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29 nov 2023

Reseña: Ducks: Two Years in the Oil Sands, de Kate Beaton

Kate Beaton, Ducks: Two Years in the Oil Sands (Londres: Jonathan Cape, 2022). 430 páginas. 

Cuando el sector minero australiano estaba en su punto más álgido, en la primera década de este siglo, recuerdo que uno de mis cuñados barajaba la idea de irse a trabajar al oeste de Australia (la región de Pilbara, donde están las mayores minas de hierro). El razonamiento era que en un año podía ganar lo que en su trabajo normal le llevaría cuando menos cinco años. No se fue y nunca más volvió a hablar de ello.

Cuando Kate vio la aurora boreal... (p. 131) 
 
Una aurora boreal a unos 11 000 metros de altitud en Canadá, captada en fotografía por Yevgeny Pashnin el 22 de enero de 2004. © Yevgeny Pashnin.

Ducks es la autobiografía en formato de novela gráfica de la experiencia de la canadiense Kate Beaton como trabajadora en las explotaciones petrolíferas del norte de Canadá. Abarca casi tres años en diferentes ubicaciones de Alberta. Beaton, oriunda de Nueva Escocia, decide probar fortuna en las arenas petrolíferas para poder pagar su deuda estudiantil rápidamente. Una mujer joven sin experiencia alguna en el campo industrial se traslada a un lugar donde el sexismo y la misoginia son el pan nuestro de cada día (casi he reemplazado esa palabra con otra: «hora»).

Una de esas fiestas... (página 209)

Beaton ahonda en la brutal sensación de aislamiento al tiempo que describe situaciones surrealistas como la irrupción «por error» de tipos bebidos en su dormitorio. Pero conforme avanza en su narración, el enfoque pasa a abarcar también la explotación de los recursos naturales y la calamidad que eso supone para el medio ambiente y para las poblaciones indígenas del norte de Canadá. La muerte de una gran bandada de patos es el detonante. El libro acomete la tarea de denunciar el doble coste de la industria petrolífera canadiense: el ecológico y el humano. Y cumple con creces.

Página 329. 
Asimismo, el libro apunta hacia la inhumana cultura prevalente en el lugar de trabajo. La mayoría de los empleados padecen estrés y depresión, se sienten extremadamente solos y recurren al alcohol y las drogas.

Un libro muy completo (pero largo) en el que los dibujos demuestran el buen hacer de Beaton para definir las emociones de los personajes en determinadas situaciones. Le vendría bien, si acaso, algo de colorido, pero su lectura me resultó amena.

5 mar 2017

Reseña: Something Quite Peculiar, de Steve Kilbey

Steve Kilbey, Something Quite Peculiar: The Church, the Music, the Mayhem (Melbourne: Hardie Grant Books, 2014). 273 páginas.

Creo que sería en 1987 o 1988 cuando una compañera de trabajo llamada Lola me regaló una casete pirata de The Blurred Crusade. Era una banda australiana, me dijo, “seguro que te van a gustar”. Unos cuantos meses o quizás un par de años después (como a todo el mundo, la memoria me falla), The Church tocaron en Valencia, en lo que fue uno de los mejores conciertos de rock psicodélico que se recuerdan en la ciudad del Turia.

Indiscutiblemente, Steve Kilbey es el alma máter de The Church; el músico publicó hace un par de años esta autobiografía, un libro peculiar e inusual. El grupo (y Kilbey como solista) sigue sacando álbumes. La escena musical actual es, sin embargo, muy diferente de la de los años 80 y 90.

'Almost with You' fue siempre una de mis favoritas, y sigue siendo un temazo.

Kilbey emigró a Australia con sus padres cuando tenía tres años. Inicialmente vivió en la región al sur de Sydney llamada Illawarra, pero unos pocos años después la familia se vino a Canberra. Compraron una casa en Lyneham, no muy lejos de donde vive ahora mi amigo Gustavo. Desde bien pequeño Kilbey destacó por ser un bocazas (según lo admite el propio autor) y por su dominio de la palabra. De hecho, en una de las más jugosas anécdotas de su adolescencia y juventud, Kilbey recuerda cómo llegó a competir (formando parte del equipo de oratoria de Lyneham High School) en la final contra un equipo de Sydney, en el que estaba un tal Malcolm Turnbull, a quien (según dice la prensa) no le valieron de mucho sus dotes oratorias en una reciente conversación telefónica transpacífica.

Hello? Donald? U still there? Hello...?!!
Como muchos rockeros, Kilbey no tuvo una formación musical ortodoxa: aprendió por sí mismo, y a los 16 años su padre le compró el bajo que Steve quería (en lugar de la más habitual guitarra eléctrica con la que molestar a los vecinos). Al poco tiempo le ficharon para un grupo, Saga, que versionaba cientos de canciones en bares, pubs y recintos similares de toda Canberra. Según confiesa Kilbey, ganaba casi tanto como su padre.

El grueso del libro se centra, no obstante, en The Church, desde su creación hasta la separación (provisional). Es un sorprendente relato en torno a lo que era la vida de un grupo de rock en los años 80: el proceso creativo de letras y música, las sesiones de ensayo, las sesiones de grabación, las discusiones y negociaciones con las casas discográficas, las giras, las noches de alcohol y drogas, el caos al que hace referencia el subtítulo del libro, los inevitables choques de personalidad entre los diferentes miembros de The Church.

'Under the Milky Way' fue sin duda el mayor éxito comercial de The Church. Kilbey ofrece una curiosísima historia en torno a su génesis y comercialización.

Kilbey lo narra desde un principio en un lenguaje coloquial. Va directo al grano y no tiene pelos en la lengua. Junto con su reconocida arrogancia, Kilbey muestra una enorme capacidad para la autocrítica. Es difícil dilucidar cuánto de lo que cuenta pueda ser fiable: el abundante uso de sustancias estimulantes no puede ser garantía de plausibilidad alguna. En particular, la adicción a la heroína (según dice, fue Grant McLennan quien hizo las presentaciones en Bondi) es un tema que Kilbey trata con enorme sinceridad y franqueza. Por ejemplo, cómo terminó en alguna ocasión huyendo de la policía a la carrera, o incluso acabó encerrado en el calabozo.

