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22 jul 2015

Reseña: Every Day Is for the Thief, de Teju Cole

Teju Cole, Every Day Is for the Thief (Nueva York: Random House, 2014). 162 páginas.
El narrador de este libro (el cual sospecho está a caballo entre una crónica ficticia y el relato autobiográfico) acude al consulado nigeriano en Nueva York para renovar su pasaporte antes de regresar a Nigeria, su país natal. Una vez allí descubre que puede acelerar la tramitación del pasaporte mediante el pago de una tasa “especial” de la que no debe esperar recibir factura alguna. Al salir de las oficinas del consulado ve un cartel que reza: “Ayúdenos en la lucha contra la corrupción. Si algún empleado del Consulado le pide un soborno o una propina, háganoslo saber”.

El título del libro [Todos los días son para el ladrón] es la primera parte de un proverbio yoruba que Cole cita en el epígrafe. La segunda dice “pero un día es para el dueño”. La corrupción como modo de vida es el tema de este librito de difícil clasificación. Publicado inicialmente en Nigeria en 2007 por Cassava Republic Press, es innegable que fue el enorme éxito de Open City (cuya reseña, además de un breve extracto del libro traducido al castellano, puedes leer aquí) lo que llevó a Faber & Faber a re-publicarlo en el amplio mercado de los Estados Unidos y Europa. Quizá algún día un ejemplar de la edición original nigeriana llegue a alcanzar un alto valor monetario entre coleccionistas de rarezas. Cosas más raras se han visto.

Desde el momento en que el avión aterriza en el aeropuerto de Lagos, el narrador anónimo se enfrenta al incansable “deporte” nigeriano: sacarle los cuartos al prójimo por los medios que sean. Tras quince años de ausencia (más o menos el mismo número de años que Teju Cole llevaba fuera de Nigeria cuando apareció el libro) el joven nigeriano residente en Nueva York vuelve a una ciudad cambiada: más caótica, más sucia, más peligrosa. También Nigeria ha cambiado: es ahora una democracia (o esa es, al menos, la apariencia), se ha abierto al mundo (se han instalado comerciantes chinos, indios, libaneses) y el petrodólar debiera ser la panacea de todos los males que afectaban al país. Solo que en lugar de ser panacea es el veneno que alimenta la corrupción galopante y característica de la vida diaria en Nigeria.

El país, nos cuenta el narrador, se ha modernizado. Casi todo el mundo tiene su teléfono móvil, los cafés internet están llenos de jóvenes dedicados a una de las industrias más provechosas en Nigeria: el fraude cibernético. Es un lugar lleno de contradicciones: conviven la televisión por satélite y las supersticiones más atávicas e irracionales, como la noción de que a los albinos hay que destruirlos y comérselos.

Técnicamente, Every Day is for the Thief es extraordinariamente similar a Open City: un narrador masculino que se desplaza por una gran ciudad. Mientras que en Nueva York el subterráneo es el medio de transporte más eficiente y conveniente, en Lagos el narrador emplea una variada combinación de medios: automóvil, danfo [minibús urbano], taxi y motocicleta. Cole hilvana la narración en forma de capítulos en torno a episodios, anécdotas, el contraste entre los recuerdos de la Nigeria de hace quince años y la actual. El resultado es una lectura amena, que como en Open City destaca por la mirada atenta a los pequeños detalles.

Danfo carbonizado (2009). Fotografía de Jeremy Weate  
Uno de los episodios más sugerentes se produce cuando al narrador lo para un par de policías en una avenida cuando se dirigía a la casa de una amiga de la infancia. Parapetados en un improvisado cubículo, vigilan la calzada a la espera de una víctima propiciatoria. Uno de los agentes le da el alto y le informa de que no ha respetado una señal (convenientemente escondida tras un árbol) de sentido único. El diálogo me recordó a un excepcional encuentro que tuve hace unos meses a primera hora de la mañana con un policía de origen inglés en una carretera perdida del sureste de Australia Occidental. Cuando un representante de la autoridad se permite bromear a tu costa y trata de mortificarte en presencia de tu familia mientras su mano se halla a apenas centímetros de su arma de fuego reglamentaria, por la cabeza te pasan pensamientos verdaderamente insólitos.

