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17 sept 2021

Reseña: The Warrior, the Voyager, and the Artist, de Kate Fullagar

Kate Fullagar, The Warrior, the Voyager, and the Artist (New Haven y Londres: Yale University Press, 2020). 306 páginas.

Leemos muchas obras nuevas de ficción porque buscamos algo en ellas con lo que identificarnos o identificar a otros que creemos o deseamos conocer; o quizás sea porque esas historias que se narran en las novelas forman parte de lo que, a fin de cuentas, viene a ser nuestra época, el contexto de nuestras vidas. O puede que sea todo lo contrario: las leemos para escapar de la desangelada existencia que llevamos, especialmente ahora que por decreto nos dicen que debemos pasar semanas dentro de casa sin apenas opciones para moverse.

Sin embargo, creo que también se debería proponer la lectura de un cierto tipo de libro de historia. Un relato histórico basado o intuido en evidencias disponibles, que el historiador o la historiadora aderece con deducciones plausibles. Un libro de historia también nos debería permitir intuir o imaginar cómo fueron las vidas de personas que hicieron lo impensable: viajar desde muy remotos rincones del planeta a la metrópolis más importante del siglo XVIII: Londres.

Eso se propuso hacer Kate Fullagar en este singular volumen que tituló The Warrior, the Voyager, and the Artist: Three Lives in an Age of Empire [El guerrero, el viajero y el artista: Tres vidas en una era imperial]. Las tres vidas que menciona el subtítulo corresponden a tres hombres. Cada uno de ellos procedía de un continente diferente, en un momento de la Historia en el que la exploración del planeta alcanzó su máximo apogeo.

Samuel Johnson. Fotografía de Beckslash. 

Del primero han quedado muchos datos. Se trata del pintor Joshua Reynolds, retratista inglés nacido en Devon, que se convirtió en el primer Presidente de la Royal Academy of Arts, y quien se codeó con intelectuales de la talla de Samuel Johnson o Edmund Burke.

El guerrero se llamaba Ostenaco y fue uno de los miembros de una delegación de la nación cheroqui que visitó Londres en 1762. Además de presentarse como líder militar en la capital del imperio contra el que se enfrentaba su pueblo por su supervivencia, en Londres ejerció de diplomático. Fue recibido en audiencia por el rey Jorge III. Un detalle muy importante es el hecho de que Ostenaco y sus acompañantes fueron a Londres con el propósito de firmar un acuerdo de paz y garantizar de ese modo la continuidad de la nación cheroqui. Incluso llevaba consigo cartas de presentación firmadas por el gobernador de Virginia, Francis Fauquier, cuando todavía era colonia británica. La visita duró unos cuantos meses del año 1762. De la visita quedan muchos testimonios, entre ellos el retrato que le hizo Reynolds. Pero Fullagar hace un viraje de perspectiva significativo: trata de hacerle intuir al lector cómo habría sido la experiencia para los cheroquis.

La cultura y sociedad cheroquis eran muy distintas de la inglesa del siglo XVIII. Para empezar, la organización de su sociedad era muy diferente de la británica, era esencialmente matriarcal y en ella prevalecía el deseo de armonía sobre todas las cosas. El libro recoge muchos testimonios de encuentros y desencuentros, de incidentes y molestias padecidas por los extranjeros en una ciudad donde el gentío los observaba con exagerada e insana curiosidad.

El retrato de cuerpo entero que hizo Reynolds de Mai.
El segundo visitante llegó varios años más tarde. Fue un joven de lo que hoy en día se conoce como islas de la Sociedad o Polinesia francesa. Se llamaba Mai y nació en Ra’iatea. Durante su niñez, la isla fue invadida por los guerreros de otro archipiélago, Bora Bora, y Mai huyó con otros compatriotas a Tahití.

Un lugar en el mundo. Isla Rai'atea.

En 1774 Mai logró convencer al Capitán James Cook para que le permitiera ir en los navíos ingleses a Londres. Su objetivo era conseguir las armas y los suministros necesarios para contraatacar a los Bora Bora y recuperar su isla. Nunca le proporcionaron la ayuda que quería y que pensaba que los ingleses le habían prometido. Mai no pudo recuperar su tierra. Durante su estancia en Londres también posó para Reynolds.

