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4 nov 2018

Reseña: Quicksand, de Steve Toltz

Steve Toltz, Quicksand (Melbourne: Penguin, 2015). 435 páginas.

Dada la gran propensión al juego entre los australianos, y la muy extendida creencia en la fortuna como influencia decisiva en nuestras vidas, no es de extrañar que la literatura australiana contemporánea guarde un lugar especial para un arquetipo masculino bastante llamativo: es el born loser, el perdedor nato al que todo le sale mal y al que la mala suerte persigue sin cesar. Un ejemplo entrañable sería Sam Pickles, del ya clásico Cloudstreet, de Tim Winton. La idea es que la mala suerte te persigue, o como decía Rubén Blades de su ‘Pedro Navaja’, “Si naciste pa’ martillo, del cielo te caen los clavos”.


El loser de Quicksand no se llama Pedro, sino Aldo. Aldo Benjamin. A sus 42 años, parapléjico, ha sobrevivido a unos cuantos intentos de suicidio y a múltiples accidentes, traumas físicos y mentales, además de una temporada en chirona, donde es vejado, violado, agredido y humillado en un sinfín de ocasiones. Y al día siguiente de salir de la cárcel, lo vuelven a acusar de asesinato.

Desde su más tierna infancia, todo intento de abrirse camino en la vida le ha salido mal a Aldo. Ya muy joven pierde a su hermana en un accidente en Bali. Después muere su padre. Al poco tiempo, y todavía virgen, es acusado de una violación en el instituto. Nada le sale bien a Aldo, y con cada intento de crear un negocio lo único que consigue es una jauría de acreedores. Es, en las palabras que el narrador escoge para titular una de las partes del libro, “El rey de los errores no forzados”.

El narrador es el mejor amigo de Aldo, Liam: de profesión, agente de policía, de vocación, escritor. Toltz explicó en una entrevista con el SMH en abril de 2015 que Quicksand es en cierto modo un producto secundario de la extremadamente hilarante A Fraction of the Whole, que reseñé aquí hace ya la tira de años. Como en su primera novela, Toltz construye personajes muy locuaces, pletóricos. La principal diferencia es que, si en A Fraction of the Whole la ironía es absolutamente desbordante, en esta novela “hija” el humor presenta una tendencia hacia lo lúgubre de la cual nunca se escapa el texto. El título apunta a nuestra existencia como unas arenas movedizas: para Aldo, la vida ha resultado ser una suerte de condena ineludible. La portada alude al mito de Sísifo.

La preponderancia del humor negro, esa tendencia tan oscura, resultan no solo desconcertantes, sino agotadores. La narración avanza en forma de una infortunada anécdota tras otra, de desgraciado episodio tras otro, en un texto repleto, eso sí, de frases ingeniosas, metáforas y símiles extremos, y sinsentidos varios. A excepción de Aldo (un libro en sí mismo, sin duda alguna) ningún otro personaje adquiere la profundidad necesaria que les realce.

Zetland: Territorio Aldo Benjamin. Fotografía de Maksym Kozlenko.
Porque es cierto: Aldo Benjamin da para muchísimo, tanto que a ratos te deja exhausto. Quicksand trata todos los grandes de temas del ser humano: amor, mortalidad y destino son predominantes, pero también aparecen el duelo, la familia, la amistad y el sexo, el arte y el absurdo, nuestro sentido del deber o su ausencia, la libertad, la honradez, la duplicidad; una larguísima lista que incluso podría ampliarse.

Consciente de que lo suyo pudiera ser la mala suerte de vivir una inmortalidad no deseada, Aldo emprende el trayecto último de un ascetismo espectacular, aislándose en un ficticio islote rocoso frente a las costas de Sydney y sufriendo las inclemencias del tiempo (y los ataques de los cangrejos). Es paradójicamente el único negocio que le sale bien: pronto le surgen millones de adeptos y seguidores en internet. Pasados los meses, cuando la novedad ya ha pasado y los vendedores ambulantes han abandonado la playa, Liam acude al islote y ya no encuentra a Aldo. ¿Es de verdad inmortal?

Quizás no haya funcionado tan bien como esperaba Toltz el extirpar a un personaje de un manuscrito para que dé a luz a otro. Con toda la creatividad que demuestra el autor en Quicksand, no alcanza la genialidad y brillantez de Una parte del todo.

