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12 oct 2020

Reseña: The Cost of War, de Stephen Garton

Stephen Garton, The Cost of War. War, Return and the Re-Shaping of Australian Culture (Sydney: Sydney University Press, 2020 [1996]). Segunda edición revisada. 283 páginas.

Quien por primera vez visita Australia desde el extranjero se encuentra con el paradójico ensalzamiento de la primera campaña militar de Australia como nación (la Federación de estados y territorios como tal se consolidó en 1901) en una estrecha playa de Turquía en 1914. Se dice que, simbólicamente, fue en tierras europeas (fue en el lado occidental del estrecho) donde nació Australia. Este concepto guarda y solapa un designio deliberadamente ideológico y político. La glorificación de la guerra como escenario del nacimiento de un estado moderno sirve para ocultar (y especialmente para ocultarnos a nosotros mismos los australianos) que el origen de las colonias se basó en una invasión y ocupación, con la ulterior desposesión gracias a otra guerra en contra de sus poblaciones indígenas.

ANZAC Cove, Turquía, septiembre de 2014.

Pero la guerra, obviamente, tiene un costo muy alto. Altísimo. Extraordinariamente oneroso para la sociedad. Esa es la premisa que llevó a Stephen Garton a realizar este completísimo estudio histórico de los múltiples impactos que los conflictos bélicos en los que se ha visto involucrada Australia han tenido sobre su población y su cultura. La primera edición del libro se publicó en 1996, y a principios de 2020 aparece esta segunda edición, que revisa, corrige y expande la primera.

El libro realiza un exhaustivo análisis en torno a aspectos cruciales de la experiencia del regreso y reintegración de los hombres y mujeres que prestaron su servicio en las dos guerras mundiales y en Corea y Vietnam. Garton organiza el material producto de su meticulosa investigación en siete capítulos bien delimitados. Los cuatro primeros tratan la cuestión del regreso de los campos de batalla, el recuerdo de los caídos en la guerra y la memoria de los que pudieron volver, y los problemas sociales y políticos que implicó la repatriación al término de los conflictos bélicos, especialmente el reasentamiento de los exsoldados y los éxitos y fracasos de las políticas gubernamentales que buscaban ayudarlos.

En los tres siguientes capítulos el estudio se centra en cuestiones más personales. Por un lado, las consecuencias psicológicas de la guerra; Garton explica detenidamente el proceso por el que surgió la idea del “shell shock” (un concepto que en castellano se suele traducir como “neurosis ocasionada por la guerra”), y que décadas después ha sido descrito más oportunamente como “trastorno de estrés postraumático”. En el capítulo que lleva por título ‘Home Fires’, Garton ahonda en los aspectos más terribles del retorno a casa: el enorme costo humano en términos de relaciones familiares destrozadas por la imposibilidad de adaptarse a la vida civil o los numerosos casos de violencia doméstica (cuando no sexual) de los exsoldados, y la vergonzante respuesta de algunos estamentos institucionales que preferían mirar a otra parte o incluso justificarla. El séptimo capítulo está dedicado a los exprisioneros de guerra y la frecuentemente fallida rehabilitación en su vuelta a Australia.

Son muchos los puntos de interés que señala el autor a lo largo de The Cost of War. Por ejemplo, indica que hubo muy claras diferencias en la recepción en el país que recibieron los exsoldados de cada uno de los conflictos: “Hubo sin duda algunas diferencias importantes en la recepción dispensada a los hombre y mujeres que sirvieron en las dos guerras mundiales y los veteranos de las campañas de Corea y Vietnam, particularmente para los veteranos de Vietnam que regresaron cuando los movimientos antibélicos y en pro de la moratoria cobraban mayor impulso. Está claro que la protesta pública contra los veteranos de la Guerra de Vietnam fue mucho mayor y más visible que cualquier cosa a la que se enfrentaron los exsoldados de la I Guerra Mundial. Ciertamente, para un significativo segmento de la población, la Guerra de Vietnam fue moralmente más ambigua que tanto la I como la II Guerra Mundial, y por tanto comprometía el sentido de una celebración pública. No obstante, los veteranos de conflictos anteriores también estuvieron expuestos al resentimiento, y muchos de los que sirvieron en Vietnam volvieron a casa en medio de entusiastas bienvenidas. Pero algunos de los veteranos de Vietnam hicieron su regreso a título individual en lugar de como brigadas del ejército, y fue esta experiencia la que enmarcó su recuerdo de la bienvenida a casa. A estos recuerdos también les han dado forma las narrativas históricas y populares que se han escrito acerca cada una de las guerras. Mientras que la I y la II Guerra Mundial se consideraron nobles victorias, la de Corea se disipó de la memoria pública y la de Vietnam estuvo envuelta en un velo de fracaso. El poderío del mito de los ANZAC pudo causar tanto su menoscabo como la exageración”. (p. 30, mi traducción)

