Comparto aquí tres cuentos que publiqué en diversas revistas en línea hace más de una década.
Duende
Yannis llegó a este país desde su Grecia natal cuando tenía doce años. No se puede decir que haya tenido una vida fácil, pero tampoco es que pase penurias. Desde hace varios años, Yannis trabaja de limpiador en la Biblioteca Nacional. Es un gran edificio repleto de libros y manuscritos que Yannis mira con cierto respeto pero también con algún recelo, pues sabe muy bien que los libros tienden una extraña tendencia a acumular el polvo, que para él, al fin y al cabo, es el enemigo en el medio laboral.
La rutina marca los días de Yannis igual que un director de orquesta ordena el ritmo de los músicos cuando interpretan una sinfonía. Hay un ritmo, una cadencia sin altibajos en sus días. Cargando un pequeño aspirador a sus espaldas, Yannis realiza religiosamente su diario recorrido, abriendo y cerrando puertas, limpiando, aspirando.
Hubo un tiempo, hace ahora unos treinta años, en que Yannis habría querido probablemente tener otra vida. Tras una rara visita a su Atenas natal quedó prendado de la magnificencia de la arquitectura de la Grecia clásica, y llegó a imaginarse arquitecto, o como mínimo delineante. También le tenía cierta querencia a la escultura, pero nunca sintió que con sus manos pudiera llegar a expresarse con plenitud.
Hoy, sin embargo, está teniendo lugar un acontecimiento totalmente inusual en el espléndido salón de entrada de la Biblioteca. Un maestro pianista está interpretando un concierto. El propio Yannis ha visto esta mañana cómo descargaban con sumo cuidado el piano desde un camión, trasladándolo con mimo al interior del edificio de la Biblioteca Nacional y finalmente acomodándolo en el piso del salón con más cariño y delicadeza que a una amada.
Yannis no está para nada familiarizado con la música; de hecho, desde que trabaja en la Biblioteca, su indiferencia a todo lo que tenga un mínimo atisbo de cultura se ha acrecentado, pero conforme se iba acercando al salón, algo le ha sucedido al escuchar la progresión armoniosa de las notas del piano. Ha subido silenciosamente por las escaleras en dirección a la planta primera, que es la que le corresponde limpiar esta noche, mientras el maestro está interpretando una pieza de aire triste.
Yannis se ha detenido justo a mitad de las escaleras, allí donde hay un rellano que le permite mirar hacia su derecha y contemplar en toda su magnitud el salón de entrada. Desde allí tiene la mejor vista, mucho mejor incluso que los que están sentados en la primera fila del auditorio, diplomáticos y gerifaltes de la escena cultural local y nacional, amén de muchos amigos del buen vino y canapés que suelen servirse en estos eventos. Elevado unos seis o siete metros por encima del piano y del hombre que, vestido con chaqueta y pantalón blanco, y sentado en una banqueta recubierta de exquisito terciopelo, está extrayendo puro embrujo de esas teclas blancas y negras, Yannis puede observar el movimiento primoroso de las manos del pianista.
Yannis no lo sabe, pero las piezas que el pianista interpreta se encuentran, muy posiblemente, entre las más difíciles de cualquier repertorio moderno: se trata de la suite Iberia del maestro español Isaac Albéniz. Lo único que Yannis cree reconocer mientras escucha embelesado la música que se alza sutil hacia las escaleras y las alturas donde él se halla es alguna traza del mar Mediterráneo donde durante muchos años él fue niño, y del cual recuerda colores, sonidos y una belleza que nunca acabó de encontrar en esta tierra desértica donde ahora vive.
Se ha detenido a estudiar cómo se mueven las manos del maestro. Contempla el desplazamiento de sus manos por las teclas, con elegante suavidad pero ágiles al mismo tiempo, y los melódicos acordes penetran en sus oídos e inundan su corazón, y le provocan una sensación que alguien que no conozca a Yannis podría ingenuamente identificar como próxima a la dicha. Es ciertamente hermosa, la música. Tan hermosa que por un instante su cerebro no establece la correlación entre las manos del maestro y la composición que está sonando y cautivando sus sentidos.
