25 sept 2020

Reseña: From Here On, Monsters, de Elizabeth Bryer

Elizabeth Bryer, From Here On, Monsters (Sydney: Pan MacMillan Australia, 2019). 274 páginas.
Pongamos por caso que un día las autoridades (sean las que sean) decretan la supresión de ciertos vocablos del léxico con el que nos hasta ese momento nos hemos desenvuelto con aparente normalidad de forma cotidiana. ¿Qué nos ocurriría a los hablantes de esa lengua? ¿Y si los términos que terminasen eliminados fueran una lista elaborada deliberadamente con oscuros fines políticos?

Según me explicaba hace poco más de un año un amigo que solía trabajar para el Ministerio de Inmigración australiano, algo inquietantemente parecido a lo anterior ocurrió en este país en años no tan lejanos en el tiempo. Desde los más altos rangos ministeriales se dio la orden de dejar de usar ciertas palabras en los comunicados oficiales entregados a los medios. Si se suprime la palabra, desaparece el problema, ¿no? De alguna manera, se asemeja a la estrategia que adoptan muchos conductores en Canberra cuando dos carriles confluyen en uno: «si no te miro, no existes», esa es la señal que transmiten.

La novela se inicia en una librería regentada por la narradora protagonista, Cameron. Está releyendo El proceso de Kafka, y entra una mujer que viene a ofrecerle un trabajo. Cameron realiza tasaciones de bibliotecas personales (libros antiguos, rarezas, etc.) además de vender libros. La mujer es Maddison Worthington, una famosísima artista, y el trabajo consiste en tasar una biblioteca. Al día siguiente acude a la dirección indicada, y se encuentra con que la biblioteca es en realidad un cuadro, una enorme imagen de libros pintados. Otra persona se habría marchado airada de allí al instante, pero ella decide seguir el juego y finge tasar y valorar la imitación de una realidad.

La trama, no obstante, se complica bastante más. Poco después llega a sus manos un extraño códice escrito en antiguo castellano, y que parece detallar algo muy significativo (y que revolucionaría la historia oficial) acerca de Australia antes de 1788. Justo entonces se encuentra en el edificio que alberga la librería a un joven sin techo, Jhon, y decide echarle un cable a cambio de que le traduzca el códice. A partir de ahí los sucesos extraños e inexplicables se suceden.

Maddison le ofrece un atractivo e irresistible (por lo bien pagado trabajo) a Cameron. Su cometido es la generación y la sustitución de palabras para un gran proyecto de dimensiones y fines vagos e indefinidos. Al mismo tiempo descubre que Jhon tiene compañía: en el piso superior del edificio hay toda una multitud de personas exiliadas, emigradas, indocumentadas. Y desde más arriba, desde la azotea, se oyen durante la noche terribles sonidos de una criatura monstruosa.

Estructurada engañosamente como una novela detectivesca, From Here On, Monsters tiene mucho más que misterio. Y eso que de misterios la narración va sobrada: ¿por qué surge en le edificio de enfrente una habitación que se convierte poco a poco en una réplica exacta de la librería? ¿Por qué los compañeros de trabajo de Cameron desconfían de Maddison, hasta el punto de abandonar el proyecto? ¿Y qué demonios está pasando con el manual de estilo de los medios de comunicación y revistas, que parece adoptar la autocensura como regla de oro a seguir?

A pesar de los elementos un tanto surrealistas que salpican la trama de la novela, el hecho es que en esencia, esta es una novela plenamente literaria y política. Bryer busca hacernos ver que no hay nada más político que el lenguaje, y que por ende las políticas lingüísticas son las que las autoridades pueden emplear para cosificarnos o borrarnos, si se les antoja. Para muestra, un botón: hace ya años el acrónimo SIEV (Suspect Illegal Entry Vessel) empezó a reemplazar en el vocabulario oficial a las embarcaciones que transportaban a los solicitantes de asilo que llegaban a Australia por mar. Ni asilo, ni solicitantes, ni nada. Si se elimina la palabra, se elimina el problema.

