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28 ago 2012

Reseña: Bliss, de Peter Carey



Peter Carey, Bliss (Londres: Faber and Faber, 2009 [1981]). 354 páginas.

Últimamente he venido ampliando mi repertorio de novelas de Carey con un doble objetivo. Por un lado, con cada nueva lectura de sus obras (re)descubro un narrador portentoso y una fecunda imaginación – hace poco leí sus primeros dos libros, The Fat Man in History y War Crimes, dos colecciones de cuentos exquisitos en su mayor parte.
Por otra parte, estoy cada vez más convencido de que a Carey le llegará en algún momento (pronto) el reconocimiento que, en mi opinión, merece a todas luces. La suya es una carrera literaria envidiable, no tanto por los muchos galardones que ha recibido sino por la variedad y la calidad de su creación. Y cuando llegue ese momento… digamos que quiero estar preparado.
Y es por eso que decidí acercarme a su primera novela, Bliss, publicada en 1981 cuando todavía andaba por los treinta tacos. Lo hice buscando raíces o semillas de lo que se convirtió en el Carey de Oscar and Lucinda, y que posteriormente iluminó la escena literaria contemporánea con novelas que rozan la maestría como Theft, True History of the Kelly Gang, Jack Maggs o The Unusual Life of Tristan Smith.
Este acercamiento a la obra inicial de Carey me ha permitido entender mejor cómo trabaja el autor con los elementos narrativos en las más recientes: Parrot and Olivier in America, o la última, The Chemistry of Tears.
Bliss comienza con una sutil artimaña pero muy efectiva: la muerte momentánea del protagonista, el publicista Harry Joy, tras un infarto. Clínicamente muerte durante unos cuantos minutos, lo reaniman para al cabo de unos días someterlo a una operación de alto riesgo. Sobrevive, pero Harry está convencido de que en realidad ha muerto y ha terminado por ir al infierno: el mundo el que habitaba antes de su ‘muerte’ resulta ser el Infierno, y los pobladores de éste son seres inmorales, crueles, inicuos: su esposa Bettina, sus dos hijos David y Lucy, y el socio, Joel, que además es quien le pone los cuernos con Bettina.
Decidido a ser bueno, Harry emprende cambios radicales en su vida y en la empresa; pero en el Infierno mandan los malos, y pronto consiguen sacarlo de la suite en el Hilton donde se ha refugiado y meterlo en una institución para enfermos mentales. De allí conseguirá salir gracias a Honey Barbara, la hippy prostituta vegetariana y traficante de marihuana de quien se enamora, pero todo tiene un precio: tendrá que ayudar a Bettina a triunfar en el mundo de la publicidad, y volver a vivir en su casa. Tras tres meses de cocinar comida sana, Honey Barbara se larga para siempre.
El mundo que Carey fabula en Bliss tiene algo de surrealista, y esto algo que ya había explorado el autor en los cuentos que precedieron a esta novela, pero los temas no han dejado de tener cierta relevancia actual: la falta de escrúpulos en la ‘comunidad’ (hago un uso irónico de la palabra) empresarial y financiera, la ambición desmedida, el consumismo rampante, la avaricia sin límites del capitalismo, actitudes de corte fascista y/o sádico en funcionarios públicos. Resulta curioso que siga teniendo tanta validez en 2012, treinta y un años después de su publicación.
Como suele ser habitual en el Carey posterior, el componente satírico es fundamental, y marca los tiempos narrativos; hay escenas inolvidables por su comicidad y mordacidad, como cuando Harry finge tomar un vuelo para poder espiar a su familia. La novela mezcla tramas secundarias no siempre justificadas, y hay algunos elementos melodramáticos que posiblemente no gozarían ahora en 2012 del favor del público lector.
Pese a su aparente simplicidad de lenguaje, Bliss apela al intelecto del lector mediante el recurso al más antiguo de los géneros narrativos: el cuento. Son numerosos los relatos breves que surgen en la narración, y hacia el final de la novela Carey incluye una hermosa reflexión sobre el génesis del relato y la enorme importancia que tiene para el ser humano.

Primicia: lo último de Tom Keneally, en Hermano Cerdo

Eugene von Guerard, Sydney Heads, 1865

La revista Hermano Cerdo acaba de publicar mi traducción al castellano del primer capítulo de la nueva novela del australiano Tom Keneally, titulada The Daughters of Mars. Keneally ha publicado decenas de libros, y entre los más conocidos figura su novela Schindler's Ark, por la que recibió el Booker Prize en 1982, y que Spielberg llevó a la pantalla grande bajo el título de Schindler's List.