A quien le guste el subgénero de la autobiografía de las estrellas musicales, Something Quite Peculiar debería ser lectura obligatoria. Puede que The Church nunca llegaran al máximo estrellato que otras bandas alcanzaron en esas dos décadas prodigiosas – la competencia era mucha, y ciertamente muy cualificada – pero, a decir verdad, no son todos los que pueden llegar a contarlo. Steve Kilbey ha podido hacerlo; quizás incluso sea algo asombroso, teniendo en cuenta lo que se metió en el cuerpo.

Te ofrezco ahora el prólogo del libro, una de las mejores presentaciones de un libro que he leído en mucho tiempo. Dudo mucho que el libro llegue a ver la luz en español. Aunque nunca se sabe.
Corre el año 2010, y estoy aquí sentado en la ceremonia de ingreso en el Salón de la Fama de los ARIA [Premios de la Industria Discográfica Australiana]. Van a dejar que ingrese mi grupo, The Church. Incluso se han traído al famoso periodista George Negus para llevar a cabo el ingreso en ese salón inexistente. Me he sentado entre mi madre y mi hermano Russell. Estoy aquí a regañadientes, he de admitirlo. No estoy deseando que comiencen los actos. Por regla general no me gustan las ceremonias de entrega de premios. Siempre he sentido que no me hacían ninguna falta elogios empapados en alcohol para que se justifique mi contribución al rock australiano, sea lo que eso signifique, qué demonios. Pero aquí estoy, en una gran mesa en el Hordern Pavilion, tratando de arreglármelas con la no muy buena opción vegetariana del menú, y cuidando además de mi vieja mamá y asegurándome de que lo esté pasando bien. Hablo con todos los que se dejan caer cerca de la mesa a ofrecerme su enhorabuena. ¿Y sabes qué? Eso tampoco es santo de mi devoción… ¿Tanta palmadita en la espalda y todo eso? ¿Tanta farsa y presunción? ¿Qué tiene que ver eso con la música?
No, no he estado que llegase esto, de ninguna manera. Mi banda y yo hablamos mucho de ello entre nosotros: nos lo han ofrecido unas cuantas veces antes y lo habíamos rechazado, pero todos creían ahora que nos correspondía hacerlo. Así que aquí estoy. Todos los del grupo han dicho que no deberíamos hacer un discurso, de manera que no lo he preparado. Vale, eso era lo fácil, no tener un discurso…
Pero a medida que avanza la velada todos los otros nominados hacen discursos muy gentiles y reconfortantes, que suenan de maravilla. Y es cada vez más obvio que lo considerarán una grosería si no decimos al menos algo. No será suficiente dejar que la música hable por nosotros, tal como habíamos planeado. La ocasión exige un discurso. ¡Y va a recaer en mis huesudos hombros el pronunciarlo! Tim Powles (el batería y ‘el chico nuevo’ de The Church) se ha dado cuenta de exactamente lo mismo: hace falta un discurso. Me lleva a los camarines y me sirve un diminuto traguito de mi licor favorito: Unicum Zwack, de Hungría. Una gotita da para mucho cuando hay que refrescar una actitud.
“¡Vas a tener que decir algo!” me dice Tim. Sí, hay que joderse, tendré que hacerlo. La única razón por la que he venido es porque me dijeron que no tendría que dar un discurso, y ahora, cuando quedan apenas quince minutos, es muy evidente que se espera un discurso. Un discurso que sea divertido y cautivador, y todo lo que merece una ocasión como esta. Ligeramente animado por el Zwack, vuelvo a sentarme entre mi madre y mi hermano, y me pongo a pensar, intentando crear el discurso de agradecimiento perfecto. Se me termina el tiempo mientras trato de juntar en cinco minutos lo que debería haber preparado en los últimos cinco meses. Típico Kilbey, típico The Church. El tiro de gracia lo pone Lindy Morrison, una buena amiga y batería de The Go-Betweens. Me ve sentado ahí, boquiabierto, mientras intento mentalmente componer un discurso magnánimo y elocuente: “¡Será mejor que digas algo!” dice Lindy muy sensata.
“Claro”, le respondo, tratando de no hacer caso de su bienintencionada interrupción.
“¿Qué vas a decir?”, pregunta.
“Eee, no sé… algo”, dio en un murmullo, mientras trato de concentrarme.
“Pero, ¿qué va a ser?” me vuelve a preguntar.
“¡No sé! ¡Estoy intentando pensar en algo!”
Seguimos dale que dale un rato, hasta que veo que George Negus nos está señalando que subamos al escenario. Hay cámaras y focos, y gente que me estrecha la mano y me dan palmadas en la espalda. De repente estoy en el podio y me hacen entrega de mi premio, ese triángulo dorado; me giro hacia el público. Puedo ver a mamá y a mi hermano, que están preguntándose qué voy a decir. ¿Voy a echarlo a perder de manera descortés y desagradecida? Veo a otros músicos, managers, agentes, editores y acompañantes, y a los simples espectadores curiosos, que han pagado por entrar. Todos sentados, esperando que los últimos en subir se expliquen y acepten el premio. No hay manera de que les baste con un sencillo “Gracias”.
De manera que empiezo a decir lo primero que se me pasa por la cabeza, y sigo hablando unos quince minutos, y entonces paro. De algún modo, me pongo elocuente, y mis palabras les hacen reír y aplaudir y vitorearnos. Y en medio de todo esto, Michael Chugg, que fue nuestro manager una vez, hace una pregunta muy pertinente a gritos al notar la alegría y regocijo que está causando mi discurso. “¿Por qué no podías haber sido así hace veinticinco jodidos años?”, pregunta en medio de más risas.
Sí, es una pregunta muy buena. ¿Por qué le lleva a alguien tanto tiempo llegar a ser algo que podría haber sido todo el tiempo?  Chugg fue mi manager en mi fase de aislamiento, de confusión y malhumor, que precedió a mi fase arrogante y displicente, que dio paso a mi fea fase de yonqui, que a su vez engendró mi fase de familiar excéntrico: esa en la que me hallo ahora.
La respuesta a la pregunta de Chugg quizás se encuentre flotando en las páginas de este libro.

17 ene 2017

Reseña: The Boy Behind the Curtain, de Tim Winton

Tim Winton, The Boy Behind the Curtain (Australia: Penguin, 2016). 299 páginas.

