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27 ene 2012

My long journey - Mi largo viaje


My Long Journey


I’ve been using my daughter’s lunchbox and her little Tupperware for over two years. It may sound like a meaningless or pointless gesture to some, but for me it’s just one simple, everyday way of trying to make sense of the lease of life I was given on 29 September 2009.

Mind you, I did not pray or beg for it; all I did, in the spur of the moment, was simply to fight the water to keep my son J. alive, and in that process I guess I stayed alive.

For Clea I used to put half a twiggy stick and some rice crackers in the little container, and carefully place her cut sandwich in the lunchbox. One of her favourite lunches was Spanish omelette, which these days I don’t make as often as I used to.

Even though I never actually saw the scene, I think I can picture her sitting close to her school friends, next to Laura, and nibbling away at her sandwich. My daughter was always a slow eater, except perhaps when she was about one, when she would insist (after having had her own breakfast) on sitting on my knees while I was having my brekkie, and like a little bird Clea would demand chunks from my mushrooms and toast (generously sprinkled with rock salt and cracked pepper) or from my fried egg on toast (which on top of salt and pepper, would have been bombarded with a generous dash of Worcestershire sauce! Rather brave for a one-year old!)

I have also been wearing Clea’s pink hair band on my wrist since the day of her burial. It gets curious glances from people. Right now, it has created a whitish strip around my wrist where the fierce Australian sun has not been darkening my brown skin. I guess one day, in a few years time, the hair band will start falling into pieces, and only then will I chuck a sickie and drive to the coast, and I will stand close to the waters of the Pacific Ocean that killed her, to finally let it go.

Notas Literarias is now approaching its second year of existence. What began as an attempt to stay in touch with my former students of Spanish – I soon realised I could no longer be able to commit myself to remaining in a classroom for the whole two hours – has evolved into something else. Confronted with the cowardly silence from many, I felt the need to give free rein to words, as I have already tried to explain in Después de Lalomanu. I still don’t know exactly what this blog is, but I like to think it resembles a bridge. And bridges are, after all, things that make travelling possible.

Travelling always entails learning. I used to say it should be mandatory for young people to backpack around for a while. I would have liked to pay for Clea’s. I’ve been fortunate to learn lots by keeping this blog. Similarly, the lease of life I’ve been living since 29 September 2009 is also a journey. I know when the journey began, and I know it has no foreseeable end.

These are things I have learnt in my journey over the last two years and four months:

I prefer to be “brutally” (that’s obviously a hyperbole: there’s no violence involved, I promise!) honest with people I meet now for the first time. It’s useful, as it separates the brave from the easily frightened. Some weeks ago my mother-in-law truly shocked me (hey, why can’t I be allowed a euphemism now and then?) by stating that we were “pushing people away”. Sorry, but it’s the other way round. It’s in human nature to shirk pain and sadness. And it’s not only happened with people I have met after Clea’s death.

Silence can hurt as much as words, or even much more than any words anyone might say, for no words anyone might say could hurt me more than the fact that Clea is dead. A few people I’ve known for a long time received the book of poems I wrote to the memory of Clea, Lalomanu, but chose not to acknowledge it.

It does not help me at all to say or hint that it’s time for me to ‘get over it’ or to ‘cheer up’. You can ask any worthy and knowledgeable psychologist why.

If you ever experience the loss of a child (I hope not!), here’s my advice: Pay no heed to those who mean well and encourage you to seek comfort in religion. I try to be civil towards people who publicly display or express they have religious beliefs (I have my own thoughts about this: I see it as a sign of fear and/or weakness, definitely human traits, but mostly fear of accepting our irrelevancy in the big scheme of things the universe is), but I most definitely do not want to be told “there is still hope”. No, there is not. Nothing will bring my daughter back with me. The same goes for the notion of the ‘other world’, or her now being a ‘little angel’ in heaven or somewhere else, and nonsense of that kind. Thanks, but no thanks. I think such comments are self-comforting, but they do not comfort me.

In the end, I am a traveller, but I really travel alone in this long journey of mine. Still, thank you for your company when reading, and commenting whenever you feel like it.



Mi largo viaje


Llevo más de dos años haciendo uso de la fiambrera y del pequeño contenedor de Tupperware de mi hija. Para algunos, puede que parezca un gesto sin sentido o fútil, pero para mí es un modo sencillo y cotidiano de intentar darle un sentido a esta segunda vida con que quedé el 29 se de septiembre de 2009.

Eso sí, que quede claro: ni recé ni rogué por ella; todo lo que hice, de forma instintiva, no fue otra cosa que luchar contra el agua para salvarle la vida a mi hijo J., y supongo que por eso conseguí también salvar la mía.
Solía ponerle medio palito de salami y unas cuantas galletitas de arroz en el contenedor pequeño, y le colocaba el sándwich en la fiambrera con cuidado. Uno de sus almuerzos favoritos era la tortilla española, que hoy en día no hago con tanta frecuencia.

Aunque de hecho nunca viera la escena, creo que puedo imaginármela sentada cerca de sus amigas en el cole, junto a Laura, mordisqueando el sándwich. Mi hija siempre comía despacio, excepto quizás cuando tenía un año, cuando insistía (después de haber despachado su propio desayuno) en sentarse en mis rodillas mientras yo estaba desayunando y como un pajarito Clea me exigía trozos de mis champiñones con tostadas (espolvoreados generosamente con sal de roca y pimienta molida) o de mi huevo frito con tostadas (el cual, además de la sal y la pimienta, yo habría bombardeado generosamente con salsa Worcestershire… ¡Muy valiente para una niña de un año!)

