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14 nov 2021

Reseña: El hombre que se creía Vicente Rojo, de Sònia Hernández

Sònia Hernández, El hombre que se creía Vicente Rojo (Barcelona: Acantilado, 2017). 137 páginas.

La narradora de esta nouvelle de Sònia Hernández estaba atravesando una profunda crisis profesional y existencial cuando le surgió una magnífica oportunidad de tratar de relanzar su vida. Desde muy bajos niveles de autoestima y un desolador horizonte profesional, anímico y familiar, tras conocer a un famoso pintor la señora puede escribir un reportaje o un artículo para el periódico en el que solía trabajar.

La oportunidad se le presenta cuando su hija Berta se desmaya mientras escrutaba uno de los cuadros del pintor Vicente Rojo, expuesto en su instituto. El hecho es, sin embargo, que Berta estaba jugando a algo que ella denomina prosopagnosia. La prosopagnosia es un trastorno de carácter neurológico que ocasiona que quien lo padece no pueda reconocer los rostros de personas que ya conoce. Berta suele jugar frente al espejo en casa o con compañeros de clase: aguantan la respiración hasta que la falta de oxígeno en sus cerebros distorsiona la visión de las personas y objetos que tienen delante.

Es el pintor quien ayuda a Berta a volver a su casa. El entorno doméstico está muy lejos de ser el ideal para una adolescente obsesionada con la fealdad. Todo es feo, según Berta. Comenzando por ella misma. El padre se marchó. La madre tiene serios problemas de sobrepeso. Cuando conoce al hombre que dice ser Vicente Rojo, se agarra a la circunstancia de tener a su alcance una posible exclusiva con el pintor como a un clavo ardiendo. ¿Una salida, un augurio de superación personal y logros profesionales que barrunten un regreso a una existencia más tolerable?

Vicente Rojo: El verdadero. Fotografía de Milton Martínez - Secretaría de Cultura CDMX. 
La narración está concebida como una suerte de confesión. Y es este tema el que explota la autora con cierta fruición. Tenemos por lo tanto una narradora nada fiable inmersa en una fuerte crisis existencial que desearía reconvertirse en algo. Pero Hernández lo que hace es rizar el rizo: la madre es un personaje que se cree voz narradora poco fiable. Al comienzo de la historia repite hasta tres veces que su edad es cuarenta y tres años. Y que a esa edad, pues debe estar cerca del final. ¿De qué? Ni se sabe, ni realmente importa.

La segunda parte del libro apenas desarrolla la trama. Berta sugiere que sea el pintor, sea Vicente Rojo o no, quien ayude a la comunidad escolar del instituto a pintar un gran mural en honor de su compañero y amigo Mario, que ha sido diagnosticado con una grave enfermedad. El hombre que se cree Vicente Rojo titubea, no tiene nada claro que su contribución vaya a tener significancia. Pero la madre insiste y le visita en su estudio en entrevistas que con cada vez mayor frecuencia semejan ser sesiones terapéuticas. La labor periodística deja de ser una prioridad.

También el pintor terminará confesando su mentira vital. La lección que nos invita a extraer El hombre que se creía Vicente Rojo, pienso, es que todos podemos reinventar nuestra persona, romper con el pasado para construir una nueva identidad que nos satisfaga. O que nos deje vivir en paz. Y eso merece celebrarse con una opípara merienda, aunque solo sea por superar una vez más la sensación de que llegaba un final de algo. ¿De un libro sobre un hombre que se creía Vicente Rojo?

23/12/2021. My slightly different review of the English translation of the book (published as Prosopagnosia) has appeared in The AALITRA Review (16) 2021.

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