22 dic 2016

Reseña: The Server, de Tim Parks

Tim Parks, The Server (Londres: Harvill Secker, 2012). 278 páginas.
De todas las religiones a las que he estado expuesto en mayor o menor medida, o que me hayan picado la curiosidad en algún momento, quizás sea el budismo la que reúne más méritos. No son, en cualquier caso, suficientes para disuadirme de mi ateísmo militante. En todo caso, vaya por delante que la lectura de The Server no ha dado lugar a cambio alguno en la posición que mantengo.

Veamos. ¿Qué demonios hace durante más de ocho meses Beth Marriot en un retiro budista en la campiña inglesa? Beth es la cantante de un grupo de rock, Pocus, que mantenía dos rollos paralelos, uno con el guitarrista del grupo y otro con un pintor que la dobla en años; además, en ocasiones Beth experimentaba también con la bajista del grupo, cabe suponer que con el mero fin de pasar el tiempo de manera algo diferente. ¿Quién sabe?

Tras su primera estancia de diez días, Beth decidió seguir en el Dasgupta Institute como voluntaria. Han pasado ya casi nueve meses, nos dice, y continúa enfrascada en la rutina de preparación de las comidas vegetarianas, la limpieza de baños y la meditación que se inicia todas las mañanas a las 4. Pero empieza a estar un poco harta.

El sexo está prohibido en el Dasgupta Institute. No solo el sexo: todo contacto físico, la carne, el tabaco, el alcohol, el teléfono móvil (¡qué horror!, dice con sarcasmo un servidor, que ni siquiera es propietario de uno de esos cachivaches) e incluso las conversaciones con los meditadores. Hombres y mujeres están segregados a todas horas (excepto en el caso de los sirvientes, como la del título). Se come dos veces al día (desayuno y almuerzo), se medita mucho y se pasa mucho tiempo en solitario. Unas vacaciones ideales, vamos.

Sea lo que sea lo que ha llevado a Beth a esconderse en el Dasgupta, lo cierto es que uno no puede desembarazarse de su pasado, como si se tratase de un jersey viejo y maltrecho. No es tan fácil, ¿verdad?

Pero los que llevan las riendas del retiro budista están empezando a emitir señales de que ha llegado la hora de que Beth abandone su escondrijo. La propia Beth está quebrantando algunas pequeñas reglas y rebasando los límites del debido decoro en un lugar de recogimiento y entrega a la meditación.

El problema es que, en realidad, Beth no es más que una niñata que busca llamar la atención; una jovencita inglesa vacua y caprichosa, y los esfuerzos de Parks por dotarla de algo de personalidad no son suficientes para rescatar esta novela, la cual, en cualquier caso, es ambiciosa.

Lo es, porque Parks, un escritor muy capaz, como ya me demostró en Destiny, escoge la forma del monólogo para contar esta historia. Sus observaciones sobre los usos y costumbres que reinan en el Dasgupta son acertadamente irónicas. Pero como narradora, la voz de Beth se hace fatigosa con el paso de las páginas: la reiteración de la repetición como recurso estilístico, los predecibles juegos de palabras, las bromas facilonas, etc.

Si algo es eficiente, es sin duda el enorme embrollo mental que lleva esta atractiva (ojo, no se cansa de decírnoslo) muchacha en la cabeza. Hay además un juego narrativo añadido: Parks hace que Beth sustraiga el diario y una carta de uno de los meditadores; los comentarios que Beth hace sobre el hombre del diario y sus posteriores dimes y diretes añaden un poquito (poco, en verdad que no mucho) de aliciente a una trama que, por momentos, decae.

Hacia el final el diario que Beth está escribiendo (en realidad una escritura que ocurre casi dos años después, nos confiesa en el último capítulo) revela los detalles de los incidentes que la llevaron a ocultarse de familia y amigos tras un accidente playero que la llevó al hospital y que terminó con un joven francés muerto. Para entonces, el lector puede haber confeccionado ya un retrato y un juicio de esta malcriada, egoísta y presuntuosa heroína, y descartar la resolución que propone Parks como harto inverosímil e innecesaria.

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