“«Buenas tardes, agente.»
«¿Sabe usted por qué le he parado?»
Su certeza me causa alarma. No, digo sin alterarme. No lo sé.
«¿Qué dice esa señal?»
Me indica una señal detrás de donde estamos. El poste está doblado, y la señal misma está en parte oculta por un árbol.
«Ay, vaya por Dios. No la he visto. Esta calle no solía ser de una sola dirección. Debe de ser una señal nueva.»
Se trata de una estafa, por supuesto. La señal la han dejado escondida adrede.
«Es dirección única desde aquí hasta el final, hasta la entrada de la universidad.»
«No lo sabía. Lo siento. No lo sabía.»
Deja escapar una risita. Esta es una circunstancia que ha sido bien ensayada.
«Esto no es cosa de decir lo siento.»
«No he visto la señal. No lo sabía.»
«La señal no está ahí para los que ya lo saben, oga. La señal está para los que no lo saben. Su situación es desafortunada. Pero es usted la razón de que haya una señal ahí. Tendrá que acompañarnos a la comisaría.»” (p. 121-4, mi traducción)
Naturalmente, el pago de dos mil quinientos nairas (la petición inicial era cinco mil) solucionará el inconveniente. En verdad que en ocasiones uno puede dar gracias de vivir en sitios donde estos “procedimientos administrativos” no se producen.

En un entorno en el que casi todos los seres humanos que le rodean parecen buscar aprovecharse por medios ilícitos de los demás, el narrador recuerda una frase que le parece característica de Nigeria: idea l’a need – “lo único que nos hace falta es la idea general o el concepto”. La frustración es evidente y harto justificada:

“La desconexión de Nigeria con la realidad queda perfectamente ilustrada con tres aspectos por los que el país ha destacado recientemente en los medios de comunicación mundiales. Nigeria fue declarada el país más religioso del mundo. Se dijo que los nigerianos son la gente más feliz del mundo, y en la evaluación de 2005 de Transparencia Internacional, Nigeria ocupó empatada el tercer puesto por la cola en el índice de 159 países estudiados en materia de percepción de la corrupción. Religión, corrupción, felicidad. Si son tan religiosos, ¿por qué hay tan poca preocupación por la vida ética o los derechos humanos? Si son tan felices, ¿por qué hay tanto hastío y sufrimiento reprimido? La profética canción del difunto Fela Kuti, ‘Shuffering and Shmiling’ [Shufriendo y Shonriendo] sigue siendo muestra de la situación. El ídolo de la gente era también uno de los más feroces críticos de la gente. Hablaba sin temor de nuestros absurdos. ‘Shuffering and Shmiling’ trataba de cómo, en Nigeria, hay una tremenda presión para aseverar que uno es feliz aun cuando uno no lo es. A la gente infeliz, como a las madres de luto en una manifestación de protesta, se la aparta bruscamente. Ser infeliz es un error. Para qué quedarse estancado en los detalles, cuando todo lo que necesitamos es una idea general.” (p. 142, mi traducción)

Me encanta la poderosísima ironía que despliega Cole en las palabras anteriores.


Agregado el 6/10/2016: Acantilado ha publicado hace poco la novela con el título Cada día es del ladrón; la traducción corre a cargo de Marcelo Cohen.

5 jun 2015

Reseña: The Fishermen, de Chigozie Obioma

Chigozie Obioma, The Fishermen (Brunswick: Scribe, 2015). 293 páginas.

“What we don't understand we can make mean anything”, dice una cita de Chuck Palahniuk. O lo que es lo mismo, el ser humano otorgará un sentido a todo lo que no comprenda, y es por eso que algunos se dejan llevar por la superstición, y en determinadas circunstancias, puede que lo hagan hasta sus últimas consecuencias. Allá ellos.