"En su forma final, el edificio parece menos un templo griego o un mausoleo que una interpretación de estilo art decó de una basílica medieval, una impresión que refuerza el uso de la cúpula, el atrio, los claustros y las vidrieras de colores.” (p. 38, mi traducción). The Australian War Memorial, Canberra. Fotografía de Sardaka.

Y el hecho es que el mito de los ANZAC ha vertebrado desde la segunda década del siglo XX la tradición histórica ininterrumpida y la identidad de una gran parte de la sociedad australiana: “…en esta continuidad, la leyenda de los ANZAC ha conseguido mantener su lugar en el centro del simbolismo nacional. Esta es la memoria pública que une a los hombres y mujeres que prestaron sus servicios a Australia en la guerra. Es una memoria de una fuerza y una significancia extraordinarias para muchos australianos, y que ha dado forma a nuestro entendimiento de nuestra propia historia: si bien, como todas las memorias, es selectiva, pues bloquea narrativas y conmemoraciones históricas alternativas.” (p. 70, mi traducción)

Una de las conclusiones que el lector puede extraer del excelente estudio de Garton es el hecho de que la ideología configuró decisivamente las políticas gubernamentales de ayuda a la repatriación de los exsoldados: “Lo que sorprende es la ubicua naturaleza del llamamiento a los códigos masculinos como elemento reconocido y esencial de la política gubernamental. En su mayoría, esas políticas atendían a las necesidades materiales (hospitales, políticas de empleo, servicios de rehabilitación, ayudas asistenciales), pero incrustados en estas prosaicas inquietudes había problemas de cultura, de naturaleza, de sexualidad e identidad. Los soldados estaban regresando a sociedades que habían cambiado, y llevaban consigo una sensación generalizada de que también ellos habían cambiado. La repatriación, por lo tanto, había de negociar los problemas del cambio y la diferencia, mas su respuesta, especialmente después de la I Guerra Mundial, miraba en gran medida hacia el pasado, hacia convenientes certidumbres de la masculinidad; la importancia de la independencia varonil, la autoayuda, y la autosuficiencia. En la II Guerra Mundial se reconoció que ese enfoque, con todo lo deseable que podía ser, era insuficiente. […] Pero al hacer de la repatriación un problema de psicología individual, el nuevo enfoque científico rebatía la idea de la repatriación como problema cultural: una cuestión que precisaba de la negociación de las costumbres y expectativas de los que regresaban y las de los que los recibían. El nuevo enfoque de la repatriación era conservador y romántico, hacía uso de normas consoladoras e idealizadoras de un sujeto activo masculino y libidinal y un sujeto pasivo femenino: el sostén de la familia y una dependiente; eran normas que cada vez más eran difíciles de sostener, en particular para los exsoldados heridos y enfermos. (p. 109-10, mi traducción)

“Muchos manifestantes de la época (y desde entonces) han mantenido que su oposición era a la guerra, no a los soldados. En el ardor del momento, es probable que los veteranos no vieran distinciones tan sutiles […] pero debemos considerarlas en su contexto, más como proyecciones de los tumultuosos cambios socioculturales que han terminado asociados con la década de los 60. En todo Occidente, los cambios en la vestimenta, los peinados, la música, y los movimientos emergentes de la liberación sexual, la liberación gay, la liberación de las mujeres, la nueva izquierda, las protestas estudiantiles, el anticolonialismo y el antibelicismo, recibieron una extraordinaria cobertura mediática.” (p. 242, mi traducción). Protesta de hippies contra la guerra de Vietnam. Fotografía de S.Sgt. Albert R. Simpson - National Archives and Records Administration.
Garton demuestra una enorme empatía y compasión por todas las personas que sufrieron en los conflictos. Antepone siempre su parte humana en el análisis. Y no obstante, en el epílogo, a modo de conclusión, formula unas cuantas preguntas que cada australiano tendrá que responder conforme a sus valores morales y la jerarquía de estos en su visión del mundo y de la vida: “…oculta bajo la honorable tradición de los ANZAC se halla una historia más sombría de muertes prematuras, de duelo, de las vidas destrozadas de muchos que sobrevivieron, y las heridas emocionales infligidas a quienes los recibieron a su regreso. ¿Por qué se ha terminado entrelazando la nación tanto con la muerte? ¿No podemos tener la una sin la otra? ¿Merece la pena una cosa por la otra? Quizás el reto consiste en crear un estado nuevo, sin ignorar el anterior: en ensanchar nuestros valores como nación sin perder los antiguos, y en encontrar un sentido en ser australiano sin sufrir la futilidad de la guerra y todas sus consecuencias. ¿O son acaso el sacrificio voluntario y la aceptación de la muerte por la colectividad el único modo de que podamos asegurarnos que el lugar donde vivimos tiene un valor?” (p. 269, mi traducción) 