Desde el día de su entierro, también he llevado en la muñeca su diadema rosa, como si de una sudadera o una pulsera se tratase. Atrae miradas de cierta curiosidad. Estos días me ha hecho una banda blancuzca en la muñeca allí donde el fuerte sol del verano australiano no ha podido oscurecerme la piel. Supongo que algún día, dentro de algunos años, la diadema empezará a hacerse pedazos, y solamente entonces pienso tomarme el día libre, coger el coche e ir a la costa, y me acercaré a las aguas del Océano Pacífico que le quitaron la vida a Clea, para dejarlo ir por siempre.

Notas Literarias se acerca a su segundo año de existencia. Lo que comenzó como un intento por mantener el contacto con mis antiguos estudiantes de lengua española – me di cuenta muy pronto de que ya no podía comprometerme a permanecer en un aula durante dos horas  – se ha convertido en otra cosa. Frente al silencio cobarde de muchos, surgió en mí la necesidad de darle rienda suelta a las palabras, como ya intenté explicar en Después de Lalomanu. Todavía no sé exactamente qué es este blog, mas me gusta pensar que se asemeja a un puente. Y los puentes son, después de todo, cosas que hacen posibles los viajes.

Viajar siempre implica aprender. Solía decir que debería ser obligatorio para todos los jóvenes un periodo como mochileros. Me habría gustado pagarle ese viaje a Clea. He tenido la fortuna de aprender mucho manteniendo este blog. De igual modo, esta segunda vida que he vivido desde el 29 de septiembre de 2009 es también un viaje. Sé cuándo comenzó el viaje, pero sé también que no tiene un final previsible.

Estas son cosas que he aprendido en mi viaje durante los últimos dos años y cuatro meses:

Prefiero ser “brutalmente” (una hipérbole, obviamente: no hay nada de violencia, ¡lo prometo!) honesto con la gente a la que conozco por primera vez. Me resulta útil porque separa a los valientes de los espantadizos. Hace algunas semanas mi suegra me dejó pasmado (yo también tengo derecho a los eufemismo de vez en cuando, ¿o no?) cuando nos dijo que estábamos “ahuyentando a la gente”. Perdón: es todo lo contrario. Es parte de la naturaleza humana el querer librarse el dolor y la tristeza. Y es algo que no solamente me ha ocurrido con gente a la que he conocido después de la muerte de Clea.

El silencio puede doler tanto como las palabras, o incluso mucho más que cualesquiera palabras que nadie pueda decir, puesto que ninguna palabra podría causarme mayor dolor que el hecho de que Clea esté muerta. Hay unas cuantas personas a las que conozco desde hace tiempo que recibieron el poemario que escribí en memoria de Clea, Lalomanu, pero que tomaron la decisión de no hacer acuse de recibo.

No me ayuda para nada decirme o dar a entender que ya es hora de que ‘lo supere’ o de ‘me anime’. Puedes preguntarle por qué a cualquier psicólogo que se precie y sepa bien su oficio.

Si alguna vez sufres la pérdida de un hijo (¡Ojalá no ocurra nunca!), éste es mi consejo: No hagas caso a quienes con buenas intenciones te alienten a buscar consuelo o confort en la religión. Trato de ser cortés con la gente que muestran o expresan en público que tienen creencias religiosas (tengo mis propias ideas acerca de esto: lo veo como un síntoma de miedo y/o debilidad, características desde luego muy humanas, pero sobre todo el miedo a aceptar nuestra irrelevancia en el gran rompecabezas que es el universo), pero ante todo no quiero que me digan que “todavía hay esperanza”. No la hay. Nada me va a devolver a mi hija. Lo mismo digo de la noción del ‘otro mundo’, o que tengo en el cielo o algún otro  lugar un ‘angelito’, y bobadas por el estilo. No gracias, esos comentarios son para el confort propio, pero a mí no me confortan.

A fin de cuentas soy pues un viajero, pero en realidad viajo solo en mi largo viaje. Con todo, gracias por acompañarme con la lectura, y por tus comentarios cuando te apetece hacerlos.

22 ene 2012

Road Kill, un cuento de William Dylan Powell

Carretera en Death Valley, (c) Adrille, 2007

Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo la versión que he vertido al castellano de un breve cuento del autor estadounidense William Dylan Powell. Road Kill, expresión que suele representar a los animales que mueren con frecuencia atropellados por los vehículos en las carreteras, narra el encuentro de un camionero con una anciana en una parte muy remota del estado de Texas.

El desenlace es de por sí sorprendente, pero lo que más me atrae de la historia son las preguntas que pudiera (casi siento la necesidad de escribir ‘debiera’) provocar en el lector. Pienso que es imposible quedarse indiferente ante Road Kill, y la pregunta ‘¿Qué habría hecho yo en su lugar?’ emerge con toda la fuerza y dureza inherentes al estilo directo y conciso de Powell.

Road Kill comienza así:

Metí a Loco en su jaula de viaje y limpié el asiento del copiloto, de pralinés sin terminar, de latas vacías de Dr. Pepper y la tesis doctoral de un viejo amigo mío acerca del racionalismo ético kantiano.

