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16 may 2015

Reseña: Springtime, de Michelle de Kretser

Michelle de Kretser, Springtime (Crows Nest: Allen & Unwin, 2014). 85 páginas.

¿Cómo puede adaptarse el cuento de fantasmas de nuestros días a las nuevas tendencias de la literatura en el siglo XXI? ¿Qué características deberá descartar un autor de las que tradicionalmente se han adscrito al género, y cuáles deberán retenerse o transformarse? El tiempo, sin duda alguna, dará las respuestas oportunas, pero por ahora los lectores tendremos que contentarnos con leer nuevas propuestas y decidir qué nos gusta y qué no.

La lectura de la nouvelle más reciente de Michelle de Kretser me recuerda hasta qué punto las narraciones góticas de horror e imaginación de Edgar Allan Poe demostraron poseer un muy alto nivel de innovación para su época, el siglo XIX. Springtime, sin embargo, no tiene nada de gótico; muy al contrario. El sol deslumbra y titila en el Río Cook de Sydney mientras la protagonista, Frances, pasea a su asustadizo perro Rod por los barrios del área occidental de la capital de Nueva Gales del Sur siempre que no está entregada a la escritura de su tesis doctoral, que trata de los objetos retratados en la pintura francesa del siglo XVIII.

Frances se ha mudado recientemente desde Melbourne para vivir con Charlie. El traslado (naturalmente) da lugar a conversaciones del tipo que solamente gente de Melbourne o Sydney pensarían que vale la pena tener:

“Una de las cosas que le habían dicho en Melbourne cuando anunció que se mudaba a Sydney fue, Echarás de menos los parques. Otros comentarios incluían: Allí no hay buenas librerías. Y, ¿qué harás para comer bien?” (p. 1, mi traducción)

Charlie estuvo casado anteriormente, y tiene un hijo, Luke, quien parece disfrutar atormentando a Rod cuando viene de Melbourne a visitar a su padre. De Kretser es una muy hábil narradora (véanse Questions of Travel, ganadora del Premio Miles Franklin y candidata al Man Booker, o The Lost Dog), en la mezcla de detalles visuales y las insinuaciones que deja caer para ayudar al lector de manera gradual a que saque sus propias conclusiones: ‘El niño pataleaba el suelo o chasqueaba la lengua para atraer a Rod, mientras observaba todo el tiempo a Frances con el rabillo del ojo – picaramente, pensaba ella. Al final, resultaba más fácil sacar a Rod al jardín.’ (p. 38, mi traducción)

Es durante uno de esos paseos con el perro por el caprichoso diseño de las calles de Sydney que cuando Frances se asusta por primera vez con lo que ella cree que es una vieja señora que lleva un vestido rosáceo y un sombrero de ala ancha, acompañada de un bull terrier que solamente ella puede ver.

“[Las] visiones parciales, los falsos encuentros, se repitieron a intervalos a lo largo de semanas. Un día, mientras pasaba de largo cerca de la mujer y su perro, Frances se dio cuenta de que cada vez que los veía a los dos, estaba ella sola en el sendero.” (p. 11, mi traducción)

Al igual que en Questions of Travel, la prosa de De Kretser es frugal y avanza a un ritmo relajado: atrapa lo esencial en pocas palabras y las sirve tal si fueran canapés en taquitos en una fiesta o una recepción. De esta manera tan solvente se narra la presentación propia de un personaje secundario en una velada:

“Tim – músculos y loción de afeitado – repartía tarjetas: Tim Prescott, Creador. Organizaba lanzamientos de productos, les explicó, «todo, desde el concepto a los resultados de una comunicación creativa».” (p. 26, mi traducción)

Mas será en otra cena distinta a la que acuden Frances y Charlie donde se situará la escena para que ella revele el episodio del avistamiento de un fantasma. Después Frances tratará de minimizar las consecuencias que su historia tiene no solo sobre Charlie sino también en los otros comensales, pero de Kretser da a entender que el desacuerdo resultante entre ambos pudiera causar mayores problemas en su relación, la cual atraviesa ya por ciertas turbulencias por causa del errático comportamiento en el teléfono de la exesposa de Charlie.

