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26 jun 2019

Reseña: The Shepherd's Hut, de Tim Winton

Tim Winton, The Shepherd's Hut (Australia: Hamish Hamilton, 2018). 267 páginas.

Desde la primera página de The Shepherd’s Hut al lector le llega una voz narrativa repleta de carisma. Es la de Jackson (Jaxie) Clackton, un joven de un pueblo de mala muerte (expresión completamente literal en el caso de su padre) de Australia Occidental. Habiendo perdido ya a su madre por una terrible enfermedad, el muchacho ha sobrevivido a la violencia de su padre, carnicero (a quien apoda Captain Wankbag – algo así como Capitán Escoria) y al silencio cómplice y cobarde del resto de la población, especialmente del oficial de policía.

De manera que cuando el padre (‘el campeón mundial del ron’; o también ‘the deadest cunt’ – el mayor hijoputa) la palma porque le cae encima el coche mientras intentaba hacerle alguna reparación, Jaxie piensa que en el pueblo harán de él la oportuna cabeza de turco. Agarra cuatro cosas y se larga del lugar. Huye hacia el este, allí donde terminan las tierras fértiles donde se cultiva la mayor parte del trigo australiano y comienza el desierto, los llanos salinos, la inmensidad deshabitada que es el interior del continente australiano. A largo plazo, Jaxie espera poder encontrarse con Lee, la chica a la que adora. Los dos son menores, y además primos: las posibilidades de que compartan el futuro son mínimas, por no decir nulas.

Sobrevivir en ese ecosistema es extremadamente difícil, especialmente si al mismo tiempo no quieres que nadie te encuentre. En su deambular descubre una choza en la que vive solo un hombre ya mayor. Es un cura irlandés, Fintan MacGillis, parlanchín, curioso, insufrible para alguien como Jaxie. MacGillis también se oculta, pero los motivos por los que se esconde (¿de quién o de qué? Nunca quiere revelarlos.

En mitad de ninguna parte, sin apenas nada con lo que uno pueda sobrevivir... Lake Ballard, en Australia Occidental. Fotografía de Amanda Slater (Coventry).
Con el paso de los días y las semanas, el joven y el viejo cura comienzan poco a poco a acostumbrarse a la presencia del otro. Para alguien como MacGillis que se ha pasado años sin otra compañía que los pocos libros que tiene y las cabras silvestres que atrapa en el corral atraídas por el agua, la llegada de Jaxie es una suerte de bendición. Con las escuetas conversaciones que mantienen Winton teje la sección de la novela que resulta más que fascinante. Las dos voces suenan claras, diáfanas, impenetrables entre sí. Uno podrá traducir las palabras, pero nunca acertará con el tono, porque no es traducible.

En su guarida tan propicia para la penitencia que dice estar cumpliendo, MacGillis está esperando la entrega de víveres y provisiones que le permiten sobrevivir en ese lugar tan inhospito, pero el envío no llega. Gracias a Jaxie, buen tirador, pueden comer carne de canguro de vez en cuando junto con las verduras de su huerto y el té negro que prepara a todas horas.

Pero todo va a cambiar cuando, después de unos cuantos meses, Jaxie da por casualidad con un enorme vivero subterráneo de marihuana escondido en un contenedor enterrado y mantenido mediante un generador a diésel. Consciente de que los propietarios del negocio irán tras ellos tan pronto sepan que han sido descubiertos, Jaxie trata de convencer al sacerdote de que debe dejar definitivamente su pequeño remanso de paz en mitad de la nada. Pero MacGillis se niega.

Un lugar de Australia Occidental llamado Mount Magnet. ¿Llegará Jaxie allí? O mejor dicho: ¿llegará vivo? Fotografía de E.W.Digby.  
Como Luther Fox en Dirt Music (2001) (y en menor medida Quick Lamb en una de las subtramas de Cloudstreet (1991)), el protagonista huye de la ausencia de un futuro creíble y de la violencia. Y es después del desenlace que comienza su historia, al volante de un coche que no es suyo y para el cual no cuenta con licencia de conducción:
“Cuando me pongo en marcha y del asfalto me llega ese suave y sombrío rumor por debajo, como si todo fuese la hostia de diferente. Como si estuviese en un mundo nuevo, todo escurridizo, plano y fácil. Aun con el motor, que te suelta ese rugido, y el viento que te azota entrando por la ventanilla, los sonidos son de veras suaves, fofos como una almohada. Civilizados, eso es lo que quiero decir. Como si estuvieses aún en la tierra pero apenas ya no lo notases. Y eso es la leche. Te pensarás que nunca antes me había subido a un carro. Pero cuando has estado moviéndote al pinrel igual que una puta cabra durante semanas y meses, cuando en tanto tiempo no has visto otra cosa que ese lento terreno tan duro y pedregoso, repleto de arbustos espinosos, joder, eso se te viene de repente. Ya te digo, es cosa de locos. Se te echa encima una sensación como de ángel. Como si fueses una flecha luminosa.
Es la hostia, ya he alcanzado los cien kilómetros por hora y todavía no he metido la quinta. En una tapicería tan mullida, y con uno de esos abetitos que cuelgan del retrovisor. Estoy volando. Pero tengo el culo bien sentado para hacerlo. Separándome del suelo. Dejando atrás la tierra. Y ya no soy ninguna clase de bestia. (p. 3-4)”
Con The Shepherd’s Hut Winton no hace sino confirmar su notable lugar en las letras australianas contemporáneas. Esta es una excelente historia, y el hecho de que esté narrada en primera persona por un muchacho de quince años que apenas ha completado la educación secundaria le agrega un valor singular. Quien quiera disfrutarla deberá sin embargo hacerlo en inglés. Como queda demostrado en el extracto que he tratado de verter al castellano, ninguna traducción podrá capturar el tono de Jaxie por completo.


28 may 2018

Breath, la película

Por increíble que pueda parecer – a mí al menos me lo parece – todavía es posible encontrar la reseña que hice en 2008 de Breath, la novela de Tim Winton, para una revista digital de la UCM. Casi diez años después, Simon Baker, actor australiano que debuta como director con este largometraje, lleva la historia de Pikelet y Loonie al cine, y lo hace con gusto, convirtiendo un libro emblemático de Winton en una sugerente historia sobre el azaroso paso de dos niños de la adolescencia a la madurez.

