14 ene 2013

Reseña: Infinite Jest, de David Foster Wallace


David Foster Wallace, Infinite Jest (Londres: Abacus, 1996). 1079 páginas.

Hay algunas (pocas, a decir verdad) obras de literatura cuya lectura te deja un poco abrumado, apabullado, y es incluso posible que uno se sienta casi incapaz de empezar a poner por escrito las impresiones que esa obra le ha causado. Infinite Jest, de David Foster Wallace, es una de esas grandes obras literarias. Es una locura de novela en prácticamente casi todos los aspectos que uno quisiera poder hincarle un diente reflexivo: por su estructura, por sus múltiples tramas o por su exigente lenguaje, por mencionar tres.

De Wallace, que se suicidó hace unos cinco años, no había leído absolutamente nada hasta ahora. De hecho, solamente empecé a conocer de su existencia cuando ya era (por así decirlo) demasiado tarde, la curiosidad por su obra aguijoneada por los amigos de Hermano Cerdo, quienes lo tenían en un pedestal.

El título de la novela se debe a una de las mayores obras teatrales jamás escritas, Hamlet, la cual también me resultó en su momento una locura – particularmente en el contexto de la traducción, un desafío en el que participé durante un par de años con la Fundación Shakespeare de Valencia. Las palabras las pronuncia Hamlet recordando al bufón Yorick, cuya calavera han sacado los sepultureros en la primera escena del quinto acto. Yorick, nos dice Hamlet, era un hombre que no paraba nunca de bromear.

Situada en un futuro en el que los años son patrocinados por un producto (la mayoría de los sucesos que narra la novela tienen lugar en el “Year of the Depend Adult Undergarment”, el Año de la Prenda Interior Depend), Infinite Jest une las tramas de muchos personajes, pero son tres las nebulosas argumentales principales. La de Hal Incandenza, talentoso tenista y estudiante en la Escuela de Tenis de Enfield, fundada por su padre James, prodigioso tenista joven y experto en óptica, quien se dedicó también a filmar “entretenimientos”, películas vanguardistas, una de las cuales engancha de tal manera al espectador que éste no quiere nunca dejar de verla una y otra vez, ¿hasta morir de inanición?

La segunda es la de Don Gately, exconvicto, “artista” del robo y drogadicto reformado que trabaja en Ennet House, refugio para los que toman la decisión de dejar la calle, las drogas y/o el alcohol. Gately es un gigantón, capaz de matar a alguien con sus manos, aunque en el fondo odia la violencia.

Una tercera línea argumental es la que desarrolla Wallace a través de los encuentros entre uno de Les Assassins en Fauteuils Roulants, Rémy Marathe, y un agente de espionaje de la administración gubernamental, Hugh Steeply, disfrazado de Helen Steeply para intercambiar información con Marathe.

La mayor parte de la trama y subtramas que componen la novela tienen lugar en Boston. Pero el escenario geopolítico que presenta Wallace es distinto de la realidad. Se ha formado ONAN, la Organización de Naciones Norteamericanas (con sus muy divertidas palabras derivadas, ONANismo y ONANista), pero una amplia cuña del noreste de los EE.UU. ha sido convertida en vertedero tóxico y cedida a Canadá, a lo que los habitantes de Quebec han respondido con la formación de células terroristas – una de ellas, la más sanguinaria, Les Assassins en Fauteuils Roulants, es decir, Los Asesinos en Sillas de Ruedas.

Infinite Jest resulta enloquecedora por momentos, y no debe extrañar que muchos lectores abandonen en el intento. Personalmente la idea de tirar la toalla no me pasó por la cabeza en ningún momento, aunque sí confieso que la novela me hundió en la confusión en muchos momentos. Curiosamente, la aparición del caso Lance Armstrong en estos momentos puede resultar muy oportuna para la lectura de esta novela. Wallace escribió una gigantesca sátira en torno a las obsesiones más propiamente norteamericanas: el logro del triunfo a toda costa, utilizando drogas si fuera necesario, y el abuso de sustancias estupefacientes, que no es sino una de las muchas aristas de la cuestión anterior. Y como una suerte de telón de fondo que contribuye a destacar todo lo anterior, esa obsesión norteamericana por el entretenimiento interminable al que se llega por el aturdimiento intelectual del espectador.

Wallace colma de detalles la narración, y hace alarde de una erudición ilimitada (una de las muchas palabras que desconocía, pero que quise saber qué significaba, es “koan”, que resultó ser de origen japonés). El autor también hace cierta ostentación de su enorme potencial creativo as través de la sintaxis y el amplísimo abanico de registros que refleja en el habla de los personajes (la creación de Marathe es, en este sentido, sublime). En todo caso, el lector puede escoger seguirle el juego a Wallace y buscar todas las palabras que desconoce, o simplemente contentarse con su ignorancia y seguir leyendo. Infinite Jest divierte, entretiene, entristece y apasiona; es una obra extremadamente inteligente, densa hasta la saturación en contenidos, lenguaje y estructura. Un corrosivo humor negro la recorre desde principio a fin, invitando a la carcajada o a la reflexión, según sea nuestro estado de ánimo.

En alguna parte he leído que Wallace encontró más de 700.000 erratas en las primeras galeradas del libro. Unas cuantas siguen ahí, casi diecisiete años después. Una cuestión distinta es la repetición deliberada de algunos detalles: por ejemplo, el hecho de que James Incandenza se suicide metiendo la cabeza en el horno microondas de su residencia en la Academia de Tenis de Enfield aparece numerosísimas veces en la narración, aunque no siempre sea necesario hacer referencia a los detalles.

Por mi parte, estoy deseando leer otras obras de Wallace, y conocer más acerca de este prodigioso creador, que lamentablemente decidió poner fin a su vida. 

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