My Long Journey
I’ve been using my
daughter’s lunchbox and her little Tupperware for over two years. It may sound
like a meaningless or pointless gesture to some, but for me it’s just one
simple, everyday way of trying to make sense of the lease of life I was given
on 29 September 2009.
Mind you, I did not
pray or beg for it; all I did, in the spur of the moment, was simply to fight
the water to keep my son J. alive, and in that process I guess I stayed alive.
For Clea I used to put
half a twiggy stick and some rice crackers in the little container, and
carefully place her cut sandwich in the lunchbox. One of her favourite lunches
was Spanish omelette, which these days I don’t make as often as I used to.
Even though I never
actually saw the scene, I think I can picture her sitting close to her school
friends, next to Laura, and nibbling away at her sandwich. My daughter was
always a slow eater, except perhaps when she was about one, when she would insist
(after having had her own breakfast) on sitting on my knees while I was having
my brekkie, and like a little bird Clea would demand chunks from my mushrooms
and toast (generously sprinkled with rock salt and cracked pepper) or from my
fried egg on toast (which on top of salt and pepper, would have been bombarded
with a generous dash of Worcestershire sauce! Rather brave for a one-year old!)
I have also been
wearing Clea’s pink hair band on my wrist since the day of her burial. It gets
curious glances from people. Right now, it has created a whitish strip around
my wrist where the fierce Australian sun has not been darkening my brown skin.
I guess one day, in a few years time, the hair band will start falling into
pieces, and only then will I chuck a sickie and drive to the coast, and I will
stand close to the waters of the Pacific Ocean that killed her, to finally let
it go.
Notas
Literarias is now approaching its second year of existence.
What began as an attempt to stay in touch with my former students of Spanish –
I soon realised I could no longer be able to commit myself to remaining in a
classroom for the whole two hours – has evolved into something else. Confronted
with the cowardly silence from many, I felt the need to give free rein to
words, as I have already tried to explain in Después de Lalomanu. I still don’t know exactly what
this blog is, but I like to think it resembles a bridge. And bridges are, after
all, things that make travelling possible.
Travelling always
entails learning. I used to say it should be mandatory for young people to
backpack around for a while. I would have liked to pay for Clea’s. I’ve been fortunate to learn lots
by keeping this blog. Similarly, the lease of life I’ve been living since 29
September 2009 is also a journey. I know when the journey began, and I know it
has no foreseeable end.
These are things I have
learnt in my journey over the last two years and four months:
I prefer to be
“brutally” (that’s obviously a hyperbole: there’s no violence involved, I
promise!) honest with people I meet now for the first time. It’s useful, as it
separates the brave from the easily frightened. Some weeks ago my mother-in-law
truly shocked me (hey, why can’t I be allowed a euphemism now and then?) by
stating that we were “pushing people away”. Sorry, but it’s the other way
round. It’s in human nature to shirk pain and sadness. And it’s not only
happened with people I have met after Clea’s death.
Silence can hurt as
much as words, or even much more than any words anyone might say, for no words
anyone might say could hurt me more than the fact that Clea is dead. A few
people I’ve known for a long time received the book of poems I wrote to the
memory of Clea, Lalomanu, but chose
not to acknowledge it.
It does not help me at
all to say or hint that it’s time for me to ‘get over it’ or to ‘cheer up’. You
can ask any worthy and knowledgeable psychologist why.
If you ever experience
the loss of a child (I hope not!), here’s my advice: Pay no heed to those who mean
well and encourage you to seek comfort in religion. I try to be civil towards
people who publicly display or express they have religious beliefs (I have my
own thoughts about this: I see it as a sign of fear and/or weakness, definitely
human traits, but mostly fear of accepting our irrelevancy in the big scheme of
things the universe is), but I most definitely do not want to be told “there is
still hope”. No, there is not. Nothing will bring my daughter back with me. The
same goes for the notion of the ‘other world’, or her now being a ‘little angel’
in heaven or somewhere else, and nonsense of that kind. Thanks, but no thanks.
I think such comments are self-comforting, but they do not comfort me.
In the end, I am a
traveller, but I really travel alone in this long journey of mine. Still, thank
you for your company when reading, and commenting whenever you feel like it.
Mi largo viaje
Llevo más de dos años haciendo uso de la fiambrera y
del pequeño contenedor de Tupperware de mi hija. Para algunos, puede que
parezca un gesto sin sentido o fútil, pero para mí es un modo sencillo y
cotidiano de intentar darle un sentido a esta segunda vida con que quedé el 29 se
de septiembre de 2009.
Eso sí, que quede claro: ni recé ni rogué por ella; todo
lo que hice, de forma instintiva, no fue otra cosa que luchar contra el agua
para salvarle la vida a mi hijo J., y supongo que por eso conseguí también
salvar la mía.
Solía ponerle medio palito de salami y unas cuantas
galletitas de arroz en el contenedor pequeño, y le colocaba el sándwich en la
fiambrera con cuidado. Uno de sus almuerzos favoritos era la tortilla española,
que hoy en día no hago con tanta frecuencia.