El primer capítulo de la novela situada en Sydney y Nueva Gales del Sur a principios del siglo XX lleva por título 'Murdering Mrs. Durance', y se lee perfectamente como un cuento. Tras serle detectado un cáncer galopante, la Sra. Durance vuelve a casa, donde el dolor y el sufrimiento se vuelven insoportables. Sus dos hijas son enfermeras: ¿Harán todo lo posible por evitarle tanto sufrimiento? ¿Hasta dónde serías tú capaz de ir para evitarle el dolor a una persona amada?

Estas preguntas me podrían servir para justificar mi traducción del título: 'La muerte de la Sra. Durance'. Puedes leer el texto de Keneally aquí.

También puedes encontrar el texto original en inglés dentro de la revista Humanities Australia, que puedes descargar en PDF (5 MB) aquí.

Y doy públicamente las gracias a Tom por permitirme traducir y publicar su obra.

21 ago 2012

Reseña: La caçadora de cossos, de Najat El Hachmi


Najat El Hachmi, La caçadora de cossos (Barcelona: Columna, 2011). 239 páginas.

Tras L’últim patriarca, un excelente debut literario que ya reseñé en su día aquí, la autora catalana de origen marroquí publicó el año pasado esta novela, cuyo título es cuando menos sugerente.

En el prólogo, una chica joven está plantada a la puerta de una casa, y duda de llamar al timbre o no; la voz narradora nos habla de ella en tercera persona, y nos dice que acude allí para hacer un trabajo no especificado, ‘per acabar de pagar factures’. ¿Qué mal hay en obtener unos ingresos adicionales? Se había prometido que nunca más haría ‘una feina tan íntima’.

La propuesta de El Hachmi en este libro dejará a muchos lectores y lectoras un sabor agridulce, porque las carencias de la novela, algunas de ellas estructurales, son muchas (peca de un exceso repetitivo de observaciones, lo cual termina por cansar al lector). El paso de la segunda parte a la tercera no queda en mi opinión clarificado, y puede resultar difícil justificarlo a la vista del desenlace que escogió la autora.

La caçadora de cossos no es una novela de sexo, aunque el sexo figure como eje temático fundamental desde el primer capítulo de la primera parte (‘La col·lecció’). En esa primera parte, la narradora, ya en primera persona, da cuenta en cada capítulo de las relaciones sexuales con un hombre diferente: así, cada uno de los hombres, que quedan en el anonimato, da título a un capítulo: ‘L’Eteri’, ‘El Ghanès’, ‘L’Extremeny’, ‘L’Anglès’, etc. Estos capítulos son relatos eróticos nos van preparando para la segunda parte de la novela, titulada ‘Dos miratges’; esta parte contiene un análisis de la sexualidad contemporánea, de la soledad humana y la insatisfacción en un entorno fuertemente urbano en el siglo XXI.

La narradora, la chica joven del prólogo, trabaja de limpiadora de máquinas de una fábrica de pizzas en el turno de coche, y para poder permitirse el vivir sola, sin compartir casa, acepta limpiar el piso de un escritor, quien le sirve de espejo y detonante para el autoexamen. Es aquí donde El Hachmi realiza una valiente apuesta narrativa, en parte un poco fallida, porque es innegable que los soliloquios de la mujer no se corresponden en ningún caso con los de una chica joven que hubiera salido del instituto apenas hace un par de años.

En realidad, la novela puede leerse como el relato de una experiencia depresiva, la de una joven que recurre al sexo de manera compulsiva, y que va aceptando toda clase de sevicias y ensañamientos sexuales de sus compañeros ocasionales. Cuando parece encontrar uno estable, ‘Ell’, resulta que está casado; la relación no va a ninguna parte y le crea mayor insatisfacción como persona.

Durante las visitas al piso del escritor, la narradora comienza poco a poco a abrirse al escritor: la introspección, las dudas, el hartazgo de una situación insostenible, la conducen finalmente a una crisis, y debe tomar la baja del trabajo.