No todos podemos ganar una medalla de oro, Benjamin. Foto tomada de la BBC.
Benjamin es el cuarto hijo de una familia numerosa en la ciudad de Akure, en Nigeria, mediada la década de los 90. Sus tres hermanos mayores son Ikenna, Boja y Obembe. Hay también dos más pequeños, David y Nkem. No son ricos, pero no pasan penurias. El padre trabaja para el Banco Central de Nigeria y un buen día le comunican que tiene que ausentarse por un largo periodo de tiempo. La madre tiene una parada en el mercado. Fuera de las horas que pasan en la escuela, los cuatro muchachos tienen tiempo libre para jugar a fútbol o hacer cosas propias de su edad. El padre habla de ellos con orgullo: como cualquier progenitor, sueña con que tengan éxito en la vida y sean médicos, pilotos, catedráticos, abogados.

Una vista de Akure. Fotografía de Okorojude
El río que cruza la ciudad es el Omi-Ala, y un día Ikenna convence a sus hermanos de que pueden convertirse en pescadores. En compañía de otros niños de la vecindad aprestan unas cañas y a escondidas de sus padres se escabullen a pescar en las orillas del río, sucio y fétido. En una de esas tardes la cuadrilla de pescadores se topa con un chiflado y hediondo vagabundo, Abulu, de quien las habladurías populares dicen que lee el futuro y puede enunciar profecías. El encuentro con este personaje será definitorio desde el mismo momento en que Abulu pronuncia el nombre de Ikenna, a quien en teoría no conoce de nada. Instigado por la curiosidad de los muchachos, Abulu lanza una profecía justo en el momento en que un avión pasa por encima de sus cabezas. Solamente Boja dice haber oído las palabras del loco. Según Abulu, Ikenna nadará en un río rojo del cual no volverá a levantarse, y será un pescador el que le quite la vida.

Desde ese día, y pese a los azotes que reciben los cuatro de su padre, la vida de los hermanos cambiará por completo. Ikenna sufre una metamorfosis inexplicable y empieza a enemistarse con su hermano Boja, con quien tenía la mejor de las relaciones. El mayor de los hermanos interpreta la profecía del loco como que será su propio hermano Boja el que ponga fin a su vida. En un principio, Ikenna (la historia nos es narrada a través de la mirada de Benjamin, que a la sazón cuenta con 9 años de edad) se vuelve quisquilloso y huraño, poco a poco su alejamiento de la familia crece en intensidad, hasta desaparecer días completos o encerrarse en el dormitorio que hasta entonces había compartido con Boja. La violencia se torna en espiral imparable, y una discusión entre ambos degenera en una pelea en toda regla. Mientras Obembe y Benjamin salen de la casa en busca de un adulto que ponga fin a la pelea, Boja le clava un cuchillo a Ikenna, cuyo cuerpo queda tendido en la cocina en un río de sangre. Se ha cumplido la profecía.

Tras el fatal desenlace, Boja parece haber huido. Entierran a Ikenna, y cuatro días después aparece Boja. Flotando en el pozo. Obioma maneja con excelente sutileza la narración de unas semanas de horror, dolor en la familia, y del enloquecimiento de su madre, combinando perfectamente la perspectiva del niño Benjamin con la del narrador adulto. Esta es la predominante, la que pone orden y reflexión, y articula la historia, mientras que la del niño se fija más en las experiencias y recuerdos sensoriales.

Obioma escribe en una prosa elegante, inserta con frecuencia frases del igbo natal de los personajes y calca curiosos proverbios y la rica fraseología local, recordando al lector que el inglés es un idioma suplementario en Nigeria. Hace asimismo un uso abundante pero no excesivo de la metáfora: de hecho, muchos de los capítulos se inician con una en la que se equipara a un personaje (o varios, si es el caso) con un animal. “Padre era un águila”; “Ikenna era una pitón”; “Abulu era un leviatán”.