18 abr 2011

Reseña: A Fraction of the Whole, de Steve Toltz


Steve Toltz, A Fraction of the Whole (Camberwell: Penguin, 2008). 711 páginas.

Gratamente sorprendido me he quedado con la lectura de esta novela. Tenemos a un autor australiano que hace gala del ácido humor de esta tierra sin circunscribirse a un entorno local y limitado. Toltz dirige los dardos de su sutil ironía a todos los aspectos de la vida moderna, en un recorrido que nos lleva al holocausto nazi, a un aburrido pueblo australiano, al París de fines del siglo XX, a Sydney y la Australia mayormente filistea de la era Howard, y finalmente a Tailandia. A Fraction of the Whole ciertamente es un relato un tanto enrevesado y caótico de una familia, los Dean (Martin, Terry y Jasper), y en el cual se vierten mentiras y recuerdos, exageraciones y filosofía, grandes proyectos irrealizables y pequeñas locuras cotidianas, todo a un ritmo vivaz, para nada frenético, pero Toltz nunca da pausa. Sus reflexiones son tan breves que en ocasiones bordan el epigrama. Su ingenio impregna toda la novela para mostrarnos el absurdo desde múltiples puntos de vista.

El título de la novela está inspirado por una cita de Emerson, filósofo norteamericano del siglo XIX: ‘'Tis fine for us to talk: we sit and muse, and are serene, and complete; but the moment we meet with anybody, each becomes a fraction’ [Está bien que hablemos: nos sentamos y elucubramos, y estamos serenos, y completos; pero en el momento que nos encontramos con alguien, cada uno se convierte en fracción.’]

La primera novela de Steve Toltz deleita al lector desde el primer momento. A medida que progresa el hilo narrativo (con dos narradores alternos, Martin Dean y su hijo Jasper) que comienza a desmadejar en las primeras páginas Jasper desde la cárcel donde está recluido, cuando nos dice que quiere que todo el mundo sepa la verdad sobre su tío Terry (el hombre al que toda Australia quería) y su padre Martin (el hombre al que toda Australia odiaba).

Por la novela transitan personajes de todo tipo: los hay enigmáticos, como el tailandés Eddie o el propio Terry Dean; extravagantes, como Anouk; paranoicos, como Harry y su Manual para delincuentes (el cual incluye capítulos como ‘Crímenes sin motivo: Sus causas’); millonarios, como Reynold Hobbs y su hijo Oscar, retratos de acaudalados australianos de altos vuelos y pocos escrúpulos morales; o también las tristes víctimas de la saña y la crueldad, como el maestro White.

Uno de los aspectos que más deleite pueden producir son las insólitas chocantes comparaciones con las que Toltz salpica la novela, siempre muy acertadas: “Dad…let out another moan, like an animal who had just visited his parents in a butcher shop window.” (p. 621) [Papá… dejó escapar otro gemido, como un animal que acabara de visitar a sus padres en el escaparate de una carnicería.] O las conclusiones a las que llega, llenas de una sutil ironía: “Career criminals and philosophers have a surprising amount in common – they are both at odds with society, they both live uncompromisingly by their own rules, and they both make really lousy parent figures” (p. 588) [Los criminales de profesión y los filósofos tienen sorprendentemente mucho en común: ambos están reñidos con la sociedad, ambos viven según sus propias reglas intransigentes, y ambos suponen una figura paterna realmente pésima].

A Fraction of the Whole es una novela pródiga en ingenio y en abstracciones de corte intelectual, y al mismo tiempo no deja de ser un gran desbarro literario, una gran comedia de la vida que hace reír incluso al que tiene poca disposición para ello. ¿Se le puede pedir mucho más a una novela cuya intención es la de hacerte reír? Con su primer libro, Steve Toltz fue finalista de dos importantes premios: el Man Booker Prize y el Guardian First Book Award.




En el interior de la contraportada figura la fotografía del autor. Al terminar la novela, uno se encuentra cara a cara con esa sonrisa sardónica. Hay algo en ella que me llamó la atención. Era como si Steve me estuviera diciendo: ¿qué, qué te han parecido las 711 páginas anteriores?