La mirada del artista siempre influye en lo mirado. Autorretrato de Joshua Reynolds.

La tesis de Fullagar se podría resumir en una frase. Ya en el siglo XVIII el imperio británico estaba ejerciendo su poderosa influencia en dos lugares tan alejados entre sí como la nación cheroqui al oeste de las Apalaches o los archipiélagos del Pacífico Sur. La idea misma de un joven que desplazase en barco desde Tahití hasta Londres con el solo propósito de adquirir armas y recuperar su isla muestra hasta qué punto el fenómeno globalizador que suponen todos los imperios puede instigar tácticas tan insospechadas entonces como la de Mai.

Mediante tres biografías conectadas esencialmente en la del artista Reynolds, Fullagar nos permite indagar, imaginar y vislumbrar los varios modos en que ambos hombres colonizados encararon, resistieron o incluso alteraron la penetración colonial del imperio en otras culturas y civilizaciones.

Doscientos cincuenta años más tarde, ¿ha cambiado tanto el mundo? La tecnología ha acelerado el proceso, pero me temo que la quintaesencia del colonialismo sigue muy presente.

"Lo que Ostenaco pensase de haber posado para un retratista es igualmente dificil de concretar. No subsiste ninguna prueba directa. No podía valerse de las prácticas indígenas de pintar retratos, pues no existía ninguna en la cultura cheroqui. La pintura era algo importante para los cheroquis del siglo XVIII, pero en tanto que sustancia para ponerse en los rostros en vez de una con la que representarlos. De hecho, un clan entero dentro del sistema de parentesco de siete clanes estaba dedicado a la pintura. El clan Ani-Wodi, o clan de la pintura, se encargaba de crear el ungüento rojizo que utilizaban los guerreros cuando partían hacia la batalla. Normalmente, Ostenaco se habría puesto la pintura de base ocre del clan Ani-Wodi en la frente para dar a entender que pasaba al estatus de guerrero. Para poder retocar las marcas, llevaría encima unas pequeñas bolas huecas de arcilla durante las batallas, las cuales podía abrir, y encontrar en ellas pintura ocre seca que rápidamente podía mezclar con agua." (p. 96, mi traducción)

6 sept 2018

Reseña: Imperial Twilight, de Stephen R. Platt

Stephen Platt, Imperial Twilight: The Opium War and the End of China's Last Golden Age (Londres: Atlantic Books, 2018). 529 páginas.
Pongamos por caso que un estado fomentara de manera activa y deliberada la exportación de un producto altamente nocivo o incluso mortal para los ciudadanos de otro estado, y que el primero arguyera que los principios del libre comercio están por encima de cualquier principio moral que indujese a los gobernantes del segundo a tratar de impedir como fuese la entrada de ese producto.

Algunas mentes (perversas a todas luces, seguro que sí) bien podrían pensar que estoy hablando de la venta de armas de todo tipo en este siglo XXI en que nos ha tocado vivir. Y no le faltaría razón a quien denunciase un caso así. De hecho, muchos de esos estados son las (atención, que esto roza el sarcasmo) democracias occidentales; en ellas, ciertas empresas que cuentan con un fuerte apoyo institucional de sus gobiernos crean numerosísimos puestos de trabajo en la producción de productos altamente mortales, los cuales se ocultan bajo un conveniente eufemismo, el de “material de defensa”.

Terminó la guerra pero no la causa. Fumadores de opio. Imagen de Archibald Little (1838-1908) - Archibald Little, The Land of the Blue Gown
La bandera de la dinastía Qing. Imagen de Sodacan.
Hace ahora cerca de 175 años Gran Bretaña declaró la guerra al imperio chino. Esa guerra pasó a la historia como ‘La Guerra del Opio’, y el libro de Platt (el mejor libro de historia que he leído desde mi época de estudiante universitario) cuenta de manera brillante no la conflagración en sí misma, sino los orígenes, las causas y las personalidades de los protagonistas de este episodio de la Historia. La labor titánica de Platt en la investigación en archivos y su lectura minuciosa de la correspondencia de muchos personajes decisivos en esta historia hacen de Imperial Twilight un libro fabuloso.