Lo que evidencia en todo caso este magnífico libro de Historia es que el coste de la guerra es, se mire como se mire, siempre excesivamente alto.

29 abr 2014

Reseña: Traitor, de Stephen Daisley

Stephen Daisley, Traitor (Melbourne: Text Publishing, 2010). 293 páginas.

Con cada año que pasa, la teatralización de la conmemoración de los soldados australianos y neozelandeses caídos en Gallipoli  al comienzo de la Gran Guerra adquiere tintes más extraños. Dejando de lado el servicio religioso que antecede al amanecer de ese día y el desfile de los pocos veteranos que quedan, el día de ANZAC parece estar poco a poco convirtiéndose en una celebración de carácter festivo: no son pocas las cadenas de grandes almacenes de electrodomésticos y mobiliario diverso que organizan grandes rebajas ese día. Confieso mi extrañeza y desconfianza ante una conmemoración que no debiera ser, en mi opinión, otra cosa que un día de reflexión, de silencio y de recogimiento. No estoy seguro de que la fascinación con el pasado militar (convenientemente alentada desde las más altas instancias políticas australianas) sea algo deseable como fin en sí mismo.

La trama de Traitor, el primer libro que publica el neozelandés Stephen Daisley, afincado actualmente en Australia Occidental, narra la vida de David Monroe desde su infancia hasta su muerte. Al comienzo de la novela (en 1965) Monroe es un viejo pastor que trabaja en una granja. Su vida es sencilla: cuida de las ovejas y los corderos, y recorre la granja con su caballo y un perro pastor. Su existencia se ve alterada un día cuando llegan un par de policías a buscarlo. Lo obligan a ir a la comisaría, donde tiene que someterse a un interrogatorio con el trasfondo del envío de tropas neozelandesas a Vietnam. Su expediente de la segunda década del siglo sigue coleando, pese a los años transcurridos.

Huérfano de madre y abandonado por su padre (quien también muere al poco tiempo), Monroe es reclutado para la campaña militar guiada por los generales británicos en tierras turcas. Es en Gallipoli donde conoce a un doctor turco, Mahmoud, quien cuando estaba tratando de detener la hemorragia que estaba matando a un soldado australiano resulta malherido junto a Monroe. Mientras que a Monroe le caen honores, Mahmoud, mutilado de un pie y en una mano, es hecho prisionero.
Lemnos
Ambos son llevados al mismo hospital en la isla de Lemnos, y durante la convalecencia a Monroe le asignan la vigilancia del tullido doctor enemigo. En esas semanas surge entre ellos una amistad imborrable e indestructible. Mahmoud, con sus estudios en Inglaterra y esgrimiendo la filosofía sufí como estandarte, captura el corazón del joven neozelandés. Monroe decide arriesgarlo todo para tratar de devolver a Mahmoud a su esposa Aisha. Paga a un pescador para que los lleve a Turquía, pero el griego los traiciona. Tras ser apresados, quedarán separados para siempre.

El largo calvario de Monroe comenzará con una condena a muerte que los soldados australianos se niegan a cumplir. Daisley narra de forma escueta pero franca las represalias contra él, las vejaciones y humillaciones a la que lo someten. Finalmente lo destinan como camillero al frente occidental europeo, donde logra sobrevivir hasta el final de la contienda.

Tras su regreso a Nueva Zelanda, su vida seguirá sellada con el recuerdo de Mahmoud, de cuya mujer recibe la noticia de su muerte, ajusticiado por el régimen de Atatürk. Su vida, no obstante, estará siempre marcada por la decisión que tomó de ayudar a un hombre que era, oficialmente, el enemigo.

Traitor adolece en algunos pasajes de cierta imprecisión técnica – Daisley decide prescindir de las comillas para introducir los diálogos, lo cual nos obliga a veces a la relectura. Su prosa es sin embargo nítida, elegante, sencilla, aunque dotada de una innegable belleza.