Yannis se fija de nuevo en el arte de las manos, en esa prodigiosa destreza y exactitud que le demuestran tener los dedos de ese hombre ya mayor, un destacado veterano del circuito que interpreta las piezas sin tener delante una partitura, haciendo gala de una técnica y una pericia inimitables, que Yannis no posee ni poseerá jamás.
Los entendidos, de los que entre el público puede que haya dos o tres representantes, saben que lo que esta noche brota invisible del piano es puro duende, es algo indefinible y ciertamente inexpresable, pero tienen conciencia clara y diáfana de su presencia. Atrapado por el duende, Yannis olvida por unos momentos que se halla en horario de trabajo, y entrega cándido su alma al deleite de la música.
Un buen observador verá que hay algo inenarrable no solamente en su mirada abstraída, sino también en todos sus sentidos apresados por el duende de la más dichosa armonía, en una beatitud que no volverá a repetirse nunca más. Es única.
Apenas un par de minutos después, el maestro ha concluido la segunda parte del concierto, y el público ha premiado su arte con una cerrada ovación. También Yannis ha querido unirse al aplauso, y palmotea con muchas ganas, a pesar del peso de la aspiradora que carga en sus espaldas. Incluso se oye algún improcedente ‘¡Bravo!’. Pero el maestro no levanta la vista en dirección a Yannis, y tras inclinarse un par de veces se ha retirado al camerino, donde posiblemente tomará un vaso de agua y tratará de relajarse antes de regresar para dar fin al concierto.
Algo se ha alterado irremediablemente en Yannis, pero ninguno de los presentes ha podido percibirlo, porque nadie ha reparado en su figura elevada por sobre el salón de actos. El hechizo de la música ha estallado en mil pedazos, y Yannis ha vuelto a su rutina.
Invisibles para todos los demás, incluso para la muchacha filipina – Lauren Mercado, natural de Mindanao – que más tarde pasará la enceradora por el piso de mármol lechoso de la Biblioteca, y con quien Yannis se ha cruzado, hay en la conciencia del limpiador rescoldos de desengaño, vestigios de una humillación inexplicable, los sinsabores de un fracaso vital del que nadie sabe nada.
*****
El maestro ha retomado su asiento y se concentra antes de dar inicio a la pieza con la que abrirá la tercera parte, la final, del programa. Al mismo tiempo, y en la planta superior, en una de las habitaciones del equipo de dirección de la Biblioteca, Yannis ha insertado la clavija del cable de la aspiradora en el enchufe de la toma eléctrica y se dispone a continuar con su jornada laboral.
Ha quedado abierta la puerta.
Yo maté a Bolaño
En realidad, pienso
que fue fácil. Y nunca me cupo duda alguna de que fuera necesario. Y hoy, en este
día 23 de abril del año 2015, escribo estas líneas para que todo el mundo lo
sepa, porque en el fondo, tengo la absoluta certeza de que es más que probable
que nunca se llegue a conocer la verdad; mi verdad. Sé que es casi imposible
que algún día aparezca mi nombre en el sitio que merece; que, como hubiese sido
debido, figure mi nombre inscrito en los anales de la historia oficial de la
literatura en lengua española.
Esa es,
probablemente, la única razón por la que me decidí a escribir estas líneas. No
busco ni el dinero ni la gloria, sino que sencillamente, quisiera que alguien, en
alguna parte, me otorgue el reconocimiento que quizás yo merezca, ya no por el
acto (el crimen, dirán algunos, los más recatados o los muchos que veneran al
genio, al ladrón chilota) del que creo que fui autor.
