edward y Florence, McEwan nos apunta en la primera oración del libro que son ambos vírgenes, bien educados y jóvenes, y que “vivían en una época en la que una conversación sobre dificultades sexuales era simplemente imposible.” McEwan puebla su narración de pequeños e irónicos detalles que nos recuerdan que en 1962 la modernidad no ha comenzado en esa Inglaterra cuyo imperio empequeñece por momentos: “no era un gran momento en la historia culinaria inglesa, pero a nadie le importaba por entonces, excepto a los visitantes extranjeros”.

Por otra parte, la estructuración que McEwan le da a su materia argumental es perfecta: el narrador controla en todo momento el progreso de la historia, incrustando los flashbacks que son necesarios para que el lector vaya complementando lo que está sucediendo en esa suite nupcial con datos sobre el noviazgo y las muy diferentes perspectivas con las que Edward y Florence se han aproximado a esa primera noche juntos.
Las tensiones y los nerviosismos de ambos son evidentes desde el mismo inicio; el narrador se/nos pregunta qué obstáculos tienen los novios para disfrutar de ese momento. La respuesta roza el sarcasmo: “Sus personalidades y pasados, la ignorancia y el miedo, la timidez, los prejuicios, la falta de capacidad o experiencia o de facilidad en el trato, y el remate era la prohibición religiosa, la clase social y su carácter inglés, la historia misma. No mucho en realidad.”

Creo no revelar ningún secreto a nadie si digo que el factor de la clase social, el origen familiar, fue durante mucho tiempo (y sigue siendo, en muchos aspectos) definitorio de la actitud que la otra familia demostraría respecto a un potencial yerno, como ilustra magníficamente Julian Barnes en The Sense of an Ending, por ejemplo. Esa estratificación social, tan obvia e incuestionable para los propios ingleses, resulta más llamativa y chocante para un extranjero.

En todo caso, lo que McEwan parece querer subrayar es que, como en casi cualquier otra esfera de las relaciones humanas, la incapacidad de dar con las palabras adecuadas, o la falta de comunicación, pueden abocar al desastre, como en el caso de Atonement, otra gran novela suya, en la que una mentira provoca una catástrofe irreparable.

Pese a su aparente brevedad – se lee en un suspiro – On Chesil Beach es una novela completa, y a diferencia de Saturday, que leí hace ya unos años y que me decepcionó, tiene una eficaz estructura y está escrita en una prosa limpia y cautivadora.

9 sept 2010

Reseña: Atonement, de Ian McEwan



Ian McEwan. Atonement. (Londres: Vintage, 2001). 372 páginas.

Corre el año 1935 y en una gran y poco estética mansión de la campiña inglesa una niña (Briony) de trece años con espíritu de fabulista es testigo desde una ventana de una escena que cambiará no sólo su vida sino la de toda su familia. En el transcurso de una discusión, ve cómo su hermana Cecilia se queda en paños menores y se mete en una fuente en presencia de Robbie Turner, el hijo de la limpiadora de la casa, a quien el padre de Cecilia y Briony ha protegido desde que su padre los abandonara a él y a su madre, Grace Turner. Lo que ha visto Briony no es lo que a ella le parece, pero los acontecimientos y casualidades se van a encadenar para dar lugar a un desenlace terrible para todos los que van a cenar esa noche en la casa.

A Atonement le cuesta ciertamente arrancar como novela. Parece que McEwan ralentice en un principio intencionadamente la narración, y el lector puede en algún momento, en particular en los primeros diez capítulos, llegar a preguntarse hacia dónde se encamina en realidad el libro que tiene entre manos. Pero McEwan es un espléndido narrador que domina perfectamente su oficio; la catástrofe no anda lejos, y una vez la mentira surge de la imaginación febril de la mente de Briony, el desastre es imparable.

Cuando los primos gemelos de Briony escapan de la casa esa noche, todos salen a buscarlos. Y la hermana mayor de los gemelos, Lola, es violada por un hombre al que Briony sorprende y entrevé en la oscuridad. Convence a Lola de que ese hombre era Robbie.

A Robbie, quien encuentra a los gemelos durante la noche, se lo lleva esposado la policía a la mañana siguiente. Una vida rota por culpa de la mentira y la tozudez estúpida de una niña de trece años.

Cuatro años después, Robbie ha conseguido salir a cambio de alistarse en el ejército. McEwan nos ha trasladado a Francia, en medio de la caótica retirada inglesa, y Robbie huye de una barbarie de la cual no puede escapar, perseguido por los bombardeos sanguinarios de los stukas alemanes hasta Dunquerque. La esperanza de volver a ver a Cecily le guía, y con la ayuda de otros dos soldados llega a la playa desde donde espera embarcar de regreso a Inglaterra.

En la tercera parte de la novela, es Briony quien adquiere el protagonismo. Con dieciocho años, la encontramos formándose para trabajar de enfermera en un hospital céntrico de Londres. Ha renunciado a una formación académica y tiene permanentemente en la conciencia el remordimiento de lo que le hizo a Robbie y a su hermana. La llegada de los primeros soldados heridos la hace madurar en cuestión de horas – o eso nos hace creer McEwan. Y finalmente asistimos al reencuentro con su hermana y Robbie en el diminuto apartamento donde Cecily ha tomado refugio. Briony se retractará de lo que declaró a la policía. ¿Le será posible purgar una mentira dañina de su vida?

Y es entonces, en la parte final de la novela, donde la maestría de McEwan hace su aparición en toda su magnificencia. La cuarta parte de la novela, nos dice Briony, está escrita en 1999. En su vejez, Briony escribe la novela que hemos leído, pero nos confiesa que es ficción. ¿Cuál es la verdadera historia? ¿Qué verdad hemos de creer? ¿Le debe importar verdaderamente al lector si las tres partes anteriores son una mera ficción, inventada por una mujer que ha ocultado un crimen (el perjurio) durante casi seis décadas?

No voy a desvelar aquí el desenlace de Atonement. Pienso que no sería nada justo con su autor. Personalmente, fueron la segunda y la cuarta parte de la novela las que más me gustaron. Atonement deja ciertamente un buen regusto: es una gran historia, aunque tenga un comienzo un poco lento, con una trama algo desdibujada en su planteamiento inicial. Este McEwan está más cercano a First Love, Last Rites o The Cement Garden que el McEwan de Saturday (2005), otra de sus novelas más recientes.

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