La novela progresa en un ir y venir a través del tiempo, lo que le permite a Daisley ir revelando poco a poco una trama secundaria conforme los sucesos posteriores al final de la guerra van adquiriendo relevancia para poder entender el desenlace. En la vida de Monroe irrumpe una mujer casada, Sarah, cuyo hijo había muerto en la guerra. Monroe fue testigo de su muerte, pero no quiere hablar de ello. En esa relación está la clave del misterio que el autor parece tratar de esconder en un principio.

¿En qué medida es Monroe el traidor al que se refiere el título? La novela cita en su epígrafe al novelista inglés E.M. Forster: “Si tuviera que escoger entre traicionar a mi país y traicionar a mi amigo, espero poder tener las agallas para traicionar a mi país.” En esta compleja historia una cosa me queda muy clara: la única traición que siente haber cometido Monroe es la de haber sobrevivido a tantos de sus amigos y compañeros. No se trata de una traición convencional sino de una decisión en contra de la guerra, tomada por amor a un amigo.

Traitor es una encomiable primera novela. Quizás el protagonista quede a veces desdibujado frente a la lírica que impregna la prosa de Daisley. Al fin y al cabo, Monroe no es un hombre que haya completado una educación y sus dotes expresivas son muy limitadas. Daisley exige un esfuerzo del lector por leer los silencios y sus significados. Sin haber aprendido mucho de los sufís y los derviches, David Monroe descubre lo suficiente como para saber apreciar las enseñanzas de Mahmoud de por vida.


Este es un libro que abre una llaga para que el lector se haga algunas profundas preguntas en torno a la guerra y a la amistad, en torno al amor y a la pérdida de los seres amados. La vida y la muerte, en un círculo interminable como el que crean los derviches en sus danzas inescrutables. Traitor recibió el Premio Literario de la Primera Ministra de Australia (era una mujer en aquella época, no el fantoche ultracatólico que sufrimos ahora) a una obra de ficción en 2011.

13 oct 2013

Aquí, bala - Un poema de Brian Turner

Fotografía de Andy Dunaway, 2007
Aquí, bala 

Si es un cuerpo lo que buscas,
aquí lo tienes: carne, hueso, cartílago.
Aquí tienes ese deseo de clavícula partida,
las válvulas abiertas de aorta, ese salto
del pensamiento en el espacio sináptico.
Aquí tienes esa descarga de adrenalina que ansías,
ese vuelo inexorable, esa insana punzada
en el calor y la sangre. Y te reto a que termines
lo que has comenzado. Porque es aquí, bala,
es aquí donde yo completo la palabra que traes
silbante por el aire, es aquí donde lamento
el frío esófago del cañón, detonando
los explosivos de la lengua para las estrías
que llevo dentro, cada giro del disparo
más profundo, porque es aquí, bala,
es aquí donde el mundo se acaba, siempre.
Brian Turner 

Versión en castellano de Jorge Salavert, 2013.

28 ene 2013

Postales de Vietnam: 2

Los túneles de C Chi: escenario del horror


Uno de los tours más populares entre los turistas occidentales que pasan por Saigón es la visita a la zona en la que las guerrillas del Vietcong construyeron una laberíntica red de túneles desde la cual combatían a las tropas estadounidenses. El complejo está controlado por los gerifaltes locales del Partido Comunista vietnamita. El tour se inicia con la presentación de un vídeo, no exento de patrióticas soflamas, seguido del discurso de alguno de los cabecillas del complejo, que no dudan en emplear el humor y el sarcasmo al referirse a la guerra y a los eventos que tuvieron lugar en esa zona durante aquellos años. Al que yo escuché, nos explicó con orgullo que una de las mujeres que venden souvenirs en la tienda de recuerdos nació en los túneles, y “fíjense, qué guapa ha salido”.

El recorrido del complejo de C Chi te lleva a la entrada de un túnel, donde uno tiene la posibilidad de ver por sí mismo lo estrechas que eran las entradas y cuán perfectamente disimuladas las construyeron los guerrilleros.


El recorrido incluye la contemplación de diversas modalidades de trampas, que los guerrilleros colocaban en la selva o en los túneles. Las trampas son auténticos ingenios mortíferos, de una crueldad extrema. El soldado que cayera en una de ellas, o bien moría con enorme dolor y sufrimiento, o quedaba tullido o lisiado para el resto de sus días.