Así es: tengo la casi
firme creencia de que yo soy quien mató a Roberto Bolaño. Apenas albergo al
respecto alguna pequeña duda que carece de importancia alguna; pienso que es algo
casi seguro que yo fui quien puso fin a su vida, quien logró poner el punto
final a su creación literaria.
No vaya a creer
el lector que lo maté con mis propias manos. No, eso está harto claro. Cómo
murió el chilota, ya lo sabe todo el mundo: sí, el tipo murió en un hospital,
esperando un trasplante de hígado que nunca le llegó. Esa es la versión
oficial: quien así lo quiera, podrá creer que es la auténtica, aunque diste
mucho de la realidad de los hechos, tal como yo los recuerdo. Pero en
literatura, todos los sabemos, y el propio Bolaño me lo comentó en más de una
ocasión, toda realidad es ficción, y toda ficción es, a fin de cuentas, una
realidad. Una de muchas. Y ésta es la mía.
El muy pendejo ya
estaba condenado cuando lo sentencié a muerte una mañana del mes de octubre de
1995, en un tren de cercanías de Barcelona. Nunca se lo hice saber, claro está.
Porque, aun si se lo hubiera dicho, se habría reído de mí. Quizá tuviese Bolaño
el hígado hecho una mierda por el alcohol de baratillo que ingería todas las
noches – varios tetrabriks a la semana de ese infame vino rosado Don Simón, y
alguna que otra botella de brandy Soberano o Anís del Mono. No nos rasguemos
las vestiduras: para eso le daba la profesión de escritor por entonces, y poco
más.
Y además, qué
carajo, el tipo fumaba como un cosaco; inhalaba el humo como si el tabaco fuese
para sus pulmones el oxígeno que precisaba para vivir, lo hacía con unas ansias
irrefrenables. De modo que, en cierto modo, podría decirse que Bolaño ya estaba
como a mitad de camino de la muerte cuando me conoció. Digamos que estaba más
allá que acá, que era casi un muerto viviente; pero ha de reconocerse que, como
buen testarudo chileno, no se iba a entregar así como así a la derrota vital
final, la última derrota, la definitiva.
Incluso entonces,
allá por la mitad de la última década del siglo —una década, por lo demás, prodigiosa
por lo que él escribió, es decir, por lo que probablemente me robó a mí— Bolaño
luchaba contra la muerte que lo estaba atrapando, y lo hacía con uñas y dientes,
luchar él, me refiero, no a la muerte. Mas debo dejar bien claro un dato, no
vaya a ser que la historia —y el lector— me juzgue y me condene: quiero que se
sepa que lo que me hizo fue imperdonable; y fue por eso que no tuve otra opción.
Matarlo nomás.
Lo hice a mi
manera, haciendo uso de secretos recursos que yo tenía bien a mano, y sin
derramamiento de sangre alguna. Confieso que desde bien pequeño mi abuela Nora,
q.e.p.d., trató de instruirme en las malas artes de la magia negra y la
nigromancia, e incluso me enseñó a preparar algunos maleficios y a ejecutarlos.
Fue gracias a eso que pude ajusticiar a ese chileno huevón, a ese confesado ladrón
de libros, también de los míos, de los libros que nunca llegué a escribir.
Que nadie piense
que los maleficios que mi abuela me dejó en herencia son tan efectivos que
surtan efecto de la noche a la mañana. No, no. Nada de eso. Mucha gente se
piensa que la magia negra es algo tan efectivo que uno puede matar a alguien a
los cinco minutos. Quien necesite un servicio de esta naturaleza, mejor se
procure un sicario colombiano, con una buena pipa del calibre 9mm y su
silenciador, y que se asegure de que vaya bien cargadito de farlopa, por lo que
pueda pasar.
Puede que usted
sea un lector incrédulo, y seguro estoy que se preguntará: ¿cómo pude yo matar
a Bolaño? Digamos que lo maté dándole lumbre en un tren de cercanías barcelonés.