Cabe imaginar que en nuestra avanzada era de la tecnología de la información escribir los más tradicionales cuentos de fantasmas. Springtime no obstante negocia con éxito los límites que caracterizan el género. Aun siendo un episodio significativo en la narración, la visión del fantasma no parece ser en ningún momento el factor más importante en la transformación de Frances. Cuando Charlie le exige que explique por qué no había dicho nada de la visión sobrenatural, ella rápidamente descarta la posibilidad de que fuera un espectro:

Los fantasmas requerían calma y la aplicación de la lógica. «No me digas lo que sientes, dime lo que piensas…» Las investigaciones realizadas en condiciones científicas habían demostrado que los fantasmas son solamente un olor que desataba el miedo en el cerebro. (p. 59, mi traducción)

Lo que apenas un párrafo antes de manera sarcástica (y autorreferencial) se llama “el resultado de una comunicación creativa” se convierte en un tema todavía más acuciante. Una taimada  Frances planeará una visita en solitario a la casa donde cree que ha visto el fantasma, para poder dar validez a sus impresiones iniciales. Lo que le muestran en la casa debería poner punto final a sus discusiones. ¿Pero lo hará de verdad?

Springtime es una curiosa historia sobre una joven que se muda de ciudad, un librito muy breve en el que abundan la ironía y la sutileza, y con un desenlace sorprendente como colofón. Trata, algo de refilón, de la no permanencia de los seres humanos en este mundo tras su muerte, pero el tema fundamental es de qué manera tan aparentemente imperceptible cambian nuestros sentimientos y emociones a lo largo de los años. Aunque esas personas por las que solíamos tener sentimientos tan intensos ya no están – o  nos las sentimos – tan cercanas, no es menos cierto que han dejado su marca imborrable.

Springtime lo ha publicado Allen & Unwin de forma exquisita en tapa dura, e incluye unos cuantos grabados en color, sumamente atractivos, del fotógrafo Torkil Gudnason. Es el tipo de generosidad que se ha vuelto cada vez más rara en el mundo editorial, de modo que quizás debiéramos agradecerlo.

Esta es la versión en castellano de la reseña publicada originalmente en inglés en Transnational Literature. Puedes leer el texto en inglés aquí.

9 nov 2013

Poetas, de Dan Disney


Fotografía: Chen Shang Te, 2008
Poetas

como si
lleváramos tierra de cementerio en las suelas, como si viviéramos
en casas con los espejos tapados, como si
cada día no hubiera a media mañana un lado derecho para levantarnos de la cama
tantos que murmuran sobre el silencio
voceando la deidad
insulsa como nuestras tareas laborales
y conmemorando lo inmemorial
tantos que piensan en el tiempo, el amor y adónde lleva eso, en nada
puede que algunos días se estremezcan los corazones

mientras nos inclinamos, gemimos y parpadeamos
bajo una audiencia de estrellas que han llegado temprano

Dan Disney, 'Poets', en and then when the (St Kilda: John Leonard Press, 2011). Traducción de Jorge Salavert, 2013.



Este poema cierra el volumen and then when the, del australiano Dan Disney, libro de poesía que he reseñado para la revista Transnational Literature, cuya número 1, volumen 6, acaba de aparecer. Puedes leer la reseña completa (en lengua inglesa, en PDF) aquí.

14 may 2013

4 poemes de Juli Capilla




Transnational Literature, the Australian online literary journal, has published my English translations of four poems by Valencian poet Juli Capilla in its latest release, Volume 5, Issue 2. The four poems (‘La collita’, ‘La sang’, ‘L’infant etern’ and ‘Mort’) belong to his award-winning book Raspall.

At a time when the Catalan language is suffering a constant, virulent, vicious attack from both state and regional political institutions, it is for me a pleasure to divulge a small example of Catalan-language literature in Australia, even if it is in a very modest format. I'm also thrilled to be able to give a little publicity to the achievements of a young poet, who works very hard in his various roles as a high-school teacher, as an author (he has just published a little book for younger readers about the old train that used to join Gandia and Alcoi, Un tren de llegenda, el Txitxarra) and as a person who has been seriously committed to Catalan letters for such a long time.

The four translations are preceded by a very brief introduction. You can read it online or download the PDF from the Transnational Literature website.

13 may 2013

Reseña: The Mountain, de Drusilla Modjeska


Drusilla Modjeska, The Mountain (Sydney: Vintage Books, 2011). 432 páginas.

En su poema de 1956 titulado ‘New Guinea’, el poeta australiano James McAuley hablaba de la isla en estos términos:

Bird-shaped island, with secretive bird voices,
Land of apocalypse where the earth descends,
The mountains speak, the doors of the spirit open,
And men are shaken by obscure trances.

La primera obra de ficción de Drusilla Modjeska cuenta con una montaña novoguineana que les habla a los personajes, tanto a los pueblos autóctonos que viven bajo su majestuosa forma, y a los personajes occidentales, que quedan bajo el embrujo de su belleza y la mística de la rica cultura de esos pueblos indígenas cuyas tierras visitan.

Papúa-New Guinea es el país vecino más cercano a Australia por el norte, mas para la mayoría de los australianos (incluido un servidor) sigue siendo un misterio, una tierra desconocida en su mayor parte, que fue dominio colonial hasta su independencia en 1975. Aunque el sendero de Kokoda continúa atrayendo a miles de visitantes australianos año tras año, la Australia más convencional está muy poco informada acerca del resto de ese país y de sus pobladores.

