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31 ago 2015

Reseña: The Son, de Philipp Meyer

Philipp Meyer, The Son (Nueva York: Harper Collins, 2013). 562 páginas.

Ahora que, en 2015, un adinerado bufón (ese tipo de político populista, por cierto, suele ser el más peligroso, y para muestra, un botón berlusconiano) amenaza al resto de la humanidad con convertirse en candidato a la Presidencia de los Estados Unidos sobre la base de un discurso xenófobo y racista que demoniza a sus vecinos del sur del río Grande, cae en mis manos esta vistosa novela de ribetes épicos. The Son es la segunda novela de Philipp Meyer, y narra a través de tres voces narradoras (además de una cuarta de menor importancia, la de Ulises García, quien aparece hacia el final del libro) la historia (ficticia) de una poderosísima familia texana, los McCullough.

Los tres narradores principales son miembros de una misma familia, pero sus relatos abarcan un periodo de más de cien años. Eli McCullough, el patriarca, comienza su relato en la primera mitad del siglo XIX, cuando es apenas un muchacho imberbe y es capturado, junto con su hermano mayor, por los comanches, tras un ataque a su casa en el que mueren su madre y su hermana. El hermano es posteriormente aniquilado por los indígenas de la región, pero a Eli lo adopta el jefe de la tribu, y vivirá entre ellos durante muchos años.

Comanche Indians Chasing Buffalo with Lances and Bows, de George Catlin - Smithsonian American Art Museum
El segundo narrador es el hijo al que hace referencia el título de la novela, Peter. Su relato, situado en la segunda década del siglo XX, nos llega en forma de diario. Desde el principio de su relato, Peter McCullough resulta ser en cierto modo la antítesis de su padre. Se convierte en contra de su voluntad en testigo de la matanza de los vecinos de la estancia de su familia, los García, mexicanos de Texas y descendientes de una ilustre familia castellana.

La tercera serie de capítulos gira en torno a la nieta de Peter, Jeanne Anne, y está narrada, a diferencia de las dos anteriores, en tercera persona. La narración de Jeanne Anne se sitúa en 2012, poco antes de su muerte en la solariega mansión familiar.

La gran estancia que el “coronel” Eli McCullough (en realidad, nunca llegó a alcanzar rango militar alguno, a menos que cuente su participación en los Rangers texanos) adquirió por medios de dudosa legitimidad pasó con los años de ser una vasta hacienda de explotación ganadera a un campo de extracción de petróleo. Ya cuando Jeanne Anne era una niña, la familia estaba nadando en el llamado oro negro.

Yacimiento de petróleo en Texas. Fotografía de Plazak.
Naturalmente, la historia de Eli es de una brutalidad aplastante, un elemento temático en el que coincide plenamente con otra novela que leí hace unos pocos meses, Los acasos, de Javier Pascual. La violencia que hace acto de presencia en su vida cuando apenas contaba 8 años acabará por convertirse en algo rutinario, una manera de vivir que penetra su alma y se adueña de su personalidad. Narrada en primera persona como si se tratara de la transcripción de un relato oral, la parte de Eli McCullough sorprende por su riqueza lingüística y los coloquialismos con que Meyer adereza el relato. Especialmente jovial es la explicación de la tradición comanche por la que cual se le da a cada persona un nombre único. Jocosos son asimismo los diálogos entre los jóvenes bravos comanches acerca de las costumbres sexuales en su cultura.

El contraste con los diarios de su hijo Peter no puede ser más elocuente, por cuanto indaga y desnuda la maldad inherente en la colonización de las tierras del oeste de los Estados Unidos. Marcado desde muy joven por la ya mencionada matanza dirigida por su  padre, Peter reconoce en ese vergonzoso legado familiar la razón de su existencia, la comezón en una conciencia, que está no obstante paralizada, en un hombre a quien le repugna la violencia que le rodea aun a sabiendas de que su bienestar es el resultado de incalificables actos de brutalidad y salvajismo.

The Son es, por otra parte, un claro ejemplo de cómo una sociedad de colonización como la del Oeste americano dejaba en un segundo plano a las mujeres. Incluso el relato de la biznieta del “coronel” sirve para demostrar que a la mujer nunca se le permitió tomar las riendas de su propio destino. Violaciones, vejaciones e indiferencia son tres de los aspectos argumentales en los que intervienen mujeres. Solamente Peter, a pesar de su (aparente) cobardía, parece darnos alguna esperanza en un mundo donde la violencia y la humillación son muros infranqueables para la mujer.

“En lugar de dirigirnos a casa nos adentramos más en el país [México] para ver la vieja Misión de San Bernardo. Es una pequeña y vieja ruina, un edificio de una sola planta, nada para la escala de las catedrales de Ciudad de México, pero en su época fue el límite más al norte de la influencia española aquí. Todas las expediciones al norte partían de este lugar y regresaban a él; uno podía intuir el alivio que debían sentir los jinetes cuando la misión, con su cúpula y arcos abovedados, aparecía en el horizonte. Y el miedo que debían sentir cuando se marchaban de allí. Esta tierra era mucho más peligrosa de lo que nunca lo fue Nuevo México.” (p. 397, mi traducción).
Fotografía de 
Christopher Talbot.

Y eso me lleva a comentar finalmente el modo tremendamente hábil que tiene Meyer para desenredar la complicada madeja de una historia que comprende más de ciento cincuenta años, con una revelación sorprendente pero muy amarga. Se trata de una novela muy bien trabajada (hay muchísimas horas dedicadas a la investigación en archivos detrás de este libro), en la que las convicciones respecto sobre lo que debería ser la justicia se sobreponen a la historia, sin llegar en ningún caso a borrar los aspectos más vergonzosos y terribles de ésta, como el exterminio al que quedaron abocados los pueblos nativos tras las sucesivas oleadas de colonizadores. En mi opinión, muy recomendable.

5/12/2015. El libro se ha publicado en noviembre de 2015 en castellano como El hijo. Lo publica Random House Mondadori, y la traducción corre a cargo de Eduardo Iriarte Goñi.

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