Tim Winton, The Shepherd's Hut (Australia: Hamish Hamilton, 2018). 267 páginas.
Desde la primera
página de The Shepherd’s Hut al lector le llega una voz narrativa
repleta de carisma. Es la de Jackson (Jaxie) Clackton, un joven de un pueblo de
mala muerte (expresión completamente literal en el caso de su padre) de
Australia Occidental. Habiendo perdido ya a su madre por una terrible
enfermedad, el muchacho ha sobrevivido a la violencia de su padre, carnicero (a
quien apoda Captain Wankbag – algo así como Capitán Escoria) y al silencio cómplice
y cobarde del resto de la población, especialmente del oficial de policía.
De manera que cuando
el padre (‘el campeón mundial del ron’; o también ‘the deadest cunt’ – el mayor
hijoputa) la palma porque le cae encima el coche mientras intentaba hacerle
alguna reparación, Jaxie piensa que en el pueblo harán de él la oportuna cabeza
de turco. Agarra cuatro cosas y se larga del lugar. Huye hacia el este, allí
donde terminan las tierras fértiles donde se cultiva la mayor parte del trigo
australiano y comienza el desierto, los llanos salinos, la inmensidad
deshabitada que es el interior del continente australiano. A largo plazo, Jaxie espera poder encontrarse
con Lee, la chica a la que adora. Los dos son menores, y además primos: las posibilidades
de que compartan el futuro son mínimas, por no decir nulas.
Sobrevivir en ese
ecosistema es extremadamente difícil, especialmente si al mismo tiempo no quieres
que nadie te encuentre. En su deambular descubre una choza en la que vive solo un
hombre ya mayor. Es un cura irlandés, Fintan MacGillis, parlanchín, curioso, insufrible
para alguien como Jaxie. MacGillis también se oculta, pero los motivos por los
que se esconde (¿de quién o de qué? Nunca quiere revelarlos.
En mitad de ninguna parte, sin apenas nada con lo que uno pueda sobrevivir... Lake Ballard, en Australia Occidental. Fotografía de Amanda Slater (Coventry). |
Con el paso de
los días y las semanas, el joven y el viejo cura comienzan poco a poco a
acostumbrarse a la presencia del otro. Para alguien como MacGillis que se ha
pasado años sin otra compañía que los pocos libros que tiene y las cabras
silvestres que atrapa en el corral atraídas por el agua, la llegada de Jaxie es
una suerte de bendición. Con las escuetas conversaciones que mantienen Winton
teje la sección de la novela que resulta más que fascinante. Las dos voces
suenan claras, diáfanas, impenetrables entre sí. Uno podrá traducir las
palabras, pero nunca acertará con el tono, porque no es traducible.
En su guarida tan
propicia para la penitencia que dice estar cumpliendo, MacGillis está esperando
la entrega de víveres y provisiones que le permiten sobrevivir en ese lugar tan
inhospito, pero el envío no llega. Gracias a Jaxie, buen tirador, pueden comer carne
de canguro de vez en cuando junto con las verduras de su huerto y el té negro que
prepara a todas horas.
Pero todo va a cambiar
cuando, después de unos cuantos meses, Jaxie da por casualidad con un enorme vivero
subterráneo de marihuana escondido en un contenedor enterrado y mantenido
mediante un generador a diésel. Consciente de que los propietarios del negocio irán
tras ellos tan pronto sepan que han sido descubiertos, Jaxie trata de convencer
al sacerdote de que debe dejar definitivamente su pequeño remanso de paz en
mitad de la nada. Pero MacGillis se niega.
Un lugar de Australia Occidental llamado Mount Magnet. ¿Llegará Jaxie allí? O mejor dicho: ¿llegará vivo? Fotografía de E.W.Digby. |
Como Luther Fox en
Dirt Music (2001) (y en menor medida Quick Lamb en una de las subtramas
de Cloudstreet (1991)), el protagonista huye de la ausencia de un futuro
creíble y de la violencia. Y es después del desenlace que comienza su historia,
al volante de un coche que no es suyo y para el cual no cuenta con licencia de conducción:
“Cuando me pongo en marcha y del asfalto me llega ese suave y sombrío rumor por debajo, como si todo fuese la hostia de diferente. Como si estuviese en un mundo nuevo, todo escurridizo, plano y fácil. Aun con el motor, que te suelta ese rugido, y el viento que te azota entrando por la ventanilla, los sonidos son de veras suaves, fofos como una almohada. Civilizados, eso es lo que quiero decir. Como si estuvieses aún en la tierra pero apenas ya no lo notases. Y eso es la leche. Te pensarás que nunca antes me había subido a un carro. Pero cuando has estado moviéndote al pinrel igual que una puta cabra durante semanas y meses, cuando en tanto tiempo no has visto otra cosa que ese lento terreno tan duro y pedregoso, repleto de arbustos espinosos, joder, eso se te viene de repente. Ya te digo, es cosa de locos. Se te echa encima una sensación como de ángel. Como si fueses una flecha luminosa.
Es la hostia, ya he alcanzado los cien kilómetros por hora y todavía no he metido la quinta. En una tapicería tan mullida, y con uno de esos abetitos que cuelgan del retrovisor. Estoy volando. Pero tengo el culo bien sentado para hacerlo. Separándome del suelo. Dejando atrás la tierra. Y ya no soy ninguna clase de bestia. (p. 3-4)”
Con The
Shepherd’s Hut Winton no hace sino confirmar su notable lugar en las letras
australianas contemporáneas. Esta es una excelente historia, y el hecho de que
esté narrada en primera persona por un muchacho de quince años que apenas ha
completado la educación secundaria le agrega un valor singular. Quien quiera
disfrutarla deberá sin embargo hacerlo en inglés. Como queda demostrado en el
extracto que he tratado de verter al castellano, ninguna traducción podrá
capturar el tono de Jaxie por completo.