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24 dic 2017

Reseña: Amnesia, de Peter Carey

Peter Carey, Amnesia (Melbourne: Penguin, 2014). 377 páginas.

Olvidar, todos olvidamos algo (o mucho) con el paso de los años. Pero cuando el conjunto de la sociedad borra de su memoria colectiva sucesos y hechos decisivos, difícilmente esa sociedad pueda encontrar las pautas de progreso que puede necesitar. La amnesia a la que Carey hace referencia es la relación de Australia con la superpotencia norteamericana. En 1975, el gobierno de Gough Whitlam fue defenestrado tras una oscura trama palaciega en la que los EE. UU. jugaron un papel determinante.

El protagonista de Amnesia es un periodista de mediana edad ya en el declive de su carrera profesional: Felix Moore (sus compañeros de profesión se burlan de él con la coletilla ‘Moore-or-less correct’) recibe la visita de un empresario, Woody Townes, que le ofrece dinero para que escriba la biografía de la joven hacker (otros la llamarían ciberactivista) Gaby Baillieux, a quien las autoridades estadounidenses atribuyen la creación de un programa informático ("Angel Worm") diseñado para liberar a solicitantes de asilo encarcelados en las instalaciones australianas, pero que debido a las conexiones corporativas existentes infecta también los sistemas de EE. UU.

Habiendo perdido recientemente un caso de difamación y obviamente arruinado, a Felix la oferta le viene de perlas. Lo que no sabe es que se ha embarcado una larga odisea que le va a llevar de Rozelle, un barrio de Sydney, al rascacielos más llamativo del horizonte de Melbourne, luego a una casa en el campo de Victoria, y de allí ser trasladado a un islote en el estuario del río Hawkesbury al norte de Sydney, y finalmente a un motel en Katoomba, en las Montañas Azules. Todo un peregrinaje por la costa oriental de Australia, pero ¿huyendo de qué o quiénes? ¿Están protegiendo a una ciberterrorista a la que quieren extraditar las autoridades?

'Ni Celine ni Woody me habían dicho que tenía que quedarme en la Torre Eureka, y sin embargo, su silencio, mientras accedíamos al edificio más alto de Melbourne, parecía confirmar que ésta sería mi casa. Al pasar el piso número cincuenta, los oídos se me taponaron, Mientras seguíamos ascendiendo, experimenté un placentero murmullo en la nuca, una muy particular excitación que llega, inevitablemente, cuando a uno lo arrojan a una situación decadente sin que sea en modo alguno culpa suya.' (p.40, mi traducción). Fotografía de MelbourneStar, 2017.
Gaby es la hija de Celine Baillieux, a quien Felix conoce desde su juventud. En la primera parte de Amnesia, Felix es el narrador que rememora sus años universitarios y sus escarceos amorosos con Celine. Para enmarcar el relato subversivo de Gaby en un aura de heroína australiana, Felix retrocede en la historia hasta las circunstancias en las que la abuela de Gaby, Doris, salió del Brisbane de la II Guerra Mundial, embarazada tras sufrir una violación a manos de un soldado estadounidense. Carey aprovecha este relato para situar al lector en la llamada Batalla de Brisbane de 1942, cuando soldados australianos y estadounidenses se enfrentaron en las calles de Brisbane en una serie de algaradas y choques violentos.

No es la primera vez que Carey trata el tema de la equívoca relación de aliados que Australia ha tenido con EE. UU. a través de las décadas: ya lo hizo en The Unusual Life of Tristan Smith (1994). En Amnesia, sin embargo, la denuncia es más explícita:
“En nuestro principio estuvo nuestro fin. Nuestra victoria [esto es, la de Whitlam] desencadenó una operación encubierta cada vez más intensa que finalmente acabaría con el gobierno electo y lo apartaría del poder.Después se diría que había sido la recesión mundial la que había destruido el gobierno de Whitlam. Está claro que no ayudó. Pero Nixon ya había hecho a Marshall Green su embajador antes de que golpease la recesión. Marshall Green era el mismo tipo que había supervisado los golpes de estado en Indonesia en 1965 y en Camboya en 1970.¿Por qué no vimos lo que el nombramiento del experto en golpes representaría para nosotros? ¿Porque el pez piloto cree que nadar al lado del tiburón es algo seguro? ¿Porque nosotros no éramos Chile? ¿Porque pensábamos que era nuestro país y que podíamos hacer lo que quisiéramos en él? Nuestros recién elegidos representantes podían de hecho realizar una incursión en nuestros propios servicios de seguridad y leer toda la desinformación que había en sus archivos secretos. ¿A quiénes pertenecían esos servicios de seguridad? Los norteamericanos pensaban que a ellos. Nosotros sabíamos que eran nuestros. Nos emocionaba ver las bóvedas de ASIO abiertas a la intemperie.Fuimos ingenuos, por supuesto que sí. Seguimos pensando en los norteamericanos como aliados y amigos nuestros. Los criticábamos, claro que sí. ¿Por qué no? ¿Acaso no los queríamos? Cantábamos sus canciones. Nos habían salvado de los japoneses. Sacrificamos las vidas de nuestros amados hijos en Corea, y después en Vietnam. Nunca se nos ocurrió que se cargarían nuestra democracia. De modo que cuando sucedió, a la vista de todos, nos olvidamos de ello inmediatamente.” (p. 136-7, mi traducción)
No obstante, Amnesia se centra en otros temas que ahora en (casi) 2018 siguen, en demasiados casos, aparcados, si no en la inacción, sí en la indiferencia general: La corrupción (que sin llegar a las colosales dimensiones en las que tiene lugar en otras tierras, sigue ocurriendo). El abuso del poder. La humillación y marginación de los pueblos indígenas. El deterioro del medio ambiente y la extinción de especies. La encarcelación y denigración injustificada y falsaria de los ya pocos solicitantes de asilo que llegan a nuestras orillas…

Sobre los aspectos más puramente literarios de Amnesia, puedo decir que es una narración algo caótica, especialmente en la segunda mitad, en la que los puntos de vista narrativos se enmarañan y pueden enredar al lector más atento. Pienso que Carey no quiere ofrecerle misericordia alguna al personaje/narrador Felix Moore, quien va construyendo su relato sobre la base de unas cintas grabadas por Celine y Gaby, escribiéndolo en una Olivetti, tras haber sido abandonado en una casucha en medio de un islote, sin inodoro, sin apenas comida, pero con mucho vino peleón para que le inspire.