Pienso que habría sido una estrategia más eficaz si la autora hubiera cedido al escritor participar directamente en la “autoría” de los soliloquios que forman la tercera parte (‘Això és una teràpia’); cuando estaba al borde del abismo, la mujer retrocede y sabe encontrar paulatinamente las fuerzas necesarias para reconstruirse, para no despreciar su cuerpo ni despreciarse a ella misma como persona.

Solamente el lector que haya pasado, aunque sea de puntillas, por un episodio depresivo o de ínfima autoestima sabrá apreciar el esfuerzo que pone El Hachmi en crear esta historia. No pienso que se trate de una novela estrictamente feminista; sí podrá tener (y en eso debería servirles a muchos lectores) mucho valor para provocar alguna reflexión sobre el papel del sexo en las relaciones humanas contemporáneas, que tanto tienden hacia la superficialidad.

15 ago 2012

Reseña: Open City, de Teju Cole


Teju Cole, Open City (Londres: Faber and Faber, 2011). 259 páginas.

Hacia el final de Open City, el narrador nos relata los tiempos en que la Estatua de la Libertad servía de faro a la entrada del puerto de Nueva York, y cómo causaba gran mortandad entre las aves migratorias. Esta imagen me trajo a la mente otra imagen, mucho más reciente, la de los restos del naufragio de un barco que transportaba a solicitantes de asilo político (es decir, emigrantes) hasta las costas de Isla Navidad, al noroeste de Australia, y en el que perecieron la mayoría de sus tripulantes. No hace falta tampoco recordar los innumerables naufragios de pateras que han ocurrido en las costas del sur de Andalucía o en las Canarias, o las terribles muertes de personas que han intentado cruzar a pie el desierto de Arizona desde el norte de México.

He vivido en varias ciudades grandes, como Sydney o Valencia, y he visitado un buen número de las grandes urbes del planeta, desde México DF a París, Buenos Aires o Melbourne, San Francisco, Londres, Santiago de Chile, Bangkok. Sin embargo, no conozco Nueva York.

En un interesante contrapunto vital, también viví durante un año en un lugar extremadamente remoto, totalmente apartado, en mitad del bush australiano, desde donde un largo paseo a pie de unas dos horas no me llevaba más allá de una carretera secundaria, a una treintena de kilómetros del centro urbano (es decir, comida y gasolina) más próximo.

Caminar solo por una ciudad es siempre una experiencia enriquecedora. Es difícil en algunas partes de Australia, sin embargo, pues el peatón suele sentirse a veces ciudadano de segunda clase; Sydney, por poner un ejemplo, era en la década de los 90 una ciudad que pareciera haberle declarado enemistad eterna al paseante.

El narrador de Open City nos cuenta de forma muy sugestiva al principio de esta singular novela cómo adquirió el hábito de pasear sin rumbo por Manhattan: “Not long before this aimless wandering began, I had fallen into the habit of watching bird migrations from my apartment, and I wonder now if the two are connected.”

Y no cabe duda alguna de que Open City es una novela singular: con una estructura en la que apenas hay una trama propiamente dicha, el lector tiene que llegar a la página quince para enterarse del nombre del narrador protagonista, Julius, y lo hace únicamente a través del diálogo que éste tiene con otro personaje. Psiquiatra de profesión, Julius es un nigeriano que ha emigrado a los EE.UU., un hombre solitario que camina como terapia propia, y mientras camina piensa, rememora, reflexiona, describe.
Los largos paseos de Julius son pues el eje narrativo del libro, pero la narración forma meandros, relatando sus encuentros con amistades, con desconocidos o pequeños episodios del pasado. En cierto modo, es el lector el que, una inmerso en la novela, se compromete a hacerle compañía a esta solitaria figura narradora. Es precisamente nuestra lectura la que empuja a Julius a escribir, pues solamente leyéndolo podemos acompañarle en sus caminatas.

La prosa de Teju Cole es elegante y serena, y con un exquisito estilo va tejiendo una especie de mosaico sorprendentemente equilibrado, dada la ausencia de un argumento en el sentido más común del término: Cole pasa de conversaciones a recuerdos sin fisuras, y adereza esa argamasa narrativa con brillantes, detalladas observaciones (en ocasiones rozando la erudición). Hay también una interesante cualidad poética en su prosa, con imágenes impactantes.