Mi bisabuela Nora
pasó la infancia en La Habana, donde nuestra familia, una buena familia
catalana, con sus negocios, tenía varias personas a su servicio. Entre ellas
estuvo una asistenta, una mulata resabiada, muy aviesa, de quien se rumorearon
algunos escarceos amorosos con mi tatarabuelo, Don Segundo, quien no llegó a regresar
a España con el resto de familia cuando se perdió la última de las colonias del
decadente imperio español. Volvieron a Barcelona ya bien entrado el siglo XX, y
se acomodaron en el barrio de Gracia.
Muerto de una
extraña enfermedad de la cual los médicos no pudieron dar explicación alguna,
don Segundo quedó enterrado en Cuba. Mi bisabuela Nora, sin embargo, vivió
hasta los 98 años, y según las vecinas que tenía la familia por aquellos años,
lo más gracioso que tenía ella era oírla hablar catalán con un cierto deje cubano
en el acento: «La meva filla, que s’ha posat maluca». La guerra terminó por
arruinar más si cabe a nuestra ya decadente familia, y para 1950, la casona
familiar sita en el carrer Muntaner ya había pasado a la historia. A nuestra
historia, que por lo que se ve, a nadie le interesa.
Y puede que el
lector se pregunte, que cómo conocí a Bolaño. Pues yo le digo, ¡más exacto
sería decir, que cómo me conoció Bolaño a mí! Es por esto precisamente que
escribo estas líneas, para dejar constancia escrita de que Bolaño me robó los
libros, que en realidad fui yo quien iluminó su genio creativo; fui yo quien en
nuestras animadas conversaciones ferroviarias le di lo necesario para que él
dejase al mundo las obras por las que él ha pasado a la posteridad. Lo que
lamento y no puedo perdonar, ni a él ni a mí mismo, es que no fuese yo el que
las escribió. Por eso acabé con él, ese zascandil, ese manilargo bibliorratero.
Fueron varios
nuestros encuentros, a cada cual más fructífero para él, pero en mi memoria ha
quedado para siempre firmemente grabado el primero de todos, en un vagón de
cercanías para fumadores —por aquel entonces, España fumaba en cualquier parte—
cerca de Barcelona. Estaba yo sentado junto a la ventanilla, leyendo El perseguidor y otros cuentos, cuando se
sentó él justo enfrente. También a Bolaño le gustaba sentarse junto a la
ventanilla. Me preguntó cuál de los cuentos estaba leyendo, y yo le respondí:
‘Casa tomada’. «Gran cuento ese», me dijo. Por el acento noté que mi
interlocutor era chileno. «Eres chileno», le dije, una aseveración sin conceder
terreno alguno. Por entonces yo tuteaba a todo dios, no como ahora que me ha
dado por utilizar el usted incluso con los jovencitos imberbes que acuden al
primer año de carrera a la facultad.
Le comenté que yo
había estado en Chile apenas hacía dos años, que había recorrido una buena
parte del país, de Santiago hasta Calama. Qué gran país, Chile, le dije, «¿No
lo extraña?». Bolaño se encogió de hombros, pareció no darse por aludido, y
quiso cambiar de tema. Me preguntó si yo escribía.
«En realidad, no» le contesté. Me apresuré a añadir que, bueno, en realidad sí, que tenía ciertas
aspiraciones literarias, y que leía mucha literatura que era, al menos eso era
lo que pensaba yo, muy buena.
Fue en uno de
esos viajes paralelos al litoral de la Costa Brava, que a él tanto le agradaba,
que le hablé de una idea que me rondaba la cabeza. «Quisiera escribir un
tratado literario que sea todo él falso, ¿me entiendes? Inventarme un estudio
de crítica literaria, que en realidad sea todo él ficción.»
El chilota se
llevó otro pito, como él decía, a la boca, lo prendió y disparó su pregunta a
bocajarro: «¿Y de qué literatura piensas crear ese estudio? Quiero decir, la
idea es muy buena, pero tienes que hacerlo de tal manera que engatuses al
lector, que le hagas creer que todos los autores que reseñes y comentes,
existieron de verdad, ¿me entiendes?»
