David Malouf, Ransom (North Sydney: Random House, 2009). 224 páginas.
Recientemente, durante
las vacaciones escolares del tercer trimestre, uno de mis mellizos empleó
varias tardes en confeccionar sus propios cromos de Pokemon, y luego convenció a
su madre para que se los plastificara. El episodio me hizo recordar que, cuando
yo tenía su edad, también me hice mis propios ‘cromos’ de los personajes de la Ilíada tras leer una edición adaptada
de un tomo de la editorial Everest publicado en 1971, titulado Grandes Epopeyas (incluye cuatro de
éstas: Ilíada, Odisea, Eneida y Batracomiomaquia), el cual todavía
conservo con la esperanza de que mis hijos lo lean. Durante varias semanas, quizás meses, recrear las luchas entre aqueos
y troyanos de la gran epopeya de Homero fue mi pasatiempo favorito.
No me cabe
ninguna duda de que Homero capturó mi imaginación, y que logró plantar unas
cuantas semillas del amor por la literatura que cuarenta años más tarde sigue
creciendo, como uno de esos eucaliptos centenarios que custodian como vigías
impertérritos las planicies de estas tierras Ngunnawal. En todo caso, nunca
deja de sorprendernos lo mucho que nuestros descendientes tienen de nosotros
mismos.
Ransom, la última novela del australiano David Malouf, también explora en cierto
modo la relación entre padres e hijos, aunque la perspectiva es muy diferente,
y el tratamiento del tema es, en una sola palabra, exquisito. Malouf adopta únicamente
el material de la inmortal épica de Homero que le interesa – no menciona la
causa de la guerra, Helena, para nada – y en ese sentido, el autor cuenta con
que el lector ya debe ser conocedor de la Ilíada.
No creo que sea
inusual que la frase que cierra un libro nos haga volver a él, a repensar
nuestra lectura o a releer el texto a la luz que esa idea final haya prendido
en nuestro campo de visión como lectores. Eso es exactamente lo que me ha
sucedido con Ransom. Malouf concluye
la novela en el personaje del carretero Somax, y hace referencia a su mula
Beauty (Belleza): “[Somax] destacaba sobre todo porque era el propietario de
una pequeña mula negra, a la que todavía recuerdan en esta parte del país, y de
la cual todavía se habla mucho. Una criatura encantadora, elegante, de ojos
grandes, obedecía al nombre de Belleza – a decir verdad muy apropiado, según
parece, lo cual no siempre es el caso.”
Malouf sitúa el
comienzo de Ransom tras la muerte de Patroclo; la guerra de Troya persiste,
Aquiles sigue reñido con Agamenón; inconsolable y presa de una ira
incontenible, Aquiles mata a Héctor; pero su muerte no consigue aplacar su
cólera, y el hijo de Tetis retiene el cadáver de Héctor y lo ultraja día tras
día. Desde las murallas de Troya, Príamo y Hécuba asisten impotentes al atroz cuadro.
El rey troyano decide actuar y entregar un rescate para recuperar el cuerpo de
su hijo.
Pero Malouf hace
de Ransom algo más que una historia.
Por momentos, esta nouvelle parece
más un poema en prosa. Dejando de lado el (posiblemente) excesivamente largo
diálogo entre Príamo y la reina Hécuba, Ransom
es una vistosísima obra escrita en una prosa sobria, sencilla, natural. Es una
historia conmovedora, poderosísima por varias razones. En primer lugar, porque
es una narración sobre la dignidad y la piedad humanas.
Es, en segundo
lugar, una narración llena de sutileza y de ternura: los dos personajes
centrales son dos hombres viejos. Uno es el rey Príamo, que decide apostar por
llevar a cabo lo impensable para un hombre de su rango y poder como último
recurso para rescatar a su hijo muerto. Por su parte, Somax, el carretero,
actúa de contrapunto humano, y como Sancho con Alonso Quijano, protege a su amo
y le cuenta historias mundanas e intrascendentes que sin embargo cautivan al
monarca, siempre apartado de la realidad, de la cotidianidad de los menos
favorecidos.
No obstante todo
lo anterior, puede que sea un tercer tema el primordial, un tema subyacente y menos
obvio, pero que resalta por la fuerza poética de las palabras de Malouf: la
estética del mundo, la belleza que puede hallarse en las pequeñas cosas que nos
rodean, aun en el marco de una guerra violenta y sanguinaria.
Porque la belleza
también estriba en el cambio de actitud que Aquiles experimenta cuando,
atónito, ve a Príamo postrado ante él, suplicándole. Es la belleza del progreso moral del ser humano. Porque una forma de
belleza distinta surge ante nuestros ojos cuando el carretero le describe a su acompañante
el rey Príamo a su nieta, una chiquilla de cuatro años, su única descendiente viva.
Porque hay también belleza en la descripción que Somax hace de los pastelillos
que prepara su nuera, a quien Malouf le da un tono jovial, en un registro universal,
el del hombre sencillo del campo.
La belleza adopta
muchas formas, pero las más expresivas suelen ser las más sencillas, las más
humildes. Así, Príamo rechaza la suntuosidad de una carroza señorial, y exige
que le busquen un carro humilde. Los miembros del séquito encuentran a Somax en
el mercado, quien alquila su carro, tirado por dos mulas, una de ellas tan
bonita que enamora a todo el que la ve. Ransom
tiene muchísimos pasajes de una belleza imponderable, tanto por su rico
lenguaje musical, lírico pero nada ostentoso, como por el delicado y sencillo
tratamiento con el que Malouf dispensa a los personajes y al mito épico de
Homero.