Pablo Casacuberta, Escipión (Madrid: 451 Editores, 2010). 302 páginas.
El
narrador protagonista de esta novela del uruguayo Casacuberta se llama Aníbal
Brener. Pudo haber sido académico de renombre, pero la coexistencia con su
padre, el ínclito profesor Brener, lo hundió en el anonimato, el alcohol, la desidia
y la derrota. Otro perdedor, dirás. Pues sí, otro más que añadir a la lista.
He ahí
la premisa inicial de la novela. El viejo conflicto generacional: padre e hijo
enfrentados; hijo que huye; padre que le fustiga; hijo que se derrumba y el
consiguiente distanciamiento inabordable.
Cuando
el profesor muere, Aníbal se entera por la tele. No acude al funeral, mientras
que su hermana sí lo hace y preside el homenaje que el estado rinde a uno de
sus próceres.
Pero
resulta que el profesor le ha tendido una trampa a Aníbal: le ha brindado la posibilidad
de hacerse con su herencia. Pero hay ciertas condiciones que el joven derrotado
ha de cumplir para poder hacerse con la fortuna que legítimamente le
corresponde: deberá escribir una obra sobre un tema de historia contemporánea,
y el libro resultante deberá contar con al menos 500 páginas (un tostón,
digámoslo sin tapujos) y aparecer en el mercado bajo el sello de una casa
editorial de cierto renombre. Como argumento, parece casi válido.
Montado en un elefante, ¿Aníbal trata de recuperar los diarios de su padre y la poca ropa limpia que le queda? |
Sin
embargo, lo que el lector se encuentra es una pesadísima narración en una
primera persona trastornada, maniática, obsesionada con detalles absurdos y a
un tiempo ajena a la realidad. De la misma manera que, rememorando la ruptura
que le separó de su progenitor, hace una burla insufrible del estilo de su
padre, él mismo cae en el estilo insufrible, a ratos chapucero y en ocasiones
ridículo. Si la intención de Casacuberta hubiera sido la ironía cultivada
mediante el monólogo interior, y condenar a Aníbal cual pez que muriera por su
boca, aún podría el lector llevarle la corriente.
Pero no
es así. No, porque después de batallar la lectura de ciento y pico páginas de
disquisiciones inanes adornadas con una ajada retórica, decimonónica de
espíritu, al lector lo sumerge Casacuberta en una riada de verano que, a fuerza
de mucho gerundio y un exceso de hipérboles, se lleva por delante todo lo
construido hasta entonces, incluida la más mínima esperanza de que hubiera
tenido entre sus manos una novela que valiera la pena leer.
Tras ser
arrastrado por la riada cuando trataba de recuperar una bolsa en la que estaba
uno de los cuadernos del diario del profesor Brener (quien era, según parece, menos
dado al rigor académico y a la mesura habitual de la esfera intelectual cuando estaba
rodeado de mujeres jóvenes.
El tumor no se llamaba Escipión ni era africano. |
Si en la
concepción germinal de la novela se hubiera admitido propuesto el autor
contraponer otro, o incluso otros, puntos de vista narrativos, no sería una cosa
de leer tan fastidiosa como de hecho lo es. Llevar al lector por vericuetos tan
retorcidos como el viaje a la estancia de Manzini, donde Aníbal es testigo de
un acto de servidumbre sexual, pocos momentos antes de la llegada de su exnovia
y de la insólita inundación que propicia el no menos gris desenlace es, a fin
de cuentas, una tomadura de pelo. Escipión fracasa en lo que más
necesita una novela: no consigue despertar el interés del lector en casi ningún
momento.
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