Son obvios los ecos bíblicos a Caín y Abel, y a los pescadores que Jesús alistó para predicar su evangelio. A diferencia de otras novelas situadas en Nigeria (me viene a la cabeza The Famished Road, de Ben Okri), la dimensión metafísica de los espíritus apenas tiene relevancia en The Fishermen. Es desde luego más evidente que la misma narración del desastre que sufre la familia Agwu es una alegoría de la historia reciente de Nigeria, y Obioma no escatima en referencias históricas, como el encuentro que los cuatro hermanos tienen con el candidato presidencial MKO Abiola, quien tras supuestamente ganar las elecciones fue detenido por la junta militar y murió años después, todavía en prisión.

Portada del manifiesto de M.K.O. Abiola: Hope'93. Fotografía de Limburg. 
El terrible desenlace que pone fin a la profecía y a la vida de Abulu le permite a Obioma ampliar la historia y agregar los datos necesarios para que el lector ate cabos. The Fishermen parece envuelta en un aura de simplicidad, pero es engañosa: hay una sutil corriente humorística en su subtexto, apoyada en la gran tradición oral africana. Es en todo caso un tipo de literatura muy distinto de Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie, por poner un ejemplo reciente.

Benjamin aprende a una edad muy temprana que en algunas personas, la creencia ciega en algo no demostrable puede convertirse en algo eterno e indestructible, en un dogma que nos arrastra hacia la perdición y destruir nuestros recuerdos e incluso nuestras percepciones.

En una excelente novela de un debutante del que cabe esperar más cosas en un futuro, uno de los aspectos más destacados de The Fishermen es para mí el modo en que Obioma construye imágenes muy detalladas basadas en matices que apelan a los cinco sentidos del lector. Un botón de muestra es la descripción del loco Abulu poco antes de que los dos hermanos pequeños de la familia Agwu pongan fin a su vida a orillas del Obi-Ala:

Ahora que lo tenía bien cerca y estaba seguro de que iba a morir, dejé que mis ojos hicieran inventario del loco. Tenía el aspecto de un poderoso hombre antiguo, de cuando los hombres hacían añicos todo lo que agarraban con las manos. Tenía una cara feraz, con una barba que se extendía desde las mejillas hasta la barbilla. Un tieso bigote le cubría la boca como si se lo hubieran puesto allí con finas pinceladas de carboncillo. El pelo estaba largo, sucio y enredado. Gruesos grumos de pelo le cubrían también una buena parte del pecho, el rostro arrugado y cetrino, el centro de la pelvis y rodeándole el pene. Sus uñas eran grandes y alargadas, y en los huecos debajo de ellas se habían amontonado la mugre y la suciedad.

       Observé que portaba en su cuerpo una variedad de olores, el más detectable de los cuales era un tufo fecal que flotaba hacia mí cual zumbido de moscas cuando me acercaba a él. Este olor, pensé, pudiera haber sido consecuencia de que hubiera dejado pasar mucho tiempo sin limpiarse el culo después de excretar. Apestaba a sudor estaba acumulado en la densa mata de pelo que le cubría las regiones púbicas y las axilas. Olía a comida podrida, y a heridas abiertas y a pus, y a fluidos corporales y desechos. Hacía pensar en metales oxidados, en materia putrefacta, en ropas viejas, en la ropa interior abandonada que a veces se ponía. También olía a hojas, a enredaderas, a los mangos en descomposición al lado del Omi­-Ala. A la arena de la orilla del río, incluso a la misma agua. Arrastraba el olor de bananeros y guayabos, al polvo del harmatán, a la ropa tirada al contenedor de la basura que estaba detrás de la tienda del sastre, a los restos de carne que quedaban en el matadero de la ciudad, a los restos de cosas devoradas por los buitres, a los condones usados en las inmediaciones del motel La Room, a agua y suciedad de alcantarilla, al semen de las eyaculaciones que había derramado sobre sí mismo cada vez que se había masturbado, a fluidos vaginales, a mucosidades resecas. Pero eso no era todo: olía a cosas inmateriales. Olía a las vidas rotas de otros, y a la quietud en sus almas. Olía a cosas desconocidas, a extraños elementos, a cosas temibles y olvidadas. Olía a muerte. (p. 221-2, mi traducción)