Como suele ser habitual en Carey, los personajes sobresalen por encima del armazón de la novela. Woody Townes destaca por encima de todos: un carácter redondo (en todos los sentidos de la palabra), bufón y siniestro a un tiempo, que trata de manipular a Moore con su dinero y su red de influencias de gran calado.

Amnesia es una obra cuya esencia es absolutamente australiana, tanto como True History of the Kelly Gang, y también se inscribe en la larga trayectoria creativa de Carey y su insistencia en jugar con los maleables límites entre ficción y verdad. Por ejemplo, hace coincidir la fecha de nacimiento de Gaby con la destitución de Whitlam (11 de noviembre de 1975), para luego profundizar en los eventos y tendencias que influyen en su formación dentro de una familia de la tradicional izquierda laborista australiana, que no sale bien parada en la historia.

28 ago 2012

Reseña: Bliss, de Peter Carey



Peter Carey, Bliss (Londres: Faber and Faber, 2009 [1981]). 354 páginas.

Últimamente he venido ampliando mi repertorio de novelas de Carey con un doble objetivo. Por un lado, con cada nueva lectura de sus obras (re)descubro un narrador portentoso y una fecunda imaginación – hace poco leí sus primeros dos libros, The Fat Man in History y War Crimes, dos colecciones de cuentos exquisitos en su mayor parte.
Por otra parte, estoy cada vez más convencido de que a Carey le llegará en algún momento (pronto) el reconocimiento que, en mi opinión, merece a todas luces. La suya es una carrera literaria envidiable, no tanto por los muchos galardones que ha recibido sino por la variedad y la calidad de su creación. Y cuando llegue ese momento… digamos que quiero estar preparado.
Y es por eso que decidí acercarme a su primera novela, Bliss, publicada en 1981 cuando todavía andaba por los treinta tacos. Lo hice buscando raíces o semillas de lo que se convirtió en el Carey de Oscar and Lucinda, y que posteriormente iluminó la escena literaria contemporánea con novelas que rozan la maestría como Theft, True History of the Kelly Gang, Jack Maggs o The Unusual Life of Tristan Smith.
Este acercamiento a la obra inicial de Carey me ha permitido entender mejor cómo trabaja el autor con los elementos narrativos en las más recientes: Parrot and Olivier in America, o la última, The Chemistry of Tears.
Bliss comienza con una sutil artimaña pero muy efectiva: la muerte momentánea del protagonista, el publicista Harry Joy, tras un infarto. Clínicamente muerte durante unos cuantos minutos, lo reaniman para al cabo de unos días someterlo a una operación de alto riesgo. Sobrevive, pero Harry está convencido de que en realidad ha muerto y ha terminado por ir al infierno: el mundo el que habitaba antes de su ‘muerte’ resulta ser el Infierno, y los pobladores de éste son seres inmorales, crueles, inicuos: su esposa Bettina, sus dos hijos David y Lucy, y el socio, Joel, que además es quien le pone los cuernos con Bettina.
Decidido a ser bueno, Harry emprende cambios radicales en su vida y en la empresa; pero en el Infierno mandan los malos, y pronto consiguen sacarlo de la suite en el Hilton donde se ha refugiado y meterlo en una institución para enfermos mentales. De allí conseguirá salir gracias a Honey Barbara, la hippy prostituta vegetariana y traficante de marihuana de quien se enamora, pero todo tiene un precio: tendrá que ayudar a Bettina a triunfar en el mundo de la publicidad, y volver a vivir en su casa. Tras tres meses de cocinar comida sana, Honey Barbara se larga para siempre.
El mundo que Carey fabula en Bliss tiene algo de surrealista, y esto algo que ya había explorado el autor en los cuentos que precedieron a esta novela, pero los temas no han dejado de tener cierta relevancia actual: la falta de escrúpulos en la ‘comunidad’ (hago un uso irónico de la palabra) empresarial y financiera, la ambición desmedida, el consumismo rampante, la avaricia sin límites del capitalismo, actitudes de corte fascista y/o sádico en funcionarios públicos. Resulta curioso que siga teniendo tanta validez en 2012, treinta y un años después de su publicación.
Como suele ser habitual en el Carey posterior, el componente satírico es fundamental, y marca los tiempos narrativos; hay escenas inolvidables por su comicidad y mordacidad, como cuando Harry finge tomar un vuelo para poder espiar a su familia. La novela mezcla tramas secundarias no siempre justificadas, y hay algunos elementos melodramáticos que posiblemente no gozarían ahora en 2012 del favor del público lector.
Pese a su aparente simplicidad de lenguaje, Bliss apela al intelecto del lector mediante el recurso al más antiguo de los géneros narrativos: el cuento. Son numerosos los relatos breves que surgen en la narración, y hacia el final de la novela Carey incluye una hermosa reflexión sobre el génesis del relato y la enorme importancia que tiene para el ser humano.

23 jul 2012

Reseña: Theft: A Love Story, de Peter Carey


Peter Carey, Theft: A Love Story (Milsons Point: Random House, 2006). 269 páginas.

¿Qué es la verdad? ¿Es la verdad de Fulano la misma verdad que sostiene Mengano? ¿Qué ocurre entonces con una tercera versión de la verdad, la de Zutano? No hay nadie que pueda sostener de manera rotunda que conoce toda la verdad, parece querer recordarnos una vez más Carey en esta novela de trama enrevesada (algo habitual en el escritor australiano). Además, cuando la noción de lo verdadero se aplica a la autoría artística, todo un juego de prismas y espejos con sus consiguientes distorsiones se puede abrir ante nosotros. ¿Es la reproducción escrupulosa y respetuosa de una obra de arte otra obra de arte? En definitiva, ¿con qué autenticidad debemos quedarnos? Como dice Carey al final de la novela, “¿Cómo sabe uno cuánto pagar si uno no sabe el valor que tiene [una obra de arte]?”

