A. C. Grayling, Democracy and Its Crisis (Londres: Oneworld Publications, 2017). 225 páginas.
Democracia. Qué
bonito concepto, ¿no? El gobierno del pueblo, la soberanía popular. ¿Está en
crisis? Pues, viendo lo que está pasando en muchos de los estados considerados
inveteradas democracias, diríase que sí. El filósofo británico Grayling escribió
este ensayo en reacción a lo que él considera prácticamente un golpe de estado:
el Brexit. Razón no le falta, pero el ensayo que A.C. Grayling proporciona en Democracy and Its Crisis semeja en
algunos momentos más una pataleta que un riguroso análisis.
El libro se
compone de dos partes bien diferenciadas. En la primera hace un escueto estudio
de la historia de la democracia como concepto y su evolución hasta nuestros días.
Desde el rechazo de la democracia por parte de Platón (en tanto que éste la veía
como el gobierno de la muchedumbre y una más que probable deriva hacia el caos)
hasta los pensadores ya archiconocidos: Hobbes, Locke, Rousseau, de
Tocqueville, Spinoza, John Stuart Mill et al. Un somero repaso a las ideas y
razonamientos que sostienen el concepto de democracia representativa que se ha
erigido en forma dominante de la civilización contemporánea sobre el planeta (hecho
innegable: tienen lugar elecciones legislativas en una amplia mayoría de países
– otra cosa, y bien diferente, es si esas elecciones son verdaderamente democráticas,
limpias y transparentes).
Estatua de ministro franquista, demócrata de toda la vida. La calle es mía, la foto no. Fotografía de Iago Pillado.. |
En la segunda
parte Grayling aborda los males que la aquejan y las posibles soluciones. Por
ejemplo: “Hay otras razones más que las ya obvias por las que importa la
defensa de los principios subyacentes de la democracia representativa, […] Una
es que una importante parte del problema de la política es la política misma, y
que debe reconfigurarse el lugar de lo político en la vida de un estado o de
una comunidad nacional. La otra es la necesidad de que haya en las escuelas una
educación cívica de carácter obligatorio, y que exista el voto obligatorio, con
una matización respecto a que el voto comience a los dieciséis años de edad.”
(p. 7, mi traducción) Si los más jóvenes pudiesen votar, otro gallo cantaría.
Como arguye en muchas ocasiones mi esposa T., no tiene sentido que voten ancianos
cuyo uso de la razón roza el cero absoluto mientras chicos y chicas de 16 y 17 años
se ven privados del derecho a escoger a quienes van a regir sus vidas por unos
cuantos años.
¿Qué problemas
identifica Grayling? Pues no debiera costarnos muchos identificarlos: órganos legislativos
que no exigen cuentas a sus ejecutivos (el caso del Reino Unido con el referéndum
del Brexit es evidente); segundo, la carencia de la más elemental educación cívica
y política del electorado (éste es un mal que aqueja al mundo entero, pese al
riesgo de generalizar en demasía); y tercero, la manipulación y tergiversación de
la información mediante poderosas herramientas tecnológicas (sí, señor
Zuckerberg – eso es exactamente lo que ha pasado delante de sus narices, ¿y
usted sin enterarse?)
True, hard-working democrats getting ready for brekky. Como dice mi amigo Gustavo: ¡y que revienten los pobres! Fotografía: Pepe Madrid. |
Así pues, ¿qué es
lo que un orden verdaderamente democrático precisa? Dice Grayling: “… esencial
para algo que merezca dicho nombre es la posibilidad de debate, la libertad de
expresión y de reunión, y el debido proceso de ley que proteja al pueblo del
arresto y el castigo arbitrarios, muy especialmente en relación con temas de
opinión.” (p. 32, mi traducción) Tomen nota, MPuntoRajoy y cía.
Que no todas las
estructuras e instituciones de los estados democráticos están cumpliendo su función
cabalmente es algo que cae por su propio peso: de lo contrario, no habría desempleados,
ni gente desamparada, ni pensionistas que malviven ni marginados de toda clase
y condición. Es decir, no habría tanta desigualdad como innegablemente existe
(y sigue creciendo): “Cuando crece la desigualdad, cuando la brecha entre las capas
superior e inferior de la sociedad se vuelve palmariamente considerable, surgen
los problemas. Esa es una enfática lección de la historia. Los demagogos
capaces de atribuir la desigualdad a la inmigración o a las egoístas élites insensibles que controlan el gobierno, o ambas cosas, pueden así promover una
oleada populista de la cual pueden sacar tajada. Pueden tratar de remodelar el
orden político y económico según su patrón preferido, el cual con frecuencia no
será, por supuesto, probablemente una mejora para el pueblo cuyo apoyo han
explotado para conseguirlo.” (p. 116-7, mi traducción)
Con frecuencia se
mira a los EE. UU. como gran modelo a seguir en la implantación de los ideales democráticos.
Y, sin embargo, el reciente fenómeno de la elección del narcisista más inepto
que haya visto el mundo en los últimos tiempos como presidente es motivo de
inquietud para Grayling: “La disposición estadounidense a revisar el orden
constitucional está tan limitada como lo está el fundamentalismo religioso en
su planteamiento para revisar su visión de un texto sagrado.” (p. 112, mi
traducción) Como en otros lugares, el texto constitucional se ha convertido en
credo inviolable, y el sistema que se sustenta en él defiende su legitimidad
con uñas y dientes, y no cede un ápice ante las demandas de reforma. Ay, cuán largo
me lo fiais.
Grayling sugiere
que el voto debiese ser obligatorio, y cita Australia como ejemplo. Aun con la
obligatoriedad de presentarse en los colegios electorales el día de los
comicios (que no es lo mismo que votar), el sistema australiano es manifiestamente
imperfecto. Cuando se creó la Federación, los ‘padres’ de la Commonwealth
australiana se aseguraron de que una minoría rica de terratenientes
anglosajones tuviesen mayor peso del que les corresponde en las decisiones de
gobierno. Las pruebas son evidentes: en 2016, el partido de los Nacionales (en coalición
con la derecha Liberal desde siempre) obtuvo 10 escaños con el 4,6% de los
votos, mientras que Los Verdes, que consiguen regularmente más de un 10%, solo
consiguieron 1 escaño.
Como escribía
ayer, el ciudadano o la ciudadana contemporánea se enfrenta a un inquietante
dilema. ¿Qué es preferible: exigir el respeto de los gobiernos a su derecho a
las libertades civiles, aunque el sistema político te deje en la ruina y poco a
poco te mate de hambre, frío/calor o con la contaminación (o las cuatro cosas a
la vez), o renunciar a ellas a cambio de un modelo de producción que te garantiza
un crecimiento económico cercano al 10% anual?
Pero bueno, no
hagas preguntas tan difíciles, haz el favor, que estamos a lunes.
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