Si no existe una trama lineal propiamente dicha, entonces ¿de qué trata Open City? Los temas son muchos y variados, pero yo quiero destacar dos ejes temáticos primordiales: la contraposición del mundo interior del inmigrante frente a un modelo social (el occidental) donde persiste un racismo subyacente, oculto. Julius es normalmente el observador, pero en otras ocasiones describe que es él el observado (en un concierto en el Carnegie Hall, en el que la mayoría del público son personas blancas de mediana o avanzada edad, el joven africano es objeto de sus miradas, la nota disonante).

Hay otro hilo temático que engarza la narración desde principio a fin, el de la cordura y la falta de esta, es decir, la locura. No solamente nos revela Julius algunas de las singularidades de sus pacientes, también se analiza a sí mismo en interesantes digresiones (me resultaron particularmente interesantes sus reflexiones tras ser víctima de un violento robo a manos de tres afroamericanos cerca de su apartamento).

El tema de la emigración aflora una y otra vez a lo largo de la novela: en la primera parte, Julius viaja a Bruselas con la (¿falsa?) esperanza de encontrar a su abuela; en Bruselas entabla amistad con el empleado del locutorio telefónico y de internet donde acude a leer su email, Farouq, un marroquí airado y fuertemente politizado. Mientras acompañamos a Julius en sus paseos, el narrador reitera mediante diversos episodios y observaciones el drama que conlleva toda experiencia migratoria; el aislamiento, y cómo el paso del tiempo va deteriorando la posibilidad de que se mantengan los nexos que pudieran aliviar la soledad del emigrado.

Ciudad de emigrantes por antonomasia, Nueva York es en Open City una ciudad abierta a las múltiples posibilidades de lectura que Cole brinda al lector. Una escena muy significativa nos muestra a Julius enfrentado a Moji, la hermana de un amigo de la adolescencia, quien le recuerda un turbio episodio de acoso sexual durante una fiesta. El hecho de que el narrador no trate de aclarar los hechos contribuye mucho más a dejar mayor libertad si cabe al lector. Ante la vaguedad con que el propio narrador nos habla de sí mismo – el lector no deja de ser un extraño con el que el caminante Julius se cruza en su largo andar – nos queda la duda sobre quién es él en realidad.

Open City es una novela que invita a caminar, a pensar, a salir de uno mismo para volver a uno mismo, a la introspección. Es una caminata que encuentro muy aconsejable.