Ayudé entonces a la anciana a subirse al camión, y luego subí yo. El aire acondicionado resultó ser una bendición mientras yo iba cambiando marchas para recuperar la velocidad en la carretera 187 de Texas.
—Me llamo Elbow Jones —dije mientras veía por el espejo retrovisor cómo desaparecía su coche, con el capó levantado y tirado en la cuneta de la carretera.
—Eve Dawson.
Íbamos dejando velozmente atrás alambradas, campos de altramuces y amaros. En la radio sonaba George Straight.


Puedes terminar de leer Road Kill aquí. Si prefieres leer esta historia en el inglés original, puedes encontrarla aquí. En cualquier caso, espero que lo encuentres interesante. Como decía antes, dudo mucho que te deje indiferente.

20 ene 2012

Reseña: Marcos Montes, de David Monteagudo


David Monteagudo, Marcos Montes (Barcelona: Acantilado, 2010). 118 páginas.

Un minero llamado Marcos Montes (a mí me resulta algo bastante extravagante que el autor se empecine en recordárnoslo al menos siete veces en las cinco primeras páginas de este burdo sucedáneo de novela) se levanta temprano y entra en la mina, de donde se dispone a extraer oro. Mientras realiza las tareas que hace de forma cotidiana el narrador quiere hacernos creer que el personaje se enfrasca en disquisiciones inútiles: “Su mente vagaba, ocupada en ideas fugaces, caprichosas, que nada tenían que ver con los objetos que le rodeaban”.

Mal empezamos, ¿no?

Para más inri, se nos relata que el minero se deja atrapar por el ruido rítmico de la perforación del taladro en la roca y se sumerge en sus ensueños (en contra de las más elementales recomendaciones de seguridad, cabría recordar). No es de extrañar, pues, que el minero perezca cuando se produce un derrumbamiento en el interior de la mina.

Un momento: resulta que no, que a pesar de que la ha caído encima “una brutal y avasalladora ola de piedras” – hay que agradecerle al autor no haber caído en la tentación cada vez más extendida de referirse a un tsunami – que “lo empujó, lo desplazó unos metros, lo tiró al suelo para [sic] cubrirlo con lo que parecían toneladas, una montaña entera de cascotes que le inmovilizó por completo”, a pesar de lo anterior, Marcos Montes no ha muerto, parece.

¿Por qué?, podría preguntarse el lector. Quizá la pregunta pertinente en este caso sería, no por qué, sino para qué.

Posiblemente, aventuro yo, para que el autor pueda alargar lo que en principio habría sido un cuento fantástico más o menos interesante, hasta dotarlo de la longitud de una novelita breve. Sin embargo, la transformación de una idea buena para un cuento a la larga resulta en su mayor parte anodina e intrascendente, con un final tan previsible como insulso.

Al igual que en la primera novela que publicó Monteagudo, Fin, ya reseñada anteriormente aquí, Marcos Montes me pareció por momentos una narración sin brújula.

Lo cotidiano de la vida del protagonista viene descrito en un registro muy literario, que no creo que case con la realidad del trabajo de un minero. La trama avanza por derroteros que nos llevan de lo que debiera ser la claustrofobia propia de los que esperan el rescate (apenas queda transmitida) a una trama secundaria y metafísica, la cual sirve de argumento para elaborar un poco sobre el pasado del protagonista y propiciar un exiguo esbozo de lo que puede ser el arrepentimiento y el perdón de las faltas que puede uno cometer en vida.


No me convenció Fin en su día, y me ha decepcionado (muchísimo) Marcos Montes ahora. Aun así, no quisiera recomendar a nadie que evite su lectura. Todo lo que sea leer con mirada crítica es bueno para el lector. Por eso, pienso que es bastante más efectivo invitarte a leerlo y a que saques tus propias conclusiones: puede que coincidas con las mías, o puede que disientas y que Marcos Montes te entusiasme. La risa, como suele decirse, va por barrios.

17 ene 2012

Reseña: The Roving Party, de Rohan Wilson




Rohan Wilson, The Roving Party (Crows Nest: Allen & Unwin, 2011). 282 páginas.

