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26 abr 2020

Reseña: First Person, de Richard Flanagan

Richard Flanagan, First Person (North Sydney: Penguin Random House, 2017). 392 páginas.
Aproximadamente a la mitad de la última novela de Richard Flanagan, el narrador (un negro literario, como se dice en el ámbito profesional de los libros) dice del personaje para el que está elaborando su autobiografía:

«Sé que esto hace que parezca de una manera algo distorsionada, y secreta, un ser sexual. Pero no era eso, o eso era solamente un aspecto de algo mucho más grande, y que me aterrorizaba. Era algo más que su mirada insondable, sus ojos clavados siempre en otra cosa y en ti; ese por el que estar en su compañía era como estar encerrado en una habitación con un perro enloquecido, que esperase un instante de descuido tuyo para despedazarte. Era la necesidad que tenía de poseer, de una forma esencial, a todo aquel con quien se encontraba. A veces daba la impresión de ser un contagio más que un ser humano. Era como si – tal como Ray me había avisado – pudiese entrar en ti y una vez estaba dentro ya no pudieses deshacerte de él.

Era tan fuerte la repugnancia física que me producía que, cuando tenía que ir al váter, usaba el baño que había dos plantas más abajo con tal de evitar el que él frecuentaba.» (p. 199-200, mi traducción)

Quizás se trate de una mera coincidencia, pero la noción del contagio en estos tiempos que corren es rabiosamente actual (podría haber escrito «vírica», ¿pero no sería de mal gusto?). La premisa de First Person estriba precisamente en la relación entre el escritor por encargo, Kif Kehlmann, y el delincuente de quien ha de escribir la autobiografía, y está de hecho inspirada en la vida del propio Flanagan.

Johann Friedrich Hohenberger, alias John Friedrich, llegó a ser condecorado con la Medalla de la Orden de Australia. Fotografía procedente del Informe Anual de 1987-88 del National Safety Council of Australia. 
El ganador del Booker en 2014, natural de Tasmania como Kif, escribió por encargo un libro de memorias de un tal John Friedrich, un estafador alemán que fingió su propia muerte antes de emigrar a Australia, donde siguió timando y engañando a quien se le cruzaba en el camino. A Flanagan, que por entonces con apenas 30 años era un joven escritor desconocido, le encargaron el libro y le dieron seis semanas para terminarlo. Como en el caso de Heidl en First Person, Friedrich se suicidó antes de completarse el libro.

Buena parte de la parte central de la novela avanza a paso lento, es como un río en su curso medio que gira y gira en meandros no siempre fascinantes. Pienso que Flanagan podría haberse ahorrado algunos paralelismos con su propia vida, como el hecho de que su propia esposa (como Suzy, la de Kif Kehlmann) estaba embarazada de mellizos en la época en que aceptó el encargo de escribir las memorias de Friedrich. En lugar de amplificar el fundamento argumental y temático, representa una digresión.

Con todo, hay en la novela frecuentes observaciones en torno a la siempre enrevesada cuestión de deslindar la invención de los hechos del hecho de la invención. Confiesa Kif cuando más lejos se siente de poder ser capaz de terminar el libro:

«Todo lo concerniente al libro era una enorme y variada confusión: esquinas de páginas dobladas, páginas que faltaban. Ya nada parecía estar limpio ni claro. Por pura costumbre, aunque estaba abandonada y muerta, volví a la mesa del comedor en la que había estado trabajando algunas noches en las ajetreadas semanas recientes. Miré mis notas, retomé las páginas del manuscrito más reciente y, aunque no me sentía bien, comencé a recortar un poco aquí y agregar unas frases allá; escribía un par de oraciones y después varias series de párrafos. Me sobrevino una especie de estado de ánimo como de ensueño. Cuanto más inventaba a Heidl en la página, más se convertía la página en Heidl, y más se convertía Heidl en mí: y yo en la página, y el libro en mí y yo en Heidl. Por primera vez en mi vida sentía la terrorífica unión que siempre había anhelado como escritor, pero que nunca había conocido. Todo se haciendo más y más ambiguo: su vida, el libro, el sentido de quién era yo y qué estaba haciendo. Mi primera novela, ya me estaba dando cuenta, había pecado de autobiográfica, pero ahora temía que mi primera autobiografía se estaba convirtiendo en una novela. Todo de desdibujaba y después se disolvía, y cuando finalmente volvió a retomar una forma me encontraba conduciendo el Nissan Skyline ya durante la madrugada rumbo a Bendigo.» (p. 270, mi traducción)

Como en el hecho auténtico del suicidio de Friedrich, también Heidl se quita la vida. No es ningún spoiler, el dato aparece en las primeras páginas. Lo verdaderamente crucial en la novela es ese contagio al que he hecho referencia al principio de la reseña: si Kif considera a Heidl una especie de parásito (¿un germen? ¿un virus?) que conquista la identidad del escritor, la experiencia que debemos apuntar es que el escritor mismo deviene un monstruo, un ser sin sentido moral que se aprovechará de los demás y los exprimirá a su antojo. ¿Radica en eso la creación exitosa de personajes de ficción? No estoy tan seguro.

Enfrentado a una persona que juega a esconderse y ocultar, a mentir e inventar su personaje público, a poner un espejo ante quien le observa e interroga, Kif recrea el personaje tras su muerte, añadiendo pincelada tras pincelada: la construcción de una base de lanzamiento de cohetes de la NASA; el magistral engaño a los bancos que financian proyectos inexistentes sobre la base de vistosos señuelos de armamento y maquinaria; la evidencia ficticia de haber colaborado con la CIA en turbios asuntos en Asia, y siempre la sospecha de que Heidl asesinó a uno de sus colaboradores a sangre fría.

No, no es mi doble. ¡Es Richard Flanagan en enero de este año! Fotografía de Cartarescu1234.
Pero lo que First Person transmite sin duda alguna es una enérgica ira, un enorme enfado frente al sistema socio-económico del mundo en que hasta hace pocas semanas vivíamos: «un mundo donde algo había terminado y otra cosa, algo inimaginable, estaba comenzando, contra lo cual no teníamos fuerza alguna para actuar, pero que podíamos únicamente observar, esperando a despertar y gritar, sin saber nunca que de hecho estábamos siendo condenados a vivir una pesadilla que nunca terminaba, a habitar un mundo en el que ningún corazón sabía cómo tocarse con otro corazón.» (p. 366, mi traducción) Es ese el mensaje que Flanagan, quien con frecuencia escribe para The Guardian Australia, quiere que nos llevemos, y no cabe duda de que es muy pertinente. Quizás excesivamente pertinente.

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