A modo de recapitulación de la trama de Breath, contaré aquí que Pikelet y Loonie son dos amigos de un pueblo de la costa del sudoeste de Australia Occidental en la década de los 70. Pike es el hijo único de una familia de íntegra conducta, mientras que Loonie, que vive con un padre alcoholizado y a veces brutal, es la clase de chico a quien le gusta vivir al límite, deleitándose con el sabor de la aventura y el riesgo. Como en cualquier otro pueblo costero de Australia, el océano es el lugar natural donde pasar el tiempo. Los amigos aprenden a hacer surf, y en una de sus salidas conocen a Sando, leyenda viva del surf. Sando se convierte en mentor de los dos muchachos, que compiten por la admiración del campeón. Mientras que Loonie siente el gélido rechazo de Eva (Elizabeth Debicki), la mujer de Sando, exesquiadora que sufrió una ruinosa lesión en la rodilla, para Pike es todo lo contrario; así, cuando Sando se marcha de viaje con Loonie para surfear en Indonesia, Pike se hunde en el erótico embrujo de la mujer madura.

La historia en la película está espléndidamente narrada con imágenes más que con palabras. Excelentes actuaciones de los dos jóvenes actores que interpretan los papeles de Loonie y Pikelet (Ben Spence y Samson Coulter respectivamente). La fotografía es magnífica, tanto en el agua como fuera de ella; sin recurrir prácticamente al diálogo como recurso narrativo, Baker, que interpreta a Sando, consigue transmitir a sus jóvenes pupilos lo insondablemente espiritual que une al océano con el deporte de la tabla. Y también la banda sonora, a cargo de Harry Gregson-Williams, añade su granito de arena para hacer de ésta una estupenda película.

17 ene 2017

Reseña: The Boy Behind the Curtain, de Tim Winton

Tim Winton, The Boy Behind the Curtain (Australia: Penguin, 2016). 299 páginas.

Una mañana de verano (rondaría yo los 14 años de edad) iba en bicicleta a hacerle un pequeño recado a mi madre cuando pasé al lado de un grupo de chicos conocidos (con los que mi pandilla de amigos habíamos tenido nuestros más y nuestros menos). Uno de ellos llevaba un rifle de perdigones. Bajaba yo tranquilamente la cuesta cuando un perdigón me impactó en la espalda. Desde ese día he odiado las armas. Todas y cada una de ellas.

En el relato autobiográfico que da título a esta colección de ensayos y variados retazos personales del escritor natural de Perth, Winton cuenta cómo durante meses aprovechó las ausencias de sus padres en casa para apostarse en la ventana, armado de un viejo rifle de calibre 22 que había en la casa, y escondido tras la cortina, apuntaba a los transeúntes con él. “Cuando pienso en el muchacho que estaba en la ventana, en el chico que yo era, siento un persistente escalofrío. Por aquel entonces solo tenía una oscurísima noción de los problemas que me estaba buscando. No me imaginaba ni por un momento ser uno de esos desprevenidos transeúntes o conductores, qué habría sentido si al levantar la vista hubiera visto a un pistolero que me apuntaba con un arma. Nunca me había apuntado nadie con un arma.” (p. 6, mi traducción) El chico que me disparó no se ocultaba tras una cortina, sino en el grupo tribal en el que los cobardes suelen esconderse. Quise romperle la escopeta en la cabeza, pero no lo hice.

En este volumen se recogen la mayoría de los artículos y ensayos que Winton ha publicado en diversas revistas y medios en los últimos quince años. La lectura del conjunto nos da una visión muy completa de quién es Tim Winton el escritor, el padre de familia, el surfista, el ecologista comprometido, el observador de la sociedad australiana y la clase política que la rige y la engaña.

Es una colección variopinta, pues los temas que trata son muchos y, en algunos casos, en cierto modo inconexos. Desde el papel que juegan las armas de fuego en la Australia del siglo XXI hasta la absurda y mezquina persecución que sufren los tiburones en las playas australianas, pasando por la influencia de la religión en su formación personal o dos episodios (ambos relacionados con motos) de su infancia que más le marcaron: por un lado, el accidente que sufrió su padre, oficial de policía, y por otro, otro accidente distinto, que presenció con su padre una noche, unos cuantos años después, cuando volvían de una tarde de pesca.

Hay también escritos de carácter esencialmente político, como ‘Using the C-Word’, en el que desmorona con sencillez y conocimiento el mito de que no existen las clases sociales en Australia. Son tremendamente reveladores los ensayos en los que revela su significativa participación en la campaña para salvar los arrecifes de Ningaloo, ‘The Battle for Ningaloo Reef’ (Winton donó el dinero del premio Miles Franklin que ganó con Dirt Music para sostenerla), y ‘Lighting Out’, un relato autobiográfico y metaliterario en el que explica por qué y cómo decidió rescribir esa misma novela y reducirla desde las casi 1200 páginas del manuscrito que se negó a enviar a la editorial a menos de la mitad. Qué pena que después Destino la arruinara al publicarla en castellano.

Escrita en su acostumbrado lenguaje coloquial, la prosa de Winton posee un singular tono que combina el lirismo con la sencillez y la candidez y que a ratos suena a poesía íntima, bastas confesiones sin refinar, pero quizás por ello más redondas por lo que consiguen comunicar. Tanto en el agua como en la tierra Winton es un maestro de la descripción, capturando en imágenes brevemente expresadas el momento, el lugar, la esencia.

Otro de los ensayos en esta recopilación ofrece una curiosísima anécdota sobre la visión del clásico de Kubrick (basada en el libro de A.C. Clarke), 2001: Una odisea del espacio, cuando tenía ocho años, y la duradera influencia que ha tenido en su personalidad y en su escritura. Como con el resto de la ouvre de Winton, me parece difícil que vaya a ver la luz en castellano, o en catalán, lo cual es una lástima. A ver si hay algún editor que se anima.

La lucha por el arrecife de Ningaloo resultó ser algo más que una riña en torno a un proyecto de complejo turístico: fue un combate entre dos formas de ver la vida. En una esquina, el persistente ethos del colonizador, la suposición colonial de que la naturaleza existe para ser explotada – que no tiene un valor intrínseco, que siempre habrá más. Y en la parte opuesta, la idea de que la naturaleza tiene valor por derecho propio – que hace falta estudiarla, cuidarla y utilizarla con sumo cuidado para incrementar sus posibilidades de perdurar, porque todos sus sistemas son finitos. (‘The Battle for Ningaloo Reef’, p. 159, mi traducción). Fotografía de Eugene Regis.