Una mañana de verano (rondaría yo los 14 años de edad) iba en bicicleta a hacerle un pequeño recado a mi madre cuando pasé al lado de un grupo de chicos conocidos (con los que mi pandilla de amigos habíamos tenido nuestros más y nuestros menos). Uno de ellos llevaba un rifle de perdigones. Bajaba yo tranquilamente la cuesta cuando un perdigón me impactó en la espalda. Desde ese día he odiado las armas. Todas y cada una de ellas.

En el relato autobiográfico que da título a esta colección de ensayos y variados retazos personales del escritor natural de Perth, Winton cuenta cómo durante meses aprovechó las ausencias de sus padres en casa para apostarse en la ventana, armado de un viejo rifle de calibre 22 que había en la casa, y escondido tras la cortina, apuntaba a los transeúntes con él. “Cuando pienso en el muchacho que estaba en la ventana, en el chico que yo era, siento un persistente escalofrío. Por aquel entonces solo tenía una oscurísima noción de los problemas que me estaba buscando. No me imaginaba ni por un momento ser uno de esos desprevenidos transeúntes o conductores, qué habría sentido si al levantar la vista hubiera visto a un pistolero que me apuntaba con un arma. Nunca me había apuntado nadie con un arma.” (p. 6, mi traducción) El chico que me disparó no se ocultaba tras una cortina, sino en el grupo tribal en el que los cobardes suelen esconderse. Quise romperle la escopeta en la cabeza, pero no lo hice.

En este volumen se recogen la mayoría de los artículos y ensayos que Winton ha publicado en diversas revistas y medios en los últimos quince años. La lectura del conjunto nos da una visión muy completa de quién es Tim Winton el escritor, el padre de familia, el surfista, el ecologista comprometido, el observador de la sociedad australiana y la clase política que la rige y la engaña.

Es una colección variopinta, pues los temas que trata son muchos y, en algunos casos, en cierto modo inconexos. Desde el papel que juegan las armas de fuego en la Australia del siglo XXI hasta la absurda y mezquina persecución que sufren los tiburones en las playas australianas, pasando por la influencia de la religión en su formación personal o dos episodios (ambos relacionados con motos) de su infancia que más le marcaron: por un lado, el accidente que sufrió su padre, oficial de policía, y por otro, otro accidente distinto, que presenció con su padre una noche, unos cuantos años después, cuando volvían de una tarde de pesca.

Hay también escritos de carácter esencialmente político, como ‘Using the C-Word’, en el que desmorona con sencillez y conocimiento el mito de que no existen las clases sociales en Australia. Son tremendamente reveladores los ensayos en los que revela su significativa participación en la campaña para salvar los arrecifes de Ningaloo, ‘The Battle for Ningaloo Reef’ (Winton donó el dinero del premio Miles Franklin que ganó con Dirt Music para sostenerla), y ‘Lighting Out’, un relato autobiográfico y metaliterario en el que explica por qué y cómo decidió rescribir esa misma novela y reducirla desde las casi 1200 páginas del manuscrito que se negó a enviar a la editorial a menos de la mitad. Qué pena que después Destino la arruinara al publicarla en castellano.

Escrita en su acostumbrado lenguaje coloquial, la prosa de Winton posee un singular tono que combina el lirismo con la sencillez y la candidez y que a ratos suena a poesía íntima, bastas confesiones sin refinar, pero quizás por ello más redondas por lo que consiguen comunicar. Tanto en el agua como en la tierra Winton es un maestro de la descripción, capturando en imágenes brevemente expresadas el momento, el lugar, la esencia.

Otro de los ensayos en esta recopilación ofrece una curiosísima anécdota sobre la visión del clásico de Kubrick (basada en el libro de A.C. Clarke), 2001: Una odisea del espacio, cuando tenía ocho años, y la duradera influencia que ha tenido en su personalidad y en su escritura. Como con el resto de la ouvre de Winton, me parece difícil que vaya a ver la luz en castellano, o en catalán, lo cual es una lástima. A ver si hay algún editor que se anima.

La lucha por el arrecife de Ningaloo resultó ser algo más que una riña en torno a un proyecto de complejo turístico: fue un combate entre dos formas de ver la vida. En una esquina, el persistente ethos del colonizador, la suposición colonial de que la naturaleza existe para ser explotada – que no tiene un valor intrínseco, que siempre habrá más. Y en la parte opuesta, la idea de que la naturaleza tiene valor por derecho propio – que hace falta estudiarla, cuidarla y utilizarla con sumo cuidado para incrementar sus posibilidades de perdurar, porque todos sus sistemas son finitos. (‘The Battle for Ningaloo Reef’, p. 159, mi traducción). Fotografía de Eugene Regis.

La evidencia sugiere que nos atribuiremos el permiso de hacerle al tiburón cualquier cosa. Es por eso que continúa prosperando el bárbaro comercio de la aleta de tiburón, es por eso que los grandes tiburones pelágicos han desaparecido en todo el mundo sin que nadie se inmute, es por eso que es improbable que los chicos que mutilan y torturan a los tiburones bajo los muelles de los municipios costeros de toda Australia reciban una reprimenda, por no hablar de que sean condenados por infracción alguna, y es por eso que a la gente biempensante en ciudades como Sydney y Melbourne les parece bien comprar carne de tiburón bajo el nombre comercial falso y engañoso de flake, aun a medida que sus números decrecen. De todos los recursos pesqueros cercanos al colapso, el tiburón es el que menos probabilidades tiene de avivar nuestra conciencia colectiva. Porque fundamentalmente el tiburón no importa – he ahí el subtexto tenaz, perenne. La demonización de los tiburones nos ha cegado la vista, no solamente respecto a nuestro propio salvajismo, sino también a nuestra despreocupada hipocresía. (‘Predator or Prey’, página 209, mi traducción)