Incluyo a continuación (a modo de aperitivo, para animar a leerla y disfrutarla) mi traducción de un fragmento de una parte (no del todo), titulada ‘Democracia’. A Fraction of the Whole está disponible tanto en castellano (Una parte del todo, Ediciones B, traducción de Magdalena Palmer) como en catalán (Una part del tot, La Campana, traducción de Marc Rubió).
Democracia


Después de que Lionel perdiera la vista, me sobrevino el tormento de las preguntas, y cuando a Terry lo metieron en la cárcel, vi que las dichosas preguntas me causaban angustia, por todas partes. Tenía que hacer algo. Pero, ¿qué? Tenía que ser alguien. Pero, ¿quién? No quería imitar la estupidez de la gente que me rodeaba. Pero entonces, ¿imitar la estupidez de quién? ¿Y por qué me sentía enfermo por las noches? ¿Tenía miedo? ¿Era el miedo lo que me angustiaba? ¿Cómo podía pensar con claridad si estaba angustiado? ¿Cómo podía entender yo nada si no podía pensar con claridad? ¿Y cómo iba a funcionar yo en este mundo si no podía entender nada de nada?

Llegué al colegio con esa sensación de hostigamiento, pero no pude cruzar la puerta. Durante una larga hora me quedé observando aquellos feos edificios de ladrillo, a los estudiantes mentecatos, los árboles del patio de recreo, los pantalones marrones de poliéster de los profesores que hacían un sonido burbujeante en sus carnosos muslos cuando transitaban para cambiar de aula, y pensé: Si estudio mucho, aprobaré los exámenes. Pero ¿y qué? ¿Qué hago yo entre ese momento y el momento de mi muerte?

Cuando llegué a casa, ni a mi padre ni a mi padre pareció importarles mucho que yo hubiera dejado el colegio. Mi padre estaba leyendo el periódico local. Mi madre le estaba escribiendo una carta a Terry, una larga carta, de cuarenta páginas o más. Con cierto disimulo logré echarle un vistazo, pero no logré pasar más allá del violento primer párrafo, en el cual ella había escrito: ‘Te quiero te quiero mi hijo querido, vida mía tesoro mío, ¿qué has hecho cariño, hijo mío precioso?’

‘¿No me habéis oído? He dicho que he dejado el cole,’ repetí con un susurro dolorido.

No reaccionaron. Lo que aquel silencio evitaba visiblemente era la pregunta, ¿qué vas a hacer ahora? ‘¡Voy a alistarme en el ejército!’ Les grité de forma disparatada, melodramática.

Aquello dio resultado, pero lo hizo igual que un cohete de fuegos artificiales que chisporrotea y suelta chispas por el suelo, y finalmente se apaga de manera abrupta. De hecho, mi padre dijo, ‘¡Ja!’, mientras que mi madre se dio media vuelta en mi dirección y me dijo con voz queda y severa, ‘No lo hagas’. Y se acabó.

Retrospectivamente, veo que estaba desesperadamente necesitado de atención después de toda una vida de ser la letra pequeña ante los titulares de mi hermano. No se me ocurre ninguna otra razón que justifique mi tozuda, impetuosa y autodestructiva decisión de llevar a cabo mi amenaza. Dos días después me encontraba en la Oficina de Alistamiento del Ejército Australiano, respondiendo a preguntas estúpidas con respuestas todavía más estúpidas. ‘Dime, hijo, ¿qué te parece a ti que es lo que hace falta para llenar el uniforme de un soldado?, me preguntó el oficial de reclutamiento. ‘¿Algodón liviano?’, ofrecí por toda respuesta, y como dejé pasar diez segundos sin soltar una carcajada, a regañadientes me ordenó que bajara a ver al médico. Por desgracia, ahí se acabó mi aventura. Suspendí, y a lo grande, el examen físico obligatorio. Con una mirada atónita dibujada en el rostro, el médico me examinó, y a modo de conclusión, remató que en su vida no había visto en tiempos de paz un cuerpo que estuviera en tan pobre estado.