Michael ‘Butcher’ Boone, famoso pintor australiano que acaba de salir de la cárcel por robarle a su exmujer (la “Demandante” o la “Meretriz de la Pensión de Alimentos”, nos recuerda Butcher en repetidas ocasiones) sus cuadros, que pasaron a ser patrimonio de ella. Huido a una casa en Bellingen del mecenas Jean-Paul, Michael tiene que cuidar de su hermano Hugh, un genial mocetón, un no siempre tierno gigante con una extraña discapacidad intelectual, mientras pinta intentando revivir su carrera artística. De repente aparece una femme fatale, Marlene, calzando un par de Manolo Blahniks y a la búsqueda de un cuadro de un famosísimo cubista de origen estonio, Leibovitz, que está en posesión de un vecino en Bellingen. ¿Inverosímil? Por supuesto que sí: tan inverosímil como la verdad misma.

El Leibovitz desaparece, la policía acusa a Michael y decomisa su cuadro pensando que el lienzo robado está oculto bajo la pintura que Butcher Bones ha estado comprando con el dinero destinado a mantener la granja del mecenas.

Butcher regresa entonces a Sydney, donde vuelve a encontrarse con Marlene, quien le promete ayuda para recuperar sus cuadros. Michael sabe que Marlene es una fullera sin moral que vive de la falsificación de obras de arte, pero tiene buena mano con Hugh. Michael se enamora y se deja llevar (a Japón, y de allí a Nueva York), encantado por el origen plebeyo que ambos comparten y por la idea de ver cómo Marlene engaña a marchantes de arte, críticos y ricos compradores. ¿Acaso no merece una revancha por el modo en que el mundillo del arte le ha tratado?

Narrada bajo dos voces distintas, la trama de Theft progresa concienzudamente, pero es sin duda alguna el contraste de los dos puntos de vista (el de Michael frente al de su hermano Hugh) lo que nutre y acrecienta el interés del lector (como ha hecho más recientemente Carey en Parrot and Olivier in America). Michael, narrador exaltado, mezcla el lirismo y el exabrupto, lo delicado con lo vehemente. Por su parte, Hugh nos ofrece sus monólogos, pobremente puntuados y con extrañas ortografías, estructurados sin apenas signos de puntuación y en los que destaca ideas geniales dentro de sus desvaríos mediante las mayúsculas. La prosa cortante y desenvuelta de Michael y la palabrería disparatada de Hugh, con sus dardos sagaces y lúcidas digresiones, se complementan en la narración de la historia, mostrando sus puntos de contacto en coloquialismos australianos y en los ecos de las invectivas que la trastornada madre de ambos les infligió en su niñez, de índole bíblica, disciplinaria.

El lector agradece no obstante que la mezcla de registros no ‘cante’: al contrario, es una superposición igualitaria, reflejo perfecto de una sociedad australiana que se sacude las ataduras coloniales y que pide (exige) su lugar en el mundo sin servidumbres, sin complejos. Como ya hizo en The Unusual Life of Tristan Smith, My Life as a Fake o True History of the Kelly Gang, Carey explora la cuestión de la fraudulenta identidad australiana, pero en Theft Butcher Boone se enfrenta a esa supuesta inferioridad con orgullo y derriba mitos a golpes de palabra: Carey crea en esta novela una tesis con sabor muy australiano sobre el concepto del arte, derrochando, como es habitual en él, humor e ironía. El conjunto, que en un primer plano parece confuso, está sin embargo bien respaldado con una mirada crítica y penetrante, distante pero inteligente.

Es curioso, por otra parte, comprobar las conexiones autobiográficas de los hermanos Boone con Carey: el autor hace que los hermanos procedan de Bacchus Marsh (en la vida real Carey es natural de esta pequeña población del estado de Victoria); pero además, resulta que Carey vivió un tiempo en Bellingen y en Sydney, que visitó Japón y, por supuesto, reside en Nueva York. ¿Muchas coincidencias? No importan: Una vez más, lo ficticio y lo real van de la mano, creando una magnífica obra literaria que no defrauda.

1 jun 2012

Reseña: True History of the Kelly Gang, de Peter Carey


Peter Carey, True History of the Kelly Gang (St Lucia: University of Queensland Press, 2000). 401 páginas.


Durante un reciente viaje a la capital de Victoria, Melbourne, hice la necesaria parada para el café de media mañana, casi al azar, en un pueblecito llamado Glenrowan, famoso por ser el lugar donde capturaron a Ned Kelly. A mis hijos mellizos la historia de Ned Kelly les entusiasma, y no fue difícil convencerlos de que era el lugar idóneo.

De hecho, en la maleta de viaje llevaba yo esta novela de Peter Carey, y además recordaba vagamente haber leído algunas cosas sobre la leyenda del forajido, y de cómo había sido en este lugar donde la ley había podido finalmente echarle el guante.

Un breve paseo por las calles de Glenrowan fue suficiente para darme cuenta de que el lugar rezumaba historia por todas partes, y nada más llegar a Melbourne me sumergí en la lectura de True History of the Kelly Gang, una de las dos novelas de Carey que todavía no había leído. (La otra es Illywhacker).

Ned Kelly es uno de los mitos más populares de la iconografía australiana, precedió a la formación del estado moderno australiano (lo que se conoce como Federación) y en la imaginación popular representa perfectamente el papel de luchador perdedor, tan estimado en general por los australianos. Mencionaré solamente dos datos históricos para situar el tema: los hechos del asedio de Glenrowan y la captura de Kelly y su banda tuvieron lugar en 1880, mientras que apenas 25 años después, en 1906, se filmó la primera película australiana, la cual se tituló (y no es una coincidencia) The Story of the Kelly Gang.