Puede que Australia sea un país deslumbrantemente próspero, y dispuesto a proyectar la imagen de una sociedad sin clases para el país mismo y para los demás, pero todavía está estratificada socialmente, aun si son menos los indicadores obvios de la distinción de clases que existían hace cuarenta años. El acento no es, por supuesto, uno de ellos. Tu código postal pudiera resultar revelador, pero no es concluyente. Ni siquiera la ocupación de una persona puede ser algo fiable, y este mundo superficial jamás ha resultado ser tan complicado para hacerle una lectura. En una época de regímenes de crédito relajados, lo que la gente vista o conduzca es algo engañoso, igual que lo es el tamaño de las casas en las que viven. A los australianos les ha dado por vivir de manera ostentosa, proyectando aspiraciones sociales que deben más a la industria del entretenimiento que a una ideología política. La medida más sólida del estatus social de una persona es la movilidad, y la principal fuente de ella reside en los ingresos. Bien nazcas con dinero, bien lo acumules, es la riqueza lo que determina la elección de educación, vivienda, atención sanitaria y empleo. Es también un indicador de salud y de longevidad. El dinero continúa hablando con la voz más alta, incluso cuando lo a veces lo haga desde las comisuras de la boca, Aun si habla con la boca completamente tapada. Y a los gobiernos ya no les apetece realizar una redistribución de la riqueza. Tampoco les gusta intervenir para abrir enclaves y derribar barreras que impiden la movilidad social. Según parece, estas son tareas cuya responsabilidad recae en el individuo. (‘Using the C-Word’, p. 231-2, mi traducción). Fotografía de D.A. Eaton.

10 dic 2016

Reseña: Grant & I, de Robert Forster

Robert Forster, Grant & I. Inside and Outside The Go-Betweens (Australia: Penguin Random House, 2016). 339 páginas.
Hace la tira de años, un tema habitual de conversación entre amigos giraba en torno a cuál de los dos Beatles, Lennon o McCartney, era nuestro compositor favorito. Admito que, si en un principio las melodías de Paul me resultaron más pegadizas, a la hora de la verdad fue John el que ganó en esa competición inexistente.

La verdad es que lo mismo me podría haber ocurrido con The Go-Betweens, el grupo formado en Brisbane por Robert Forster y Grant McLennan a finales de la década de los años 70. Forster y McLennan fueron los dos compositores del grupo hasta la muerte del segundo en mayo de 2006. Dos tipos diferentes (uno alto, el otro bajo), dos personalidades bien distintas, dos formas de concebir la música, pero, tal como cuenta Forster en este libro, los dos compartieron una amistad a prueba de bomba.

Robert y Grant en Alemania. Fotografía de Barbara Mürdter.
Soy quizás (digo quizás porque las matemáticas nunca son perfectas en estos casos, pero las probabilidades son muy altas) la única persona que haya visto un concierto de The Go-Betweens en Valencia y en Canberra, con más de dos décadas de distancia entre ambos. Hubo otros dos conciertos (ambos acústicos) en Sydney antes de que se reformara el grupo como tal, y una hora de Grant McLennan en solitario con su guitarra, haciendo de telonero para una banda de ruido electrónico de finales de los 90 cuyo nombre no recuerdo, en un oscuro bar (un hotel, como los llamamos en Australia) del inner west de Sydney, en alguna parte de Parramatta Road.

Esta es, obviamente, la versión de Forster de la historia de The Go-Betweens. McLennan no podrá contar la suya, pero dudo que hubiera diferido mucho. Forster la narra con delectación, mucho humor y (es de asumir) grandes dosis de honestidad – puede que The Go-Betweens hayan sido el grupo de rock más infravalorado de la historia, y sin embargo, lo que queda muy claro con este libro es que sus dos fundadores supieron complementarse desde un principio.

Se conocieron en la universidad, en Brisbane. Estaban los dos matriculados en el mismo curso de literatura inglesa, y descubrieron que compartían gustos literarios y cinematográficos. Y todo lo que después sucedió bien podría no haber tenido lugar: “A principios de 1977 le pregunté a Grant si quería formar un grupo conmigo. ‘No’, fue su tajante respuesta.” (p. 86, mi traducción). Por fortuna, la siguiente vez que hablaron del tema, Grant aceptó. Ese mismo año formaron el grupo, y su primera actuación fue una pequeña revelación. Interpretaron ‘Karen’ ante una reducida audiencia que recibió el tema con entusiasmo.


“Un atento silencio se extendió por la sala cuando empezamos la canción, provocado por el ritmo hipnótico de su largo preámbulo; tuve la sensación de poseer una fuerza que no había conocido nunca en el momento de acercarme al micrófono para pronunciar las primeras frases: ‘I just want some affection/ I just want some affection/ I don’t want no hoochie-coochie mama/ No backdoor woman/ No Queen Street sex thing’.
Llevaba mucho tiempo esperando poder decir eso. Era esta la declaración de un veinteañero, un manifiesto antirockandroll en su rechazo a los clichés sexuales, con una referencia local, para más inri. Y seguía así: ‘Helps me find Hemingway/ Helps me find Genet/ Helps me find Brecht/ Helps me find Chandler/ Helps me find James Joyce/ She always makes the right choice’.” (p. 38, mi traducción)
Había nacido una pequeña leyenda, pero por aquel entonces ellos no lo sabían.

Naturalmente, el salto a Londres en la década de los 80 comprende una buena parte del libro. En una época en la que no existían las herramientas tecnológicas que hacen tan fácil la comunicación en 2016, marcharse a Londres a intentar abrirse camino en el dificilísimo mundo de la música joven de finales del siglo pasado fue toda una aventura. Los resultados fueron una de cal y otra de arena. Fue algo muy raro que no lograran ningún gran éxito que los encaramara a lo más alto de los superventas. La cuestión es: Sin dinero, ¿ya no hay rock and roll?

De los capítulos sobre sus años en Londres, se evidencia la insalvable dificultad de abrirse un camino fácil en el mundo del disco. Como tantísimos otros grupos, The Go-Betweens se pudieron ganar la vida con su música, y poco más. En algún momento llegaron a vivir en un squat londinense porque no podían pagarse un alquiler. La seguridad económica les fue esquiva, pero no creo que fuera por falta de grandes canciones. Desde ‘Cattle and Cane’ a ‘Streets of Your Town’, pasando por ‘Your Turn, My Turn’ o ‘Spring Rain', había calidad de sobra.
Cattle and Cane
Un momento particularmente significativo (obviamente memorable para Forster) se produjo cuando oyeron en el squat de Londres por primera vez su tema ‘Cattle and Cane’ en la radio de la BBC: “En nuestro improvisado dormitorio en una habitación detrás de la de las lesbianas, una mañana nos despertaron unos gritos: ‘¡Estáis en la radio! ¡Estáis en la radio!’ Acudimos a trompicones a la habitación frontal de la casa, donde pudimos oír cómo sonaba la parte final de ‘Cattle and Cane’ en el programa matinal de la BBC 1. ‘Hemos escuchado Cattle and Cane’, anunció una voz alborozada que yo no había oído nunca antes en relación con nuestra música, ‘de un grupo llamado The Go-Betweens. No sabemos nada en absoluto sobre ellos, pero nos parece que es un disco sencillamente ma-ra-vi-llo-so.’” (p. 120, mi traducción)