En contra de la lógica, me tomé muy mal el rechazo y me hundí en una profunda depresión. Lo que siguió fue un periodo de tiempo perdido: tres años, durante los cuales me sentí dándoles vueltas a las preguntas que me habían estado dando vueltas a mí, aunque nunca encontré las respuestas que necesitaba. Mientras buscaba, daba largas caminatas. Leía. Aprendí el arte de caminar mientras uno lee. Me tumbaba bajo los árboles y observaba cómo las nubes cruzaban deslizándose el velo de las hojas. Me pasé meses enteros pensando. Descubrí más cosas acerca de las propiedades de la soledad, sobre cómo se parece a cuando una mano que alguien acabara de sacar de un congelador te apretara lentamente los testículos. Si no podía encontrar un modo de estar de forma auténtica en el mundo, entonces daría con un modo superior de esconderme, y con ese propósito me probé diferentes máscaras: la de la timidez, la de la elegancia, la del optimismo, la de la jovialidad, la de la fragilidad— eran máscaras sencillas, que tenían una característica definitoria. En otras ocasiones me probaba máscaras más complicadas, una que mezclaba hosquedad y optimismo, otra que unía vulnerabilidad y alegría, otra que era mezcla de orgullo y melancolía. Estas últimas las fui abandonando en última instancia puesto que exigían demasiado mantenimiento en el nivel de energía. Créanme: las máscaras complejas se te comen vivo el presupuesto de mantenimiento.

Los meses pasaron entre gemidos, convirtiéndose en años. Deambulaba sin parar, enloqueciendo por la inutilidad de mi vida. Como tenía ingresos, vivía con muy poco. En los pubs y bares recogía colillas de cigarrillos sin terminar de los ceniceros. Dejé que los dedos se me hicieran de un amarillo de orín. Miraba de forma estúpida a la gente del pueblo. Dormía fuera de casa. Dormía bajo la lluvia. Dormía en mi habitación. Aprendí valiosas lecciones sobre la vida, como que es ocho veces más probable que te dé un cigarrillo una persona que esté sentada que una que esté caminando, y veintiocho veces más probable que una persona metida en un coche parado en el tráfico. Ninguna fiesta, ninguna invitación, nada de socializar. Aprendí que distanciarse es fácil. ¿Replegarse? Fácil. ¿Esconderse? ¿Disolverse? ¿Desgajarse? Sencillo. Cuando te retiras del mundo, el mundo se retira también, y en igual medida. Es un baile de dos pasos, tú y el mundo. Procuraba no buscarme líos, y me agobiaba que ninguno me encontrara a mí. Para mí, hay tanto tumulto en no hacer nada como en trabajar en el parqué de la Bolsa de Nueva York en la mañana de una gran crisis de mercados. Estoy hecho así. No me sucedió nada en tres años, y eso me fue muy, pero que muy estresante.

La gente del pueblo empezó a mirarme con algo que se parecía al horror. Debo admitir que mi pinta por aquel entonces era extraña: pálido, sin afeitar, desaliñado. Una noche de invierno me enteré de que me habían proclamado de forma extraoficial el primer lunático sin techo del pueblo, a pesar del hecho de que todavía tenía un hogar.

Mas las preguntas persistían, y cada mes la exigencia de tener respuestas se volvía más y más aguda e insistente. Entré en una fase de observación interna de estrellas, en la cual las estrellas mis propios pensamientos, impulsos y actos. Deambulaba por el campo y caminos polvorientos, atiborrándome la cabeza de literatura y filosofía. La primera insinuación de alivio me vino de Harry, el primero que me había dado a conocer a Nietzsche cuando lo vi en la cárcel. ‘Friedrich Nietzsche, Martin Dean’, dijo Harry, haciendo las presentaciones al tiempo que me lanzaba el libro. ‘La gente siempre se enfada con todo aquel que escoge pautas muy individuales para su vida; a causa del trato extraordinario que el hombre se dispensa a sí mismo, los demás se sienten degradados, como seres ordinarios’, me dijo, citando a su ídolo.