Yo le dije que el
proyecto lo tenía casi perfilado, y que barajaba dos opciones. La primera era la
biografía ficticia de una poeta («poetisa», le dije en aquella época) española,
una literata que fue amante secreta del general Franco, quien la obligó a
abortar a principios de la década de los 50 y de quien el régimen borró
hábilmente toda existencia, con la colaboración desinteresada de la CIA.
La segunda, de la
que no le di muchos detalles, era mucho más ambiciosa. Le pregunté si tenía
algunos datos que pudiera darme sobre la presencia de nazis huidos a la
Argentina y al propio Chile. Su respuesta fue un tanto desganada. Comentó algo
acerca de una Villa Alemana, cercana a Santiago, pero poco más. Como para él,
los nazis eran un tema candente en mi ánimo.
En otra de las
ocasiones en que coincidimos en el tren camino de Sants le hablé de una obra de
John Webster que había leído por entonces. Webster fue un dramaturgo inglés coetáneo
a Shakespeare, a quien el bardo había oscurecido. Se trataba de La Duquesa de Amalfi, una lóbrega tragedia
en la que la crueldad y el horror son tan protagonistas como la locura y los
celos. Dijo que esos eran temas muy buenos para la ficción. Recuerdo que aquel
día Bolaño me habló de Ciudad Juárez, de sus experiencias en México, de los
innumerables crímenes y el terror que se vivía cerca de la frontera. Es muy
posible que ese día naciera en su mente la idea de darle al personaje de Los sinsabores del verdadero policía y
de 2666 el nombre de Amalfitano.
¿Quién sabe?
A pesar de todo,
el chilota era un tipo afable, toda conversación con él era más que placentera:
era muy sugestiva, pues si algo tenía Bolaño era el don de las palabras, ese
don que, o bien me robó él, o bien lo desaproveché yo en las contadas
conversaciones que mantuvimos sobre los raíles de RENFE en las tierras
catalanas. Pienso que en ocasiones él me provocaba, más que nada para
sonsacarme cosas, ideas, imágenes que luego él adaptaría en sus libros. En uno
de esos viajes me preguntó sobre mis estudios, si había aprendido algo de los
libros con estudiaba en la universidad. «En la facultad no se aprende casi
nada», le dije. Y añadí: «No te lo vas a creer» le dije, «pero durante una
época, cuando ya había terminado los estudios en la facultad, tuve colgados
varios libros de texto de la carrera de un cordel, así, a la intemperie, en el
balcón de mi casa.» El chilota me rió la gracia, una anécdota que, por supuesto,
era cierta.
A decir verdad, él era un tipo con quien se podían compartir cosas, y en más de una ocasión me pidió consejo. Una vez me confió que sospechaba de un amigo suyo, un literato al que se refirió como Javier, «català com tu,» añadió en un acento bastante bueno para un sudamericano. «La traición suele venir de los sumisos», le dije, «Mejor no confíes en ellos».
Del resto de
nuestras pláticas, los recuerdos son ahora imprecisos, vagos. Adaptadas al
traqueteo de los vagones, nuestras palabras iban surgiendo en torno a ideas
enloquecedoras, como una que yo le propuse: construir una cometa gigante que
fuera un poema, y hacerlo volar sobre la playa de Sitges. «Poesía visual
celestial», creo que le dije entre risas justo cuando nos aprestábamos a bajar
del tren aquel día, creo que fue en mayo, ya en el centro de la ciudad condal.
Sospecho que esa idea, que yo compartí con él, mientras el tren traqueteaba el
litoral mediterráneo que tanto le gustaba, la transformó luego en otra suya, de
la que muy posiblemente concibió Estrella
distante, y a ese piloto nazi loco que escribía la muerte entre las nubes
entre los Andes y el Pacífico.