En la historia de The Go-Betweens que cuenta Forster son varios los hilos temáticos, entre ellos lo dificultoso que podía ser el génesis de una banda de rock como esta, la maduración de los jóvenes músicos hasta hacerse adultos y el peaje vital que pagaron en el camino (Forster descubrió que padecía hepatitis C, mientras que McLennan se dio al alcohol en exceso). Figura también el tema de lo que difícil que resulta para jóvenes sin experiencia en el showbusiness lograr el entendimiento con las casas de discos mientras aspiran a lograr el éxito que los llevará a la fama y el dinero.

The Go-Between Bridge en Brisbane rinde homenaje al grupo de Robert y Grant. Fotografía: Brisbane City Council.
Tratándose de una biografía, la narración es esencialmente linear, con muy pocos flashbacks o miradas anticipadas a los episodios que le ocupan en su historia. La autobiografía arroja mucha luz sobre las circunstancias que los llevaron a disgregarse a finales de 1989, y sobre los últimos meses de McLennan antes de su muerte por causas naturales.

Es un libro completamente imprescindible para quienes hayan disfrutado de su música y de sus letras. Lo que queda muy claro es que en el caso de Forster y McLennan, la combinación de sus talentos dio un resultado mucho mejor (y mayor) que la suma de sus logros individuales.

‘Streets of Your Town’ tenía realmente que ser un éxito. Todo el mundo nos lo decía. Habíamos firmado con Mushroom Records, el sello independiente más grande del país, y Kylie Minogue era otro de sus recientes fichajes. Hicimos no uno sino dos videoclips; el primero, el más extravagante de los dos, era el mejor, y atrapaba el carácter de la canción y del grupo. Lo hizo Kriv Stenders, quien mucho después haría el largometraje Red Dog [basado en la novelita homónima de Louis de Bernières]. El segundo fue un clip de alto presupuesto de una actuación en MTV para Capitol. Todo parecía encajar otra vez. Aunque puede que ‘Spring Rain’ sonara una pizca indie, y ‘Right Here’ demasiado artificiosa y con un exceso de percusión, ‘Streets’ era un tema infalible para todos los gustos – una melodía ridículamente pegajosa consagrada en una producción enormemente atractiva y cristalina. (p. 196, mi traducción)

4 may 2016

Reseña: Island Home, de Tim Winton

Tim Winton, Island Home: a landscape memoir (Melbourne: Hamish Hamilton, 2015). 239 páginas.
Hace poco más de dos semanas, mientras, pertrechado de mi iPod mini y escuchando (como un buen poddy) a Phillip Adams, recorría el madrileño Parque del Retiro en un fresco paseo matinal, se clavaron mis ojos en los altísimos y hermosos eucaliptos que tienen por residencia la villa y corte. Por la cabeza me pasó un germen de cuento, que posiblemente nunca me anime a escribir: el relato de un australiano en Madrid, que se sintiese tan nostálgico por su tierra que recorriera cada día el Parque del Retiro, deteniéndose ante los árboles que mejor caracterizan Australia, y susurrándoles mensajes cifrados.

El eucalipto ha sido, en cierto modo, una especie de venganza de la isla-continente respecto al resto del mundo: tal como las especies invasoras (especialmente europeas) radican ahora en tierras australianas, el eucalipto se ha adaptado y extendido con facilidad a esos nuevos suelos. Hace un par de años pude comprobar cómo crecen en las laderas de Gallipoli, en lugares donde no debieran hacerlo. En lugares como Galicia, el eucalipto ha hecho más daño que otra cosa.

¿Por qué quiere la gente subir a esta roca si es terreno sagrado para los habitantes de la zona? Fotografía de Weyf.
Uno de los temas recurrentes en este libro de Tim Winton es el daño que la explotación económica de la tierra inflige a los ecosistemas australianos. Concebido como una autobiografía, el libro repasa la vida de este idiosincrático autor australiano en primera persona, a modo de diario. Abundan también los capítulos de tono ensayístico, en los que Winton reflexiona sobre los temas más variopintos, entre ellos las características de su prosa, sus influencias literarias y las razones por las que buena parte de la elite académica australiana lo han relegado a un rincón en el que Winton parece sentirse más que cómodo.

Island Home – título que Winton toma prestado de la canción de Neil Murray – es por una parte un compendio de episodios autobiográficos que van desde la niñez hasta el año pasado, y a los une un singular hilo geográfico: los paisajes australianos, en especial los de su nativa Australia Occidental, que representa casi dos tercios de la superficie del país. Winton admite cómo torturaba animales e insectos cuando era un niño (¿quién no lo hizo?), y por ello resulta más interesante si cabe su evolución personal, hasta convertirse en figura emblemática (aunque algo reacia) del movimiento medioambientalista.

Warumpi Band, 'My Island Home'

Winton ha viajado por prácticamente toda Australia Occidental, y se ha zambullido en casi todas las aguas que bañan sus costas. Conoce perfectamente sus paisajes, que como ya se ha dicho, vienen a ser un personaje siempre presente en sus novelas y le definen como escritor. La tierra es su inspiración, su motivación, el aliento que le da vida como escritor y como ser humano: “…el genio de la cultura indígena es incuestionable, pero incluso este queda eclipsado por la escala y la insistencia de la tierra que la inspiró. La geografía los supera a todos. Su lógica lo apuntala todo. Y después de siglos de asentamiento europeo, persiste, pues ningún logro post-invasión, ninguna ciudad ni ningún monumento sobresaliente pueden competir con la grandeza de la tierra. Y no te pienses que ésta es una noción romántica. Todo lo que hacemos en este país está todavía dominado y respaldado por el fogoso tumulto de la naturaleza. Una casa de la ópera, un puente de hierro, una torre con una cúpula dorada: estas son maravillas creativas, pero en tanto que estructuras, parecen bastante endebles frente al paisaje en el que se hallan. Piensa en la masa aviesa y el rostro siempre cambiante de Uluru. ¿Lograrán alguna vez los arquitectos que la piedra esté así de viva? Piensa en la desconcertante escala y complejidad de Purnululu, también llamada la cordillera Bungle Bungles. Es como una megaciudad críptica, forjada por ingenieros ciegos de peyote. Es improbable que los seres humanos fabriquen alguna vez algo tan hermoso e intricado.” (p. 17, mi traducción)