Desde entonces yo había devorado muchos libros de filosofía de la biblioteca, y parecía que la mayor parte de la filosofía era una discusión nimia acerca de cosas que simplemente no podías saber. Pensaba: ¿Para qué malgastar el tiempo en problemas insolubles? Qué importa si el alma se compone de átomos suaves y redondos de alma o de piezas de Lego, no se puede saber, de modo que dejémoslo estar. También me di cuenta de que, fueran genios o no, la mayoría de los filósofos socavaban sus propias filosofías, desde Platón en adelante, porque casi ninguno parecía dispuesto a empezar de cero ni a sobrellevar la incertidumbre. Podías leer los prejuicios, el egoísmo y los deseos de cada uno de ellos. ¡Y Dios! ¡Dios! ¡Dios! Las mentes más brillantes que proponen todas esas teorías tan complicadas y luego te dicen: ‘Pero simplemente supongamos que hay un Dios y supongamos que es bueno’. ¿Por qué suponer nada? A mi parecer, era obvio que el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza. El hombre no tiene la imaginación para proponer un Dios totalmente distinto de él, razón por la cual en las pinturas del Renacimiento Dios parece una versión adelgazada de Papá Noel. Hume dice que el hombre solamente corta y pega, que no inventa. Los ángeles, por ejemplo, son hombres con alas. Del mismo modo, el Abominable Hombre de las Nieves es un hombre con pies grandes. Por esa razón podía ver consignados en la mayoría de los sistemas filosóficos ‘objetivos’ los miedos, los impulsos, los prejuicios y aspiraciones del hombre.

Lo único de valor que hice fue leerle libros a Lionel, a quien la vista le había quedado irrevocablemente arruinada, y una tarde lluviosa casi perdí la virginidad con Caroline, un suceso que precipitó que dejara el pueblo en mitad de la noche. Fue así como ocurrió:

[…]

Por fin soltaron a Terry del centro de detención de menores, y por alguna razón tenía yo renovadas esperanzas de que se hubiera rehabilitado, y que incluso podía ser que quisiera venir a casa y ayudarme con nuestra madre moribunda. Acudí a la dirección que él me había dado por teléfono. Para llegar allí tuve que viajar las cuatro horas de autobús hasta llegar a Sídney, y luego cambiar de autobús para llegar una hora después a otro barrio del sur. Era un vecindario tranquilo y arbolado, donde las familias salían a pasear a los perros o lavaban los coches, y el chico repartidor de periódicos pasaba por la calle tirando de un carrito amarillo, e iba arrojando de modo informal los periódicos de manera que cayesen con admirable puntería en el felpudo de cada hogar, con la primera página cara arriba, mostrando los titulares del día. En la casa donde estaba viviendo Terry había un Volvo ranchera aparcado en la entrada. Un aspersor regaba perezosamente el césped, impecablemente cuidado. Una bicicleta plateada de niño descansaba contra los peldaños que llevaban al porche frontal. ¿Podía ser cierto? ¿Era posible que a Terry lo hubiera adoptado una familia de clase media-baja por error?

Una mujer que llevaba rulos en el pelo castaño y una bata rosada vino a la puerta. ‘Soy Martin Dean,’ balbuceé, inseguro, como si quizá no fuera verdad. La amable sonrisa desapareció de su rostro tan rápido que me pregunté si no la había imaginado. ‘Están detrás,’ dijo. Mientras la mujer me guiaba a través de un recibidor a oscuras, de un manotazo se quitó los rulos – con el pelo. El verdadero pelo, atado en un moño y amarrado con horquillas, era rojo como el fuego. Dejó también caer la bata rosada y reveló lencería negra que se apretaba contra su curvado cuerpo, el cual yo habría querido llevarme a casa para que me hiciera de almohada. Cuando la seguí hasta la cocina, vi que en las paredes, los armarios y las cortinas había agujeros de bala; la luz del sol se colaba por los perfectos circulillos y cruzaba en diagonal la cocina formando varillas doradas. Una mujer rechoncha y semidesnuda estaba sentada a la mesa, sujetándose la cabeza con las manos. Pasé por delante de ella y salí al jardín de detrás. Terry estaba dándole vueltas a unas salchichas en la barbacoa. Junto a él había una escopeta, apoyada en la cerca de madera. Dos hombres con las cabezas afeitadas bebían cervezas, echados en sendas tumbonas.

‘¡Marty!’, gritó Terry. Se acercó a grandes zancadas y me dio un abrazo de oso. Rodeándome con un brazo, hizo las presentaciones con gran entusiasmo. ‘Chicos este es mi hermano, Marty. Él es la lumbrera de la familia. A mí me dejaron las sobras. Marty, este es Jack, y este tío con pinta de tímido es Hacha de Carnicero.’