The Mountain se inicia con un breve prólogo que lleva al lector a un restaurante situado enfrente de la Casa de la Ópera de Sydney en el año 2005. Jericho, quien «descendió por vez primera de la montaña para caer en los brazos de Rika, cuando apenas tenía cinco años», se reúne con Martha, su «otra madre», para almorzar juntos. Se nos dice que Rika y Martha, que en otro tiempo fueron íntimas amigas, «como hermanas», no se han hablado durante treinta años (p. 2). De ese modo, la voz narradora omnisciente presenta la historia del conflicto entre esas dos mujeres. Esta es una de las tramas secundarias de la obra, y es ciertamente apasionante.

Jericho quiere saber qué fue lo que ocurrió treinta años antes, pero Martha parece salirle con evasivas: «Siente una opresión en el pecho. Hay una parte de ella que quiere decirle a Jericho, Déjanos acarrear la carga del pasado, no debiera ser tuya» (p. 4). Así, el misterio de la causa del conflicto entre las dos mujeres occidentales queda desde el primer momento intercalado entre otro conflicto (¿inevitable?), el que se produce entre la visión occidental del mundo y la visión autóctona que encarnan los habitantes de la Montaña.

Rika, una joven fotógrafa, esposa de Leonard, un antropólogo británico de edad algo mayor a la de ella, llega a Port Moresby, y algo de lo que ni probablemente ella misma tenía conciencia se despierta de manera inmediata al entrar en contacto con el lugar y sus gentes; ese algo resulta todavía más avivado tras conocer a Aaron, un brillante académico local que acaba de retornar de Australia. Cuando Leonard se va a las montañas del interior a hacer una película de las tribus, Rika se queda en Port Moresby, y entabla una fuerte amistad con Aaron y su «hermano de clan», Jacob. Mientras Leonard permanece en las tierras altas de Nueva Guinea, entre Aaron y Rika surge una poderosa y arrebatadora relación, que una paliza propinada por racistas intolerantes pone a prueba.

Esta novela de Modjeska vincula muchos temas complejos en una fluida narración en torno a las vidas de un grupo de personas que fueron testigos del final del dominio colonial y el inicio de los esfuerzos del nuevo país por llegar a ser verdaderamente independiente. El escenario de fondo está retratado con solidez: el lector percibe claramente las muchas tensiones que caracterizan a las sociedades postcoloniales, como por ejemplo la fricción entre la resistencia (y la renuencia) de lo tradicional a ceder por un lado su posición preponderante, y la conspicua necesidad de modernización que exigen las generaciones más jóvenes por otro.

En la parte central de la novela, este tira y afloja entre las necesidades colectivas y las aspiraciones individuales reciben un sustancial enfoque de la narración. Todas estas tensiones y los altibajos emocionales de las expectativas personales de Rika frente a las exigencias que el nacimiento de una joven nación reclamará de Aaron se reflejan de manera muy eficaz no solamente en los personajes principales, sino también en cómo se relacionan ellos dos con los numerosos personajes secundarios.

En lo referente a su estructura, The Mountain está grosso modo dividida en dos partes principales. La primera comprende los años anteriores a la independencia, y lleva al lector hasta el momento en que Rika recibe un niño joven, un hapkas, el hijo de un hombre blanco y una mujer negra. El niño se llama Jericho: es el hijo de Leonard, ya separado de Rika, y una mujer de la Montaña. La segunda parte nos traslada a tiempos más recientes, al año 2005, cuando Jericho, para entonces un célebre historiador del arte radicado en una galería londinense, vuelve a Papúa Nueva Guinea. Jericho vuelve a reunirse con su amiga la abogada Bili, su amor de la infancia, quien ahora defiende con pasión a las tribus autóctonas frente a los intereses económicos de las todopoderosas compañías explotadoras. Surge entre ellos el romance: «Antes de caer dormidos, todavía cara a cara, Bili posa la mano encima de los ojos de él. ‘Ahora estás en Papúa, recuérdalo,’ le dice, ‘Si miras a los ojos a una mujer durante mucho tiempo, te arrebatará el alma’.»

Cuando Jericho regresa a Papúa Nueva Guinea, su lugar de nacimiento, asistimos a su lenta pero profunda transformación. Tras unos cuantos días en Port Moresby, va de visita a la casa de Milton, profesor y escritor, antiguo amigo del círculo de Aaron. Desde su casa, «la montaña estará aparecerá antes sus ojos, sin que nada le estorbe la vista». Siente la llamada de la Montaña, pero ¿es porque en realidad nunca la ha dejado? ¿Lleva en su interior, en su ser, el espíritu ancestral? Así, la Montaña se constituye en algo más que un potente símbolo de Nueva Guinea. Se percibe como una fuerza que atrae al espíritu de Jericho, y cuando finalmente se une a los hombres del clan en la danza tribal, se convierte en «puro ritmo», puede sentir «el pulso…que persiste en otra esfera de la existencia» (p. 365).