Purnululu: Una críptica megaciudad forjada por ingenieros ciegos de peyote. ¿La naturaleza también se drogaba? Fotografía de Brian W. Schaller  
Los mensajes de Winton en este libro son intensos y elocuentes, pero mientras la política australiana siga estando dominada por la codicia, el egoísmo y esa extraña, aunque muy extendida noción, de que todos y cada uno de los australianos tienen el derecho de verse como más ‘especiales’ que los demás, el mensaje caerá en saco roto. En un artículo de opinión titulado ‘Asylum-seekers: Australians all, let’s hang our heads in shame’, que aparece hoy en The Canberra Times, el exdiplomático Bruce Haigh lo dice sin rodeos. No se muerde la lengua:
“Australia es un país enfermo, principalmente porque se ha convertido en un país muy egoísta y egocéntrico. Se ha extendido la idea de que todo nos corresponde, y ciertamente es una idea que alientan y fomentan la clase dirigente y los políticos. Porque, claro está, todo gira en torno a nosotros, es decir, a los anglo-cristianos blancos que componen el grueso de la clase dirigente australiana. […]Australia está administrando un gulag, un campo de concentración. La Historia será despiadada en su condena de todos los que son responsables. […]
Esta es la cuestión: para proteger nuestros privilegios, nuestros gobiernos prohibieron el libre flujo de la información desde los centros de detención y sobre todas las operaciones fronterizas de costas afuera. Han amenazado con la cárcel a médicos y enfermeros que hagan denuncias. Este abuso de la libertad de expresión nada tiene que ver con la protección de nuestros derechos. Únicamente tiene que ver con la protección de las fortunas y los privilegios.La política para con los solicitantes de asilo es una versión fea y renovada de la vieja política de la “Australia Blanca”. Con una excepción: si tienes dinero, a Australia le importa un carajo cuál es tu raza. El dinero es la llave para que te admitan. No el hecho de que estés huyendo para salvar la vida, para lograr la libertad o salvar las vidas de los miembros de tu familia. Sí: somos ya un país corrupto, corrupto moral, ética y económicamente.” (mi traducción)
Como dicen los castizos: ¡ZAS en toda la boca!

Señor Turnbull: esto no lo hacen ustedes en mi nombre, ni en nombre de mis hijos. No quiero más rebajas de impuestos. No las necesito. Quiero decencia para este país. Quiero dignidad. Quiero poder mirarles a mis hijos a los ojos y decirles que este país, su país, es un país decente. Porque ahora no lo es. Quiero que cuando canten el himno en la asamblea de la escuela puedan sentirse orgullosos de lo que cantan. Así, no. ¡Basta de ruindad!

Mr Turnbull: you lot are not doing this in my name or on behalf of my sons. I do not want any more tax cuts. I don’t need them. I want decency for this country. I want dignity. I want to be able to look my sons in the eye and tell them that this country, their country, is a decent one. Because right now, it isn’t one. When they sing the national anthem at the school assembly, I want them to be able to feel proud of the lyrics. Not like this. Enough meanness!


Añadido el 5/01/2017: el video explicativo/promocional de Island Home en youtube.

3 ene 2015

Reseña: Land's Edge, de Tim Winton

Tim Winton, Land's Edge: A Coastal Memoir (Camberwell: Hamish Hamilton, 2010 [1993]). 109 páginas.

Land’s Edge: a coastal memoir se publicó por primera vez en 1993, en una edición que, por lo visto y leído, era de gran tamaño y muy poco asequible para el público en general. Penguin Books a través de su sello Hamish Hamilton lo reeditó en 2010 en formato también de tapa dura pero mucho más asequible. Como indica el subtítulo, se trata de un relato autobiográfico, pero para quienes conocemos en cierta profundidad la obra de Winton, resulta ser un librito de mucho interés. Land’s Edge recoge las inquietudes, los temas, las obsesiones vitales y literarias de Winton, y el gran telón de fondo que aparece y en cierto modo protagoniza prácticamente todas sus novelas: el Océano Índico.

Quizás resulte significativo (al menos para mí lo es) que Winton escribiera Land’s Edge unos cuantos años antes del tsunami que cambió hace diez años las vidas de los moradores de las costas de ese océano para siempre. Al menos para mí lo es. Ese amor que le profesa Winton, esa misteriosa contemplación e introspección a la que parece invitarnos (cuando no forzarnos) el océano, el discurrir de la vida de tantos australianos junto al margen de la tierra, están todos ahora en 2015 permanentemente a la sombra de una catástrofe que lamentablemente se repetirá algún día. La cuestión no es si se repetirá, sino cuándo, y si contaremos con la tecnología punta necesaria para evitar tantas muertes como en 2004.

Formalmente el libro se compone de siete capítulos, y cada uno de ellos viene introducido por un episodio personal e íntimo del autor, impreso en tinta azul. Además, cada capítulo viene precedido de una fotografía de Narelle Autio. Son fotos absolutamente espectaculares de escenas marinas y playeras que no hacen sino realzar lo que ya es de por sí una esmeradísima edición.

Winton combina los recuerdos de la niñez con episodios autobiográficos de tiempos más recientes. Escrito en una prosa exquisita, el relato de Land’s Edge está sin embargo dotado de una cadencia rítmica que lo aproxima mucho a la poesía. En el transcurso de esta absorbente narración autobiográfica el autor plantea algunas preguntas para las que en ocasiones esboza algo que podría parecer una respuesta, aunque en su mayor parte sus conclusiones son naturalmente ambivalentes.