30 oct 2014

Reseña: Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie

Chimamanda Ngozi Adichie, Americanah (Londres: Fourth Estate, 2013). 477 páginas.
Vaya por delante que en mi opinión, Americanah es, ante todo, una novela de amor en cuya trama la autora ha insertado muchas interesantes ideas. Por muy bueno que sea lo restante, lo que acompaña a la historia de amor que la domina, no deja de ser una mera novela de amor. Aparte del hecho de que los idilios de juventud ya no me atraen ni me interesan, puede ser que la única otra pega que se le podría poner a la novela es su longitud – en la primera parte, la trama entra y sale de una peluquería para mujeres africanas y, a ratos, parece costarle arrancar.

Además, para mi gusto, me decepciona el hecho de que la autora haya decidido explicitar un desenlace (que para colmo, es feliz). Puede que Americanah me habría gustado todavía más si Adichie hubiera concluido la historia unas cincuenta páginas antes, dejando a Ifemelu comprobando que el hombre en el que cree haber reconocido a Obinze en Lagos no era su exnovio.

Ifemelu emigra siendo bastante joven a los Estados Unidos para poder terminar su educación, dado que las huelgas del profesorado y los interminables problemas que aquejan a su país no auguran un gran futuro. Son muchos los que lo intentan, y pocos a los que se les concede el visado. Naturalmente, su llegada a la gran potencia del capitalismo no es tan fácil como podría haber supuesto (a pesar de contar con la ayuda de su tía Uju y alguna que otra amiga – la adaptación a un nuevo entorno con diferentes costumbres y estructuras de poder nunca es fácil. Pero (y es en esto en donde radica el aspecto más atractivo de Americanah) Adichie dota a Ifemelu de grandes dotes de observación, y la protagonista se dedica a diseccionar la sociedad americana desde la perspectiva de una mujer de raza negra no americana.

Tras múltiples intentos de encontrar trabajo y pasar algo de hambre y muchas otras carencias – en una de esas propuestas de trabajo, que inicialmente rechaza, termina prostituyéndose, lo que, naturalmente, la deja traumatizada – consigue un puesto cuidando de los niños de una familia blanca muy acomodada. De ahí a ver cumplido su sueño americano solo hay un paso (o más bien un salto).

El caso es que abre un blog en el que escribe mordaces comentarios y observaciones, y lo que comienza como un pasatiempo, al cabo de semanas y meses se convierte en un gran éxito, lo cual le permite renunciar a su trabajo y ganar dinero. Este es un recurso novedoso y valiente: la autora abre las páginas del libro a la protagonista, y lo que leemos es la voz de ésta: sus experiencias, sus críticas, su cáustica mirada. Ifemelu escribe en el blog para enfrentarse a sus experiencias, reflexionar sobre ellas y poder extraer algo de sentido y dotarse de una coherencia personal o quizás lo que se suele denominar en inglés peace of mind (como hacen tantos otros blogueros, yo mismo entre ellos).

Si uno pasa por alto los capítulos dedicados exclusivamente a introducirnos al idilio adolescente de Ifemelu y Obinze en Nigeria, Americanah es un excelente envite literario. Mención aparte merece la sección del libro dedicada a contar las peripecias de Obinze en Inglaterra, de donde será deportado tras ser arrestado minutos antes de que fuera a contraer un matrimonio por dinero amañado por unos rufianes angoleños. Su historia como emigrante en Inglaterra y la de Ifemelu en los EE.UU., además del contraste de estas experiencias con las de la tía Uju y su hijo Dike, son las que otorgan vigor y sustancia a esta novela.