La novela concluye en otro almuerzo, esta vez en Puerto Moresby, el año 2006. Martha se reúne con Jacob, quien ahora es ministro del gobierno y hombre acaudalado, y sobre cuya relación secreta con Rika Martha ha guardado silencio durante más de 30 años.

Escrita con intensidad y generosidad, en The Mountain el lector puede oír muchas voces. Algunas proceden del pasado y están muy alejadas de nuestras ordinarias rutinas urbanas; son las voces de los clanes, son los sonidos de sus antiquísimos rituales de danza y caza. Otras están más cerca de nuestro tiempo y de nuestras mentalidades: las voces de la lucha contra la explotación abusiva y temerariamente destructiva de recursos naturales. Modjeska establece un cuidadoso equilibrio en el punto de vista de la voz narradora, para que el lector pueda eliminar el tinte colonial que de otro modo pudiera ser inevitable. Especialmente al comienzo de The Mountain, me encontraba de pronto releyendo pasajes para asegurarme de la raza de un cierto personaje. El hecho de que los personajes resulten ser tan plenamente convincentes no hace sino añadir valor a esta obra literaria.

Modjeska ha creado una novela llena de gusto sobre un lugar en el mundo que obviamente adora y del cual se siente parte, y el lector lo agradece. Aunque el motivo por el cual las dos amigas se separaran tras el triste día del accidente de Aaron no nos sea revelado en última instancia, no es eso algo que importe. La novela es una edificación literaria dotada de delicadas capas, aunque también sean difíciles, y nos sirve de puente a una isla que es ante todo desconocida. A pesar del evidente trasfondo de la experiencia de Modjeska al haber vivido y trabajado en Papúa Nueva Guinea durante varios años y numerosas visitas subsiguientes, The Mountain presenta todas las marcas de una obra de ficción bien trabajada. Es, tal como ha explicado la propia autora, un brillante ejemplo de «imaginación informada’. Tras este tardío pero estupendo debut, los lectores de novelas australianas tienen derecho a albergar expectativas de otras entregas literarias de Modjeska.

Esta reseña es mi versión en castellano de la reseña que se ha publicado  en lengua inglesa en la revista Transnational Literature, la cual puedes encontrar en PDF aquí.

23 may 2012

Reseña: Spirit House, de Mark Dapin


Mark Dapin, Spirit House (Sydney: Pan Macmillan, 2011). 359 páginas.


Si hay algo que los veteranos de la guerra pueden enseñar a los jóvenes – y soy de la firme creencia que debe haber muchas cosas de valor que podemos aprender de ellos – es esta: que la guerra deshumaniza a los seres humanos.

La novela de Dapin – que hace la número dos – nos pone delante los horrores que enfrentaron los prisioneros de Changi (Singapur) y la vía de ferrocarril en Birmania durante la Segunda Guerra Mundial, mas el lector debiera estar agradecido de que la cualidad de lo humano no deje de ser un importante aspecto a lo largo de toda la novela. Dapin emplea una adecuada estratagema narrativa para lograr sus fines. Spirit House está narrada principalmente por David, un muchacho de trece años cuyos padres se han separado. Al joven David lo han enviado a vivir a la casa de sus abuelos en Bondi (el famoso barrio de Sydney de la playa del mismo nombre, y con un alto porcentaje de residentes judíos), pero el veterano Jimmy Rubens, su abuelo, está como una cabra. Ha guardado el trauma, la pérdida, el sufrimiento y el dolor dentro de su ser durante muchos años.

David, como es lógico, siente curiosidad por las experiencias de su abuelo Jimmy durante la guerra. Le gustaría entender por qué Jimmy no quiere desfilar con los veteranos en el día de Anzac; la atracción de las historias bélicas es muy fuerte, y no para de hacerle preguntas. A pesar de contar solamente con trece años de edad, se encuentra siempre presente en las etílicas veladas del Club de Veteranos, donde Jimmy se junta con sus tres amigos judíos, Solomon, Myer y Katz, veteranos de la contienda como Jimmy. Estas veladas y las cenas que les siguen en el restaurante tailandés producen los diálogos más divertidos que haya leído en mucho tiempo.