Australia es un continente cuyo corazón es un desierto, y ello tiene una profunda influencia en la psique de los australianos. Dice Winton: “En ninguna otra parte del continente hay una mayor sensación de estar atrapado entre océano y desierto que en Australia Occidental. En muchos lugares a lo largo de este vasto y solitario litoral la playa es el único margen entre ellos. Desde el mar uno contempla directamente el desierto rojo, y desde el desierto se ve el brillo acerado del Océano Índico. En las playas hay canguros, y conchas marinas en las planicies.” (p. 35, mi traducción)

Atrapados o no, los australianos viven en la playa de una manera que no he observado en ninguna otra parte del mundo. Nos atrae el océano, pero entramos en él con miedo. En ese sentido, se podría establecer una especie de paralelismo entre la renuencia al cambio tan presente en la vida sociopolítica de Australia y el muy extendido miedo al océano y lo que éste alberga. Escribe Winton: “El océano es la metáfora suprema del cambio. Espero lo inesperado, pero nunca estoy completamente preparado.” (p. 83, mi traducción)

Naturalmente, también se hace presente en Land’s Edge otra de las cuestiones que han (pre)ocupado la vertiente pública de Winton desde hace décadas: la conservación de los ecosistemas marinos y litorales y la protección de la biodiversidad en los océanos. Ojalá la lectura de Land’s Edge consiga ganar más adeptos a la causa medioambientalista. Es un libro sencillo pero ciertamente inolvidable.

22 nov 2014

Reseña: Montebello, de Robert Drewe

Robert Drewe, Montebello (Melbourne: Penguin, 2012). 291 páginas.

Para los nacidos décadas después del inicio de la Guerra Fría es muy probable que la posibilidad de una guerra atómica total, que hubiera acarreado la destrucción mutua irreversible a los dos bloques geopolíticos de aquella época, nunca les pareció demasiado real, mas para la gente que se crió en las décadas de los 50 y los 60 ese escenario final fue algo realmente plausible y demasiado creíble. Quizás no sean muchos los australianos que tienen conocimiento de las pruebas nucleares que los británicos realizaron en el remoto archipiélago de las islas Montebello a principios de la década de los 50. El entonces Primer Ministro, Menzies, les dio a los militares británicos prácticamente carta blanca para hacer lo que les viniera en gana, y en el transcurso de varios años varias explosiones nucleares arrasaron las principales islas del archipiélago. Además de aniquilar la fauna local, la radioactividad se cobró finalmente las vidas de muchos soldados australianos, cuyo atuendo consistía en pantalones cortos y sandalias, expuestos a las explosiones – básicamente utilizados por nuestros amigos británicos como ratas de laboratorio.

Montebello viene a ser una secuela de The Shark Net (2000) la autobiografía de Drewe. Como es el caso de su antecedente, este libro cuenta con un ritmo narrativo y una amplitud de miras muy gratificantes, si bien algunos de los episodios entrelazados en el conjunto parecen un tanto fuera de orden, cuando no totalmente ajenos. Pero Drewe tiene un gran sentido del humor, el cual, junto con sus agudas descripciones, no solamente de las islas sino también de otras partes de Australia Occidental de las que hace mención, hacen de Montebello una placentera lectura. Drewe es incisivo como un buen periodista de investigación, serpenteando con habilidad desde los recuerdos de su niñez a su vida adulta, pasando por una adolescencia desasosegada, al tiempo que roza apenas temas muy candentes de la Australia actual.

También puede hacer alusiones a sus fijaciones más personales. El capítulo que sirve de introducción a Montebello es una peculiar historia, un peligroso encuentro con una serpiente (muy venenosa como casi todas en Australia) durante ‘una noche oscura y tormentosa’ (p. 1). Armado con la espátula de la barbacoa y sumamente preocupado por la posibilidad de que el ofidio se introduzca en el dormitorio de su hija, derrota a su enemigo.

El episodio lo narra Drewe en clave irónica, del mismo modo que cualquier experiencia de peligro de la que uno se salve por los pelos puede retrospectivamente considerarse cómica. Pero Drewe la ve como un momento definitorio. Puede que uno de los más importantes rasgos que todo escritor debe tener es la capacidad de reírse de sí mismo: Drewe es estupendo en la ironía. La aventura con la serpiente en su casa da paso a una confesión, la de su obsesión por las islas.

Explica que su apego a las islas es en parte consecuencia de la literatura a la que estuvo expuesto cuando era niño: “Las islas mostraron su poderosa presencia en mi vida tanto como lo habían hecho en mi imaginación. De niño me atraían los relatos de náufragos” (p. 39, mi traducción). Naturalmente, menciona los clásicos que siguen capturando la imaginación de todos los niños: Robinson Crusoe, La isla del tesoro, La isla de coral y El Robinson suizo, y también títulos como La isla del Dr. Moreau y El señor de las moscas. Pero fue la pequeña isla de Rottnest frente a la ciudad de Perth que parece haber atrapado el corazón de Drewe para siempre y que le convirtió a la islofilia: “mi islomanía creció cuando descubrí la isla de Rottnest cuando era un jovenzuelo…donde los jóvenes de Australia Occidental perdían la virginidad…ellos (bueno, yo) conferían a esta isla desierta en particular a unos veinte kilómetros del continente una cualidad sensual que no les resultaba tan prontamente evidente a los extranjeros o a los procedentes de los estados orientales.” (p. 43, mi traducción)

Cuando por fin le dan el visto bueno para que se sume a la expedición de ecologistas gubernamentales que van a completar un proyecto de repoblación de especies en el archipiélago, Drewe exprime al máximo esta excelente oportunidad para seguir escribiendo sus memorias. Sus observaciones le otorgan un valor irónico añadido al relato de sus expediciones y experiencias en el campamento insular:
«[E]l alcohol nunca está lejos de tu mente en este sitio. Al comprobar que había pocos rasgos identificados en los mapas para ayudarles en la navegación durante las pruebas nucleares, los británicos se aprestaron a bautizar las calas y ensenadas del archipiélago de las Montebello. A todas les dieron nombre de algún tipo de bebida alcohólica: Hock, Claret, Whisky, Stout, Cider, Champagne, Chartreuse, Burgundy, Chianti, Drambuie, Moselle y Sach. También le pusieron nombre a Rum Cove [Cala del Ron] y a las lagunas Sherry y Vermouth. Es cosa muy apropiada el hecho de que haya un promontorio denominado Hungover Head [Punta Resaca].» (p. 82, mi traducción)
Mientras critica las razones que llevaron a realizar un programa de pruebas nucleares en ese remoto rincón del mundo, Drewe recuerda los episodios coetáneos de su juventud en Perth: ataques de tiburones, enamoramientos, lesiones deportivas. De ser niño a ser un joven y luego convertirse en hombre – y su decisión de hacerse escritor; es un relato contrapuesto a la fascinante narración del trabajo que lleva a cabo el grupo de medioambientalistas en el archipiélago y su feliz concienciación de que el programa de reintroducción de especies nativas ha comenzado a tener éxito tantos años después de la destrucción atómica que tuvo lugar en las islas.
A pesar de la remembranza de muchos sucesos trágicos, tanto pasados como actuales, que Drewe incluye en el libro, Montebello aporta una visión mayormente positiva de la vida – la idea viene a ser que de lo caótico y de lo destructivo pueden surgir una nueva vida y la belleza. Pero Drewe nos recuerda asimismo – unas veces en clave de humor, otras con un tono más sombrío – que debemos tener muy presentes los muchos peligros que pueden surgir de la nada, incluso en medio del entorno más agradable y placentero.