Aidiche se cuida mucho de idealizar Nigeria frente a la dureza que experimentan los emigrantes en los países del Primer Mundo. Lagos (y por extensión, Nigeria) queda caracterizada como un lugar no solamente corrupto sino abocado a que reine la hipocresía y la dejadez moral por sobre todas las cosas. No hay paraísos en el planeta Tierra.

Escrita con mucha ironía, los dardos de Adiche se clavan en la condescendencia, los dobles raseros morales y la falsedad que rige las relaciones sociales en todas partes. Es sin embargo una lástima que la autora decidiera evidenciar su más que válido mensaje con un sostén argumental tan romántico. Repito que ese aspecto a mí no me convence.

Americanah la ha publicado Random House Mondadori en castellano, en traducción de Carlos Milla Soler, quien por cierto tomó la extrañísima decisión de traducir la palabra “reify” (que aparece entre comillas en la página 5 en la edición en inglés de Fourth Estate) como “reificar”. ¿Por qué inventarse un palabro tan feo, cuando en castellano tenemos “cosificar”? Vaya usted a saber… No me espetará ahora alguien que es una traducción “bizarra”, ¿verdad? En fin, ya no nos debería sorprender nada, pero el caso es que no ganamos para sustos.

10 jul 2013

Reseña: We Need New Names, de NoViolet Bulawayo

NoViolet Bulawayo, We Need New Names (Londres: Chatto & Windus, 2013). 294 páginas.
“Aparecieron de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres. Aparecieron en fila india, como hormigas. En enjambres, como moscas. En oleadas encrespadas, igual que un mar espantoso. Aparecieron a primera hora de la mañana, por la tarde, en mitad de la noche. Aparecieron llevando el polvo de sus casas arrasadas pegado al pelo, a la piel y a la ropa, que les daba una apariencia como de cosas procedentes de otra vida. Con los tobillos hinchados y los pies llenos de ampollas, aparecieron fatigados por la larga caminata.” (p. 73-4)
La descripción es de una de tantas diásporas que los conflictos, el hambre y la pobreza causan en uno de muchos rincones olvidados de África. En este caso se trata de Zimbabue, y el lugar al que se dirigen los expulsados, los proscritos, se llama, irónicamente, Paraíso.

En este asentamiento humano improvisado vive una niña, Darling, quien se pasa los días merodeando con su pandilla: Bastard, Chipo, Godknows, Sbho y Stina. Su padre está en Sudáfrica, y no se sabe nada de él desde hace meses; su madre viaja cada cierto tiempo a la frontera, donde vende cosas para poder subsistir. Hacía relativamente poco tiempo, Darling y su familia vivían en una casa de verdad en lugar de una chabola, ella asistía a la escuela a diario y tenía – posiblemente – un futuro por delante. Pero todo eso cambia cuando los bulldozers ordenados por el gobierno destruyen sus casas.

A excepción de dos o tres capítulos en los que una primera persona en plural cuenta la historia de esta diáspora (y que me hizo recordar a un libro bien distinto pero de temática muy próxima, The Buddha in the Attic de Julie Otsuka), Bulawayo adopta para apuntalar la narración el punto de vista de esta niña. El suyo es ciertamente un apasionante relato, combinando la velada ironía que puede revelar la ingenuidad infantil con la lírica, el dardo mordaz de la palabra justa con la meditación reposada.

Darling nos cuenta las desdichas de su querido Zimbabue, las consecuencias de la nefasta política del dictador Mugabe: en esta novela aparecen referencias a elecciones, a promesas de cambio que dan paso a la decepción y a una brutal represión contra los simpatizantes de la oposición, al despojo que sufren los habitantes nativos blancos del país a manos de hordas fanáticas espoleadas por el régimen despótico. También hay mención de la epidemia del sida (en algún momento, el padre de Darling regresa de Sudáfrica, esquelético y moribundo). En esa realidad, Darling y sus amigos pasan el tiempo robando guayabas del barrio opulento cercano (“Budapest”) para saciar un hambre insaciable, e inventándose juegos (“Encontrad a bin Laden”).