La novela de Carey es extremadamente efectiva en tanto que el autor le otorga a Kelly la posibilidad de recobrar su voz, de volver a expresarse: la suya es la voz del currency lad oprimido por el establishment inglés de la colonia. Pero al mismo tiempo el lector no debe olvidar que ésta es una obra de ficción, cimentada en documentos y hechos reales; pero sigue siendo, no obstante, una historia novelada, tanto como lo fueron otras novelas de Carey, como Oscar and Lucinda, Jack Maggs o la más reciente Parrot and Olivier in America.

Como acostumbra a hacer Carey, hay una disolución deliberada de las demarcaciones que separan lo ficcional de lo no ficcional, lo oral de lo escrito, produciendo dos versiones del pasado (el lector puede fácilmente enfrascarse en el texto y olvidar que existe un autor, o bien tomar un poco de distancia y admirar el habilidoso juego de malabares narrativos que el autor está desplegando ante sus ojos). Y lo realmente complaciente, en mi opinión, es que ambas versiones pueden dejar al lector más que satisfecho.

El Kelly que Carey mitifica (si es que fuese posible hacerlo más) es un jovenzuelo que lucha por salir adelante en el seno de una familia pobre y acosada por los estamentos más poderosos de la sociedad colonial. Es un jinete excepcional, conocedor de los caballos y de su temperamento; es también el joven nativo que conoce el terreno de la región como la palma de su mano y puede sobrevivir en el bush donde los demás no sabrían cómo hacerlo y durarían apenas cuarenta y ocho horas (incluido el que esto escribe, por supuesto). Modelando su narrativa en primera persona en la carta que Kelly escribió denunciando el acoso policial a su familia y las injusticias que los ricos hacendados infligían sobre los colonos más pobres, Carey le otorga una exquisita calidad oral al texto que produce su narrador: la voz de Kelly suena en la prosa de Carey, es fácil seguir las cadencias australianas en su sintaxis. Al buscar alejarse de lo más puramente literario, lo que logra Carey es (re)crear gran literatura.

A lo largo de toda la novela es la voz de Kelly la que nos recuerda que todo lo que le ha ocurrido en su vida ha sido resultado y consecuencia de situaciones de injusticia. El tono es a veces amargo, pero Kelly tampoco busca adquirir un estatus de héroe idolatrado. Nos hacen sonreír las anotaciones que hace Mary Hearn (personaje totalmente ficticio introducido por Carey) en el manuscrito, corrigiendo las descripciones tan poco halagadoras que los periódicos de la época hacen de su querido, el padre de la niña que lleva en su vientre, y a quien Kelly se dirige desde la primera página.

La novela se presenta al lector en forma de trece fardos de texto manuscrito (Carey da detalles del estado en que se encuentra cada uno de ellos, amén de el tipo de papel en que fueron escritos). El último, nos explica Carey en el breve prólogo que precede a cada capítulo/fardo, está terminado de forma “abrupta”.

True History of the Kelly Gang es uno de los mejores ejercicios de virtuosismo literario que jamás haya leído. Si para el novelista el reto es crear una ficción creíble, Carey sortea el envite con un retrato completo, mágicamente lleno de vida de un joven australiano que nunca aceptó la miseria como destino y que hizo frente a sus verdugos con dignidad. Es ahí donde la voz de Kelly resuena, y su eco nos llega hasta nuestros días, advirtiéndonos de que las injusticias deben ser subsanadas.


La estación de ferrocarriles de Glenrowan. Al fondo, el lugar donde Ned Kelly fue finalmente capturado.
Hoy en día, el pueblo de Glenrowan explota la figura histórica de Ned Kelly para atraer turistas. Detalle de uno de los carteles que ilustran al visitante, en la calle principal.
Reproducción de la ya famosa armadura de Kelly en el lugar donde fue apresado. Pueden observarse los 'impactos' de bala y la 'sangre' en las 'piernas' de Kelly, elementos con los que han aderezado el montaje.

28 mar 2012

Reseña: The Chemistry of Tears, de Peter Carey


Peter Carey, The Chemistry of Tears (Camberwell: Hamish Hamilton, 2012). 269 páginas.