Les obsequié con una sonrisa nerviosa a aquellos hombres de recia complexión, pensando que para cortar carne rara vez hacía falta un hacha. Mirando a mi hermano, tan musculoso y corpulento él, de forma automática puse recta la espalda. En algún momento en los años recientes me había dado cuenta de que había empezado a cargarme de espaldas, y desde cierta distancia tenía pinta de tener aproximadamente setenta y tres años.

Terry dijo, ‘Y ahora… el remate final…’

Se quitó la camisa y yo me tambaleé de la sorpresa. ¡Terry se había vuelto un fanático de los tatuajes! De la cabeza a los pies, mi hermano era ahora un laberinto de demenciales ilustraciones. En los días de visita ya había visto los tatuajes que le asomaban en los brazos por debajo de las mangas de la camisa, pero no había visto nunca lo que se había hecho en el cuerpo. Ahora podía distinguir, desde la nuez hasta el ombligo, un sonriente tigre de Tasmania, un ornitorrinco protestón, un emú que gruñía amenazador, una familia de koalas que blandían navajas entre las garras, un canguro al que le chorreaba sangre desde las encías, y que llevaba un machete en el marsupio. ¡Todos esos animales australianos! Nunca me había dado cuenta de que mi hermano fuera tan horriblemente patriótico. Cuando Terry sacaba los músculos, era como si aquellos feroces animales respiraran; había aprendido a contorsionarse de maneras especiales para hacer que los animales cobraran vida. Tenía un efecto mágico, aterrador. Me mareaban los remolinos que formaban los colores.

‘Empieza a estar un poco abarrotado el zoo, ¿no te parece?’, me dijo Terry anticipando mis reproches. ‘Ah, ¿a que no adivinas quién anda por aquí?’

Antes de que pudiera responderle, sonó una voz conocida desde algún lugar por encima de nosotros. Harry estaba asomándose por una ventana del piso de arriba, con una sonrisa tan grande que la boca parecía habérsele tragado la nariz. Un minuto después estaba con nosotros en el jardín. Harry había envejecido mucho desde la última vez que lo había visto. Todo el cabello se le había tristemente encanecido, y todos los rasgos de su rostro arrugado y cansado parecían estar profundamente hundidos en el cráneo. Observé que también la cojera había empeorado: arrastraba la pierna como si fuera un saco de ladrillos.

‘¡Vamos a hacerlo, Marty!’, gritó Harry.

‘¿Qué vais a hacer?’

‘¡La cooperativa democrática del crimen! ¡Este es un momento histórico! Cómo me alegro de que estés aquí. Ya lo sé, no te podemos coaccionar a que te unas a nosotros, pero al menos puedes servirnos de testigo, ¿no? Dios, es maravilloso que tu hermano esté ya fuera. Lo estaba pasando muy mal, joder. Lo de ser un fugitivo entraña mucha soledad.’ Harry explicó cómo había eludido a la policía haciendo llamadas anónimas, informándoles de que lo habían visto. En las calles de Brisbane y en Tasmania había patrullas peinando los barrios. Harry reventaba de risa cuando lo pensaba. ‘Es tan fácil despistar a la policía. Pues bueno, en realidad solamente estaba esperando el momento oportuno hasta que Terry cumpliera su condena. ¡Y ya estamos aquí! ¡Es como el Senado griego! Nos reunimos todas las tardes a las cuatro, junto a la piscina.’

Miré en dirección a la piscina. Era una de esas cosas portátiles, elevadas sobre el terreno, y el agua estaba de un color verde serpiente. Una lata de cerveza flotaba en ella. La democracia, obviamente, no tenía nada que ver con la higiene. Aquel lugar era una cloaca. El césped estaba demasiado alto, había cajas vacías de pizza tiradas por todas partes y agujeros de bala por doquier, y podía ver en la cocina a la furcia sentada a la mesa, rascándose con desgana.

Terry le dedicó una sonrisa a través de la ventana. Le puse la mano en el hombro. ‘¿Puedo hablar contigo?’

Nos alejamos un poco y rodeamos la piscina. Las salchichas se habían incinerado en la barbacoa y parecían ya resecadas al sol.

‘Terry’, le dije, ‘¿qué estás haciendo? ¿Por qué no te dejas de fechorías, y vas te buscas un trabajo en otra parte? La cooperativa no va a funcionar jamás, eso ya lo sabes. Además, Harry está loco,’ añadí, aunque sabía que ni yo mismo estaba convencido. Lo cierto, mientras observaba la mirada desquiciada de Terry, era que empezaba a sospechar que el loco de verdad era mi hermano, y que Harry era solamente una vieja cabra loca con ideas extrañas.