Te invito ahora a leer mi versión en castellano de las primeras páginas de Open City. Puedes también leer un extracto más largo en inglés que fue publicado en el NY Times, y que está disponible aquí o también aquí.
De modo que cuando empecé a dar paseos vespertinos el pasado otoño, descubrí que Morningside Heights era un lugar desde el que era fácil encaminarse en dirección a la ciudad. El sendero que baja desde la Catedral de San Juan el Divino y cruza Morningside Park queda a solamente quince minutos de Central Park. En la otra dirección, hacia el oeste, son unos diez minutos hasta Sakura Park, y caminando con rumbo norte desde allí te lleva a Harlem, a lo largo del Hudson, aunque el tráfico hace inaudible el río al otro lado de la arboleda. Los paseos, un contrapunto a los ajetreados días que pasaba en el hospital, se prolongaron de manera constante, y me llevaron cada vez más y más lejos, de modo que con frecuencia me encontraba a bastante distancia de mi casa bien avanzada la noche, y me veía obligado a regresar en el metro. De este modo, al comienzo del último año de mi beca de investigación, la ciudad de Nueva York se abrió paso en mi vida a paso de caminante.
No mucho tiempo antes de que comenzase este deambular sin rumbo fijo, había caído en el hábito observar las migraciones de las aves desde mi apartamento, y ahora me pregunto si ambas cosas tienen alguna conexión. Los días que llegaba a casa lo bastante temprano desde el hospital, solía mirar por la ventana como alguien que percibe auspicios, con la esperanza de ver el milagro de la inmigración natural. Cada vez que avistaba una bandada de gansos cruzando el cielo en formación, me preguntaba qué aspecto podría tener desde su perspectiva nuestra vida allá abajo, e imaginaba que, si alguna vez fuesen a darse el gusto de especular sobre ello, los altos edificios les parecerían abetos agolpados en un campo. Con frecuencia, mientras escudriñaba el cielo, todo lo que veía era lluvia, o la débil estela de un avión que diseccionaba en dos la ventana, y en algún lugar de mi ser yo albergaba la duda de si realmente existían aquellos pájaros, con sus oscuras alas y gaznates, sus pálidos cuerpos e incansables corazoncitos. Tan asombrado estaba con ellos que no podía confiar en mi memoria cuando no estaban allí.
De vez en cuando pasaban volando algunas palomas, y también golondrinas, chochines, orioles, cardenales y vencejos, aunque era casi imposible identificar los pájaros en los puntitos solitarios e incoloros que atravesaban el cielo. A veces, mientras esperaba la aparición de algún raro escuadrón de gansos, escuchaba la radio. Normalmente evitaba las emisoras norteamericanas, que para mi gusto tenían demasiados anuncios – Beethoven seguido de chaquetas de invierno, Wagner después de un queso artesanal – y sintonizaba en cambio emisoras de Canadá, Alemania o los Países Bajos por internet. Y aunque con frecuencia no podía entender a los presentadores, pues mi comprensión de sus idiomas era bastante pobre, la programación concordaba siempre con mi estado de ánimo vespertino con gran precisión. Mucha de la música me era familiar, puesto que para entonces llevaba más de catorce años escuchando música clásica con entusiasmo, pero algunas piezas me eran nuevas. También hubo raros momentos de asombro, como la primera ocasión que escuché, en una emisora que emitía desde Hamburgo, una pieza llena de embrujo  para orquesta y contralto solo de Shchedrin (o quizá fuese Ysaÿe), y que hasta hoy no he podido identificar.
Me gustaba el murmullo de los presentadores, los sonidos de esas voces que hablaban con calma a miles de kilómetros de distancia. Ponía los altavoces del ordenador a bajo volumen y miraba al exterior, agazapado en el confort que me daban aquellas voces, y no me resultaba para nada difícil hacer una comparación entre mí y mi austero apartamento, y el presentador de la radio en su cabina durante lo que debía ser medianoche en algún lugar de Europa. Incluso ahora, aquellas voces incorpóreas siguen conectadas en mi mente con la aparición de los gansos migratorios. Y de hecho, no es que viese las migraciones en más de tres o cuatro ocasiones en total: la mayoría de los días todo lo que veía eran los colores del cielo al anochecer, sus azules diseminados, sus carmines desaliñados y los tonos rojizos, todos los cuales gradualmente daban paso a una profunda sombra. Cuando oscurecía, cogía un libro y leía a la luz de una vieja lámpara de escritorio que había rescatado de uno de los contenedores de la universidad; la bombilla estaba protegida por una campana de vidrio que proyectaba una luz verduzca sobre mis manos, el libro en mi regazo, el raído tapizado del sofá. A veces incluso me leía en voz alta las palabras del libro, y al hacerlo me daba cuenta del extraño modo en que mi voz se mezclaba con el murmullo del presentador francés, alemán o neerlandés, o con la tenue textura de las cuerdas de violín de las orquestas, todo ello intensificado por el hecho de que, fuese lo que fuese que estuviera leyendo, probablemente había sido traducido al inglés desde una de las lenguas europeas. Aquel otoño pasé de un libro a otro: Camera Lucida de Barthes, Telegrams of the Soul de Altenberg, The Last Friend de Tahar Ben Jelloun, entre otros.
