Ian McEwan, On Chesil
Beach (Londres: Vintage Books, 2008). 166 páginas.
Nací en la mitad
de la década de los 60, y crecí en una época en la que en la caduca España
franquista se comenzaban a atisbar tímidamente extrañas ideas, que venían desde
más allá de los Pirineos. Como con cuentagotas, Europa y la libertad que ésta
significaba iban entrando con algo de disimulo en el estado español y en las
conciencias de los súbditos del régimen fascista, sencillamente a través del
turismo. Esencialmente, en lo que a mí me atañía y afectaba (la educación escolar),
sufrí y aun sobreviví al catolicismo rancio y represor que, por increíble que
parezca, apenas ha cambiado desde entonces sus preceptos y consignas,
reaccionariamente aferrado a sus infalibles (¡qué risa me da esa palabra!)
dogmas.
Sería no obstante
fácil obviar que prácticamente hasta esa década, la represión sexual había sido
algo generalizado en todo el mundo occidental. Esta novela de McEwan, de ejecución
magistral, como suele ser habitual en el autor inglés, se inicia en 1962 en la
cena que comparten una pareja de recién casados en su luna de miel en la costa
de Dorset, en el sur de Inglaterra; de ellos, Edward y Florence, McEwan nos apunta
en la primera oración del libro que son ambos vírgenes, bien educados y jóvenes,
y que “vivían en una época en la que una conversación sobre dificultades
sexuales era simplemente imposible.” McEwan puebla su narración de pequeños e
irónicos detalles que nos recuerdan que en 1962 la modernidad no ha comenzado
en esa Inglaterra cuyo imperio empequeñece por momentos: “no era un gran momento
en la historia culinaria inglesa, pero a nadie le importaba por entonces,
excepto a los visitantes extranjeros”.
Por otra parte, la
estructuración que McEwan le da a su materia argumental es perfecta: el
narrador controla en todo momento el progreso de la historia, incrustando los
flashbacks que son necesarios para que el lector vaya complementando lo que
está sucediendo en esa suite nupcial con datos sobre el noviazgo y las muy diferentes
perspectivas con las que Edward y Florence se han aproximado a esa primera noche
juntos.
Las tensiones y
los nerviosismos de ambos son evidentes desde el mismo inicio; el narrador se/nos
pregunta qué obstáculos tienen los novios para disfrutar de ese momento. La
respuesta roza el sarcasmo: “Sus personalidades y pasados, la ignorancia y el
miedo, la timidez, los prejuicios, la falta de capacidad o experiencia o de
facilidad en el trato, y el remate era la prohibición religiosa, la clase
social y su carácter inglés, la historia misma. No mucho en realidad.”
Creo no revelar
ningún secreto a nadie si digo que el factor de la clase social, el origen
familiar, fue durante mucho tiempo (y sigue siendo, en muchos aspectos)
definitorio de la actitud que la otra familia demostraría respecto a un
potencial yerno, como ilustra magníficamente Julian
Barnes en The Sense of an Ending,
por ejemplo. Esa estratificación social, tan obvia e incuestionable para los
propios ingleses, resulta más llamativa y chocante para un extranjero.
En todo caso, lo
que McEwan parece querer subrayar es que, como en casi cualquier otra esfera de
las relaciones humanas, la incapacidad de dar con las palabras adecuadas, o la falta
de comunicación, pueden abocar al desastre, como en
el caso de Atonement, otra gran
novela suya, en la que una mentira provoca una catástrofe irreparable.
Pese a su aparente
brevedad – se lee en un suspiro – On
Chesil Beach es una novela completa, y a diferencia de Saturday, que leí
hace ya unos años y que me decepcionó, tiene una eficaz estructura y está escrita
en una prosa limpia y cautivadora.