Los recuerdos del tiempo pasado en Changi y en Tailandia están llenos de episodios espeluznantes de horror, de tortura, de desesperación. Sin embargo, Dapin demuestra que sabe cómo manejar una narración, para en definitiva apartarla de la probable truculencia y el desánimo de los recuerdos de Jimmy, gracias al agudo sentido del humor que Dapin les otorga a los prisioneros de guerra en su novela; este humor es obviamente un mecanismo de defensa contra la pesadilla vital en los campos de concentración durante la guerra.

Entrelazados en la novela aparecen algunos extractos del diario de una persona que también estuvo en Tailandia – solamente descubriremos el nombre de su autor hacia el final de la novela, y le aseguro al lector que es toda una sorpresa. Estos fragmentos están escritos con mucho gusto en una prosa muy poética, y suponen un agradable contraste con las bromas sexualmente explícitas, las palabrotas y el yídish con el que Dapin sazona las conversaciones de los veteranos judíos.

El motivo de la casa de los espíritus aparece ya en el primer capítulo, una entrada de mayo de 1944 en el diario de Siam, en la cual un soldado prisionero australiano se refugia de los brutales guardas coreanos en un santuario que ha encontrado en una cueva. Con el propósito de recuperar la cordura y alejar los demonios que todavía lo atormentan cuarenta años después en Bondi, Jimmy decide construir un templo, una casa de espíritus en el jardín de su destartalada casa, en la cual tiene la intención de proporcionar alojamiento definitivo para los espíritus de todos los amigos que murieron en la guerra o como consecuencia de ésta, y de ese modo encontrar una paz interior.

A su nieto, David, le encanta hacer novillos y ayudarle en su empresa, a pesar de las malas pulgas de Jimmy y sus arrebatos de locura. Las charlas entre el anciano y el adolescente resultan conmovedoras por lo que tienen de genuino. David quiere llegar a comprender el trastornado pasado de su abuelo lo máximo posible, mientras que la narración de Jimmy se mueve desde la desesperanza más dolorosa a las tronchantes anécdotas de sus compañeros en los campos de concentración, entre los cuales destaca Townsville Jack.

Townsville Jack es presentado como un personaje misterioso que siempre se negaba a revelar datos sobre sí mismo. El retrato que Dapin hace de Jack a través de la narración de Jimmy construye la imagen de un travieso jovenzuelo a quien le encantan las carreras (se las ingenia para organizar carreras de ranas tanto en Changi como en Tailandia), pero también un amigo noble y leal, un hombre amante de la libertad y de espíritu rebelde que lucharía contra la injusticia hasta el final.

Spirit House mezcla impecablemente  las historias humorísticas y las horribles: en su narración, Dapin describe la época y las circunstancias de una generación mayor de hombres que pagaron un precio demasiado alto, y cuya actitud ante la vida puede que resulte incomprensible por parte de las generaciones más jóvenes. Dapin parece sugerir que, de hecho, la incomprensión se hubiera producido en ambas direcciones.

Puedo dar fe del hecho de que para las personas traumatizadas, contar y volver a contar su historia es una necesidad. En la ficción (en contraposición a la vida real), tanto los personajes como los lectores pueden disfrutar de la ventaja del humor como un contrapunto mitigante. Para que Jimmy Rubens pueda sentirse en paz consigo mismo, es necesario que cuente la historia de esos jóvenes australianos que acudieron a la guerra como civiles y recibieron la orden de sus superiores de rendirse al Ejército Imperial japonés, para luego sufrir un trato infrahumano, mientras que a sus oficiales les dispensaban un trato mucho más favorable.

Pese a los raudales de bromas e hilaridad presentes en Spirit House, se trata de una novela seria, que no dejará indiferentes a sus lectores. Puede que un día podremos decir con Myer aquello de ‘Creía que me había meado, pero resultó que ya había llegado el monzón’.

Esta reseña ha aparecido simultáneamente en inglés en la revista Transnational Literature. Puedes leer la versión inglesa aquí. En el mismo número aparece una reseña del poemario Tales, Poems and Songs from the Underwater World del poeta fiyiano Daren Kamali, la cual puedes leer aquí.

Te invito ahora a leer una muestra de la novela, mi traducción de las primeras páginas de Spirit House:


Diario de Siam

Mayo de 1944

Existen modos de emprender la huida sin túneles ni disfraces, sin barqueros ni barcas, sin partisanos ni armas. Algunas tardes de letargo, cuando el trabajo es pesado y fútil, y los guardias se echan a la sombra desperdigada de los árboles – niños que duermen, sus rostros achatados de color mostaza, los rifles apoyados contra los muslos igual que si fueran sus juguetes en una guardería – los espíritus de la calima danzan en grupos en el aire, haciéndome señas para que suba la colina.
Solamente cantan cuando el sendero está seguro y puedo pasar por delante de los coreanos e internarme en la jungla, agarrándome de las enredaderas y arqueándome para atravesar la maleza, mis suelas y dedos de los pies acostumbrados ya a las rocas afiladas y a las espinas. Tengo un nombre propio para la montaña – me reservo una palabra secreta para cada cosa – y para cada una de las varias etapas en las que descanso, camino de la cima. He perdido ya la energía de los días anteriores a la guerra. Esta colina achaparrada es mi Everest, pero es también mi Olimpo. Nunca terminé de entender a Norman Lindsay en Sydney, entre tanto eucalipto y melaleuca. Para mí, que era un pornógrafo, mucho peor. Pero aquí puedo ver el campo con sus ojos de pagano. Hay en el suelo almas, más antiguas que el hombre, que deletrean los nombres de Dios en los pétalos de los hibiscos y en las sombras que crea el sol.
Bajo la cima de la escarpa se halla la boca de una cueva. Tiene un paladar fresco y seco, custodiado por un ídolo pintado tallado en madera noble. Visito al Buda para recordarme a mí mismo que el hombre puede disponer su imaginación para otros fines que no sean la guerra. Más allá de los labios de la cueva, y detrás de sus encías, se halla el santuario de un artesano, una casita de madera que se alza sobre patas anudadas de bambú. El tejado imita las curvas de los templos que vimos desde los trenes de mercancías en los que nos trajeron desde Singapur. Dentro del santuario hay un altar diminuto adornado con incienso y decorado con ofrendas para aplacar a los espíritus de la cueva. En nuestro campo no hay ningún siamés, y los campesinos del poblado local se están muriendo de hambre, pero hay alguien que sube aquí cada día antes del amanecer para renovar las ofrendas, para dejarles a los fantasmas un pedazo de fruta, la colilla de un tosco cigarrillo, un dedal de té verde. Y aunque el estómago, que tengo hecho un avispero, me ruega comida, y mis dedos flacos como palillos de bambú tiemblan por un poco de tabaco, nunca descompongo ese montaje porque la cueva es mi escape. Cuando estoy aquí con el Buda, ya no estoy en la cárcel. Es el único momento en el que pienso en mujeres.
La primera chica con la que me acosté tenía el pelo rubio y lacio igual que la modelo del cuadro de Lindsay, Deseo, y el aliento le olía a leche caliente. Ella me agarró muy fuerte de la mano, la estrujó contra sus huesos de pajarito. La amé por su generosidad, por su indolencia. A las demás las recuerdo por su gracia o su porte, por sus pechos o lo mucho que bebían, por su risa o sus muslos.
Me acuerdo de los viejos compañeros de escuela, y del tipo de amor que una vez sentí por chicos con pelusa por encima de los labios y voces chispeantes, músculos jóvenes tensados por el deporte, tenaces voluntades curtidas por la correa. Y me pregunto cuántos de ellos están ya muertos.
Esta tarde no había ningún gunso que supervisara a los guardias coreanos. Se fue a la hora del almuerzo, cuando tuvimos unos treinta minutos para comernos una escudilla de arroz, en cuclillas, igual que los esclavos. Al principio sus subordinados recelaban un poco, pero luego empezaron a relajarse. Les gusta dormir, soñar con los campos de sus abuelos, con carretas y bueyes y una buena cosecha. Les da igual si nunca terminamos de construir nada en esta jungla. Les da igual quien gane la guerra, siempre y cuando puedan volver a las chozas de las granjas donde nacieron, a torturar a sus cerdos, a decapitar los pollos y a pegarles a sus mujeres como si fueran perros, y a montar a sus perros como si fueran mujeres.
Oí la llamada de los espíritus – un día, cuando vuelva a mi estudio, me gustaría pintar su canción – y me llevaron con total seguridad por delante del brutal muchacho, a través de la parcela de tumbas que han despejado en el campo, y sendero arriba hasta mi cueva. Me arrodillé delante del Buda, que tenía una guirnalda de flores de jazmín, y me postré igual que un mahometano, luego crucé las piernas, levanté la vista más allá de su barbilla redondeada y observé su sonrisa de negro.La montaña se desmoronaba, la bóveda de la jungla se desplomaba, Siam se deslizaba de nuevo hacia el fondo del mar, y japoneses y coreanos se ahogaban chillando, y solamente quedábamos nosotros, los prisioneros – hombres libres ahora – flotando en las nubes de las Horas, contemplando como los remolinos iban absorbiendo la tierra.
La leyenda pagana sostiene que el Buda vivió durante semanas sin comer ni dormir. He visto estatuas del bodhisattva haciendo ayuno: sus rodillas, como las mías, son cabezas de martillos, sus costillas un corsé de palillos. Pude observar mi cuerpo y ver solamente abrasiones, heridas y cicatrices, pero contemplé en cambio la grandeza de los contornos de la cueva, los arabescos tajados por los océanos en sus paredes. Respiré silenciosa pero profundamente, hinchando mis pulmones de aire para desacelerar el pulso, cerré los ojos y me dejé ir.
