2 jun 2011

Llega Cloudstreet a la pequeña pantalla



La semana pasada se estrenó la serie televisiva inspirada en la novela Cloudstreet, de Tim Winton. En un principio, la serie se verá únicamente en un canal de la TV de pago, pero es de esperar que pronto se pueda ver en alguno de los otros canales comerciales que no cobran por acceder a su contenido.

Hace muchos años que Cloudstreet me cautivó. Fue en enero de 1996 cuando la tuve en mis manos por primera vez, pero la he releído al menos en otra ocasión. La lectura de esta gran obra de la literatura australiana, además de serme muy gratificante, me descubrió muchos aspectos del que, con el paso de los años, acabaría siendo no solamente mi país de residencia sino el lugar donde quise establecer mi hogar.

De hecho, la novela me fascinó tanto que me propuse traducirla al castellano; a pesar de ser una tarea ingente (y obviamente sin recibir pago alguno: Cloudstreet todavía no se ha publicado en español) durante varios años persistí en ello, hasta que terminé un primer borrador al que todavía le hace falta un buen repaso. Ese borrador lo concluí apenas dos meses antes del suceso que cambió mi vida para siempre, el 29 de septiembre de 2009. Apenas he vuelto a tocarlo.


Me resulta increíble que hasta este día, las obras de Tim Winton no hayan merecido casi ninguna atención por parte de las editoriales de lengua castellana. La única novela suya publicada en España hasta ahora ha sido Dirt Music, que como ya mencioné en un post anterior, fue literalmente 'masacrada' en el proceso, siempre arduo, de la traducción. Cabe mencionar que casi todas las novelas de Winton han sido traducidas a los más importantes idiomas europeos, excepto el castellano.

Cloudstreet es la historia de dos generaciones de dos familias de Australia Occidental, los Pickles y los Lamb, a quienes la tragedia y el infortunio juntan en una gran casona de Perth hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Es un libro único, tanto por su excelente trama y estructura narrativa como por el estilo del autor.

Cloudstreet ha sido elegida repetidas veces por el público australiano como su libro australiano favorito. No creo que por muchos años vaya a aparecer ninguna otra obra literaria que despierte la simpatía y cautive la imaginación de los lectores australianos como lo hace Cloudstreet.

Debajo he enlazado el video oficial de promoción de la serie.





E incluyo también un extracto muy breve de la novela, que lleva por título 'Una casa en Cloud Street'. Si te apetece leer este fragmento en el original inglés, también puedes hacerlo, pinchando aquí:



Una casa en Cloud Street

Sam Pickles no terminaba de creérselo, y por el modo en que todos iban saliendo del Salón de Damas, sin mirarle a los ojos, estaba claro que nadie más se lo creía. Iban a vender el bar, y el dinero iría a parar a la rama local del Club de Campo, excepto dos mil libras que habían ido a parar a un tal Samuel Manifold Pickles. Y había también una casa, una casa grande en la ciudad, que había dejado en herencia al mismo Samuel Manifold Pickles con una cláusula de que no había de venderse durante los siguientes veinte años.
            Rose Pickles se paseaba por las salas silenciosas, siguiendo las rancias alfombras por los pasillos hacia cuartos recién desocupados donde hasta hacía sólo un mes habían vivido jinetes y marineros. Se tiraba de la coleta y podía oler el aroma del mar en la piel. Después de semanas de inútil espera, suponiendo lo peor, no tenía claro si estaba contenta o triste. No podía evitar sentir que su vida aquí se terminaba.
            Unos días después, los Pickles empaquetaron tres maletas de cartón y un baúl, y cogieron el tren a Perth. Se había acabado Geraldton. La bahía, el bar, los pinos, el interminable viento estival. Nadie lloraba; nadie se atrevía.
            Ya era tarde cuando llegaron a la ciudad, y cogieron el primer taxi en su vida, a Cloud Street. Al número uno de Cloud Street. Cuando el taxista los dejó se quedaron mirando la sombra que había entre los árboles. En algún lugar se oyó el pitido de un tren.
            ¡¡¡Chuuu-chhuuu!!!
            Sam se acercó hasta la veranda de madera, boquiabierto en la penumbra. Metió la llave en la cerradura, notando cómo Rose le empujaba desde detrás.
            ‘Venga, papi.’
            Se abrió la puerta. Una docena de olores atenazados les dieron de golpe en la cara: agua de lila, podredumbre, cosas que no reconocieron. Sam encontró un interruptor y de repente, el recibidor, largo y ancho, apareció ante ellos. Dieron unos pasos hacia el interior, ante las protestas y quejidos de los tableros del suelo; se movían despacio y cautelosos al principio, para abrir una puerta aquí o echar un vistazo allá, e intercambiaban miradas neutras con las cejas muy arqueadas, cogiendo ánimos a medida que avanzaban; los cuatro empezaron a corretear, alzando la voz hasta chillar, abriendo y cerrando puertas de golpe, hasta que finalmente subieron a la carrera por la escalera.
            ‘¡Es la hostia de grande!’, soltó Sam.
            ‘La hostia de extraña, qué quieres que te diga,’ murmuró Dolly.
            ‘¿Dónde vamos a dormir esta noche?’, preguntó Ted.
            ‘Hay veinte habitaciones o más’, le dijo Sam, ‘ponte a elegir.’
            ‘¡Pero si no hay camas!’
            ‘¡Invéntatela!’
            ‘Tengo hambre.’
            ‘Toma, cómete una galleta.’
            Con todas las luces del piso superior encendidas, Rose se paseaba de cuarto en cuarto entre estelas de polvo, telarañas y olores. Se acercó a la puerta de una habitación justo en el centro de la casa, pero al abrirla los pulmones se le quedaron sin aire, y le vino una sensación calurosa y repulsiva. Puah. Olía como a alacena vieja. La habitación no tenía ventanas, en las paredes las sombras marcaban sombras, y dentro sólo había un piano erguido y una solitaria pluma de pavo real. ‘Esta no es la mía’, se dijo a sí misma. Tuvo que salir antes que se mareara más todavía. En la siguiente puerta encontró una habitación que tenía una ventana que miraba a la calle, un cuarto a lo Ana de las Tejas Verdes.
            ‘Bueno’, pensó, ‘pues algo ha ganado el viejo.’ Cloud Street. Sonaba bien. La verdad, dependía de cómo se mirase. Y en ese momento, ella prefería pensar en ello como una victoria, y no en las pérdidas que con toda probabilidad, ella lo sabía, llegarían.
Al cabo de un día o dos ya tenían la casa de Cloud Street lo bastante limpia como para vivir en ella, aunque en privado Sam juraba que todavía podía oler el agua de lila. Se trataba de un lugar grande y triste de dos plantas, con un jardín repleto de árboles frutales. Tenía unas largas y combadas ventanas de guillotina, con volutas blancas debajo de los alféizares. Por todas partes se estaban descascarillando los tableros de las paredes, sobresaliendo como costras levantadas, pero la casa contaba con suficiente pintura blanca como para tener un cierto aire señorial, que parecía ostentar por encima de las demás casas de la calle, que eran modestas casuchas de ladrillo rojo y chapa. Había casa suficiente como para veinte personas. Eran tantas las habitaciones que uno podía acabar perdido, desconcertado. Desde el piso de arriba se veían los patios traseros de todas las demás casas, y entre los árboles se distinguía la línea del ferrocarril y el mar de hierba ennegrecida que la acompañaba. El jardín estaba hecho un desastre. Los estanques se habían quedado secos; los naranjos, limoneros, manzanos, moreras y demás cítricos estaban artríticos, con un aspecto montaraz. El escaramujo trepador crecía como un nido de espinas.