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Desde hace tiempo se vienen produciendo en Australia interesantes debates en torno a la historia oficial de la colonización, y en el terreno estrictamente literario, sobre la legitimidad o la propiedad del uso que hacen los novelistas contemporáneos de las fuentes históricas para escribir recreaciones y ficciones que contienen elementos y personajes históricos. Algunos historiadores y académicos han hecho público su desagrado por esta tendencia, mientras otros se han limitado a recordar al público la diferencia entre historia como disciplina y la escritura novelada de la historia como producto literario.
La historia a la que nos remite The Roving Party es la de la partida que organizó John Batman (fundador de la ciudad de Melbourne) por encargo del gobernador de lo que hoy en día es Tasmania, que por entonces todavía recibía el nombre de Van Diemen’s Land, la tierra de Van Diemen, bautizada así por el neerlandés Abel Tasman, primer explorador europeo en desembarcar en la isla en 1642. La partida, compuesta por varios convictos y un par de guerreros Dharug venidos expresamente desde Sydney para ayudar a seguirles el rastro a los aborígenes, recorrió diversas partes de la isla en 1829.
Wilson inserta en esta historia a un personaje enigmático y complejo, Black Bill. Indígena de la isla pero educado por los colonos blancos ingleses, Black Bill no pertenece por completo a ninguna de las dos culturas, pero ha tomado partido por Batman – aparentemente porque con Batman no le va a faltar la comida. No obstante, parece haber en él también un rescoldo de odio o resentimiento contra el líder de los aborígenes a los que persigue el grupo de Batman, Manalargena, a quien considera un brujo.
Desde el mismo comienzo de la novela Wilson nos recuerda que Black Bill opera en un doble nivel: es, por una parte, el mercenario implacable que sirve a Batman para sus propósitos, pero por otra queda clara su conexión mítica con la tierra, con su gente. Si en la primera escena encontramos la referencia a su nombre tribal, “nombre que ya no le servía de nada”, en la escena final es el propio Black Bill el que susurra el nombre secreto de su hijo, nacido muerto. Que el hijo de Black Bill naciera muerto añade todavía mayor simbolismo e ironía a la tarea a la que el nativo se ha encomendado: el exterminio de las tribus autóctonas.
Black Bill es por tanto, y sin lugar a dudas, el protagonista de la narración, y Wilson desarrolla espléndidamente su relación con el líder, Batman, y con el resto de los expedicionarios. La relación del vandiemeniense con Batman es otro de los aspectos interesantes de la novela. Hay entre ellos un evidente respeto mutuo (Batman consulta con Black Bill en numerosas ocasiones), pero el indígena nunca va a ser considerado como un igual por el jefe de la expedición.
Los diálogos son, como cabría esperar, comedidos, y apuntan más que denotan el sentido y la intención de las palabras. Corresponde pues al lector profundizar en la compleja psicología de los personajes mientras los acompaña por el territorio agreste y hostil en las cercanías de Ben Lomond, y en la narración escueta de la brutalidad de sus actos y sus reacciones instintivas.
También el clima se erige en obstáculo al avance de la partida de aniquilación de Batman. En las tierras altas de Tasmania, el frío, la niebla, la escarcha, la lluvia y la nieve añaden una buena dosis de tensión a la narración; mientras los convictos van prácticamente descalzos, Black Bill luce un estupendo par de botas, lo que le granjea la envidia de los penados, que nunca podrán considerar a Bill como un igual.
Puede que, en su estructura y trama, The Roving Party les recuerde a muchos a otra gran novela, la muy admirada Heart of Darkness de Joseph Conrad. El de Batman, Black Bill y los demás mercenarios es también un viaje al interior de una tierra salvaje, además de suponer un viaje interior hacia las profundidades más crueles y despiadadas de la psiquis humana.
Como curiosidad mencionaré que Rohan Wilson se pasó varios años investigando en las fuentes históricas disponibles, y como fruto de su trabajo de investigación publicó su tesis de grado de maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Melbourne, titulada The Roving Party & Extinction Discourse in the Literature of Tasmania, que contiene el embrión de la novela y que puede consultarse en internet (nota: es un archivo PDF de 133 páginas) aquí.
The Roving Party es un libro que deja huella en la memoria del lector, tanto por la calidad de su prosa como por la terrible historia que cuenta. Por esta novela de debutante, Wilson fue galardonado con el Premio Literario Australian/Vogel de 2011.
Y como suele ser habitual en Notas Literarias, te obsequio con las primeras páginas de The Roving Party, invitándote a disfrutar de su lectura.