Catherine Gehrig, restauradora de relojes y autómatas en el ficticio Museo Swinburne en Londres y asimismo secreta amante de su compañero de trabajo Matthew Tindall, descubre de repente un día, al pasar por delante del despacho de Matthew, que éste ha fallecido:
Muerto, y nadie me lo ha dicho. He pasado por delante de su despacho y su ayudante estaba berreando. "¿Qué ocurre, Felicia?" "¿Pero que no se lo han dicho? El Sr. Tindall, se ha muerto."
Comienzan así el suplicio particular de Catherine y esta última novela del australiano Peter Carey. Habiéndose dedicado en cuerpo y alma a Matthew, Catherine no tiene a quien acudir; su naufragio en el vodka parece inminente, pero es el director del museo, Eric, quien le propone trabajar en la restauración de un ‘objeto’. En los baúles que contienen las partes a restaurar se encuentran unos cuadernos que absorberán la atención de Catherine.
La mayoría de las novelas de Peter Carey se entretejen en torno a personajes y motivos dispares, mientras que la narración va estableciendo vínculos y asociaciones que terminan por fusionarse y aglutinar el conjunto.
En The Chemistry of Tears (La química de las lágrimas) el motivo central inicial es el llamado canard digerateur (literalmente, el pato que digiere), un autómata del inventor francés del siglo XVIII Jacques de Vaucanson. La narrativa une a Gehrig con un caballero inglés llamado Henry Brandling por medio de los cuadernos del diario del viaje que Brandling realiza a Alemania a mediados del siglo XIX buscando un constructor para un pato similar para insuflar ánimo vital en su hijo Percy, muy enfermo.
Es así como, al igual que en su novela anterior, Parrot y Olivier en América, Carey hace uso de dos voces narradoras – pero si en la en ocasiones desternillante parodia del viaje del francés Tocqueville a la incipiente democracia del Nuevo Mundo los dos narradores (Parrot y Olivier) son coetáneos, en The Chemistry of Tears Catherine es una voz narradora situada en 2010, y en ocasiones es a través de su lectura que el lector lee los cuadernos de 1854 (sustraídos por la propia Catherine del museo) de Brandling.
En Karlsruhe, Brandling conoce a Herr Sumper, un gigantón con un pasado misterioso y extrañas ideas, al precoz genio inventor de Carl y su madre Frau Helga. El estereotípico inglés que es Brandling tiene sus más y sus menos con Sumper y otros personajes, lo que Carey aprovecha al máximo para exprimir una veta cómica.
No es ninguna novedad decir que Carey siente una enorme fascinación por los procesos de falsificación y que explota con maestría la tensión (la paradoja) entre lo racional y la imaginación (¿no es esta tensión lo que, al fin y al cabo, constituye la esencia misma de la novela moderna?). Cuando Catherine se enfrenta al mismo misterio que Brandling casi 150 años antes, Eric le espeta lo siguiente: “¿Por qué queremos siempre eliminar la ambigüedad?” En otras palabras, ¿por qué negarnos a la posibilidad de que la mimesis pueda llegar a ser más convincente que la realidad? El mensaje que Sumper le deja grabado en latín en el pico del cisne – sí, como en el cuento infantil, ¡el pato termina siendo un cisne! – a Brandling apela a las creencias más humanas (y vulnerables): illud aspicis non vides. No puedes ver lo que ves.
The Chemistry of Tears acentúa lo fácil que puede ser que una vida se quiebre y se arruine: Catherine es incapaz de aceptar la muerte del hombre que era todo su mundo y se sumerge en el alcohol. El dolor de la pérdida, la conciencia de la reducción del número: “Mi propio taller no revelaría nada de su anterior ocupante: en el tablero de corcho había una fotografía de un árbol tomada en Southwold y otra de una calle vacía en Beccles; el verdadero significado de ambas imágenes solamente lo sabíamos nosotros dos. Nosotros una.”
Por su parte, en 1854, Henry Brandling, quien perdió ya a su primera hija y vive apartado de su esposa, vive permanentemente angustiado por perder a Percy.
En el trasfondo de la novela surge insistente, una y otra vez, la insinuación, la pregunta de si con el imparable desarrollo de la tecnología (no en vano en el siglo XIX se inicia la revolución industrial) el ser humano puede haber plantado la simiente de su propia destrucción. El desastre petrolero en el golfo de México en 2010 resultó ser, en ese sentido, muy oportuno para Carey. Y sin ningún ánimo de revelar el desenlace, este tema queda perfectamente iluminado para el lector al final de The Chemistry of Tears.
A quien no esté algo familiarizado con la obra del australiano Peter Carey, yo no le recomendaría The Chemistry of Tears como primer plato, pues es más que probable que se le indigeste. Es más, cabría rogarle al lector que se deje llevar por el libro. Leer debería ser siempre una fuente de placer; interrumpir ese placer con insustanciales búsquedas en Google o para hacer comparaciones fútiles (el pato de Vaucanson hace también su aparición en la formidable Mason and Dixon de Thomas Pynchon) no harán sino retardar el goce que Carey le propone al lector, como puede esperar quien haya degustado exquisitos manjares como Óscar y Lucinda, Jack Maggs, La vida extraordinaria de Tristam Smith o la más reciente Parrot y Olivier en América.

(Esta reseña apareció primero el 28 de marzo en Hermano Cerdo).

A continuación, las primeras páginas de The Chemistry of Tears, esperando que te animes a leer este interesante libro.