La evidencia sugiere que nos atribuiremos el permiso de hacerle al tiburón cualquier cosa. Es por eso que continúa prosperando el bárbaro comercio de la aleta de tiburón, es por eso que los grandes tiburones pelágicos han desaparecido en todo el mundo sin que nadie se inmute, es por eso que es improbable que los chicos que mutilan y torturan a los tiburones bajo los muelles de los municipios costeros de toda Australia reciban una reprimenda, por no hablar de que sean condenados por infracción alguna, y es por eso que a la gente biempensante en ciudades como Sydney y Melbourne les parece bien comprar carne de tiburón bajo el nombre comercial falso y engañoso de flake, aun a medida que sus números decrecen. De todos los recursos pesqueros cercanos al colapso, el tiburón es el que menos probabilidades tiene de avivar nuestra conciencia colectiva. Porque fundamentalmente el tiburón no importa – he ahí el subtexto tenaz, perenne. La demonización de los tiburones nos ha cegado la vista, no solamente respecto a nuestro propio salvajismo, sino también a nuestra despreocupada hipocresía. (‘Predator or Prey’, página 209, mi traducción)

Puede que Australia sea un país deslumbrantemente próspero, y dispuesto a proyectar la imagen de una sociedad sin clases para el país mismo y para los demás, pero todavía está estratificada socialmente, aun si son menos los indicadores obvios de la distinción de clases que existían hace cuarenta años. El acento no es, por supuesto, uno de ellos. Tu código postal pudiera resultar revelador, pero no es concluyente. Ni siquiera la ocupación de una persona puede ser algo fiable, y este mundo superficial jamás ha resultado ser tan complicado para hacerle una lectura. En una época de regímenes de crédito relajados, lo que la gente vista o conduzca es algo engañoso, igual que lo es el tamaño de las casas en las que viven. A los australianos les ha dado por vivir de manera ostentosa, proyectando aspiraciones sociales que deben más a la industria del entretenimiento que a una ideología política. La medida más sólida del estatus social de una persona es la movilidad, y la principal fuente de ella reside en los ingresos. Bien nazcas con dinero, bien lo acumules, es la riqueza lo que determina la elección de educación, vivienda, atención sanitaria y empleo. Es también un indicador de salud y de longevidad. El dinero continúa hablando con la voz más alta, incluso cuando lo a veces lo haga desde las comisuras de la boca, Aun si habla con la boca completamente tapada. Y a los gobiernos ya no les apetece realizar una redistribución de la riqueza. Tampoco les gusta intervenir para abrir enclaves y derribar barreras que impiden la movilidad social. Según parece, estas son tareas cuya responsabilidad recae en el individuo. (‘Using the C-Word’, p. 231-2, mi traducción). Fotografía de D.A. Eaton.

4 may 2016

Reseña: Island Home, de Tim Winton

Tim Winton, Island Home: a landscape memoir (Melbourne: Hamish Hamilton, 2015). 239 páginas.
Hace poco más de dos semanas, mientras, pertrechado de mi iPod mini y escuchando (como un buen poddy) a Phillip Adams, recorría el madrileño Parque del Retiro en un fresco paseo matinal, se clavaron mis ojos en los altísimos y hermosos eucaliptos que tienen por residencia la villa y corte. Por la cabeza me pasó un germen de cuento, que posiblemente nunca me anime a escribir: el relato de un australiano en Madrid, que se sintiese tan nostálgico por su tierra que recorriera cada día el Parque del Retiro, deteniéndose ante los árboles que mejor caracterizan Australia, y susurrándoles mensajes cifrados.

El eucalipto ha sido, en cierto modo, una especie de venganza de la isla-continente respecto al resto del mundo: tal como las especies invasoras (especialmente europeas) radican ahora en tierras australianas, el eucalipto se ha adaptado y extendido con facilidad a esos nuevos suelos. Hace un par de años pude comprobar cómo crecen en las laderas de Gallipoli, en lugares donde no debieran hacerlo. En lugares como Galicia, el eucalipto ha hecho más daño que otra cosa.

¿Por qué quiere la gente subir a esta roca si es terreno sagrado para los habitantes de la zona? Fotografía de Weyf.
Uno de los temas recurrentes en este libro de Tim Winton es el daño que la explotación económica de la tierra inflige a los ecosistemas australianos. Concebido como una autobiografía, el libro repasa la vida de este idiosincrático autor australiano en primera persona, a modo de diario. Abundan también los capítulos de tono ensayístico, en los que Winton reflexiona sobre los temas más variopintos, entre ellos las características de su prosa, sus influencias literarias y las razones por las que buena parte de la elite académica australiana lo han relegado a un rincón en el que Winton parece sentirse más que cómodo.

Island Home – título que Winton toma prestado de la canción de Neil Murray – es por una parte un compendio de episodios autobiográficos que van desde la niñez hasta el año pasado, y a los une un singular hilo geográfico: los paisajes australianos, en especial los de su nativa Australia Occidental, que representa casi dos tercios de la superficie del país. Winton admite cómo torturaba animales e insectos cuando era un niño (¿quién no lo hizo?), y por ello resulta más interesante si cabe su evolución personal, hasta convertirse en figura emblemática (aunque algo reacia) del movimiento medioambientalista.

Warumpi Band, 'My Island Home'

Winton ha viajado por prácticamente toda Australia Occidental, y se ha zambullido en casi todas las aguas que bañan sus costas. Conoce perfectamente sus paisajes, que como ya se ha dicho, vienen a ser un personaje siempre presente en sus novelas y le definen como escritor. La tierra es su inspiración, su motivación, el aliento que le da vida como escritor y como ser humano: “…el genio de la cultura indígena es incuestionable, pero incluso este queda eclipsado por la escala y la insistencia de la tierra que la inspiró. La geografía los supera a todos. Su lógica lo apuntala todo. Y después de siglos de asentamiento europeo, persiste, pues ningún logro post-invasión, ninguna ciudad ni ningún monumento sobresaliente pueden competir con la grandeza de la tierra. Y no te pienses que ésta es una noción romántica. Todo lo que hacemos en este país está todavía dominado y respaldado por el fogoso tumulto de la naturaleza. Una casa de la ópera, un puente de hierro, una torre con una cúpula dorada: estas son maravillas creativas, pero en tanto que estructuras, parecen bastante endebles frente al paisaje en el que se hallan. Piensa en la masa aviesa y el rostro siempre cambiante de Uluru. ¿Lograrán alguna vez los arquitectos que la piedra esté así de viva? Piensa en la desconcertante escala y complejidad de Purnululu, también llamada la cordillera Bungle Bungles. Es como una megaciudad críptica, forjada por ingenieros ciegos de peyote. Es improbable que los seres humanos fabriquen alguna vez algo tan hermoso e intricado.” (p. 17, mi traducción)