En esa fuga sónica, me acordé de San Agustín, y de su asombro ante San Ambrosio, de quien se decía que había descubierto un modo de leer sin pronunciar las palabras. Parece algo extraño – me sorprende ahora tal como lo hizo entonces – que podamos comprender palabras sin pronunciarlas. Para San Agustín, la importancia y la vida interior de las frases se experimentaban mejor en voz alta, pero nuestra idea de la lectura ha cambiado mucho desde entonces. Durante demasiado tiempo nos han enseñado que la visión de una persona que habla consigo misma es una señal de excentricidad o de locura; ya no estamos en absoluto habituados a nuestras propias voces, excepto en conversación o desde dentro de la seguridad de una ruidosa multitud: una persona está hablando con otra, y el sonido audible es, o debería ser, algo natural en ese intercambio. De modo que leía en voz alta, y yo era mi propia audiencia, y les daba voz a las palabras de otro.
En cualquier caso, estas inusuales horas vespertinas pasaban con facilidad, y con frecuencia me quedaba dormido allí mismo en el sofá, y solamente me arrastraba hasta la cama mucho más tarde, normalmente en algún momento en mitad de la noche. Luego, tras lo que parecían ser meros minutos de sueño, me despertaba con crispación el pitido del reloj despertador de mi teléfono móvil, que estaba programado para hacer sonar un extraño arreglo de “O Tannenbaum” en clave de marimba. En esos primeros momentos de consciencia, bajo el repentino resplandor de la luz diurna, la mente me daba vueltas, recordando fragmentos de sueños o trozos del libro que había estado leyendo antes de quedarme dormido. Era para romper la monotonía de aquellas noches que, dos o tres días por semana, después del trabajo, y al menos uno de los días del fin de semana, salía a caminar.
Al principio encontraba en las calles un estrépito incesante, un shock tras la concentración y la relativa tranquilidad del día, como si alguien hubiese hecho añicos la calma de una silenciosa capilla privada con el estruendo de un aparato de televisión. Iba zigzagueando entre las multitudes de compradores y trabajadores, a través de obras en las calles y los cláxones de los taxis. Atravesar a pie las partes ajetreadas del centro de la ciudad significaba que veía a más gente, a cientos más de personas, incluso miles, de la que estaba acostumbrado a ver en un día, pero la huella de esos innumerables rostros no lograba mitigar mi sensación de aislamiento; si acaso los intensificaba. También me sentía más cansado después de que comenzasen las caminatas, una extenuación distinta de todo lo que había conocido desde los primeros meses de prácticas, tres años antes. Una noche simplemente no paré, caminando todo el trecho hasta Houston Street, una distancia de unos once kilómetros, y terminé por encontrarme en un estado de fatiga y desorientación, esforzándome por mantenerme de pie. Aquella noche cogí el metro para volver a casa, y en vez de quedarme dormido de inmediato, me quedé echado en la cama, demasiado cansado para liberarme del estado de desvelo, y en la oscuridad enumeré los numerosos incidentes y lugares de interés con que me había encontrado durante mis paseos, clasificando cada encuentro igual que un niño que jugase con bloques de madera, intentando hacerme una idea de dónde encajaba cada uno y a qué respondían. Cada vecindario de la ciudad parecía estar hecho de una sustancia distinta, cada uno parecía tener una presión atmosférica diferente, un peso psíquico diferente: las luces brillantes y las tiendas cerradas, los proyectos urbanísticos y los hoteles de lujo, las escaleras de incendios y los parques urbanos. Mi fútil tarea clasificatoria continuó hasta que las formas comenzaron a transformarse las unas en las otras, y a asumir formas abstractas sin relación con la ciudad real, y solamente entonces mi mente febril mostró algo de piedad y se sosegó, solamente entonces llegó el sueño tranquilo.
Los paseos satisfacían una necesidad: eran un alivio del entorno mental tan tenazmente regulado del trabajo, y una vez descubrí que eran una forma de terapia, se convirtieron en la norma, y me olvidé de cómo había sido la vida antes de que comenzase a pasear. El trabajo era un régimen de perfección y competencia; no permitía la improvisación ni toleraba errores. Por muy interesante que fuera mi proyecto de investigación — estaba realizando un estudio clínico de desordenes afectivos en las personas mayores — el nivel de detalle que exigía era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. Las calles me servían de grata antítesis a todo aquello. Cada una de las decisiones — dónde girar a la izquierda, cuánto tiempo quedarme ensimismado delante de un edificio abandonado, si ver la puesta de sol sobre Nueva Jersey o corretear a la sombra del sector este mirando hacia Queens — resultaba inconsecuente, y por esa razón era un recordatorio de la libertad. Cubría las manzanas de la ciudad como midiéndolas con mis pasos, y las estaciones del metro servían de motivos recurrentes en mi avance sin rumbo. La visión de grandes masas de personas apresurándose a entrar en recintos subterráneos me resultaba invariablemente extraña, y sentía que la humanidad en su totalidad se daba prisa, empujada  por un impulso mortal en contra de lo intuitivo, al interior de catacumbas móviles. Afuera, por encima del suelo, estaba con miles de otros en su soledad, pero en el metro, cerca de extraños, empujándolos y recibiendo empujones para hacernos un hueco, un espacio vital, todos en una representación de traumas no reconocidos, la soledad intensificada.
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6 ago 2012