‘¿Y tú?’, me preguntó Terry.

‘¿Yo qué?’

‘¿Qué vas tú a hacer con tu vida? No so soy el que está atrapado en una jaula – tú sí. No soy yo el que vive en un pueblo odioso. No soy yo el que ignora su potencial. ¿Cuál es tu destino, colega? ¿Cuál es tu misión en la vida? No perteneces a ese pueblo. No puedes quedarte allí por siempre. No puedes proteger a Mamá de Papá, ni de la muerte. Tienes que cortar las amarras. Tienes que salir de allí y vivir tu vida. Mi vida ya está planificada, más o menos. Pero tú … tú eres el que se pasa el tiempo sin hacer nada.’

Aquello me dejó frío. El muy cabrón tenía razón. Yo era el que estaba atrapado. No tenía ni idea de adónde ir ni qué hacer. No quería quedarme enganchado en ningún rollo tedioso, pero tampoco era un delincuente. Además, había hecho un pacto inquebrantable con nuestra madre, y estaba comenzando a sentir tensión en contra suya.

‘Marty, ¿has pensado en la universidad?’

‘No pienso ir a la universidad. Si ni siquiera he terminado el instituto.’

‘Coño, tío, ¡tienes que hacer algo! ¿Por qué no empiezas por marcharte de ese pueblo de mierda?’

‘No puedo marcharme del pueblo.’

‘¿Por qué demonios no puedes?’

Aun sabiendo que me equivocaba, le hablé a Terry de la promesa que había hecho. Le expliqué que claramente no tenía otra salida. Brutal e inalterablemente atascado. ¿Qué podía hacer? ¿Dejar a mi madre para que muriera sola con el insensible de mi padre? ¿La mujer que me leyó mientras estaba postrado y en coma durante todos aquellos años? ¿La mujer que lo había arriesgado todo por mi causa?

‘¿Cómo está?’, me preguntó Terry.

‘Más o menos, supongo’, le dije, aunque era mentira. La muerte inminente le estaba causando un efecto extraño. En ocasiones entraba sigilosamente por la noche en mi habitación y me leía. No podía soportarlo. El sonido de una voz que me leía un libro me recordaba a esa otra prisión, esa puta muerte en vida: el coma. A veces, en mitad de la noche mientras estaba profundamente dormido, me despertaba una sacudida violenta. Era mi madre, que quería asegurarse de que no había vuelto a recaer en el coma. Era imposible dormir, la verdad.

‘¿Qué vas a hacer?’, preguntó Terry. ¿Quedarte allí hasta que esté muerta?’

La idea era horrible, tanto que ella se moriría algún día como que hubiera hecho esta promesa que ahora me estaba estrangulando. ¿Cómo podía seguir así sin sucumbir al pensamiento más horrible: ‘Eh, Mamá. ¡Date prisa, muérete!’

Terry me disuadió de volver a visitarle en aquella casa. Insistía en que quedáramos para vernos en partidos de cricket o de rugby, según fuera la estación del año. Durante los partidos Terry me ponía al corriente de los numeritos de la cooperativa democrática: de cómo cambiaban todo el tiempo su modus operandi y nunca hacían el mismo trabajo dos veces, o si lo hacían, no lo hacían dos veces del mismo modo. Por ejemplo, una vez hicieron dos trabajos seguidos en bancos. El primero fue a última hora del día, y entraron todos con pasamontañas a la carrera y obligaron a los clientes y al personal del banco a echarse boca abajo al suelo. El siguiente trabajo lo hicieron a la hora del almuerzo: se pusieron máscaras de gorila, se hablaron entre sí solamente en ruso y obligaron a los clientes y el personal a cogerse de las manos y hacer un círculo. Eran rápidos. Tenían éxito. Y sobre todo eran anónimos. Fue idea de Harry que la banda aprendiera un par de idiomas — no del todo, solamente el tipo de vocabulario que se necesitaba en un atraco: ‘Coge el dinero’, ‘Diles que levanten las manos’, ‘Vámonos’, ese tipo de frases. Harry era de verdad un genio para despistar a la gente. Era un misterio que hubiera pasado tanto tiempo en la cárcel. También encontró a un par de soplones de la policía y les dio información falsa. Y al enemigo o al par de ellos de la época anterior de Harry con los que tuvieron que lidiar, los atacaron cuando eran más vulnerables: cuando tenían más de dos cosas cociéndose.