Purnululu: Una críptica megaciudad forjada por ingenieros ciegos de peyote. ¿La naturaleza también se drogaba? Fotografía de Brian W. Schaller  
Los mensajes de Winton en este libro son intensos y elocuentes, pero mientras la política australiana siga estando dominada por la codicia, el egoísmo y esa extraña, aunque muy extendida noción, de que todos y cada uno de los australianos tienen el derecho de verse como más ‘especiales’ que los demás, el mensaje caerá en saco roto. En un artículo de opinión titulado ‘Asylum-seekers: Australians all, let’s hang our heads in shame’, que aparece hoy en The Canberra Times, el exdiplomático Bruce Haigh lo dice sin rodeos. No se muerde la lengua:
“Australia es un país enfermo, principalmente porque se ha convertido en un país muy egoísta y egocéntrico. Se ha extendido la idea de que todo nos corresponde, y ciertamente es una idea que alientan y fomentan la clase dirigente y los políticos. Porque, claro está, todo gira en torno a nosotros, es decir, a los anglo-cristianos blancos que componen el grueso de la clase dirigente australiana. […]Australia está administrando un gulag, un campo de concentración. La Historia será despiadada en su condena de todos los que son responsables. […]
Esta es la cuestión: para proteger nuestros privilegios, nuestros gobiernos prohibieron el libre flujo de la información desde los centros de detención y sobre todas las operaciones fronterizas de costas afuera. Han amenazado con la cárcel a médicos y enfermeros que hagan denuncias. Este abuso de la libertad de expresión nada tiene que ver con la protección de nuestros derechos. Únicamente tiene que ver con la protección de las fortunas y los privilegios.La política para con los solicitantes de asilo es una versión fea y renovada de la vieja política de la “Australia Blanca”. Con una excepción: si tienes dinero, a Australia le importa un carajo cuál es tu raza. El dinero es la llave para que te admitan. No el hecho de que estés huyendo para salvar la vida, para lograr la libertad o salvar las vidas de los miembros de tu familia. Sí: somos ya un país corrupto, corrupto moral, ética y económicamente.” (mi traducción)
Como dicen los castizos: ¡ZAS en toda la boca!

Señor Turnbull: esto no lo hacen ustedes en mi nombre, ni en nombre de mis hijos. No quiero más rebajas de impuestos. No las necesito. Quiero decencia para este país. Quiero dignidad. Quiero poder mirarles a mis hijos a los ojos y decirles que este país, su país, es un país decente. Porque ahora no lo es. Quiero que cuando canten el himno en la asamblea de la escuela puedan sentirse orgullosos de lo que cantan. Así, no. ¡Basta de ruindad!

Mr Turnbull: you lot are not doing this in my name or on behalf of my sons. I do not want any more tax cuts. I don’t need them. I want decency for this country. I want dignity. I want to be able to look my sons in the eye and tell them that this country, their country, is a decent one. Because right now, it isn’t one. When they sing the national anthem at the school assembly, I want them to be able to feel proud of the lyrics. Not like this. Enough meanness!


Añadido el 5/01/2017: el video explicativo/promocional de Island Home en youtube.

3 ene 2015

Reseña: Land's Edge, de Tim Winton

Tim Winton, Land's Edge: A Coastal Memoir (Camberwell: Hamish Hamilton, 2010 [1993]). 109 páginas.

Land’s Edge: a coastal memoir se publicó por primera vez en 1993, en una edición que, por lo visto y leído, era de gran tamaño y muy poco asequible para el público en general. Penguin Books a través de su sello Hamish Hamilton lo reeditó en 2010 en formato también de tapa dura pero mucho más asequible. Como indica el subtítulo, se trata de un relato autobiográfico, pero para quienes conocemos en cierta profundidad la obra de Winton, resulta ser un librito de mucho interés. Land’s Edge recoge las inquietudes, los temas, las obsesiones vitales y literarias de Winton, y el gran telón de fondo que aparece y en cierto modo protagoniza prácticamente todas sus novelas: el Océano Índico.

Quizás resulte significativo (al menos para mí lo es) que Winton escribiera Land’s Edge unos cuantos años antes del tsunami que cambió hace diez años las vidas de los moradores de las costas de ese océano para siempre. Al menos para mí lo es. Ese amor que le profesa Winton, esa misteriosa contemplación e introspección a la que parece invitarnos (cuando no forzarnos) el océano, el discurrir de la vida de tantos australianos junto al margen de la tierra, están todos ahora en 2015 permanentemente a la sombra de una catástrofe que lamentablemente se repetirá algún día. La cuestión no es si se repetirá, sino cuándo, y si contaremos con la tecnología punta necesaria para evitar tantas muertes como en 2004.

Formalmente el libro se compone de siete capítulos, y cada uno de ellos viene introducido por un episodio personal e íntimo del autor, impreso en tinta azul. Además, cada capítulo viene precedido de una fotografía de Narelle Autio. Son fotos absolutamente espectaculares de escenas marinas y playeras que no hacen sino realzar lo que ya es de por sí una esmeradísima edición.

Winton combina los recuerdos de la niñez con episodios autobiográficos de tiempos más recientes. Escrito en una prosa exquisita, el relato de Land’s Edge está sin embargo dotado de una cadencia rítmica que lo aproxima mucho a la poesía. En el transcurso de esta absorbente narración autobiográfica el autor plantea algunas preguntas para las que en ocasiones esboza algo que podría parecer una respuesta, aunque en su mayor parte sus conclusiones son naturalmente ambivalentes.

Australia es un continente cuyo corazón es un desierto, y ello tiene una profunda influencia en la psique de los australianos. Dice Winton: “En ninguna otra parte del continente hay una mayor sensación de estar atrapado entre océano y desierto que en Australia Occidental. En muchos lugares a lo largo de este vasto y solitario litoral la playa es el único margen entre ellos. Desde el mar uno contempla directamente el desierto rojo, y desde el desierto se ve el brillo acerado del Océano Índico. En las playas hay canguros, y conchas marinas en las planicies.” (p. 35, mi traducción)

Atrapados o no, los australianos viven en la playa de una manera que no he observado en ninguna otra parte del mundo. Nos atrae el océano, pero entramos en él con miedo. En ese sentido, se podría establecer una especie de paralelismo entre la renuencia al cambio tan presente en la vida sociopolítica de Australia y el muy extendido miedo al océano y lo que éste alberga. Escribe Winton: “El océano es la metáfora suprema del cambio. Espero lo inesperado, pero nunca estoy completamente preparado.” (p. 83, mi traducción)

Naturalmente, también se hace presente en Land’s Edge otra de las cuestiones que han (pre)ocupado la vertiente pública de Winton desde hace décadas: la conservación de los ecosistemas marinos y litorales y la protección de la biodiversidad en los océanos. Ojalá la lectura de Land’s Edge consiga ganar más adeptos a la causa medioambientalista. Es un libro sencillo pero ciertamente inolvidable.

9 dic 2014

Reseña: Tim Winton: Critical Essays

Lyn McCredden & Nathanael O'Reilly (eds.) Tim Winton: Critical Essays (Crawley: UWA Publishing, 2014). 341 páginas.

Han transcurrido ya casi veinte años desde que nació en mí un interés por la obra de Tim Winton, cuando una amiga me prestó su copia de Cloudstreet, un fragmento de la cual llegué a utilizar en mis clases durante el único año en que ejercí como docente en la Universitat de València. Desde entonces ha llovido mucho, y por fortuna Winton ha continuado escribiendo novelas, narraciones cortas, memorias y teatro. Por mi parte, he seguido leyéndole y reseñando sus nuevos libros.