Rose prosiguió explorando, y encontraba grietas y manchas de humedad, rectángulos todavía no deslucidos allí donde habían estado colgados los cuadros. Había habitaciones y habitaciones y más habitaciones, pero no fue la gran sorpresa que habría sido de no haber vivido ya en el hotel Eurítmico todo el año anterior. Le gustaban el pasamano de hierro de la parte de delante y la veranda con forma de hocico de toro. Los suelos se vencían en algunos trechos, y en otros parecían hincharse y entonaban una cantinela al pisarlos. Cada uno de los chavales tenía ya su habitación en el piso de arriba, y la suya daba a la calle, con sus vallas blancas y las jacarandas. Olía a humedad, como la caseta playera en Greenough que el tío Joel les había dejado disfrutar cada año por Navidad. Sabía que dentro de un año o dos ya se habría olvidado incluso de cómo era el tío Joel. Le había tenido mucho cariño y sabía por ello que tenía que tenerle también cariño a este lugar, aunque la casa la apenara, porque era un regalo suyo, y si no hubiera sido por él no tendrían nada.
            Rose se puso a limpiar ella misma aquella habitación sin ventanas ni vida porque sabía que todos los libros de la casa de la playa iban a llegar en tren, junto con los muebles, y ésta iba a ser la biblioteca. Le encantaban los libros, aunque sólo fuera tenerlos en las manos y hojearlos mientras olisqueaba la brisa fresca y umbrosa que hacían las hojas cuando las páginas se deslizaban rápidamente entre sus dedos. ¡Una casa con biblioteca! Pero hizo la mitad del trabajo, y entonces lo dejó. Las paredes tenían agujeros que parecían ojos, donde habían estado los tornillos de las estanterías; el viejo piano gimoteaba, y no le agradaba la idea de estar allí con la puerta cerrada. No, no era una habitación hecha para libros. Los libros podían ir a su dormitorio, y en cuanto a esta habitación, pues podía quedarse cerrada.
            La lluvia cayó blandamente toda la mañana en el tejado de calamina, y a media tarde un camión se detuvo delante de la casa.
            Desde la ventana, Rose observó cómo los hombres iban entrando las cajas desde el camión. Finalmente, bajó las escaleras como un torbellino, sacando a los demás del tenebroso silencio de la limpieza en que estaban enfrascados. Por la puerta empezaron a entrar baúles y cajones, un viejo y voluminoso sofá del Salón de Damas del hotel, vasijas de latón que exhibían la estrella de David, un reloj de cuco, colchones y camas, un enorme pez espada disecado, palos de golf, dieciséis fotos en blanco y negro del caballo Eurítmico, cada una del tamaño de una ventana. Rose se puso a abrir cajones y baúles, y encontró cortinas, toallas, sábanas. Había cinco cajones llenos de libros. Sacó un puñado de ellos: Liza de Lambeth, Judas el Oscuro, Los amigos de Joe Wilson, Consejos para Pescadores de Agua Dulce; olían a verdor y a polvo, pero Rose estaba jubilosa.
            ‘Bueno, bueno’, dijo su madre, que había aparecido junto a ella, ‘al menos con todos estos cachivaches no parecerá que hemos tomado la casa al asalto.’
            ‘¡Mira cuántos libros!,’ suspiró Rose.
            ‘No hay donde ponerlos’, le dijo Dolly.
            El viejo se les acercó. ‘Ya te haré algunas estanterías.’
            Rose observó los ojos de su madre, que recorrieron el trayecto desde el muñón de la mano hasta regresar a los suyos; continuaron desempaquetando en silencio.
            A la mañana siguiente tenían ya todos los enseres desembalados y la casa era suya, aunque se movían dando tumbos por el interior cual si fueran guisantes enlatados. Les llegó el cheque de los albaceas.
            ‘¡Somos ricos!’, les gritó Sam desde el buzón.
            Pero al día siguiente era un sábado. Día de carreras. Y había un caballo llamado Baño de Plata. Sam estaba muy seguro; además, la mala sombra les seguía con tan buena voluntad y todo eso. Pero el caballo estaba cojo.
            El sábado por la noche volvían a ser pobres. Sam llegó sobrio a casa, a tiempo de que Rose lo echara escaleras abajo de un empujón. Bajó con los pies y la cabeza, como si fuera una lámpara de pie, y en el recodo la crisma se quedó incrustada en la escayola de la pared. Sacó la cocorota, bajó los últimos escalones andando, se encogió de hombros delante de los chavales, que salieron de la casa sin siquiera molestarse en hacer un mal gesto.
            En el escalón de la parte de atrás, Ted hablaba bajo, en un murmullo. ‘Ésa es la suerte de mierda que tenemos. Tenemos casa, pero estamos sin un chavo.’
‘Tenemos un estanque, pero ningún pez’, añadió Chub.
’Y árboles, pero no tienen fruta.’
’Un brazo, al que le falta una mano.’
Rose se encaró con ellos. ‘Qué bien, mira qué par de graciosos. Hay que ver, qué tíos tan chistosos.’
‘Yo te digo que esto es como un castillo de naipes, joroba, de verdad te lo digo’, sentenció Ted. ‘La vieja va de comodín y juega con todos, y el viejo es la mona, puñeta.’
Viniendo desde detrás, Sam los cogió in flagranti. De la nariz le caían gotas de sangre. Se apartaron para dejarle pasar. Rose lo observó mientras se encaminaba hasta la valla trasera, donde se quedó de pie sobre la hierba. Desde alguna parte llegaba el clamor de los espectadores de un partido de fútbol. El viejo se quedó allí de pie, en la hierba, las manos metidas en los bolsillos, y Rose entró en la casa cuando ya no podía soportar verlo más.

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