Reseña: Mujer abrazada a un cuervo, de Ismael Martínez Biurrun


Ismael Martínez Biurrun, Mujer abrazada a un cuervo (Madrid: Salto de página, 2010). 295 páginas.

La cita de rigor que precede a Mujer abrazada a un cuervo pertenece a A Journal of the Plague Year (1722) de Daniel Defoe, una excelente ficción que leí hace ya muchos años y que por entonces encontré fascinante por la detallada descripción de lo que debe ser un verdadero averno  sobre la Tierra: el Londres de 1665 durante un brote de la Black Death, la peste. El original de Defoe dice así – como suele ser habitual entre las editoriales españolas, se ningunea al traductor de la cita al castellano:
“Nor was this by any new medicine found out, or new method of cure discovered, or by any experience in the operation which the physicians or surgeons attained to; but it was evidently from the secret invisible hand of Him that had at first sent this disease as a judgement upon us; and let the atheistic part of mankind call my saying what they please, it is no enthusiasm; it was acknowledged at that time by all mankind.”

“Him”, por supuesto, es “God”. Se tardaría muchos años en descubrir cómo se producía y se contagiaba la peste, que desaparecía, como por arte de magia o poder divino, una vez había hecho estragos entre la población.

Además, la edición de Salto de Página incluye una reproducción del grabado de Paul Fürst Doctor Schnabel von Rom (Doctor Pico de Roma) de 1656, que muestra la indumentaria típica de los médicos que trataban a los apestados, con la llamativa máscara de un pájaro negro que les cubría la cara y, supuestamente, les protegía del contagio.

Mezclar géneros es una arriesgada empresa en literatura, y Mujer abrazada a un cuervo lo hace, con resultados desiguales. Por momentos una novela de tintes detectivescos, esta novela de Martínez Biurrun parece también transitar en ocasiones por la novela histórica, la novela fantástica y el melodrama familiar. Un batiburrillo que no siempre se deja leer con soltura.

Por otra parte, el autor (o quizás el editor) introduce en la maquetación del libro unos innecesarios saltos de página (de verdad: un lector discerniente no requiere ese tipo de señales; véase por ejemplo la novela Vidas perpendiculares del mexicano Álvaro Enrigue, en la cual los saltos temporales y espaciales son aun más bruscos y radicales) cada vez que Cruz, la heroína, comienza o termina uno de sus ‘safaris’ al pasado.

El argumento de Mujer abrazada a un cuervo debería despertar la curiosidad del lector: una joven estudiante de medicina, Cruz Montenegro, recibe el ofrecimiento de su padre Gabino, especialista epidemiólogo de renombre y hombre divorciado, alcohólico e inadaptado, para que investigue un extraño caso en un pueblo (ficticio) de Navarra, llamado Lortia. Nerea Uztárroz, descendiente de un linaje noble del pueblo, dio a luz a un bebé que murió a los pocos minutos a causa de una hemorragia interna; en el pueblo se habla de una maldición. Las investigaciones revelan que varias mujeres de la familia Uztárroz dieron a luz a bebés muertos, y los indicios parecen indicar una conexión con el brutal brote de peste que sufrió Lortia en 1601.

Como buena científica, Cruz no cree en la maldición, sino que piensa que se trata de un virus adaptado a la bacteria que causa la peste, y que se fue propagando de generación en generación. Cruz recluta a su amigo Michi y acude a Lortia (Michi, por supuesto, quiere llevársela al catre). Para ayudarse en esta detectivesca investigación, Cruz hará uso en muchas ocasiones de una inverosímil facultad que ha tenido desde muy pequeña, la capacidad de viajar en el tiempo, no solamente con la mente sino con el cuerpo, y ver lo que pasó en otro lugar. La única condición parece ser que el lugar al que viaja tiene que estar dominado por el dolor y el sufrimiento.

