Michael Ondaatje, The Cat's Table (Londres: Jonathan Cape, 2011). 287 páginas.
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Cada
vez que como lector me encuentro con un libro que me deja un sabor de boca tan
bueno como me ha dejado éste de Michael Ondaatje, siento unas irreprimibles
ganas de hacérselo saber a todo el mundo. Este es un gran libro. Y con eso me podría quizá dar por satisfecho y terminar
aquí la reseña, y aquí paz y allá gloria. Si eso hiciera, ¿lo agradecería el
lector del blog? Opiniones, por favor, más abajo, donde corresponde expresarlas,
si es que quieres hacerlo.
The Cat’s Table es más que una novela de viajes o una Bildungsroman. ¿Es a un tiempo autobiografía
enmascarada como ficción o ficción disfrazada como autobiografía? ¡Qué más da!
Es ‘Literatura’ con una gran L mayúscula.
Un
narrador llamado Michael rememora el viaje de tres semanas en barco que hizo a
los once años, en 1954, cuando se trasladó desde Colombo (lo que por entonces
era Ceilán) a Londres. El barco se llama Oronsay,
y se convertirá en un riquísimo universo para Michael, a quien sus dos amigos
le apodarán Mynah (algunos comentarios sobre esto y los problemas –
autoinfligidos – de traducción, más adelante).
La
narración de Ondaatje oscila entre el presente del narrador ya adulto (el chico
del Oronsay se convirtió en un
escritor de renombre que reside en Canadá) y la evocación del viaje y de la
niñez en la isla de Sri Lanka que Michael dejó atrás al embarcarse. En el
barco, a Michael le asignan un camarote de tercera, el cual compartirá con un
tripulante que se pasa las noches jugando al bridge con tres compinches.
Michael entabla amistad con dos niños de sus edad, Ramadhin y Cassius, y pronto
descubren que son prácticamente invisibles para los adultos. Sus exploraciones
del barco y las conversaciones que tienen con otros pasajeros y tripulantes
forman el cogollo de una historia cautivadora y narrada de manera excelente.
Ondaatje
profundiza en las conexiones que establecen los seres humanos a lo largo de la
vida, pero no lo hace recurriendo a disquisiciones filosóficas (que podrían
resultar pesadas y fuera de lugar en este relato). Por ejemplo:
“… no
sabemos más acerca de los personajes que ellos saben de sí mismos…. Eso creo. Reconozco
eso como un primer principio del arte, aunque tengo la sospecha de que muchos
lo reconocerían.”
Las
conexiones, como bien sabemos todos, se hacen y se pierden. En algunos casos,
reaparecen unos puntos de conexión allí donde nunca hubiéramos esperado
encontrarlos. En todo caso, para cuando queramos recuperar el pasado, también
sabemos que la memoria es exigua y no tan fiable como quisiéramos. Por suerte,
nos quedará siempre la ficción para reconstruir una historia que queramos dejar
como legado.
Muy
sutil y elegante en sus palabras, Ondaatje pone de relieve las limitaciones que
los personajes se encuentran en ese universo sellado por el mar durante tres
semanas de travesía. La férrea moral de la posguerra, en los estertores del
imperio y el rancio colonialismo que lo sostiene, constriñe a los comensales de
la ‘mesa de los segundones’.
Michael
y sus amigos se esconden para escuchar conversaciones sin ser vistos. Espían y
observan con descaro, cometen increíbles travesuras (la idea de atarse en una
cubierta poco antes de que el buque enfrente una espantosa tormenta me recordó
a alguna que otra locura de mi niñez tardía, como la de lanzarse al vacío desde
un segundo piso a una montaña de arena para la construcción); en definitiva, aprenden
muchísimo en esas tres semanas en el mar.
Pero
Ondaatje no se conforma con esto, y añade unas magistrales dosis de misterio al
relato, enmarañando una trama alrededor de varios de los personajes de esa
‘mesa de los segundones’ en el comedor, a la que confinan a Michael desde el
primer día de viaje. Dice Ondaatje que son personas como las que se sentaban a
esa mesa, “extraños como ellos, en los diferentes lugares destinados a los
segundones donde he estado, las que me cambiarían”.
Como
todo viaje que se precie (dejemos de lado los viajes de turismo, que no cuentan),
éste no es solamente un viaje de emigración, sino también descubrimiento de uno
mismo. Michael se desplaza de Colombo a Londres, pero también se traslada de la
niñez a la juventud. Pero como cualquiera de nosotros, no es consciente de lo
que le sucede mientras le está sucediendo.
Una vez
terminada la lectura de The Cat’s Table,
releí las primeras páginas. Había algo que no cuadraba. En efecto, Ondaatje
comienza la novela en tercera persona, refiriéndose a Michael como un niño que
“tenía once años aquella noche cuando, verde como estaba para el mundo, subió a
bordo del primero y único buque en su vida. Semejaba que a la costa le hubieran
agregado una ciudad, mejor iluminada que cualquier pueblo o aldea.” Resulta muy
curioso que Ondaatje no vuelve en ningún momento mas adelante en la novela a
recurrir a la tercera persona.
Una
última observación. The Cat’s Table
ha sido publicada muy recientemente en español bajo el extraño título de El viaje de Mina. La elección de ese
título para la versión en lengua castellana es realmente pobre y poco
afortunada. Con El viaje de Mina se
pierde demasiado (‘the cat’s table’ es una referencia al estatus de inferioridad
que les confieren en el barco), por no hablar de los equívocos que pudiera
provocar: Mina suele ser nombre de mujer, por lo que la elección de la
mayúscula me parece muy poco afortunada. Hacer referencia, aunque sea mínima,
al viaje de un pájaro mina, o mainate del Himalaya (mynah bird, una de cuyas numerosas variedades se ha convertido en
una plaga aquí en Australia) tendría más que ver con un vuelo que con una
travesía interoceánica. Dudo mucho que haya sido decisión del traductor
empobrecer el texto a través del título; y dudo también que a Ondaatje se le haya
explicado la merma que supone el título en castellano de su excelente novela.