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Al alba, llamaron con silbidos al Negro Bill, y luego por su viejo nombre de miembro del clan, nombre que ya no le servía de nada. Él se irguió en el catre y miró a su alrededor. El fuego en el hogar se había apagado, y la cabaña estaba totalmente a oscuras. Dobló la manta sobre su fémina, cubriendo el pequeño bulto de su vientre. Se puso el sombrero y las botas, todo el tiempo escuchando a las almas distantes que le silbaban y llamaban como si fuese un perro de caza que debiese estar dispuesto para la montería. Entonces él empujó la trampilla hacia fuera y se quedó en el hueco, observando cómo los enormes eucaliptos enhiestos como columnas lentamente iban distinguiéndose a medida que el sol iluminaba la tierra. El aire estaba húmedo y neblinoso entre las finas rendijas de luz, y estuvo un buen rato mirando fijamente al exterior hasta que se dio cuenta de su presencia. Primero vio a los perros, enflaquecidos por las lombrices, medio ocultos por los bancos de niebla. Después, dispuestos entre los vaporosos matorrales que rodeaban su choza, aparecieron como llegados de un sueño etéreo. El Negro Bill apretó los dientes. Era un grupo de cazadores de los hombres Plindermairhemener.
Lo estaban observando a través de las brumas, sujetando puñados de lanzas como si fueran largos y espigados alfileres. De sus cuerpos colgaban indolentemente los mantos de piel de canguro que ocultaban las piezas de ropa que llevaban debajo, pantalones viejos, desgarrados y ennegrecidos por la sangre de las presas que habían cobrado, y camisas de algodón que habían robado, ya convertidas en andrajos. Uno de ellos iba vestido con una cartuchera de un soldado de infantería, y otro llevaba puesta una chaqueta de fina lana como si se hubiera vestido para la cena. Cortaban el aire con la respiración. No era un grupo de reliquias surgido de las praderas donde sus antepasados habían caminado, sino hombres recreados en modos peculiares a este nuevo mundo. Mientras observaba a aquellas figuras desde la puerta de su hogar el vandiemeniense buscó el cuchillo que guardaba entre los omóplatos.
Destacaba entre aquella singular horda Manalargena, quien llevaba en los hombros una maza de madera de acacia, manchada con la suciedad de la guerra. Hizo girar la herramienta al tiempo que guiaba a la partida desde los matorrales, flanqueado por la jauría de perros, y la corteza de los árboles crujía bajo sus pies. Manalargena era vanidoso, siempre lo había sido, y su esposa le había pintado el cabello de ocre formando largos tirabuzones, de manera tan precisa como las cuerdas que hacían las mujeres. En realidad, todos los hombres llevaban los cabellos del mismo modo, esculpido por las mujeres, pero solamente el cacique caminaba por aquella tierra como un individuo enamorado del sonido de sus propios pasos: mina bungercarner. nina bungercarner. mina tunapri nina. nina tunapri mina. Fijó su mirada en el rostro de Bill mientras hablaba.
narapa. El Negro Bill bajó el cuchillo.
Los hombres del clan se colocaron sobre la tierra junto a la choza de Bill, y con las palmas de las manos abiertas le hicieron gestos para que también él se sentase. La pintura de guerra estaba todavía fresca, y cuando Manalargena le ofreció una concha de abulón rellenada de grasa y tintura ocre, el vandiemeniense la aceptó, se quitó el sombrero y se impregnó la cabeza con la pintura. Bill llevaba el pelo muy corto, como los hombres blancos de la región, pero los hombres del clan lo observaron con solemne consideración, y si en su opinión el pelo merecía su desprecio, no dieron muestra de ello. El cacique volvió a dirigirse a Bill, y esta vez lo hizo en parte en inglés para hacerle saber su sitio. Pues el vandiemeniense era para ellos como un blanco.
—Tummer-ti, le dijo. Venimos, te necesitamos. ¿tunapri mina kani?
El Negro Bill estudió su rostro lleno de profundas arrugas.
Tú ven, luchar, dijo el cacique.
¿Eh?
Lucha con nosotros.
—¿Dónde? ¿carnermena lettenener?
tromemanner.
Bill miró alrededor suyo, a aquellos guerreros de rostro adusto; cada uno de ellos le sostuvo la mirada, y vio entre sus rostros las audaces expectativas que tenían de él.
—Tú hombre fuerte, tú lucha, dijo el cacique. Ven con nosotros.
El Negro Bill guardó silencio. Se rascó las viejas cicatrices rituales que tenía en el pecho. Llamó a su fémina para que se levantase del lecho, y cuando no hubo respuesta, volvió a llamarla, y sus palabras quedaron extrañamente amortiguadas por la niebla entre los árboles. Pronto ella apareció en la puerta, envuelta en una manta, y Bill le pidió que sacara la carne.
tawattya, —les dijo a los guerreros, pero ellos miraron hacia otro lado y movieron la cabeza. El pelo, demasiado largo para una mujer negra, parecía molestarles.
—¿Su nombre, cuál?
Bill se encaró al cacique. —Katherine.
—Katarin, — el cacique se dirigía a ella. —Tú, buena mujer. Tú trae comida, Katarin. Trae té. Buena mujer. Nosotros hablamos.
Ella se quedó mirándolo. Entonces desapareció en el interior de la choza.
Manalargena sonrió y esperó a que ella regresase con un trozo de carne de canguro fría. Los guerreros comieron copiosamente y se fueron pasando uno tras otro el cazo del té. Por encima del rumor de los sorbidos el cacique alabó a Bill por la esposa que había tomado, por su obediencia, su silencio, y por puro capricho se puso en pie y, pavoneándose, hizo burla de su propia esposa, tan presuntuosa, y los hizo reír a todos con la interpretación de su arrogante porte. Tenía la barba enmarañada, y sus nudos lacios, rojos como barba de gallo, se sacudían mientras caminaba. Oscuras manos se agitaban a su paso, y alzó la nariz. Los guerreros se rieron, pero Bill siguió observando y no dijo nada.
Una vez más, el cacique se sentó entre los hombres del clan y echó mano al cazo. Bebió, se secó los labios y miró en dirección a Bill. En la puerta, Katherine se sujetaba la barriga redonda. El cacique movió un dedo encorvado en dirección a ella.
—¿Ella encinta, de qué?
—No lo sé, —dijo Bill.
El cacique la consideró un momento y se frotó su maltratado brazo izquierdo. Era una masa de cicatrices, donde había intentado eliminar el demonio de su espíritu de juventud con sangrías.
—Un niño, —dijo. —Un niño fuerte. Yo sé esto.

12 ene 2012

La librería de los convictos

Pienso que el carácter o la historia del lugar donde uno compra sus libros les añade algo indefinible. Con frecuencia he salido de librerías con las manos vacías (y el bolsillo intacto – o mejor dicho, la tarjeta de crédito incólume) porque la atmósfera de grandes superficies no resulta placentera ni atractiva para la compra de libros.

Por eso, el hallazgo de una librería que tiene entre sus paredes una historia como la que posee ésta en Campbell Town, en Tasmania, fue una experiencia rara, y es algo curioso que merece reseñarse.