Jhon prepara el texto de la traducción imitando su distribución en el códice.
Jhon prepara el texto de la traducción imitando su distribución en el códice.

Este es un libro valiente, inteligente, una novela compleja y fascinante; un gran debut, en definitiva. La única pega que se le puede poner es el hecho de que Jhon, quien declara tener un conocimiento rudimentario de la lengua inglesa, resulta ser un más que competente traductor. Quizás sea un truco.

La novela, si se tradujese algún día al castellano, supondría un enorme reto para el traductor, pues el texto del códice, lógicamente, habría que traducirlo al original, el castellano antiguo, para garantizarle al texto cierta verosimilitud y credibilidad. He ahí un reto que probablemente la autora no había contemplado en su creación. ¿O sí? Como indica el mismo título, nos adentramos en territorio desconocido y azaroso.

5 sept 2020

Reseña: The Topeka School, de Ben Lerner

Ben Lerner, The Topeka School (Londres: Granta, 2019). 282 páginas.
Cuando hablamos de una ‘novela de ideas’, ¿qué queremos decir exactamente? No hay una única respuesta a esa pregunta, de la misma manera que no hay dos lectores que interpreten una novela de la misma manera exactamente. Es la paradoja del lenguaje: nos sirve y no nos sirve. Sin él, fracasamos en la comunicación social, personal, artística. Y el fracaso comunicativo es asimismo consecuencia de la enorme falibilidad del lenguaje, y de los que lo utilizamos.

No sé si lo entiendo o no lo entiendo. ¿Qué menos que leerlo?
Ben Lerner, Fotografía de Slowking4
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The Topeka School es la tercera novela de Lerner, y es una obra con una fantástica abundancia de ideas. Nuevamente hace uso Lerner de esa muy fluida mezcla de lo real y lo ficticio que tanto le gusta, y que tan buenos resultados le dio con las dos novelas anteriores: Leaving the Atocha Station y 10:04. Como en la primera, una de las voces narradoras es la de Adam Gordon, el alter ego del autor, a la que se le unen sus padres, Jane y Jonathan. Ambos son psicoanalistas en “la Fundación” de Topeka, y buena parte de la novela investiga la relación entre el psicoanalista y su paciente, entre quien escucha y quien habla. Al fin y al cabo, ¿no son muchas de nuestras conversaciones personales, en cierta medida, sesiones gratuitas de análisis?

Otro de los temas recurrentes en The Topeka School es la adolescencia. De hecho, en el libro se caracteriza a los Estados Unidos como “la adolescencia sin fin”. Adam crece en una Topeka donde la virilidad es más que una cuestión de demostrar en las fiestas que se es hombre porque se bebe, sino que la violencia física forma parte de lo cotidiano. De hecho, un incidente que implica a un joven de la edad de Adam, Darren, es el protagonista de un episodio al que se alude en varias ocasiones a lo largo de la novela. En cierto modo, este episodio de violencia de género extrema como manifestación de la masculinidad tóxica es una convincente alegoría de la actual problemática que enfrenta el país.

Vista aérea de Topeka, Kansas.
Si el lenguaje al que los ciudadanos son sometidos a través de los medios de comunicación de masas y las redes sociales está corrompido hasta la médula y ha terminado por dominar absolutamente el debate político, Lerner viene a enfatizar en The Topeka School que la razón última es su inautenticidad. En uno de los capítulos vemos y escuchamos a través de los recuerdos de Adam cómo se entrena a esos adolescentes en el arte de la oratoria: la psicología de crear un ganador a toda costa vicia y pervierte la naturalidad y la esencia de la retórica. No se trata de convencer, sino de vencer al adversario.