En uno de
nuestros últimos encuentros (que fueron más de cinco y menos de quince, y a lo
sumo duraban siempre entre veinte y treinta minutos, cuando el tren llegaba con
retraso – pues, tan pronto arribábamos a Sants, el chileno se iba a sus
quehaceres, y yo a los míos) me comentó que le habían dado un premio por un
libro de poesía. Aquello no me dejó indiferente. Le pedí más detalles, y me
dijo que era el premio de poesía de la ciudad de Irún. Le felicité, claro está.
También le dije que ya era hora de que nos hicieran una foto juntos. De buenas maneras
me dijo que ni hablar. «A todo el mundo le gusta que lo fotografíen», le dije
yo. «A mí no tanto, sabes, me jode mucho la unanimidad», me respondió.
Fue en otra de aquellas
mañanas que le di el finiquito. Me había dado por indagar un poquito en sus
afectos políticos locales. Curioseé en su apreciación por lo catalán. La
Cataluña donde él vivía, me vino a decir, era una gran novela coral. Rasqué un
poquito más debajo de la superficie: «Escolta, Roberto, ¿ja ho parles, el
català?» Se encogió de hombros y sacó del bolsillo de la campera otro de sus pitos. Aproveché ese momento para sacar
la caja de fósforos y ofrecerle la lumbre que habría de matarlo unos cuantos
años después. Me agradeció, el muy huevón,
que le diera el fuego en el que iba el maleficio que mi bisabuela Nora me
enseñó a preparar en una cerilla. Qué fácil fue dárselo.
Ahora, con el
paso de los años, mi memoria empieza ya a flaquear y me asaltan las incertidumbres
sobre la veracidad de lo que recuerdo y lo que escribo. Y conforme van pasando
los meses y los años, y se acerca el final, mi final, inevitable pero a un
tiempo deseado, confieso que hay una duda, grande e ineludible, que destaca
sobre todas las demás. ¿Fui yo el perdedor en esta historia? ¿O acaso fuimos
todos los que luego adoramos sus libros los verdaderos perdedores?
No me queda claro
del todo si Bolaño solamente se mostraba educado y me daba coba con mis
disquisiciones y ficciones, o si tomaba nota mental de mis ocurrencias y de las
imaginaciones a las que yo daba voz en aquel tren de cercanías. ¿Me robó el
chileno los argumentos? ¿O simplemente se sirvió él de lo poco que yo pude donarle
para que él le diera rienda suelta a su ingenio? ¿Maté yo a Bolaño, al gran
genio? Y si fue así, ¿maté al chilota porque me robó mis obras, mis libros, mis
esbozos de personajes? ¿O no soy más que un envidioso, un iluso, un diletante?
Nadie creerá mis
palabras: ésa, y no otra, es y será mi tragedia. Por mucho que les cuente a
críticos y a estudiosos, y aun suponiendo que sea mi memoria la que ahora
flaquea, será difícil para todos creer que yo soy el hombre que mató a Bolaño.
Olor a muerte
No es que mi padre le tuviera miedo a la muerte, pero lo que hizo
aquella tarde desafiaba a todas vistas la lógica. Eso de parar el coche,
bajarse y conminarle a aquella mole humana ebria que, a empujones y con un puño
en vilo, amenazaba con pegarle una paliza a la pobre chica, que estaba aterrorizada,
y el tipo que no paraba de repetir que iba a matarla si no se iba con él. Mi
padre no conocía ni a uno ni a la otra, pero en su mirada vi una determinación
ilimitada, como si nada ni nadie pudiera pararlo, o como si el mundo o la vida
le debieran algo. Y quizá fuera así.
La había visto, la muerte, tan de cerca, que solía contar en voz baja,
a quien quisiera escucharle, que incluso pudo olerla. Aunque yo estaba con él
cuando la vio, la verdad es que apenas recuerdo aquel momento, pues yo tenía
cinco años. En realidad, yo estaba en sus brazos. Ahora sé que lo contó en
numerosas ocasiones: cómo fue que casi me perdió aquella mañana en que el
océano devoró la tierra y se llevó para siempre a mi hermana. No volví a verla
nunca más.