Me sentí lleno de Dios. En mi interior estaba su fulgor, radiando como rayos de sol desde mi piel torturada. Regresé entonces con pasos tenues, libre de cargas, por el sendero hasta el lugar de trabajo. Me quedé un instante en un penacho inferior, vi unas mariposas que temblaban en el aire, un cielo de Botticelli, un sol de Turner, un paraíso de Fray Angélico. Miré hacia abajo en dirección a los coreanos y sentí una especie de amor por ellos porque eran, como todo lo demás, parte de este mundo perfecto. Vi al gunso – al que llamaban Lucy, por Lucifer – desfilando desde el campo de prisioneros, seguido por dos hombres uniformados y otro en harapos, que caminaba mucho más alto que los otros. El hombre alto estaba bromeando con los soldados; podía distinguirlo por el modo desahogado y amistoso que tenía de moverse. Parecía relajado, despreocupado, un deportista que salía a dar su paseo vespertino. Me lo imaginaba paseando a un galgo, silbando una cancioncilla popular.
Cuando los hombres que estaban construyendo los cimientos se dieron cuenta de la presencia del gunso, comenzaron a levantar rocas que no hacía falta mover y a trasladarlas a lugares donde no iban a servir de nada. Los coreanos les ladraron y gruñeron. El bruto del ojo caído, el hombre más parecido a una bestia, la emprendió a golpes de vara y derribó a un inocente prisionero con un golpe en el espinazo. El enemigo tiene la teoría de que para obligar a un hombre a trabajar más hay que golpearle hasta que ya no pueda trabajar.
Me agaché detrás de un arbusto, lo bastante cerca como para poder oír a los japoneses. Mis conocimientos de la lengua japonesa son limitados – limitados a entender órdenes – pero lo entendí cuando el gunso pidió voluntarios, y la bestia coreana dio un paso adelante junto con dos de sus asistentes, y luego otras almas malditas abandonaron sus obligaciones de centinela y se pusieron a tramar algo con susurros, mientras se daban golpecitos en las palmas de las manos con las varas de bambú.
El hombre alto estaba alejado de todo aquello y sonreía. Vi que tenía las manos atadas a la espalda. Otro australiano se acercó hasta él e intentó entregarle un regalo del mundo de los vivos, pero un coreano le impidió el paso con un golpe. No sabía que se suponía que iba a ocurrir ahora. No me dijeron en ningún momento que iba a ser hoy.
El gunso le hizo un ademán al hombre alto para que se arrodillara, y el hombre alto se rió y negó con la cabeza. No pensaba inclinarse ante él, no pensaba arrodillarse. Tendrían que quitarle el soporte de las piernas. Empecé a rezar.
El gunso se puso detrás del hombre alto y le dio un puntapié con su bota de doble punta en la parte posterior de la rodilla. Al prisionero se le doblaron las rodillas pero aguantó. El gunso volvió a golpearle, y el hombre alto soltó un quejido, y entonces cayó. Ahora la cabeza estaba a la misma altura que las armas de los guardias. Sus ojos se habían alineado con las varas. Movía los labios con furia. Me pregunté si también estaba rezando, y luego comprendí que estaba insultándolos.
Estaba maldiciéndolos, avergonzándolos, incitándolos.
El gunso fue el primero en golpear, sacudiéndole en la nuca, y entonces Lucy dio un paso atrás y le dio una patada en la cara, un chut de fútbol, atinando a darle en la cabeza conforme ésta se desplomaba.
Había solamente una víctima, por lo que cada uno de los verdugos tenía que esperar su turno. El valle estaba en total silencio excepto por los sonidos de la paliza, deliberada y concertada, como una labor de martilleo en equipo, tomando posiciones para clavar estacas. El hombre alto temblaba, y a veces daba sacudidas. Se apartaba de los golpes cuando podía verlos venir, intentaba rodar con las patadas siempre que podía, pero seguía sin gritar. La sangre le manaba por la boca, por los oídos. El cuerpo empezó a hacer espasmos, como si estuviera poseído. Sus movimientos, aunque estaba maniatado, se volvieron impredecibles, y tuvieron que sujetarlo para poder pegarle. Uno de los hombres lo agarró por el pelo para enderezarlo y parte del cuero cabelludo se desprendió y quedó colgándole en la mano. Los coreanos se rieron, porque nunca habían visto cómo se pelaba un trozo de piel y cabello. Los demás también querían arrancarle un trozo para poder luego fanfarronear junto al fuego por la noche, contar la historia de cómo había cada uno cumplido con su parte. Pero el gunso pensó que aquello era una distracción. Con un grito les dijo que tenían que arrancarle los dientes al hombre alto, dejarlos esparcidos como si fueran guijarros.
El gunso les ordenó a los prisioneros que observaran, con atención, y al principio lo hicieron, con valentía y fortaleza, pero luego empezaron a sentirse cómplices, como si ser testigos implicara conformidad, y uno tras otro se giraron y les dieron la espalda. El gunso les ordenaba a gritos que miraran a la unidad de castigo, pero en vez de eso los hombres clavaban sus ojos en los árboles, o miraban las colinas distantes, a través de las nubes, buscando una vía de escape sin brújulas ni guadañas, sin escondrijos ni sobornos, sin falúas guiadas en mitad de la noche.