Durante varios años de esas casi dos décadas (el plural produce una sensación de vértigo) me enfrasqué en el laborioso proyecto de traducir Cloudstreet al castellano, albergando la (vana) esperanza de que, en alguna parte, algún editor quisiera publicarla. Ni la producción de una serie televisiva basada en la novela ni algún que otro ensayo o trabajo que he publicado en libros o revistas de naturaleza académica parece haber despertado interés alguno por el libro en el mercado editorial de la lengua española.

Ellos se lo pierden.

Tim Winton: Critical Essays apareció este año, editado por Lyn McCredden y Nathanael O’Reilly y publicado por University of Western Australia Press. En el prólogo, los editores señalan que esta colección de ensayos se enmarca en un renovado intento por aportar más voces a la crítica literaria, cuyo objetivo debe ser “contribuir a los debates culturales, a la reflexión sobre la obra individual y sobre el estado de la cultura en la que participa la obra literaria.” (p. 2-3, mi traducción)

El mismo prólogo apunta la inherente cualidad contradictoria de la obra de Winton: “las tensiones entre la capacidad humana para construir significado y el poder destructivo de un accidente o la temporalidad; entre la intimidad tangible, dichosa, y los estragos de la violencia en las relaciones; entre las exigencias y placeres de la existencia material y las insinuaciones de un mundo sagrado, trascendente, que se presiente en lo palpable y lo cotidiano.” (p. 4, mi traducción)

Es indudable que Winton es uno de los narradores australianos contemporáneos más populares, y sin embargo su popularidad no es óbice para que se reconozca su intrínseca cualidad (y calidad) literaria. Winton escribe novelas ‘literarias’ que atraen a un público bastante heterogéneo, y por lo tanto su obra debe en teoría reflejar en buena medida qué es lo que se cuece en la escena cultural australiana en su sentido más amplio.

La colección de ensayos es, como cabría esperar de una recopilación tan variada, bastante desigual en su calidad. De hecho, si los editores hubiesen decidido descartar un par de ellos por su lenguaje excesivamente academicista y reducir el volumen a 10 ensayos, a lo sumo 11, pienso que el libro resultaría todavía más atractivo.

De todos los ensayos que integran el volumen, son dos los que me han cautivado, tanto por su temática como por su riguroso pero muy asequible análisis. El primero se titula simplemente ‘Water’, y lo firma Bill Ashcroft. Se trata de un estudio exquisitamente redactado en torno al agua como símbolo virtualmente omnipresente en la obra de Winton. Ashcroft trata el símbolo desde diversos puntos de vista, desde el litoral (de Australia Occidental) como límite o punto geográfico/moral/psicológico que no se puede sobrepasar al “medio de huida y libertad” (p. 24), pasando por el carácter onírico que el agua adquiere en novelas como Shallows (1984), Breath (2008) o Dirt Music (2001) o como símbolo de la muerte o el renacimiento de índole religiosa. El agua, el río, es el espejo/umbral que Fish cruza finalmente en el desenlace de Cloudstreet para regresar a un pasado y a una muerte interrumpida. El de Ashcroft es una delicia de ensayo, y en tanto que ocupa el primer lugar en la colección, sitúa el listón muy alto para el resto de contribuyentes.

El otro ensayo que quiero destacar es el segundo, ‘“Bursting with voice and doubleness”: vernacular presence and visions of inclusiveness in Tim Winton’s Cloudstreet’, cuya autora es Fiona Morrison. Tras hacer mención del hecho de que Cloudstreet haya pasado a engrosar la lista de títulos publicados por la prestigiosa editorial The Folio Society (ya estaba en la colección Clásicos Modernos de Penguin), Morrison analiza detalladamente cómo emplea Winton el lenguaje corriente, el habla popular en la novela o saga de las dos familias que comparten una enorme casona en una calle del Perth de la posguerra. Dice Morrison de la novela: “Cloudstreet es una obra que demuestra un don especial para reunir diversas formas de plenitud cómica y una reconciliación final: modismos junto a momentos de extremado lirismo, cuentos de tipo colonial junto a un neo-romanticismo postcolonial, lo natural junto a lo sobrenatural, el pasado y el presente.” (p. 56, mi traducción)

Hay otros interesantísimos ensayos en este volumen, por supuesto. Nicholas Birns realiza en ‘A not completely pointless beauty: Breath, exceptionality and neoliberalism’ una curiosa lectura de Breath, con un trasfondo histórico-político que nunca me habría pasado por la cabeza, pero que al menos a mí me resulta harto convincente. Cuando leí la novela en 2008 y escribí esta reseña para la revista Espéculo no intuí en modo alguno los paralelos que pueden perfectamente establecerse entre la trama de la novela de Winton y la relación geopolítica de Australia con los Estados Unidos de América en la década de los 70.

También resulta original la aportación de Per Henningsgard, ‘The editing and publishing of Tim Winton in the United States’, donde analiza las modificaciones y alteraciones que ha sufrido la obra de Winton en los EE.UU.


Se echa en cambio en falta un estudio de cómo (y en qué condiciones) se ha recibido la obra de Winton en otras lenguas. Como ya he comentado en otras ocasiones, constato una sensación de extrañeza o incluso estupefacción ante la falta de criterio o lógica respecto a qué autores australianos contemporáneos resultan ‘premiados’ con el honor (o fustigados con la desgracia, como fue el caso de Tim Winton y Música de la tierra) de la traducción al castellano. Uno puede perfectamente entender que una novelita tan graciosa como El proyecto Rosie se traduzca casi instantáneamente a una veintena o treintena de idiomas. Las editoriales ganan dinero con los best-sellers, and that’s fair enough. Lo que nunca terminará de cuadrarme es que exista un buen número de otros autores y obras surgidas en Australia que, por lo que se ve, nunca van a poder leer los lectores de lengua castellana. ¿Hasta cuándo?

23 oct 2014

Reseña: Eyrie, de Tim Winton

Tim Winton, Eyrie (Melbourne: Hamish Hamilton, 2013). 424 páginas.

Mi tercera edición (ya caduca y superada) del diccionario Macquarie define eyrie como “the nest of a bird of prey, as an eagle or a hawk”, esto es, el nido de un ave rapaz, por ejemplo, un águila o un halcón. En esta última novela de Winton, se trata de una doble referencia, tanto a la torre de apartamentos (¡el Mirador!) donde vive el protagonista, Tom Keely, como al árbol donde se aloja el pájaro que divisan Keely, Gemma y Kai en su salida en bote por el estuario del río Swan.

El caso es que Keely dista mucho de ser águila o halcón; la impresión que le queda al lector es que, pese a la simpatía que despierta, la cruda realidad es que Keely va camino más bien de terminar en dodo.