A lo largo del recorrido es posible ver también los cráteres que dejaron las bombas norteamericanas. El Vietcong, no obstante, era el epítome de la eficiencia militar: los restos de las bombas, explotadas o no, eran reconvertidos por los vietnamitas en granadas de mano o en obuses caseros.


Durante los varios años del conflicto bélico que los vietnamitas llaman 'la guerra americana', los guerrilleros vivieron la mayor parte del tiempo bajo tierra. Las condiciones eran naturalmente insalubres y extremadamente difíciles. Las enfermedades intestinales, una pobre nutrición y la malaria causaron estragos entre sus fuerzas – de hecho, en los túneles murieron más guerrilleros por causa de las enfermedades que por culpa de los ataques enemigos.

La red de túneles de C Chi se extiende por unos 120 kilómetros de longitud. Es posible recorrer alguno de los túneles, hoy en día ampliados para poder acoger a los turistas occidentales, mucho más altos (y mucho, mucho más anchos) que los vietnamitas. La sensación de claustrofobia y la falta de oxígeno en un recinto estrecho y oscuro hacen que ese recorrido sea una experiencia nada placentera.


A mi parecer, una de las “atracciones” del complejo de C Chi que debiera, si no eliminarse, al menos alejarse, es el campo de tiro, situado “estratégicamente” junto a la tienda de souvenirs y la cafetería. Por unos pocos dólares, los turistas pueden disparar un AK-47 o una ráfaga de ametralladora. El estruendo es aterrador. Es difícil comprender cómo esas personas soportan el terrorífico sonido de la guerra día tras día. El campo de tiro, para esos descerebrados que quieren disparar y sentirse Rambo por unos segundos, podrían alejarlo un poco del complejo. No hay ningún preaviso, y la entrada de menores (los niños también pagan, solo media entrada, no como en la mayoría de los museos de Vietnam) es muy bienvenida.

Como muchos otros recintos en otras partes del mundo, C Chi glorifica la guerra y escenifica el horror de la muerte violenta. Para mí, será la última visita. Una y no más.


The Củ Chi tunnels: a stage for horror

One of the most popular tours amongst Western tourists in Saigon is the visit to the area where the Vietcong guerrillas built a maze-like network of tunnels from where they fought the US troops. The place seems to be controlled by the local chiefs of the Vietnamese Communist Party. The tour always begins with a video presentation full of patriotic slogans, and is followed by the speech of one of the senior officers, who will not hesitate to use humour and sarcasm when talking about the war and the events that took place in the area during the war years. The one I listened to proudly explained that one of the ladies selling souvenirs in the shop was born in the tunnels, and “look how pretty she was born, and still is”.

The Củ Chi tour then takes you to one of the tunnel entrances, where you have the chance to see for yourself how narrow the entrance was and how well camouflaged they were made by the guerrillas.

The tour also features the many different types of traps guerrillas would create in the rainforest or at the entrance of tunnels. They are incredibly cruel, deadly devices. Any soldier that happened to fall in one of them either died suffering enormous pain or would have been maimed and disabled for life.


Along the way it is still possible to see the craters US bombs created. But the Vietcong was the epitome of military efficiency: the remains of bombs, exploded or not, were recovered and converted into hand grenades or other type of homemade weaponry by the Vietnamese.


Guerrillas lived most of the time underground, for the several years the conflict, known in Vietnam as 'the American war', lasted. The living conditions were of course extremely difficult and unhealthy. Intestinal diseases, undernourishment and malaria decimated their numbers – in fact, many more people died from disease in the tunnels than due to enemy attacks.


The Củ Chi tunnel network is about 120 kilometres long. It is possible to walk through some of the tunnels, which have nowadays been slightly widened to accommodate Western tourists, much taller (and much, much wider) than ordinary Vietnamese people. Claustrophobia and the lack of fresh air in such a dark, narrow place make the underground walk a rather unpleasant experience.


In my view, one of the “attractions” of the Củ Chi complex that should be, if not eliminated, at least moved away, is the shooting range, “strategically” located next to the souvenir shop and the café.  For just a few dollars, tourists may fire an AK-47 or a machine gun. The din is of course terrifying. I find it hard to understand how those people can put up with the terrorising noise of war day after day.  The shooting range, for those brainless idiots who wish to fire a gun and feel like a Rambo for a few seconds, should be moved away. There is no warning at the entrance, and children are of course very welcome (they pay for half a ticket, unlike in most museums in Vietnam).


Like so many other places in other parts of the world, Củ Chi glorifies war and has become an arena where the horrors of violent death are displayed. As far as I’m concerned, it will be the last time I visit anything like it. Once is more than enough.

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