El único problema fue que el establecimiento de la cooperativa democrática, el cumplimiento del sueño de Harry, pareció avivar su extraordinaria paranoia. ¡No podías ponerte detrás de él! Se deslizaba contra la pared, y si alguna vez se encontraba en un espacio abierto, no paraba de dar vueltas como una peonza. Le entraba el pánico cuando estaba en medio de la multitud, y cuando lo atrapaba una aglomeración de gente le daban verdaderos espasmos violentos. Lo más divertido era cuando tenía que hacer un pis en el exterior. No le daba la gana de ponerse detrás de un árbol porque la espalda le quedaba expuesta. Harry se apoyaba de espaldas contra el árbol, con una mano se sujetaba la polla y con la otra sujetaba un revólver calibre 45. Y en casa instaló campanas y cuerdas para que no se pudiera entrar en su habitación sin poner en marcha una alarma. Comprobaba los periódicos todos los días para ver si mencionaban su nombre. Pasaba frenéticamente las páginas, los ojos salidos de sus órbitas.

‘No subestimes el valor de las noticias de todos los días,’ me dijo una vez Harry. ‘Le han salvado el pellejo a más de un fugitivo de la justicia. La policía siempre intenta demostrar que avanzan en sus pesquisas: “Ah, lo han visto en tal sitio, hemos encontrado una pista u otra.” Une eso a la insaciable hambre que tiene la gente de noticias que no tenga nada que ver con ellos, y como resultado tienes la mejor situación para que un fugitivo se ponga a cometer delitos. ¿Te piensas que soy un paranoico? Fíjate en la gente en general. La gente exige noticias al día sobre las investigaciones porque se piensa que las autoridades no les están diciendo todo lo que saben, que les están ocultando información acerca de los criminales, quienes se hallan en los jardines de sus casas, con sus pistolas y sus pollas a la vista, preparados para una gran parranda.’

Acusaba a los demás miembros de la cooperativa de abrigar ideas materialistas. Decía que podía oler la avaricia en todos ellos; decía que la llevaban pegada al cuerpo igual que gotitas de sudor. ‘¿Que no tenéis suficiente con mil dólares en la mano?’, les gritaba. Harry predijo que el pequeño Senado griego acabaría consumido por las llamas. La democracia de los criminales estaba resultando ser exactamente igual que las democracias en todas partes: una idea sublime en la teoría, ensuciada por la realidad de que en lo más profundo, nadie realmente se cree que todos los seres humanos hayan sido creados iguales. La cooperativa se estaba metiendo constantemente en disputas por el reparto de los beneficios y la distribución de los trabajos sucios, como borrar con una lima el número de serie de mil cámaras robadas. Los socios de la cooperativa estaban aprendiendo que, al igual que sus manifestaciones análogas en países enteros, las democracias orientadas al lucro crean desequilibrios, incitan a la codicia y la impaciencia, y, ya que nadie va a votar para acabar siendo el que se encargue de limpiar las letrinas públicas, lleva a la creación de facciones y de bandas que se ceban en los socios más débiles y menos populares. Además, Harry se olía que el anonimato los estaba frustrando. Era así como Harry lo descubría todo: por la nariz. ‘¡Tú eres el peor!, decía, señalando a Terry.

‘Tío, yo no he dicho ni pum,’ respondía Terry.

‘¡No hace falta que digas nada! ¡Me lo huelo!’

Y es posible que pudiera olerlo. ¿Qué dijo una vez Harry, que la paranoia a largo plazo le daba a un hombre poderes telepáticos? Quizá por ahí fueran los tiros. Puede ser que Harry estuviera viendo el futuro. O puede ser que estuviera simplemente señalando lo obvio: que mi hermano tenía ideas, y que esas ideas iban a destruirle y a todos los demás con él. A decir verdad, no obstante, a mí no me resultaba entonces tan obvio. Sencillamente, no lo vi venir. Pues quizá Bob Dylan estaba equivocado. Quizá no haga falta ser hombre del tiempo para saber por dónde sopla el viento.

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