The Foxhunters Return Bed and Breakfast, en Campbell Town. La librería está ubicada en los sótanos, en la parte trasera de la casa.


The Book Cellar (que vendría a ser algo así como el sótano o bodega de los libros) forma parte del imponente edificio que alberga un Bed and Breakfast, sito en la carretera que une la capital de Tasmania, Hobart, con la segunda ciudad más importante de la isla, Launceston, y se halla en la entrada a Campbell Town por el sur.

The Fox Hunters Return fue construido alrededor de 1833, y en un principio era parada obligatoria para postas y diligencias, que hacían el trayecto entre las dos ciudades. El pueblecito de Campbell Town recibió su nombre de la esposa del gobernador Macquarie, Elizabeth Campbell. Cerca del edificio está el puente de ladrillo rojo que construyeron los convictos.


En cada una de las secciones dormían unos 80 convictos. Espacio muy reducido, condiciones absolutamente infrahumanas.
Es por esa razón que los sótanos del edificio fueron durante varios años los aposentos donde dormían los reos. Las condiciones en que sobrevivían o malvivían eran terribles, pero las de su trabajo eran mucho peores: las temperaturas en invierno eran bajísimas, no recibían más sustento del necesario para que no murieran de hambre, y sus ropas y calzado eran de la peor calidad.


El tríptico promocional de Fox Hunters Return

La librería en sí es modesta; no contiene un catálogo descomunal ni mucho menos: a la venta hay libros nuevos y usados, y algunas rarezas y volúmenes viejos que sin duda atraerán a los coleccionistas. Entre la sección de literatura inglesa avisté, por ejemplo, una copia de The Moonstone, de Wilkie Collins, publicada en 1943 y encuadernada en cuero azulado, y que se vendía por un asequible precio de 8 dólares.


El cercano puente fue construido con los ladrillos que fabricaron los convictos. Algunos de esos ladrillos se utilizaron para construir los dormitorios de los condenados y todavía se pueden ver en la librería algunas de sus inscripciones.
Campbell Town celebra hoy en día a los convictos con un largo paseo en su calle principal (la carretera de Hobart a Launceston) y que está elaborado con ladrillos. Cada ladrillo muestra el nombre del convicto, su edad, el nombre del barco y el año en el que fue transportado, y la razón de la condena que le fue impuesta.


 Nathaniel Beard, de 17 años, fue condenado de por vida por hurtar ropa. Muchos de los convictos eran niños, algunos de hasta 12 años de edad. Y un dato significativo: muchos de ellos eran de origen irlandés.

9 ene 2012

Reseña: Jennifer Government, de Max Barry



Max Barry, Jennifer Government (Londres: Abacus, 2004). 335 páginas.

Tras la rocambolesca sátira Syrup (reseñada hace unos meses aquí) sobre el marketing en el mundo corporativo, el australiano Max Barry publicó en 2003 Jennifer Government, en la que nos sitúa en un mundo futuro no muy lejano, en el cual las corporaciones capitalistas globales han logrado tales cotas de poder que los empleados tienen por apellido el nombre de la compañía. (¿Cotas de poder no tan lejanas de la actual coyuntura?)

Australia se ha convertido en un territorio más de los Estados Unidos de América; el gobierno ha quedado reducido a la mínima expresión porque nadie paga impuestos, las escuelas reciben fondos de multinacionales como McDonald’s y Pepsi, pero en ellas se enseña a defender la doctrina del ‘capitalizm’. Todos los valores humanos son evaluados en términos de beneficio o pérdida económica: así, cuando el corredor de bolsa Buy Mitsui pide una ambulancia, la operadora le pide los datos de su tarjeta de crédito antes de averiguar su ubicación.

Es en este contexto que dos grandes grupos corporativos, Team Advantage y US Alliance, se enfrascan en una batalla sin cuartel por el control del mercado. El inicio de la novela resulta muy sugestivo: un empleado de poca monta de Nike firma un contrato que le ofrecen los ejecutivos de marketing, por el cual tiene que matar a diez clientes que compren el nuevo modelo de zapatillas: forma parte de una campaña que incorpora un novedoso concepto de marketing: la negativa a vender el producto, que “vuelve loco al mercado”.

Son muchos los personajes que pueblan Jennifer Government, pero Barry no desarrolla ninguno de ellos en profundidad. No es eso lo que le interesa al autor. Lo que quiere ofrecernos es una narración de ritmo vertiginoso en ocasiones, un argumento que le sirve a Barry para poner el acento en la sátira, para hacer hincapié en el humor y la ironía.

Y por supuesto, una heroína: Jennifer Government. Jennifer, exdirectiva de marketing, es ahora una agente que persigue incansablemente a John Nike, quien en cierto modo encarna una suerte de mezcla del prototipo de político neocon y de ejecutivo multinacional sin escrúpulos.

Añadámosle a esto la irrupción de la National Rifle Association (sí, la NRA que presidió durante algunos años el siniestro Charlton Heston) como corporación militarizada prestadora de ciertos “servicios” (le dejo al lector el gustazo de imaginarse qué tipo de servicios) y tenemos un estupendo cóctel repleto de acción, gags y guiños al lector, todo ello aderezado por la sensación de que estamos ante un escenario distópico que en ocasiones recuerda tangencialmente a 1984 y que se cierne, amenazador, sobre los personajes.