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Catherine
Muerto, y nadie me lo ha dicho. He pasado por delante de su despacho y su ayudante estaba berreando.
- ¿Qué ocurre, Felicia?
- ¿Pero que no se lo han dicho? El Sr. Tindall, se ha muerto.
Lo que yo oí fue: “Lo del Sr. Tindall no es cierto”. Y pensé, por lo que más quiera, serénese usted.
- ¿Dónde está, Felicia? – Esa fue una pregunta imprudente por mi parte. Matthew Tindall y yo llevábamos trece años de amantes, pero él era mi secreto y yo era el suyo. En la vida real yo evitaba a su ayudante.
Entonces la pintura de los labios se le había corrido y la boca se le doblaba como un calcetín. - ¿Dónde está? – dijo sollozando. – Menuda pregunta, ¡pero qué pregunta tan horrible!
No entendía nada. Volví a preguntarle.
- Catherine, está muerto – y empezó a berrear de nuevo.
 Entré con paso firme en su despacho, como para demostrar que se equivocaba. Esto no era el tipo de cosas que uno hacía. Mi querido secreto era alguien importante – Conservador Principal de Metales. Ahí estaba la foto de sus dos hijos en el escritorio. Su ridículo sombrero de tweed descansaba en la estantería. Lo robé. No sé por qué.
Por supuesto, ella me vio robarlo. Ya me daba igual. Bajé a la carrera las escaleras hasta el piso principal. Aquella tarde de abril en los salones georgianos del Museo Swinburne, entre los mil visitantes diarios, los ochenta empleados, no había absolutamente nadie que supiera lo que acababa de suceder.
Todo parecía igual que siempre. Era imposible que Matthew no estuviera allí, esperando a darme una sorpresa. Era inconfundible, mi amado. Cuando fruncía el gesto le aparecía una marca vertical a la izquierda de la nariz, grande y elevada. Pelo tupido, una boca grande y suave, siempre tierna. Por supuesto que estaba casado. Por supuesto, por supuestísimo. Tenía cuarenta años cuando lo observé por primera vez, y pasaron siete años hasta que nos hicimos amantes. Por entonces yo tenía menos de treinta y todavía era una especie de bicho raro, es decir, la primera restauradora de relojes que había tenido el museo.
Trece años. Mi vida entera. Fue un mundo hermoso en el que vivimos todo ese tiempo, Londres SW1, el Museo Swinburne, una de las gemas casi secretas de Londres. Contaba con un imponente departamento de relojería, una colección de relojes de todo tipo famosa en todo el mundo, autómatas y otros ingenios a cuerda. Si hubieras estado allí el 21 de abril de 2010, me podrías haber visto, esa mujer alta, singularmente elegante, con el sombrero de tweed estrujado entre sus manos. Puede que tuviera pinta de estar loca, pero quizás no era tan diferente de mis compañeros de trabajo – muy diversos restauradores y conservadores – atravesando a grandes zancadas las galerías públicas camino de alguna reunión o de un estudio o de un almacén donde pronto se dedicarían a interrogar un objeto antiguo: una espada, una colcha, o quizás un reloj de agua islámico. Éramos gente de museo, estudiosos, sacerdotes, reparadores, lijadores, científicos, fontaneros, mecánicos – unos excéntricos, en realidad – especializados en metales, vidrios, textiles, cerámica. Éramos de todos los tipos, insistíamos en decir, aunque en secreto teníamos la seguridad de que todos los estereotipos tenían algo de cierto. Por ejemplo, una mujer joven con piernas bonitas nunca podía ser restauradora de relojes, pero sí un hombre ligeramente estrambótico que midiera menos de un metro setenta – precavido, un tanto extraño, de pelo rubio y fino y al que le costase aguantarte la mirada. Podrías verlo corretear como un ratón por las galerías de la planta baja, con las inevitables llaves colgantes, con el aspecto de ser el guardián de los misterios. De hecho, no había nadie en el Swinburne que conociera mas que una parte del laberinto. Habíamos reducido nuestros territorios a calles secundarias – las rutas que conocíamos siempre nos llevaban a donde queríamos ir. Esto lo convertía en un lugar extraordinariamente fácil para llevar una vida secreta y disfrutar del perverso placer que una vida así puede dar.
En la muerte fue un horror total. es decir, lo mismo pero más radiante, más enfocado. Todo resultaba más tajante y distante a un tiempo. ¿Cómo había muerto? ¿Cómo podía haber muerto?
Regresé aprisa a mi estudio y busqué ‘Matthew Tindall’ en Google, pero no aparecía ninguna noticia de un accidente. Sin embargo, en mi bandeja de entrada había un mensaje que me subió la moral hasta que me di cuenta de que había sido enviado el día anterior a las 4 de la tarde. “Beso tus pies”. Lo marqué sin leer.
No había nadie a quien me atreviera a acudir. Pensé: trabajaré. Era lo que siempre había hecho en una crisis. Es para lo que los relojes están hechos, eso es lo que los hace intricados, sus peculiares acertijos. Me senté en el banco del taller a intentar resolver un ‘reloj’ francés del siglo XVIII extremadamente caprichoso. Había dejado las herramientas sobre una suave gamuza gris. Veinte minutos antes me había gustado este reloj francés pero ahora me pareció vanidoso y ostentoso. Enterré la cara en el interior del sombrero de Matthew. “Olisquear” es la palabra que habríamos usado nosotros. “Te olisqueo”. “Olisqueo tu cuello”.
Podría haber acudido a Sandra, la encargada. Siempre era una mujer muy amable, pero yo no podía soportar que nadie, ni siquiera Sandra, manejara mis asuntos privados, sacándolos a relucir sobre la mesa y sacudiéndolos de un lado a otro igual que si fueran cuentas de un collar roto.
Hola Sandra, ¿qué le ha pasado al señor Tindall, lo sabes?
Mi abuelo alemán y mi muy inglés padre fueron relojeros, aunque nada espectacular – primero en Clerkenwell, luego en el centro de la ciudad, y después de nuevo en Clerkenwell – sobre todo esos buenos relojes ingleses, sólidos, de cinco ruedecillas – pero para mí era un artículo de fe, incluso cuando era una niña pequeña, que esta era una ocupación muy grata y tranquila. Durante años pensé que hacer relojes debía acallar cualquier agitación en el seno de una. Estaba tan segura de mi opinión, tan completamente equivocada.
La señora del carrito del té trajo su deprimente oferta. Observé el motivo contrario a las agujas del reloj de la leche ligeramente cuajada, sencillamente esperándole a él, supongo. de modo que cuando una mano me tocó, fue el cuerpo entero el que se descosió. Parecía Matthew, pero Matthew estaba muerto, y en su lugar estaba Eric Croft, Conservador Principal del Departamento de Relojería. Empecé a gimotear y ya no pude parar.
Era el peor testigo posible.
Por decirlo de manera más bien desabrida, Crofty el astuto era el dueño de todo lo que allí hacía tic-toc y se movía. Era un erudito, un historiador, un experto. Yo, en comparación con él, no era más que una mecánica con una buena educación. Crofty era famoso por su trabajo de erudición sobre ‘Tonadillas’, con lo cual normalmente se quiere decir esos perfectos malentendidos imperiales de la cultura oriental que exportamos con tantísimo éxito a China durante el siglo XVIII, cajas de música extremadamente elaboradas revestidas con las más extravagantes composiciones de animales y edificios exóticos, con frecuencia colocadas sobre esmeradas bases. Así eran las cosas para los miembros de nuestra casta. Construíamos nuestras inestables vidas en torno a este tipo de cosas. Los animales movían ojos, orejas y rabos. Las pagodas se alzaban y caían. Las estrellas cubiertas de piedras preciosas giraban y las varillas giratorias de vidrio producían una efecto de agua muy creíble.
Gimoteé y berreé, y ahora era a mí a la que la boca se le había quedado como una marioneta de calcetín.
Igual que un presidente de un club de rugby que tuviera un chihuahua por mascota, Eric no se parecía en nada a sus tonadillas, que, podría una suponer, serían la pasión de un homosexual esbelto y maniático. Tenía esa especie de fanatismo hetero que se espera de la gente de ‘metales’.
- No, no, - gritó. ‘Sshhh’.
¿Sshhh? No fue brusco conmigo, sino que me puso su brazo fuerte y grande alrededor de los hombros y me obligó a meterme en un campana de gases que tenía un extractor, y entonces puso en marcha el extractor de humos que empezó a rugir como veinte secadores de pelo al mismo tiempo. Pensé: ya he descubierto el pastel.
“No,” me dijo. “No lo hagas”.
La campana era terriblemente pequeña, construida precisamente para que un restaurador pudiera limpiar un objeto antiguo con disolvente tóxico. Me estaba acariciando el hombro igual que a un caballo.
“Cuidaremos de ti,” dijo.
En medio de mis berreos, por fin comprendí que Croft sabía mi secreto.
“Ahora vete a casa”, me dijo en voz baja.
Yo pensé: nos he traicionado. Pensé: Matthew se cabreará.
“Quedemos en el café de la esquina”, me dijo. “¿Mañana a las diez? Enfrente del Anexo. ¿Crees que puedes hacer eso? ¿Te molestaría?”
“Sí”, le dije, mientras pensaba, ya está – me van a echar del museo principal. Me van a encerrar en el Anexo. Había levantado la liebre.
“Bien”, sonrió y las arrugas alrededor de la boca le dieron un aspecto más bien felino. Apagó el extractor de gases y de repente pude oler su loción de afeitado. “Lo primero, te conseguiremos una baja por enfermedad. Esto lo superaremos juntos. Tengo algo para ti, para que lo arregles”, me dijo. “Un objeto bonito de verdad”. La gente del Swinburne habla así. Dicen objeto en vez de reloj.
Yo pensé: va a exiliarme, a enterrarme. El Anexo estaba situado detrás de Olympia, donde mi dolor podía ser tan privado como mi amor.
De modo que estaba siendo amable conmigo, Crofty, el extraño macho. Le besé en la mejilla, áspera y con olor a sándalo. Los dos nos miramos con asombro, y entonces yo huí, salí a la calle húmeda y me dirigí a grandes zancadas en dirección al Albert Hall, con el ridículo sombrero de Matthew estrujado por mi mano.