Aunque de hecho nunca viera la escena, creo que
puedo imaginármela sentada cerca de sus amigas en el cole, junto a Laura, mordisqueando
el sándwich. Mi hija siempre comía despacio, excepto quizás cuando tenía un
año, cuando insistía (después de haber despachado su propio desayuno) en
sentarse en mis rodillas mientras yo estaba desayunando y como un pajarito Clea
me exigía trozos de mis champiñones con tostadas (espolvoreados generosamente
con sal de roca y pimienta molida) o de mi huevo frito con tostadas (el cual,
además de la sal y la pimienta, yo habría bombardeado generosamente con salsa Worcestershire…
¡Muy valiente para una niña de un año!)
Desde el día de su entierro, también he llevado en
la muñeca su diadema rosa, como si de una sudadera o una pulsera se tratase. Atrae
miradas de cierta curiosidad. Estos días me ha hecho una banda blancuzca en la
muñeca allí donde el fuerte sol del verano australiano no ha podido oscurecerme
la piel. Supongo que algún día, dentro de algunos años, la diadema empezará a
hacerse pedazos, y solamente entonces pienso tomarme el día libre, coger el
coche e ir a la costa, y me acercaré a las aguas del Océano Pacífico que le
quitaron la vida a Clea, para dejarlo ir por siempre.
Notas Literarias se acerca a su segundo año de existencia. Lo que
comenzó como un intento por mantener el contacto con mis antiguos estudiantes
de lengua española – me di cuenta muy pronto de que ya no podía comprometerme a
permanecer en un aula durante dos horas –
se ha convertido en otra cosa. Frente al silencio cobarde de muchos, surgió en
mí la necesidad de darle rienda suelta a las palabras, como ya intenté explicar
en Después de Lalomanu.
Todavía no sé exactamente qué es este blog, mas me gusta pensar que se asemeja
a un puente. Y los puentes son, después de todo, cosas que hacen posibles los
viajes.
Viajar siempre implica aprender. Solía decir que
debería ser obligatorio para todos los jóvenes un periodo como mochileros. Me
habría gustado pagarle ese viaje a Clea. He tenido la fortuna de aprender mucho
manteniendo este blog. De igual modo, esta segunda vida que he vivido desde el 29
de septiembre de 2009 es también un viaje. Sé cuándo comenzó el viaje, pero sé
también que no tiene un final previsible.
Estas son cosas que he aprendido en mi viaje durante
los últimos dos años y cuatro meses:
Prefiero ser “brutalmente” (una hipérbole,
obviamente: no hay nada de violencia, ¡lo prometo!) honesto con la gente a la
que conozco por primera vez. Me resulta útil porque separa a los valientes de
los espantadizos. Hace algunas semanas mi suegra me dejó pasmado (yo también
tengo derecho a los eufemismo de vez en cuando, ¿o no?) cuando nos dijo que
estábamos “ahuyentando a la gente”. Perdón: es todo lo contrario. Es parte de
la naturaleza humana el querer librarse el dolor y la tristeza. Y es algo que
no solamente me ha ocurrido con gente a la que he conocido después de la muerte
de Clea.
El silencio puede doler tanto como las palabras, o
incluso mucho más que cualesquiera palabras que nadie pueda decir, puesto que
ninguna palabra podría causarme mayor dolor que el hecho de que Clea esté
muerta. Hay unas cuantas personas a las que conozco desde hace tiempo que
recibieron el poemario que escribí en memoria de Clea, Lalomanu, pero que tomaron la decisión de no hacer acuse de recibo.
No me ayuda para nada decirme o dar a entender que
ya es hora de que ‘lo supere’ o de ‘me anime’. Puedes preguntarle por qué a
cualquier psicólogo que se precie y sepa bien su oficio.
Si alguna vez sufres la pérdida de un hijo (¡Ojalá
no ocurra nunca!), éste es mi consejo: No hagas caso a quienes con buenas
intenciones te alienten a buscar consuelo o confort en la religión. Trato de
ser cortés con la gente que muestran o expresan en público que tienen creencias
religiosas (tengo mis propias ideas acerca de esto: lo veo como un síntoma de
miedo y/o debilidad, características desde luego muy humanas, pero sobre todo
el miedo a aceptar nuestra irrelevancia en el gran rompecabezas que es el universo),
pero ante todo no quiero que me digan que “todavía hay esperanza”. No la hay. Nada
me va a devolver a mi hija. Lo mismo digo de la noción del ‘otro mundo’, o que
tengo en el cielo o algún otro lugar un ‘angelito’,
y bobadas por el estilo. No gracias, esos comentarios son para el confort
propio, pero a mí no me confortan.
A fin de cuentas soy pues un viajero, pero en
realidad viajo solo en mi largo viaje. Con todo, gracias por acompañarme con la
lectura, y por tus comentarios cuando te apetece hacerlos.