Al inicio de la novela, Tom Keely está tratando de sobreponerse a una espantosa cogorza, una resaca histórica, mientras intenta averiguar, agachado y husmeando como un sabueso, por qué en la moqueta de su apartamento ha aparecido una enorme mancha húmeda. Este momento presenta un contraste casi brutal con otro, hacia el final de Eyrie, en el que Keely toma en sus manos una pistola de agua de juguete, la cual ha comprado por una cantidad irrisoria y ha repintado con espray, y se da cuenta de lo absurda y ridícula que ha sido su quijotesca lucha personal tratando de proteger a Gemma y Kai.

Divorciado, desempleado y desgraciado, su vida es un auténtico desastre. Hasta hacía poco trabajaba como activista medioambiental y ejercía una importante influencia, pero en un episodio acerca del cual el narrador omnisciente se muestra deliberadamente impreciso, Keely arruina su carrera y toma refugio en un alto apartamento de Fremantle, en un edificio dilapidado. Al alcohol, los antidepresivos y los tranquilizantes le sucede un doble expreso cada mañana, y los desvanecimientos que sufren apuntan a algún problema neurológico serio.

En una de sus salidas topa en el ascensor con Gemma Buck, a la que conoció en su niñez, y a quien Nev, el padre de Tom, salvó en más de una ocasión de la violencia doméstica que se vivía en su hogar. Gemma se convirtió en una atractiva adolescente, pero no es inmune al paso de los años. Resulta que malvive en un apartamento, casi contiguo al de Tom, con su nieto Kai, de seis años. La madre de Kai está en la cárcel, Gemma trabaja en un supermercado por las noches y deja solo a Kai.

Naturalmente, Tom quiere ayudarla. (Creo que no supone ningún spoiler si menciono que el polvo que echan tiene cierta influencia en ese ofrecimiento). Gemma se resiste a dejar que Keely se inmiscuya, y lo que en un principio parecía un inusitado nerviosismo por parte de Gemma resulta ser terror. La amenaza se personaliza en Stewie, el padre de Kai (en realidad un delincuente de poca monta) y sus secuaces; pero Gemma les tiene pánico (normal, cuando alguien así te exige $5000 a cambio de no hacerle daño a tu nieto, el asunto no es para tomárselo a risa).

El caso es que Kai logra conectar con Tom Keely. Es un chico extraño, retraído por momentos y muy imaginativo en otras ocasiones. En una caracterización temible, Keely/Winton nos dan a entender que tiene la convicción de que no llegará a viejo. ¿Puede Kai ser para Keely el niño que nunca tuvo con su mujer? Para Keely, el apoyo de su madre, Doris, es fundamental, pero nunca podrá ser suficiente.

Eyrie se configura por tanto como un estupendo thriller, en el que la sensación de amenaza constante empuja a Keely a hacer cosas realmente absurdas o desesperadas, mientras la trama avanza hacia un desenlace que Winton (por fortuna, me atrevo a añadir) deja abierto, sin resolver.

Como en muchas de las novelas de Winton, el protagonista es un perdedor nato. El lector toma partido por el antihéroe, el underdog ya casi mitificado en la cultura popular australiana; uno quisiera pues que Keely gane la partida, que derrote al enemigo y ponga fin a la espiral de alcoholismo y abuso de sustancias, que logre de alguna manera ayudar a Gemma y a Kai a salir a flote.

Pero en los lacónicos diálogos de los protagonistas y en la sucinta, rica y poética prosa del autor no hay lugar para el triunfo de Keely. Eyrie es una novela absorbente, muy en la línea de lo que quizá podríamos ya llamar vintage Winton. No en vano es el autor de corte literario más popular entre el público lector australiano. Son muchos los temas que aparecen en novelas anteriores (Cloudstreet, The Riders, Dirt Music o Breath, por ejemplo) que afloran de nuevo en Eyrie. Decepción, pérdida, la belleza de lo natural, la asunción de responsabilidad por nuestras acciones, las relaciones familiares, la redención… temas presentes en otras obras que vuelven a hacer acto de presencia en esta última.

En el caso de Tom Keely, sin embargo, Winton ha puesto como trasfondo la creciente desigualdad económica de su Australia Occidental en la primera década del siglo XXI, en la que la extracción de minerales se ha antepuesto a toda consideración medioambiental, por no hablar de juicios de índole ética. ¿Lamentaremos en un futuro que haya sido así?

27 jun 2014

Tim Winton's The Turning


La idea de convertir los 18 relatos del libro de Tim Winton The Turning en un largometraje era, al menos en teoría, algo que rayaba en lo descabellado. ¿Qué tomar como hilo conductor de dieciocho relatos para elaborar una película? Es cierto que, aparte del paisaje de Australia Occidental, que desde su primera novela (An Open Swimmer, 1982) ha sido protagonista por derecho propio en la mayor parte de la narrativa de Winton, los relatos de The Turning abordan varios temas comunes, e incluso algunos de ellos tienen nexos argumentales no siempre explícitos. No era en ningún caso un libro fácilmente digerible por la cámara.

Si a lo anterior se añade el hecho de que el productor del proyecto, Robert Connolly, decidiera que cada uno de los relatos lo dirigiera un realizador distinto, uno quizás podría haber anticipado un batiburrillo de estilos y formas de leer los relatos. Que lo es. Pero el resultado final está muy lejos de ser caótico o incoherente. De hecho, es todo lo contrario.

Para alguien que, como es mi caso, ha dejado (en cierto modo) de creer en el cine como medio ideal de expresión para contar una historia – se trata de una creencia subjetiva e incluso, podría añadir sin sonrojo alguno, ilógica o injustificada – Tim Winton’s The Turning a ratos ensalza lo mejor del arte narrativo (entendido como aquel que se expresa a través de las palabras) en una creación cinematográfica de múltiples miradas que conectan – no siempre con éxito, al menos en mi opinión – los dieciocho relatos en una propuesta de unas tres horas de duración.

Para quien no haya leído el libro, la adaptación al cine podrá resultar fascinante: la excelente fotografía de los paisajes costeros y del bush de Australia Occidental puede por sí misma hechizar al espectador, mientras que las interpretaciones de los actores son casi sin excepción sublimes. La sensación de desesperanza que se intuye en los relatos de The Turning se transmite con inusual intensidad en las imágenes de la película. Individuos que han huido o se han ocultado de un pasado se enfrentan a verdades ineludibles. El hecho de que en muchos de los relatos el protagonista masculino se llame Vic Lang no debiera confundirnos. No es necesariamente la misma persona. Un nombre es, al fin y al cabo, simplemente una etiqueta.