16 feb 2011

Reseña: Parrot and Olivier in America, de Peter Carey


Peter Carey, Parrot and Olivier in America (Camberwell: Penguin, 2009). 452 págs.

Para el lector algo familiarizado con la obra del australiano Peter Carey no le va a sorprender que esta estupenda novela haya bebido de las fuentes de otro autor. Carey lo ha hecho en todas sus novelas anteriores, con muy efectivos resultados en casi todos los casos: Oscar and Lucinda, Jack Maggs, True History of the Kelly Gang, por poner algunos ejemplos. En el caso de Parrot and Olivier in America la fuente es primordialmente el francés Alexis de Tocqueville, quien escribió a mediados del siglo XIX el estudio De la démocratie en Amérique tras un viaje de casi dos años por la costa este de un territorio cuyo Estado, por así decirlo, se encontraba prácticamente todavía en pañales.
Carey ha realizado una brillante alteración de los datos históricos sobre Alexis de Tocqueville para producir una novela picaresca moderna, en la cual, para disfrute del lector, abundan la caricatura y la ironía. Para empezar, Olivier, el aristócrata inspirado por De Tocqueville, es acompañado no por otro letrado francés, sino por un criado/secretario inglés, John Larrit, conocido desde niño como Parrot (‘loro, cotorra’). Merced a su larga estancia en la colonia penal de Botany Bay en Nueva Gales del Sur, Parrot nos deleita regularmente con su ácido humor de índole australiana. A Olivier, por ejemplo, se refiere repetidamente como ‘Lord Migraine (migraña)’.
Carey presenta la narración en dos voces que se van alternando: por un lado la del aristócrata melindroso, arrogante, temperamental y ciertamente hipocondríaco, y por otro la de Parrot, una voz más cruda e irreverente, con unas muy generosas dosis de cinismo cuando no de un sanísimo sarcasmo. Lógicamente, las contradicciones y contrastes entre las apreciaciones de uno y otro sobre los mismos incidentes arrancan más de una sonrisa. La trama avanza a saltos, a veces retrotrayéndose a sucesos pasados. Lo que en ocasiones pudiera parecer una omisión en la estructura narrativa se resuelve por lo general unas cuantas páginas más adelante. Caemos entonces en la cuenta de que es una estrategia deliberada por parte de Carey, pero el lector que no esté muy atento puede quedar un tanto perplejo.
Sea como fuere, Parrot and Olivier tiene mucha chispa. Fiel a su impecable estilo, Carey juega con el lenguaje y con la trama sin perderse en disquisiciones ajenas a la historia. Quizá el aspecto menos atractivo de la trama – al menos para mi gusto – hayan sido las melodramáticas cavilaciones de Olivier sobre su amor por la joven heredera del magnate Godefroy.
Uno de los innegables talentos de Peter Carey es el saber explotar fuentes y argumentos históricos para producir extraordinarias novelas, algo no demasiado disimilar de lo que hacía William Shakespeare hacia finales del siglo XVI y principios del XVII. Se ha postulado en ocasiones que Carey podría ser el segundo escritor australiano tras Patrick White – australiano es, a pesar de su ya largo ‘exilio’ en Nueva York – en recibir el Nobel de literatura. ¿Tendría ya Shakespeare varios premios Nobel en el saco de haber vivido en estos tiempos tan peculiares que vivimos?
La novela nos lleva en su entretenido recorrido por tres continentes y es un exquisito despliegue de la caricatura como recurso narrativo. Salvando las debidas distancias, el retrato de América que hace Carey a través de las voces de Olivier (al que hace ‘cometer’ errores de sintaxis de bulto) y de Parrot tiene semejantes dosis de mordacidad que el que realizó Thomas Pynchon en Mason and Dixon (1997). En este extracto el autor describe la llegada al puerto de Nueva York y sus primeras horas en la ciudad por boca de Olivier. Como dice el proverbio, por la boca muere el pez:

“I found the deck crowded with a musty malodorous humanity that had hitherto been kept below. Across their shoulders, behind their sad battered stacked portmanteaus, I made out New York – a great deal of bright-yellow sappy wood, a vast pile of bricks, a provincial town in the process of being built or broken. I put my goods into the care of a large black man. If he was a slave or a porter I did not know, only that he put my trunk upon his shoulder and tucked my valise under his arm and, with no regard for the delicacy of the first-class passengers, rammed his way down the gangplank, beckoning me to follow him. When I had, by necessity, mimicked the rude jostling of the nigger, I arrived in a limbo, not quite ashore nor quite on land, along open-sided warehouse built atop a jetty. I looked for Peek. He was nowhere to be seen. Ahead of me I could see the servant’s frightful hair, but  by now the black giant had brought me to an official and delivered my baggage to his table.
Having opened each item to facilitate inspection, the porter demanded money.
I explained to him I had only a letter of credit on the Bank of New York. Although it was clearly a ridiculous thing for me to do and I could imagine my mother rolling her eyes upward to see such behaviour from a Garmont, I showed the document to the damned porter whose huge black face contorted itself to the most frightening effect.
I asked the official to intercede, saying that if he would provide the porter’s name, I would return tomorrow and give him the coin.
Anxious that my cosignatory was escaping me, I’m afraid that I rather thrust my letter at the official’s face, causing unintended offence. He and the slave were then both joined in war against me and I was subjected to all the tyranny that a petty official can bring against his social better. As a consequence I was detained almost an hour while my possessions were carefully inspected, one by one.
[…]
When my ordeal was over I still had no clinking stuff. I was therefore compelled to carry my own luggage to the place where I saw Peek awaiting me. My progress was maliciously observed by the dull and hostile eyes of a dozen not one of whom could be persuaded to rise from his haunches, not even by Peek himself who chastised the ruffians for their lack of hospitality to a friend of the revolution.
[…]
We were finally compelled to share our ride with my trunk, the top of the coach being fully loaded with the Peek family’s souvenirs. Did Marco Polo return with more? […]
There is a street called Broadway where we found the Bank of New York which had much the same appearance as the Parthenon, a building where the elevation of the edifice serves only to remind you of its bourgeois intention. Here Peek effected my introduction to the manager who was every bit as servile as one might require. Promising I would come back with Mr Larrit, I returned to the coach in search of a suitable residence.
[…]
A little farther along Broadway he delivered me to a boarding house run by an Irishwoman who was, nonetheless, thought to be a person of good character.
[...]
That night I dined as the Americans dined, that is, I had a vast amount of ham. There was no wine at all and no one seemed to think there should be.” (pp. 170-3)


“Encontré la cubierta abarrotada de una humanidad mohosa y hedionda que hasta entonces había quedado abajo. Entre sus hombros, detrás de los tristes y maltrechos baúles de viaje apilados, pude distinguir Nueva York – mucha madera resinosa de un color amarillo brillante, un considerable montón de ladrillos, una ciudad provinciana a mitad construir o a mitad destruir. Puse mis bienes al cuidado de un negro grandullón. Si era esclavo o porteador, yo no lo sabía, pero se echó mi baúl al hombro y se metió mi valija debajo del brazo y, sin que le importara la delicadeza de los pasajeros de primera clase, se abrió camino por la plancha, haciéndome gestos para que le siguiera. Habiendo imitado, por necesidad, los toscos zarandeos del negrazo, llegué a un limbo, pues había desembarcado pero no estaba en tierra, a lo largo de un almacén abierto en los costados y construido encima de un embarcadero. Busqué a Peek. No se le veía por ninguna parte. Delante de mí puede ver la horrible pelambrera del criado, pero a estas alturas el gigante negro me había traído hasta un oficial y había depositado mi equipaje encima de la mesa.
Tras haber abierto cada una de los equipajes a fin de facilitar su inspección, el porteador exigió dinero.
Le expliqué que solamente contaba con una carta de crédito con el Banco de Nueva York. Aunque resultaba palmariamente ridículo que hiciera una cosa así, e incluso podía imaginarme a mi madre alzando la vista al ver tal comportamiento en un Garmont, le mostré el documento al maldito porteador, cuyo enorme rostro negro se contrajo de la manera más espeluznante.
Le pedí al oficial que intercediera por mí, diciéndole que si pudiera proporcionarme el nombre del porteador, volvería mañana y le daría una moneda.
Ansioso porque se me escapaba el cosignatario, me temo que más bien le arrojé la carta en las narices al oficial, causando un agravio sin intención alguna. Él y el esclavo se aliaron en una guerra entonces en mi contra, y fui víctima de toda la tiranía que un oficial de medio pelo puede descargar contra alguien de clase social más alta. Como consecuencia de ello, me retuvieron durante casi una hora mientras se procedía a la meticulosa inspección de mis posesiones, una a una.
[…]
Y terminó mi calvario, pero todavía estaba sin contante y sonante. Me vi obligado por tanto a llevar mi propio equipaje al lugar en donde vi a Peek esperándome. Mi marcha fue observada con malicia por los ojos apagados y hostiles de una docena de ellos, a ninguno de los cuales pudo persuadírseles que se levantaran de sus ancas, ni siquiera por parte del propio Peek, quien reprendió a los rufianes por su falta de hospitalidad hacia un amigo de la revolución.
[…]
Finalmente nos vimos obligados a compartir el viaje con el baúl, pues la parte superior del carruaje estaba atiborrada con los souvenirs de la familia Peek. ¿Volvería Marco Polo con más cosas?
[…]
Hay una calle llamada Broadway, donde encontramos el Banco de Nueva York, el cual tenía la misma apariencia que el Partenón, un inmueble donde la elevación del edificio solamente sirve para recordarle a uno de sus intenciones burguesas. Aquí, Peek efectuó mi presentación ante el director, que se mostró todo lo servil que se pudiera requerir. Con la promesa de que regresaría con el Sr. Larrit, volví al carruaje a fin de buscar morada apropiada.
[…]
Un poco más delante de Broadway, me dejó en una pensión regentada por una irlandesa, de quien se pensaba que era, a pesar de todo, una persona de buen talante.
[...]
Aquella noche cené tal como lo hacen los americanos, es decir, consumí una enorme ración de jamón. No hubo ni una gota de vino, y nadie pareció echarlo en falta.”

Parrot and Olivier in America es un libro cuya lectura ciertamente se disfruta. Sea en el original inglés, o merced a una buena traducción al castellano o al catalán – esperemos al menos que así sea – es un buen libro. Como siempre, Carey no defrauda. La perspicaz ironía que es en buena parte sustrato de su visión del mundo está presente en todas las páginas, y para el lector que aprecie ese cáustico sentido del humor, Parrot… es fuente de gratificación y satisfacción.

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