El lector podría en algún momento llegar a pensar que la aparente estructura caótica no va a dar resultados: pero el lector se equivoca. Barry integra con desenvoltura los diferentes hilos argumentales y los numerosos personajes para darle un final, si no apoteósico, al menos admirable.

Con todo, lo mejor es el humor, la sátira corrosiva que el autor insufla en la novela. Una muestra: cuando el malvado John Nike convence a los mandos de la empresa para que aviones militares de la NRA derriben el aparato del Presidente del Gobierno, lo hace abogando por la eliminación del gobierno por todos los medios que sean necesarios. “Just do it”, les dice John Nike. ¿Algo más que un eslogan?

A continuación, te invito a leer el primer capítulo de Jennifer Government. Puedes también leer el primer capítulo en inglés en el web de Max Barry.


1. Nike

La primera vez que Hack oyó hablar de Jennifer Government fue junto al dispensador de agua en el trabajo. Se encontraba en ese sitio solamente porque el de su piso se había estropeado; seguro que el Departamento Legal iba a caerle encima a la empresa distribuidora, Manantiales Naturales, como una auténtica tonelada de mierda, sin duda alguna. Hack trabajaba de Oficial de Distribución de Productos. Lo cual quería decir que cuando Nike confeccionaba un montón de posters, gorras o toallas playeras, lo que Hack tenía que hacer era enviarlas al sitio correcto. Igualmente, si alguien llamaba para quejarse de que no le habían llegado los posters, o las gorras, o las toallas playeras, era Hack quien tomaba la llamada. El trabajo ya no era tan emocionante como antes.

—Es una calamidad— estaba diciendo un hombre que estaba junto cerca del dispensador de agua. —Quedan cuatro días para comenzar el lanzamiento, y tengo a Jennifer Government husmeándome el culo.