Por desgracia, Winton sigue sin publicarse en español. No creo que ninguna editorial se desviva por publicar The Turning en español, pese al éxito de crítica cosechado por la película en varios festivales internacionales. El desaguisado que cometió Planeta (a través de su sello Destino) con Dirt Music no cuenta para nada en términos literarios. En todo caso, cuenta como afrenta al autor, quien nunca debiera venderles los derechos de sus otros libros a quienes son capaces de hacerle algo tan abominable a su obra.

2 jun 2011

Llega Cloudstreet a la pequeña pantalla



La semana pasada se estrenó la serie televisiva inspirada en la novela Cloudstreet, de Tim Winton. En un principio, la serie se verá únicamente en un canal de la TV de pago, pero es de esperar que pronto se pueda ver en alguno de los otros canales comerciales que no cobran por acceder a su contenido.

Hace muchos años que Cloudstreet me cautivó. Fue en enero de 1996 cuando la tuve en mis manos por primera vez, pero la he releído al menos en otra ocasión. La lectura de esta gran obra de la literatura australiana, además de serme muy gratificante, me descubrió muchos aspectos del que, con el paso de los años, acabaría siendo no solamente mi país de residencia sino el lugar donde quise establecer mi hogar.

De hecho, la novela me fascinó tanto que me propuse traducirla al castellano; a pesar de ser una tarea ingente (y obviamente sin recibir pago alguno: Cloudstreet todavía no se ha publicado en español) durante varios años persistí en ello, hasta que terminé un primer borrador al que todavía le hace falta un buen repaso. Ese borrador lo concluí apenas dos meses antes del suceso que cambió mi vida para siempre, el 29 de septiembre de 2009. Apenas he vuelto a tocarlo.


Me resulta increíble que hasta este día, las obras de Tim Winton no hayan merecido casi ninguna atención por parte de las editoriales de lengua castellana. La única novela suya publicada en España hasta ahora ha sido Dirt Music, que como ya mencioné en un post anterior, fue literalmente 'masacrada' en el proceso, siempre arduo, de la traducción. Cabe mencionar que casi todas las novelas de Winton han sido traducidas a los más importantes idiomas europeos, excepto el castellano.

Cloudstreet es la historia de dos generaciones de dos familias de Australia Occidental, los Pickles y los Lamb, a quienes la tragedia y el infortunio juntan en una gran casona de Perth hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Es un libro único, tanto por su excelente trama y estructura narrativa como por el estilo del autor.

Cloudstreet ha sido elegida repetidas veces por el público australiano como su libro australiano favorito. No creo que por muchos años vaya a aparecer ninguna otra obra literaria que despierte la simpatía y cautive la imaginación de los lectores australianos como lo hace Cloudstreet.

Debajo he enlazado el video oficial de promoción de la serie.





E incluyo también un extracto muy breve de la novela, que lleva por título 'Una casa en Cloud Street'. Si te apetece leer este fragmento en el original inglés, también puedes hacerlo, pinchando aquí:



Una casa en Cloud Street

Sam Pickles no terminaba de creérselo, y por el modo en que todos iban saliendo del Salón de Damas, sin mirarle a los ojos, estaba claro que nadie más se lo creía. Iban a vender el bar, y el dinero iría a parar a la rama local del Club de Campo, excepto dos mil libras que habían ido a parar a un tal Samuel Manifold Pickles. Y había también una casa, una casa grande en la ciudad, que había dejado en herencia al mismo Samuel Manifold Pickles con una cláusula de que no había de venderse durante los siguientes veinte años.
            Rose Pickles se paseaba por las salas silenciosas, siguiendo las rancias alfombras por los pasillos hacia cuartos recién desocupados donde hasta hacía sólo un mes habían vivido jinetes y marineros. Se tiraba de la coleta y podía oler el aroma del mar en la piel. Después de semanas de inútil espera, suponiendo lo peor, no tenía claro si estaba contenta o triste. No podía evitar sentir que su vida aquí se terminaba.
            Unos días después, los Pickles empaquetaron tres maletas de cartón y un baúl, y cogieron el tren a Perth. Se había acabado Geraldton. La bahía, el bar, los pinos, el interminable viento estival. Nadie lloraba; nadie se atrevía.
            Ya era tarde cuando llegaron a la ciudad, y cogieron el primer taxi en su vida, a Cloud Street. Al número uno de Cloud Street. Cuando el taxista los dejó se quedaron mirando la sombra que había entre los árboles. En algún lugar se oyó el pitido de un tren.
            ¡¡¡Chuuu-chhuuu!!!
            Sam se acercó hasta la veranda de madera, boquiabierto en la penumbra. Metió la llave en la cerradura, notando cómo Rose le empujaba desde detrás.
            ‘Venga, papi.’
            Se abrió la puerta. Una docena de olores atenazados les dieron de golpe en la cara: agua de lila, podredumbre, cosas que no reconocieron. Sam encontró un interruptor y de repente, el recibidor, largo y ancho, apareció ante ellos. Dieron unos pasos hacia el interior, ante las protestas y quejidos de los tableros del suelo; se movían despacio y cautelosos al principio, para abrir una puerta aquí o echar un vistazo allá, e intercambiaban miradas neutras con las cejas muy arqueadas, cogiendo ánimos a medida que avanzaban; los cuatro empezaron a corretear, alzando la voz hasta chillar, abriendo y cerrando puertas de golpe, hasta que finalmente subieron a la carrera por la escalera.
            ‘¡Es la hostia de grande!’, soltó Sam.
            ‘La hostia de extraña, qué quieres que te diga,’ murmuró Dolly.
            ‘¿Dónde vamos a dormir esta noche?’, preguntó Ted.
            ‘Hay veinte habitaciones o más’, le dijo Sam, ‘ponte a elegir.’
            ‘¡Pero si no hay camas!’
            ‘¡Invéntatela!’
            ‘Tengo hambre.’
            ‘Toma, cómete una galleta.’
            Con todas las luces del piso superior encendidas, Rose se paseaba de cuarto en cuarto entre estelas de polvo, telarañas y olores. Se acercó a la puerta de una habitación justo en el centro de la casa, pero al abrirla los pulmones se le quedaron sin aire, y le vino una sensación calurosa y repulsiva. Puah. Olía como a alacena vieja. La habitación no tenía ventanas, en las paredes las sombras marcaban sombras, y dentro sólo había un piano erguido y una solitaria pluma de pavo real. ‘Esta no es la mía’, se dijo a sí misma. Tuvo que salir antes que se mareara más todavía. En la siguiente puerta encontró una habitación que tenía una ventana que miraba a la calle, un cuarto a lo Ana de las Tejas Verdes.
            ‘Bueno’, pensó, ‘pues algo ha ganado el viejo.’ Cloud Street. Sonaba bien. La verdad, dependía de cómo se mirase. Y en ese momento, ella prefería pensar en ello como una victoria, y no en las pérdidas que con toda probabilidad, ella lo sabía, llegarían.
Al cabo de un día o dos ya tenían la casa de Cloud Street lo bastante limpia como para vivir en ella, aunque en privado Sam juraba que todavía podía oler el agua de lila. Se trataba de un lugar grande y triste de dos plantas, con un jardín repleto de árboles frutales. Tenía unas largas y combadas ventanas de guillotina, con volutas blancas debajo de los alféizares. Por todas partes se estaban descascarillando los tableros de las paredes, sobresaliendo como costras levantadas, pero la casa contaba con suficiente pintura blanca como para tener un cierto aire señorial, que parecía ostentar por encima de las demás casas de la calle, que eran modestas casuchas de ladrillo rojo y chapa. Había casa suficiente como para veinte personas. Eran tantas las habitaciones que uno podía acabar perdido, desconcertado. Desde el piso de arriba se veían los patios traseros de todas las demás casas, y entre los árboles se distinguía la línea del ferrocarril y el mar de hierba ennegrecida que la acompañaba. El jardín estaba hecho un desastre. Los estanques se habían quedado secos; los naranjos, limoneros, manzanos, moreras y demás cítricos estaban artríticos, con un aspecto montaraz. El escaramujo trepador crecía como un nido de espinas.
Rose prosiguió explorando, y encontraba grietas y manchas de humedad, rectángulos todavía no deslucidos allí donde habían estado colgados los cuadros. Había habitaciones y habitaciones y más habitaciones, pero no fue la gran sorpresa que habría sido de no haber vivido ya en el hotel Eurítmico todo el año anterior. Le gustaban el pasamano de hierro de la parte de delante y la veranda con forma de hocico de toro. Los suelos se vencían en algunos trechos, y en otros parecían hincharse y entonaban una cantinela al pisarlos. Cada uno de los chavales tenía ya su habitación en el piso de arriba, y la suya daba a la calle, con sus vallas blancas y las jacarandas. Olía a humedad, como la caseta playera en Greenough que el tío Joel les había dejado disfrutar cada año por Navidad. Sabía que dentro de un año o dos ya se habría olvidado incluso de cómo era el tío Joel. Le había tenido mucho cariño y sabía por ello que tenía que tenerle también cariño a este lugar, aunque la casa la apenara, porque era un regalo suyo, y si no hubiera sido por él no tendrían nada.
            Rose se puso a limpiar ella misma aquella habitación sin ventanas ni vida porque sabía que todos los libros de la casa de la playa iban a llegar en tren, junto con los muebles, y ésta iba a ser la biblioteca. Le encantaban los libros, aunque sólo fuera tenerlos en las manos y hojearlos mientras olisqueaba la brisa fresca y umbrosa que hacían las hojas cuando las páginas se deslizaban rápidamente entre sus dedos. ¡Una casa con biblioteca! Pero hizo la mitad del trabajo, y entonces lo dejó. Las paredes tenían agujeros que parecían ojos, donde habían estado los tornillos de las estanterías; el viejo piano gimoteaba, y no le agradaba la idea de estar allí con la puerta cerrada. No, no era una habitación hecha para libros. Los libros podían ir a su dormitorio, y en cuanto a esta habitación, pues podía quedarse cerrada.
            La lluvia cayó blandamente toda la mañana en el tejado de calamina, y a media tarde un camión se detuvo delante de la casa.
            Desde la ventana, Rose observó cómo los hombres iban entrando las cajas desde el camión. Finalmente, bajó las escaleras como un torbellino, sacando a los demás del tenebroso silencio de la limpieza en que estaban enfrascados. Por la puerta empezaron a entrar baúles y cajones, un viejo y voluminoso sofá del Salón de Damas del hotel, vasijas de latón que exhibían la estrella de David, un reloj de cuco, colchones y camas, un enorme pez espada disecado, palos de golf, dieciséis fotos en blanco y negro del caballo Eurítmico, cada una del tamaño de una ventana. Rose se puso a abrir cajones y baúles, y encontró cortinas, toallas, sábanas. Había cinco cajones llenos de libros. Sacó un puñado de ellos: Liza de Lambeth, Judas el Oscuro, Los amigos de Joe Wilson, Consejos para Pescadores de Agua Dulce; olían a verdor y a polvo, pero Rose estaba jubilosa.
            ‘Bueno, bueno’, dijo su madre, que había aparecido junto a ella, ‘al menos con todos estos cachivaches no parecerá que hemos tomado la casa al asalto.’
            ‘¡Mira cuántos libros!,’ suspiró Rose.
            ‘No hay donde ponerlos’, le dijo Dolly.
            El viejo se les acercó. ‘Ya te haré algunas estanterías.’
            Rose observó los ojos de su madre, que recorrieron el trayecto desde el muñón de la mano hasta regresar a los suyos; continuaron desempaquetando en silencio.
            A la mañana siguiente tenían ya todos los enseres desembalados y la casa era suya, aunque se movían dando tumbos por el interior cual si fueran guisantes enlatados. Les llegó el cheque de los albaceas.
            ‘¡Somos ricos!’, les gritó Sam desde el buzón.
            Pero al día siguiente era un sábado. Día de carreras. Y había un caballo llamado Baño de Plata. Sam estaba muy seguro; además, la mala sombra les seguía con tan buena voluntad y todo eso. Pero el caballo estaba cojo.
            El sábado por la noche volvían a ser pobres. Sam llegó sobrio a casa, a tiempo de que Rose lo echara escaleras abajo de un empujón. Bajó con los pies y la cabeza, como si fuera una lámpara de pie, y en el recodo la crisma se quedó incrustada en la escayola de la pared. Sacó la cocorota, bajó los últimos escalones andando, se encogió de hombros delante de los chavales, que salieron de la casa sin siquiera molestarse en hacer un mal gesto.
            En el escalón de la parte de atrás, Ted hablaba bajo, en un murmullo. ‘Ésa es la suerte de mierda que tenemos. Tenemos casa, pero estamos sin un chavo.’
‘Tenemos un estanque, pero ningún pez’, añadió Chub.
’Y árboles, pero no tienen fruta.’
’Un brazo, al que le falta una mano.’
Rose se encaró con ellos. ‘Qué bien, mira qué par de graciosos. Hay que ver, qué tíos tan chistosos.’
‘Yo te digo que esto es como un castillo de naipes, joroba, de verdad te lo digo’, sentenció Ted. ‘La vieja va de comodín y juega con todos, y el viejo es la mona, puñeta.’
Viniendo desde detrás, Sam los cogió in flagranti. De la nariz le caían gotas de sangre. Se apartaron para dejarle pasar. Rose lo observó mientras se encaminaba hasta la valla trasera, donde se quedó de pie sobre la hierba. Desde alguna parte llegaba el clamor de los espectadores de un partido de fútbol. El viejo se quedó allí de pie, en la hierba, las manos metidas en los bolsillos, y Rose entró en la casa cuando ya no podía soportar verlo más.

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