La muerte pudo habérsenos llevado a todos; y si no regresamos los
cinco a casa en cinco ataúdes, fue porque la suerte así lo quiso, o porque, al
menos en mi caso, mi padre de algún modo se negó a que nos tragaran las fauces
de aquel monstruo de agua negruzca, haciéndole frente a duras penas al muro de
agua que surgió del mar y se nos vino encima, arrasando todo lo que había en
aquella playa. No me pregunten cómo lo hizo, porque yo no lo recuerdo; lo único
que recuerdo –y muy vagamente– es una fuerte sensación de miedo. Pero el caso
es que me salvó, y se salvó.
En realidad, mi padre nunca se sobrepuso a aquello. Lo recuerdo muchas
mañanas, a la hora del desayuno, con la mirada perdida en un punto indefinido de
la casa, mientras casi por inercia iba mordisqueando las tostadas con jamón y
tomate espolvoreadas con sal y pimienta que tanto le gustaban. Durante muchos
meses después de aquella mañana de pánico y terror para todos, y los muchos
días de dolor que siguieron, lo veía muchas mañanas con los ojos enrojecidos. Había
estado llorando desde que se despertaba, a veces a horas intempestivas. La
verdad es que después de aquel aciago día, sé que nunca volvió a dormir como
solía hacerlo.
Una mañana, a la hora del desayuno, aparecieron en la televisión las
imágenes de un enorme barco que había encallado en un arrecife en las costas de
Nueva Zelanda; podíamos ver infinidad de contenedores precariamente apilados.
Mamá nos explicó que los contenedores transportaban muchas cosas diferentes:
desde juguetes hechos en China a automóviles, y que en alguno de ellos una
familia tenía todas sus cosas. Fue entonces cuando mi hermano recordó que a
nuestra hermana la habían traído en una caja de madera en el mismo avión que
regresamos nosotros a la vuelta de aquellas vacaciones. Mi padre, que estaba de
pie, se giró entonces hacia el fregadero, y me dio la impresión de que estaba buscando
algo afuera, en el firmamento, y que no quería que nosotros viéramos lo que
miraba.
Mis recuerdos son confusos: de los cinco años anteriores a aquel
cambio que trastocó nuestras vidas guardo sensaciones e imágenes, algunas
vívidas, otras borrosas. Creo recordar que, durante un largo tiempo,
especialmente en las gélidas mañanas de invierno, nada más despertarnos, los
tres – mi hermana, mi hermano mellizo y yo – íbamos a la habitación de mis
padres y nos acurrucábamos en su cama, una cama que por entonces me parecía
inmensa.
Allí en la cama, lo primero que queríamos cada mañana era jugar. Nos
encantaba que Papá nos asustara. Era una mezcla de miedo y excitación
alborozada: a sabiendas de que lo que hacía era mentira, con vozarrón ronco y en
un tono serio e imperioso nos hablaba. Nos decía que durante la noche una bruja
lo había hechizado, y que si no le dábamos un beso rápido se convertiría en un
ogro y nos comería en el desayuno. De inmediato comenzaban sus rugidos, y a los
tres nos entraban el miedo y la emoción de un peligro que sabíamos que era en
realidad puro fingimiento, pero no por ello menos real.