—Jo-Der, —le respondió su compañero. —Menudo coñazo.
—Quiere decir que tenemos que movernos, y rápido. — Miró a Hack, que estaba llenando el vaso. — Holaquetal.
Hack levantó la vista. Le estaban sonriendo como si se tratara de uno de sus iguales – pero, por supuesto, Hack estaba en la planta equivocada. No sabían que no era nada más que un Oficial de Producto. —Hola.
—No te había visto nunca por aquí— dijo el tipo de la calamidad. — ¿Eres nuevo?
—No, trabajo en Producto.
—Oh— Y arrugó la nariz.
—Se nos ha estropeado el dispensador de agua— le dijo Hack, y dio rápidamente media vuelta.
—Eh, espera, espera— dijo el tipo del traje. — ¿Tú has trabajado alguna vez en marketing?
—Ah… —dijo Hack, quien sospechaba que era una broma. —No.
Los tipos de los trajes se miraron el uno al otro. El tipo de la calamidad se encogió de hombros. Entonces le ofrecieron la mano. —Soy John Nike, Miembro de la Falange de Marketing, Sección Productos Nuevos.
—Y yo soy John Nike, Vicepresidente de la Falange de Marketing, Sección Productos Nuevos— dijo el otro tipo trajeado.
—Hack Nike— dijo Hack todo tembloroso.
—Hack, estoy facultado para tomar decisiones de contratación de trabajo de gama media— le dijo el John Vicepresidente. — ¿Te interesaría un trabajo?
—Un trab... — Se le trababa la garganta. — ¿En marketing?
—Para casos especiales, está claro — añadió el otro John.
Hack se puso a llorar.
ΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩ
—Toma, toma— dijo uno de los Johns, mientras le pasaba un pañuelito. — ¿Ya te sientes mejor?
Hack asintió, avergonzado. —Lo siento.
—No te preocupes, hombre— le dijo el John Vicepresidente. —Un cambio de puesto profesional puede ser causa de mucho estrés. Lo he leído en alguna parte.
—Aquí está todo el papeleo— El otro John le pasó un bolígrafo y un montón de papeles. La primera página decía: CONTRATO DE PRESTACIÓN DE SERVICIOS, y las demás estaban en una letra tan pequeña que no apenas se podía leer.
Hack vacilaba. — ¿Queréis que firme esto ahora?
—No hay nada de qué preocuparse. Son solamente las cláusulas habituales sobre no competencia y confidencialidad.
—Sí, pero... —Las empresas habían endurecido muchísimo los contratos de empleo últimamente; Hack había oído algunas historias. En Adidas, si uno dejaba el trabajo y el que te sustituía no era tan competente, te demandaban por pérdida de beneficios.
—Hack, nos hace falta alguien que sepa tomar decisiones impensadas. Una persona de acción.
—Alguien que consiga terminar el trabajo. Pero sin hacer el capullo.
—Si no es ese tu estilo, pues bueno... olvidémoslo. No hemos hablado. No pasa nada. Te quedas en Distribución y ya está. —El John Vicepresidente hizo ademán de cogerle el contrato.
—Puedo firmarlo ahora mismo— les dijo Hack, apretándolo con fuerza.
—Eres tú el que decide— dijo el otro John, al tiempo que tomaba la silla que estaba al lado de Hack. Cruzó las rodillas y posó las manos en la intersección, sonriente. Hack observó que ambos Johns contaban con una buena sonrisa. Supuso que en marketing todo el mundo tenía una. Tenían caras muy parecidas, también. —Justo al final de la página, ahí.
Hack firmó.
—También ahí— dijo John. —Y en la página siguiente... y una firmita aquí también. Y ahí.
—Me alegra mucho contar contigo, Hack. —El John Vicepresidente cogió el contrato, abrió un cajón y lo dejó caer dentro. —Bueno. ¿Qué sabes tú de las Mercurys de Nike?
Hack bizqueó. —Son nuestro último producto. Todavía no las he visto, pero... dicen que son fenomenales.
Los Johns sonrieron. —Hace seis meses que empezamos a vender las Mercurys. ¿Sabes cuántos pares de zapatillas hemos vendido desde entonces?
Hack negó con la cabeza. Cada par costaba miles de dólares, pero eso no impedía que la gente las comprara. Eran las zapatillas más de moda en el mundo. — ¿Un millón?
—Doscientos.
— ¿Doscientos millones?
—No, doscientos pares.
—John, aquí presente— dijo el otro John— fue el pionero en el desarrollo del concepto de marketing mediante la negativa a vender un producto. Vuelve loco al mercado.
—Y ahora ha llegado el momento de hacer caja. El viernes tenemos pensado soltar cuatrocientos mil pares de zapatillas en el mercado, a dos mil quinientos mangos cada uno.
—Lo cual, puesto que nos cuestan – ¿cuánto era?
—Ochenta y cinco.
—Puesto que nos cuesta ochenta y cinco centavos fabricarlas, nos da un margen bruto de cerca de un billón de dólares. — Miró al John Vicepresidente. —Es una campaña genial.
—Es, en realidad, cuestión de sentido común— apuntó John. —Pero he aquí el meollo de la cuestión, Hack: si la gente se da cuenta de que hay Mercurys en todos los grandes almacenes del país, perderemos toda la demanda que nos ha costado tantísimo trabajo cimentar. ¿Tengo razón?
—Claro. — Hack esperaba parecer confiado. En realidad, no entendía nada de marketing.
— ¿Y sabes qué es lo que vamos a hacer?
Hack negó con la cabeza.
—Vamos a matarlos— dijo John Vicepresidente. —Vamos a matar a los que compren un par de zapatillas.
Silencio. — ¿Qué?— dijo Hack.
El otro John añadió —Bueno, obviamente a todos no. Nos figuramos que solamente tenemos que cargarnos a... ¿cuántos eran? ¿Cinco?
—Diez— dijo John Vicepresidente. —Para estar seguros.
—Correcto. Eliminamos a diez clientes, hacemos que parezca que han sido chicos de los guetos, y conseguimos que nos salga del culo credibilidad a nivel de calle. Apuesto a vendemos el inventario  en menos de 24 horas.
—Me acuerdo de cuando uno podía confiarles a los sicarios callejeros el trabajo de despachar a unos cuantos por los últimos modelos de Nike— dijo John Vicepresidente. —Ahora atracan a la gente para quitarles unas Reebok o unas Adidas – incluso productos que no son de marca, hay que joderse.
—Ya no hay sentido de la moda en los guetos— puntualizó el otro John. —Te lo juro, son capaces de ponerse cualquier cosa.
—Es una vergüenza. En todo caso, Hack, creo que me entiendes. Esta es una campaña rompedora.
—Quién dijo puntera— indicó el otro John. —Esta es la definición de puntero.
—Em... — musitó Hack. Tragó saliva. — ¿Esto no es, cómo decirlo... ilegal?
—Quiere saber si es ilegal— dijo el otro John, divertido. —Qué tío tan ocurrente eres, Hack. Claro, sí es ilegal, matar a gente sin su consentimiento, eso es altamente ilegal.
John Vicepresidente dijo: —Pero la cuestión es: ¿Cuánto nos cuesta? Incluso si nos descubren, quemamos unos cuantos millones en costes legales, nos multan con unos cuantos millones más... pero a fin de cuentas, todavía salimos ganando, y mucho.
Hack tenía una pregunta que no tenía ganas de preguntar. —De modo que... este contrato... ¿qué dice que tengo que hacer?
El otro John, que estaba a su lado,  juntó las manos. —Muy bien, Hack, ya te hemos explicado nuestro proyecto. Lo que queremos que hagas es...
—Que lo ejecutes— concluyó John Vicepresidente.

8 ene 2012

Buscando a Tusitala: una crónica en Hermano Cerdo

El comedor en la residencia de los Stevenson. Vailima, Apia, Samoa.


La revista Hermano Cerdo acaba de publicar una crónica titulada Buscando a Tusitala, un relato basado en la visita a fines de noviembre (la tercera ocasión en que voy a Samoa) a la isla de Upolu, la más populosa. Comienza así:
La noticia de la multa por valor de cien cerdas como castigo en un caso de supuesta mala conducta durante la reciente Copa del Mundo en Nueva Zelanda, multa que le fue impuesta al manager del equipo de rugby de Samoa, fue recogida por los medios de comunicación españoles con una pizca de curiosidad, que dio paso a la hilaridad y a los comentarios jocosos de los internautas, que naturalmente hicieron gala de su ignorancia de la sociedad y cultura samoanas, cuando no de absurdos prejuicios con ciertas dosis de tufo a colonialismo rancio y trasnochado.
Puedes terminar de leerla haciendo clic aquí. Espero que te guste.