Monumento a Lin Zexu en Macao. Fotografía de Abasaa.
El comercio británico en Asia estuvo durante muchas décadas regido por un monopolio, el de la muy conocida East India Company. A mediados del siglo XVIII, China únicamente ofrecía un puerto al comercio, la ciudad de Cantón. Los británicos compraban principalmente té y seda, y les vendían tejidos de algodón. Con el paso de los años, el contrabando de opio fue ganando preponderancia pese al rechazo de las autoridades chinas. En cuestión de años el volumen de baúles de opio que entraban ilegalmente en China creció geométricamente. El opio se producía en la India bajo dominio británico, y era transportado en barcos hasta las costas chinas.

Tras un par de largos viajes a China, George Staunton llegó a ser parlamentario en Westminster. Fotografía de Martin Archer Shee.
Ya desde mediados del siglo XVIII Inglaterra había tratado de conseguir favores comerciales de los emperadores. La primera embajada, liderada por Lord Macartney, llegó a Beijing en 1793 y fue rechazada a los pocos días en un clarísimo caso de pobre gestión de sensibilidades interculturales. La segunda la encabezó William Amherst en 1816, y le acompañaban George Staunton, experto conocedor de la lengua y cultura chinas, además de otros lingüistas y exploradores. También fue un gran fracaso.

"Jeejeebhoy fue el primer indio que llegó a ser caballero británico, y en 1857 la Reina Victoria le otorgó el título de 'baronet'. El nombre 'Sir J.J.', por el que es conocido coloquialmente, adorna hasta el día de hoy escuelas y hospitales en Bombay, como el gran benefactor de la ciudad en su pasado victoriano. Tal como describió con enorme entusiasmo uno de los diarios de Gujarat a su muerte en 1850, 'Sus hospitales, casas de beneficencia, obras hidráulicas, calzadas, puentes, las numerosas instituciones religiosas y educativas y sus donaciones señalarán para la posteridad al hombre a quien la Providencia seleccionó para la distribución de una bondad sustancial a una gran porción de la raza humana.' Del hecho de que buena parte de esa 'bondad sustancial', dispensada a una 'gran porción de la raza humana' fuera hecha posible por la venta a cargo de Jeejjebhoy, a través de Jardine y Matheson, de opio indio a los contrabandistas chinos, poco se dice." (p. 413, mi traducción). Tumba de Jeejeebhoy. Fotografía de Jack1956.
La corrupción que imperaba entre los oficiales chinos facilitaba la entrada de la droga ilegal. Cuando el emblemático Lin Zexu promulgó un edicto por el cual los contrabandistas de opio tenían que entregar sus existencias para ser destruidas, la escena quedaba servida para una confrontación en la que China, cuyas naves eran terriblemente inferiores a las europeas, fue humillada en una relativamente breve guerra (1839-1842). China tuvo que pagar reparaciones de guerra (es decir, tuvo que pagar el opio destruido) y abrir sus puertos a los comerciantes británicos. Además, el imperio británico añadió la isla de Hong Kong a su ya larga lista de colonias en todo el mundo. Fue el comienzo del crepúsculo de la China imperial al que hace referencia el título.
Vista de Hong Kong, tal como era en 1843.
Hong Kong en nuestra década. Fotografia de Estial.
Un relato escrito con absoluta exquisitez, en una edición cuidadosamente anotada, que describe para el lector las amistades y enemistades surgidas en lo que fue resultado de un proceso de globalización imparable. Platt denuncia (y demuestra con datos históricos) la manipulación y tergiversación que ciertos comerciantes, narcotraficantes, misioneros y políticos llevaron a cabo para retratar la China imperial como país inmanejable, xenofóbico y hostil, y escalar una situación solucionable hasta el conflicto bélico. Un gran libro.

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