Hay también espacio para la reflexión. Dice Drewe: «Ese chico idealista de trece años, ese que quería ser amigo de todos los pueblos, que quería tocar con la trompeta La Vie En Rose para las chicas y prohibir la bomba atómica, hubiera preferido que hubiera una dura lección para la humanidad […] no sabía si debía sentirse contento […] o confundido como siempre.» (p. 283, mi traducción). Me atrevo a sugerir que quizás ese estado permanente de incertidumbre que sentimos por vez primera en la adolescencia es esa dura lección que podemos extraer de cada una de nuestras experiencias vitales.


Versión en castellano de la reseña publicada en inglés en Transnational Literature Vol. 7 no. 1, November 2014, que puedes descargar como PDF aquí.

6 jun 2013

Reseña: Madness, a Memoir, de Kate Richards

Kate Richards: Madness: A Memoir (Melbourne: Penguin, 2013). 276 páginas.

Las estadísticas indican que en Australia hay una altísima incidencia de jóvenes que intentan suicidarse. A grandes rasgos, son más los varones que las mujeres, y el perfil generalizado del joven suicida sería el de un chico entre 20 y 25 años, residente en una zona rural. Otros datos señalan que el suicidio es la segunda causa de muerte más frecuente de los jóvenes, por detrás de los accidentes automovilísticos.

Las enfermedades mentales llevan asociadas un estigma social muy difícil de superar o de ignorar. Por eso resulta extraordinario poder apreciar el testimonio vital, franco, honesto y desgarrador de una persona que ha sobrevivido a la pavorosa experiencia de padecer una gravísima enfermedad mental y que, sacando fuerzas de donde probablemente no las había, se ha enfrentado a ese pasado oscuro y amenazador, y lo ha puesto por escrito, en primera persona, sin escatimar detalles ni subvertir la verdad.

Madness: A Memoir es el relato de la depresión y psicosis de una mujer australiana, Kate Richards. El relato abarca quince años, desde la adolescencia, cuando Richards comenzó a desarrollar los primeros síntomas de los trastornos e inestabilidades que la conducirían a lo que comúnmente se denomina locura.

Las enfermedades mentales tienen su origen en desequilibrios químicos en el cerebro, que causan alteraciones en la percepción y en el comportamiento de las personas. Uno de los aspectos más valiosos de este relato es el hecho de que Richards es licenciada en medicina, y sabe por lo tanto de qué está hablando cuando describe los efectos de ciertos tratamientos o las consecuencias que la abrupta privación de una sustancia puede tener sobre la persona que padece una enfermedad mental.

El libro de Richards comienza con un espeluznante episodio psicótico de autolesiones: Richards acude al hospital tras haberse intentado cortar el brazo, tal como le ordenaban las voces en su cerebro que le conminaban a matarse. Es un inicio brutal, con lo cual el lector sabe que las siguientes doscientas cincuenta páginas no van a ser fáciles de digerir. Quince años de lucha contra una enfermedad no pueden resumirse en dos párrafos, y más cuando los diferentes episodios psicóticos conllevan diferentes consecuencias. La descripción del tratamiento de terapia electroconvulsiva que recibe es tremenda.

No hay en la narración ningún atisbo de exageración ni de eufemismo: es algo que se agradece. Ya son excesivamente abundantes los eufemismos y las versiones light de la vida que nos ofrece Hollywood. Otro apunte que, en mi opinión, otorga un grado extra de autenticidad al libro es la inclusión de notas manuscritas que Richards tomó en diferentes momentos, y que por alguna razón conservó.

Richards no es solamente experta en medicina; es también ávida lectora de poesía y novela, además de aficionada a la música, tanto clásica como contemporánea. El libro está salpicado de referencias a poemas, obras literarias, pinturas, obras musicales, conciertos. De todas ellas, me quedo con esta breve descripción de una de las novelas que más profundamente me han marcado como persona, Beloved de Toni Morrison, que algún día no muy lejano debo volver a leer. En el transcurso de una conversación con uno de los muchos psiquiatras que la trataron, dice Richards de Beloved: “Es uno de los mejores estudios psicológicos de las relaciones familiares jamás escritos, independientemente de su contexto cultural. Todas las almas del mundo están aquí dentro” (p. 242), dice mientras le muestra el libro al psiquiatra.

Un libro como pocos, Madness: A Memoir deja, a pesar de las espeluznantes experiencias por las que pasó su autora, muy buenas sensaciones: Richards consiguió por fin dominar la parte de su mente que estaba enferma, logró vencer la tiranía de la otra parte que quería destruirla. Que haya tenido las agallas de ponerlo por escrito y compartirlo con los demás merece encomio y crédito. Un libro totalmente recomendable, en mi caso ha sido un viraje de la ficción lleno de sentido; todo lector medianamente exigente podrá sacarle mucho a este libro.

Cabe también mencionar el diseño de la portada, hecho con muy buen gusto por Allison Colpoys. Fíjate en los colmillos…

3 may 2012

Nace Hypallage


Son muchos los caminos, y uno es el destino.
Son muchos los idiomas, y uno es el sentido.
Son muchos los sueños, y muchos los que sueñan.
Ven, sueña conmigo, y con otros que lo intentan.

Hypallage ha nacido.

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