Cuando éramos muy pequeños, mi hermana disfrutaba de hacer representaciones de los cuentos que por las noches nos leía Papá. Mi favorito era Los tres cerditos. Papá, claro está, era siempre el Lobo, malo y feroz. En la casa teníamos tres dormitorios: el de mi hermana, el nuestro y el de nuestros padres, unidos los tres por un corredor de apenas cinco metros de largo. El piso era de madera, y en determinados lugares que Papá había memorizado, crujía. Cuando se acercaba sigilosamente al cuarto donde estaba yo, el primer cerdito, Papá evitaba pisar en los tablones que crujían. Yo aguardaba, entre risas y con los nervios propios de aquel juego, a que llegara Papá y diera tres golpes secos en la puerta: Toc, toc, toc: «CERDITO, CERDITO, ¡ABRE LA PUERTA!». Su vozarrón era suficiente como para asustar al más pintado, pero lo mejor era que podíamos jugar a aquel juego que tanto nos asustaba y excitaba, a sabiendas de que no entrañaba ningún peligro.
La verdad es que hasta entonces, nos había encantado jugar a pasar
miedo. Otro de nuestros juegos de miedo favoritos era cuando Papá se metía en
el vestidor de su dormitorio y dejaba la puerta entrecerrada; de pronto
empezaba a dar gritos y a pedir socorro. Aunque sabíamos que era mentira, era
tal el grado de angustia en su voz que nos aterraba la idea de entrar en el
vestidor, pero Papá nos llamaba por nuestros nombres y nos apremiaba a ayudarle
porque un monstruo le estaba devorando. Nuestra excitación no tenía límites, y
le rogábamos que saliera de allí porque esa mezcla de miedo y animación
resultaba insoportable.
Nunca más volvimos a jugar a aquellos juegos en casa, y lo cierto es
que no los extrañé para nada.
De algún modo, tuve siempre la intuición de que mi padre tenía como una
cuenta pendiente con la muerte: desde aquella mañana en que la había visto tan
de cerca que la había podido oler, parecía como si la parca le hubiera
arrancado de una dentellada una parte de su ser y él supiera que, de algún
modo, llegaría el momento en que aquella volvería a cobrarse lo que le faltaba.
En los años siguientes a aquel día, siempre que el tiempo lo
permitiera, mi padre se ponía con frecuencia las ropas que llevaba puestas
aquel día en que murió mi hermana: unos pantalones cortos azul marino y una
camiseta de un rojo granate de mangas cortas, como si él pensara que al volver
a vestirse con las mismas ropas que llevaba puestas aquella mañana del tsunami
estuviera emplazando a su sino a buscarle de nuevo, como si quisiera una nueva
cita con el destino.
Pero no creo que él buscara ese momento premeditadamente: era más bien
una suerte de resignación, como si al ponerse esas ropas hubiese lanzado unos
dados invisibles de una partida irracional y aleatoria que secretamente deseara
perder.
De modo que cuando el mastodonte ebrio –un tipo enorme de casi dos
metros, musculoso, fornido y que rebosaba agresión en su mirada nebulosa– oyó
que mi padre le decía: «¡Basta! Déjala en paz,» se giró y se encaró con él. A la
borrachera se sumó la frustración de ver cómo la chica se alejaba corriendo
avenida abajo en cuanto se pudo zafar de las garras de aquel energúmeno. Mi
madre, mi hermano y yo, todavía dentro del coche, contemplamos como a cámara
lenta cómo aquel sujeto colérico agarraba a mi padre por el cuello de la
camisa, lo levantaba en vilo y lo dejaba caer de espaldas en el capó del coche.
Mi padre hizo un ruido sordo pero no se quejó. El hombre levantó los brazos,
dispuesto a darle más estopa.
Fue entonces cuando mi madre se bajó del coche y, con los ojos clavados en el agresor, le gritó: «¡Anda, pégame a mí, si es que eres un hombre de verdad!».
*****
Estuvimos todos muy callados en el viaje de regreso a casa. Papá pudo
conducir, el golpe en el capó le hizo daño, pero no fue nada grave. Esta vez,
iba pensando yo, Papá había tenido suerte. Él no nos dijo nada, o quizá
solamente hablara de cosas mundanas en todo el trayecto de regreso, pero sí
puedo decir que en los ojos de mi padre, que podía ver en el retrovisor, aprendí
ese día el sentido de la palabra dignidad.