11 nov 2011

A book review in Transnational Literature

Praia das catedrais, photograph by Luis Miguel Bugallo Sánchez

My review of Australia and Galicia: Defeating the Tyranny of Distance / Australia e Galicia: vencendo a tiranía do afastamento appeared recently in Volume 4, 1 of Transnational Literature.


The first paragraph:
When asked by Susan Ballyn what Spanish word first comes to mind from the years he spent in New Norcia after being forcibly removed from his family in the early 1950s, Alf Taylor replies: Merda. It is very likely that Taylor would have heard it from a Catalan monk at New Norcia innumerable times, but the fact that his Spanish is immediately represented by the Catalan term for ‘shit’ makes for quite an amusing anecdote in the context of an interesting and meaningful interview.


Maralinga, SA. Photograph by Wayne England


You can read the rest of the review here.

15 may 2011

4 Sonnets - 4 sonetos

4 Sonnets


Este mes de mayo, la revista electrónica Transnational Literature, editada por Gillian Dooley de la Universidad de Flinders en Adelaida (Australia Meridional), acaba de publicar 4 sonetos que escribí a fines de 2010. Puedes descargar el documento en PDF con los 4 sonetos haciendo clic aquí.

Son cuatro sonetos que hablan por sí solos. Pienso que no hace falta explicarlos ni justificarlos, si es que en verdad es necesario justificar la poesía.

A finales del año pasado, posiblemente una noche a principios del mes de octubre (francamente, me falla la memoria) tuve un sueño muy vívido, muy real. Soñé con mi hija Clea, con mi niña. Volvía a estar con ella. Es difícil explicar las sensaciones durante el sueño, y las que sentí al despertar.

Me vino a la cabeza el estribillo de la canción de Antonio Carlos Jobim, A felicidade, que escucho con frecuencia, interpretada por el gran Vinicius de Moraes con Toquinho y Maria Creuza. Dice así:

Tristeza não tem fim
Felicidade sim

Un video de la canción en Youtube…



 Quisiera muchas veces no despertar para poder ser como era antes, para tener al menos la posibilidad de aspirar a la alegría. Tiene mucha razón Jobim: la tristeza no tiene fin. De los cuatro sonetos, este es algo muy, muy especial, y por ello quiero compartirlo en este blog.


Let me forever sleep this peaceful sleep.
Let me forever see her hazel eyes,
hear her giggle, her shrill girly voice keep
with me, relish this memory, the prize

of a lifetime that has become too long.
Let me forever dream this pleasant dream,
and sense her presence, feel that I belong
with her, let myself go down this strange stream

that one day seems to take us all somewhere.
Death took her away from me far too soon.
Where to from here, I honestly don’t care.

Just let me stay with her under this moon,
hold her in my arms, spin her in the air,
with my dear daughter in some timeless swoon.


Transnational Literature, an e-journal edited by Gillian Dooley at Adelaide’s Flinders University has just published 4 sonnets I wrote in late 2010. You can download the PDF with the four sonnets by clicking here.

These four sonnets speak for themselves. I don’t think it necessary to explain or justify them, if indeed it is necessary to justify poetry.

Late last year, possibly on an early October night (to be honest, my memory fails) I had a very vivid dream, a very real dream. I dreamt of my daughter, Clea, my little girl. I was with her again. I cannot explain the sensations I had during my dream, or those I felt upon waking up.

A few hours later I thought of the chorus in a song by Antonio Carlos Jobim’s song, A felicidade, one that I listen to frequently, sung by the great Vinicius de Moraes with Toquinho and Maria Creuza. The chorus line says:


Tristeza não tem fim
Felicidade sim


There are many mornings I’d rather not wake up, so I could be who I was before, so I could at least have the chance of hoping for gladness. Jobim was quite right: sadness never ends. Out of these four sonnets, this one is something very, very special to me, and that’s why I wish to share it here.

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