Ante esta situación desesperada, son muchos los que se marchan en busca de una vida mejor, y se irán adonde sea, huyendo de un “terrible lugar de hambre y destrucción”. En el caso de Darling, ese lugar es “Destroyedmichygen”, es decir, Detroit, Michigan. Gracias a una tía afincada en los EE.UU., Darling puede escapar de Zimbabue. Es aquí donde comienza la segunda parte de la novela, la cual desarrolla un tópico posiblemente más interesante que la primera.

Tras Michigan, la extraña familia que la ha acogido se muda a un barrio bajo de Kalamazoo, donde Darling pasa de ser niña a adolescente, una más de los millones de residentes ilegales en los Estados Unidos. Con todo, el formato típico de una Bildungsroman no se adueña completamente de We Need New Names: a Bulawayo le interesa mucho más la distancia que comienza a abrirse entre la Darling africana y la Darling americana.

La estrategia que adopta todo niño recién llegado a un lugar nuevo es la de mimetizarse con su entorno, y en el caso de una muy joven emigrante, ello resulta imperativo para no llamar demasiado la atención. Darling adoptará por lo tanto los hábitos propios de las jóvenes adolescentes americanas de su instituto, e incluso adquiere hábilmente un acento americano, el cual le reporta el rechazo de Chipo, una de sus amigas en Zimbabue, en una llamada por Skype: “Dime, ¿tú abandonas tu casa porque está ardiendo, o buscas agua para apagar las llamas? Y si dejas que se queme, ¿esperas que el fuego se convierta en agua y se apague él solo? La dejaste, Darling, preciosa, te marchaste de una casa en llamas, ¿y ahora tienes las agallas de decirme, en ese estúpido acento con el que ni siquiera naciste, y que ni siquiera te sienta bien, que es este tu país?” (p. 286).

Bulawayo explora notablemente los temas de la adaptación a una nueva cultura y de la alienación que sufre todo emigrante. En la narración de los años que Darling pasa en los EE.UU., imposibilitada para salir del país por carecer de los documentos necesarios para poder regresar, la autora intercala distintos episodios y anécdotas que nos permiten ver un amplio abanico de posicionamientos y ángulos. La celebración de una boda entre un africano y una americana de raza blanca, la visita que hace a un gran centro comercial en compañía de dos amigas, su trabajo de clasificadora de envases en un supermercado local.

La amargura de que el sueño americano no llegue nunca a cristalizar para la gran mayoría de esos emigrantes impregna los capítulos finales de We Need New Names, pero la autora nunca deja de lado el humor.

De todo este libro, recomiendo muy encarecidamente el capítulo que lleva el mismo título que la novela, y en el que Bulawayo cuenta cómo las chicas de la pandilla se disponen a “sacar” el bebé del vientre de Chipo (una chica de 12 años a quien ha violado su propio abuelo) con una percha, adoptando los nombres de los personajes de la serie ER de la TV americana. Hablando sobre el procedimiento que deben seguir, dice Sbho: “«Lo vi en la tele en Harare, cuando visité a Sekuru Godi. ER es lo que se hace en un hospital, en América. Para poder hacerlo bien, nos hacen falta nombres nuevos. Yo soy la Dra. Bullet, que es muy guapa, y tú eres el Dr. Roz, que es alto», dice Sbho, señalándome con la cabeza” (p. 82).

A veces la literatura pasa de puntillas por escenarios harto verosímiles, pero nada confortantes.

(Esta reseña ha aparecido también en la revista Hermano Cerdo, donde puedes encontrar gran variedad de artículos, cuentos y ensayos).

31/10/2018: El libro se ha publicado en castellano este año, con el título de Necesitamos nombres nuevos. La traducción es de Sonia Tapia, y lo publica Salamandra.

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