Adam juega con la idea de cambiar un archivo abierto en el ordenador de su madre. La noción de pervertir las palabras para reconvertirlas en arma política o demagógica a conveniencia. “Había una suerte de poder especial en reconvertir el lenguaje, en redistribuir las voces, en cambiar el principio de su diseño, tenues chispas de un significado alternativo a la sombra del sentido original, del relato. Era un poder real y, al mismo tiempo, muy débil, como una señal remota. Escribió unos cuantos tercetos más, ninguno de ellos especialmente bueno; pero el proceso de componerlos, de permitir que alguna otra fuerza los compusiera a través suyo, le relajó un poco, como una especie de meditación. Cerró el documento haciendo clic en «No» a la pregunta de «¿Desea guardar los cambios?»” (pp. 247-48, mi traducción)
Jonathan, el padre de Adam, entra en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York tras haber ingerido LSD: "Entonces llegamos ante La Madonna y el niño de Duccio, donde nos plantamos durante varios minutos, y mientras lo mirábamos la mandíbula se me tensaba y destensaba. Normalmente los cuadros antiguos me aburrían; este me hizo pararme en seco. La presciencia en la expresión de la mujer, como si pudiera anticipar una repetición distante. El extraño parapeto debajo de las figuras, y cómo enlazaba el mundo sagrado con el mundo del público. Por un instante me parecía plano el fondo dorado, y al momento veía en él profundidades. Pero lo que de verdad me fascinaba, lo que de verdad me conmovía, no estaba en el cuadro: era cómo el borde inferior del marco original había quedado marcado por quemaduras de velas. Vestigios de un medio de iluminación más antiguo, la sombra de la devoción." (p. 46, mi traducción)
En la parte que cierra el libro, Adam y su esposa, que tienen dos hijas (como Lerner en la vida real) participa en una protesta en un edificio del ICE en Nueva York. Tras salir del edificio, su hija está dibujando corazoncitos en el pavimento con una tiza, y un policía le conmina a impedir que la niña pintarrajee lo que es “propiedad gubernamental”. Tras un intercambio con el representante de la ley, y cuando el policía le da una última oportunidad para que le diga a su hija Luna que deje de dibujar, Adam le responde que la niña nunca le hace caso, que las palabras no sirven: «…ya ves usted los zapatos que lleva puestos. ¿Tiene usted críos? Porque yo, es que no tengo autoridad alguna, es eso lo que estoy intentando decirle, no tengo ninguna autoridad sobre estos críos. ¿Tiene usted la autoridad? ¿De dónde le viene a usted la autoridad, me lo puede repetir?» (p. 281, mi traducción)

El intercambio concluye sin más incidentes. Pero unas cuantas páginas antes, Adam cuenta un desagradable desencuentro con el padre de un niño al que podríamos denominar ‘protofascista’. En un parque neoyorquino al que lleva a sus hijas, el niño se ha subido al tobogán y ni baja ni permite que otros niños utilicen el tobogán. «No se admiten niñas feas y estúpidas», dice. Tras intentar razonar con el padre de la criatura y ser ignorado y menospreciado, Adam cita a Wordsworth (“El niño es el padre del hombre”) y entre paréntesis añade: “Yo ayudé a crearla, a Ivanka, mi hija, Ivanka, que mide un metro ochenta, tiene un cuerpo fabuloso, ha ganado muchísimo dinero. Porque cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa. Tienes la autoridad. Una luna o una estrella muerta infinitamente densa suspendida en el firmamento del sótano.”

Harto de la despectiva actitud del padre de la criatura, Adam se enfrenta directamente: “¿Me está usted ignorando?, le pregunté, algo necio por mi parte. El padre levantó la vista y me miró, ambos éramos ya dos padres malos, y dijo: no pienso hablar más con usted; le he pedido que me deje en paz, ahora le estoy diciendo que se vaya a tomar por saco. Solamente cuando oí el ruido que hizo al caer en el asfalto fui consciente de que le había quitado el teléfono de las manos con un manotazo.” (p. 270, mi traducción)

Conmigo no tendría ese problema, debo añadir. No tengo teléfono móvil ni lo quiero.

Un estupendo libro, no defrauda de ninguna manera. Lerner continúa produciendo novelas absorbentes, repletas de ideas originales y urgentes.

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