Mujer abrazada a un cuervo tiene en general un buen ritmo narrativo: los ‘safaris’ de Cruz pueden resultar un tanto lentos debido a la descripción de cómo era un pueblo del norte de Navarra en el siglo XVII. Pero es en el lenguaje donde, en mi opinión, falla la novela. Martínez Biurrun pretende ser preciosista en un entorno narrativo (la novela fantástica y/o detectivesca) que realmente no permite florituras ni ornamentos gratuitos, y especialmente si las metáforas coexisten con pasajes ciertamente ramplones. Pongo por ejemplo este párrafo de la página 207:
“Cruz no tenía sueños por las noches desde que comenzó su investigación en el caso de Lortia. La pantalla de sus párpados era un cine clausurado, incapaz de hacer la competencia a la realidad de los safaris. Su cerebro echaba la persiana cada noche y daba igual lo que el inconsciente tuviera que opinar al respecto, no había sesión golfa, ni descargas emocionales ni compensaciones freudianas. Sólo oscuridad y ruido de tuberías hasta el amanecer.”
Pienso que chirrían un poco las tuberías de la prosa de Martínez Biurrun, y se necesita un buen desatascador para que una narración de misterio progrese sin interrupciones y sin sutilezas poco afortunadas.

Por otra parte, el trabajo de edición no es de un alto nivel: hay unas cuantas erratas e incluso errores de sintaxis, casi de principiantes, que se le escaparon al corrector y al editor: “Pero safaris y redenciones a parte,“(p. 217). Incluso el autocorrector de Word me está avisando del error mientras escribo esto. Y al comentar esto no se trata de que uno sea pedante, sino de asegurar que futuras ediciones de la novela (si es que las hay) no incluyan dichos errores.

Como el libro que el atormentado cura de Lortia tenía guardado, oculto en la iglesia tras cuatro siglos, Mujer abrazada a un cuervo quedará oculto en mis estanterías durante muchos años, hasta que alguno de mis dos hijos o algún visitante se decida a leerlo, si es que lo hacen. Por mi parte, yo no volveré a acompañar a Cruz Montenegro en sus safaris.

1 ago 2012

Olvidar: un cuento de Maya Linden, en Hermano cerdo

Fotografía procedente de http://www.fotosmundi.es/ Copyright © 2012 Radelqui
La revista Hermano Cerdo vuelve a la carga, y acaba de publicar un cuento de la escritora de Melbourne Maya Linden titulado 'Forgetting', y que he traducido al castellano bajo el título de 'Olvidar'.

En 'Olvidar', Linden narra los traumáticos recuerdos de una chica que espera al joven con el que inició recientemente una relación. Es una historia narrada con cierta frialdad, sin apasionamiento; en cierto modo, y puede resultar paradójico, gracias al distanciamiento de la voz narradora respecto a la protagonista al lector le puede resultar más fácil identificar los horrores que marcaron su niñez y que le dejaron huellas imborrables. Este es un fragmento de 'Olvidar':
"De niña atravesaba zonas en guerra, en ocasiones más de tres veces al año. Su padre, que era embajador, creía que suponía un gran complemento a su educación. Es cierto que, a diferencia de todo lo que aprendió de memoria en la secundaria y que olvidó a los pocos meses de hacer los exámenes finales, de algún modo siempre recordará lo que vio en aquel tiempo."
Puedes completar la lectura de 'Olvidar' aquí. Y si quieres leerla en inglés, puedes hacerlo en la revista Griffith REVIEW, en concreto aquí.

Agosto-The Blowhole

The Blowhole, cerca de Eaglehawk Neck, Tasmania


A lo largo de milenios, el embate continuo de las olas del Océano Pacífico en la costa este de Tasmania ha ido creando esta formación, llamada The Blowhole [el Orificio]. Las olas abrieron una brecha en la roca arenisca de los acantilados, formando un pasadizo marino que desemboca en una pequeña cala. Con la marea alta, es un gran espectáculo ver entrar las olas, escuchar el estruendoso fragor que hacen al recorrer el enorme boquete creado y cuando rompen contra las rocas en el interior de la cala.

El área está naturalmente cerrada al público, por motivos de seguridad. Es un lugar de parada casi obligatoria camino de Port Arthur, más al sur en la península de Tasman, y que está a muy poca distancia de Eaglehawk Neck y Pirates Bay.

Por cierto, para los que tienen por costumbre saborear la comida autóctona de cada lugar que visitan, lo más recomendable es comerse un buen ‘scallop pie’, es decir, un pastel relleno de vieiras (u ostiones) abundantes en la zona, preparadas en una cremosa salsa, y que venden desde un café-furgoneta, apostado a pocos metros, en el mismo aparcamiento desde el que se accede al Blowhole. Por desgracia, como suele ser habitual en Australia, si tu intención es acompañarla de una cervecilla, será mejor que lleves alguna en el coche, pues los dueños de la furgoneta no venden bebidas alcohólicas.