Ben Lerner, The Topeka School (Londres: Granta, 2019). 282 páginas.
Cuando hablamos
de una ‘novela de ideas’, ¿qué queremos decir exactamente? No hay una única
respuesta a esa pregunta, de la misma manera que no hay dos lectores que
interpreten una novela de la misma manera exactamente. Es la paradoja del
lenguaje: nos sirve y no nos sirve. Sin él, fracasamos en la comunicación
social, personal, artística. Y el fracaso comunicativo es asimismo consecuencia
de la enorme falibilidad del lenguaje, y de los que lo utilizamos.
No sé si lo entiendo o no lo entiendo. ¿Qué menos que leerlo? Ben Lerner, Fotografía de Slowking4. |
The Topeka
School es la tercera
novela de Lerner, y es una obra con una fantástica abundancia de ideas. Nuevamente
hace uso Lerner de esa muy fluida mezcla de lo real y lo ficticio que tanto le
gusta, y que tan buenos resultados le dio con las dos novelas anteriores: Leaving the Atocha Station y 10:04. Como en la primera, una de las voces narradoras
es la de Adam Gordon, el alter ego del autor, a la que se le unen sus padres,
Jane y Jonathan. Ambos son psicoanalistas en “la Fundación” de Topeka, y buena
parte de la novela investiga la relación entre el psicoanalista y su paciente,
entre quien escucha y quien habla. Al fin y al cabo, ¿no son muchas de nuestras
conversaciones personales, en cierta medida, sesiones gratuitas de análisis?
Otro de los temas
recurrentes en The Topeka School es la adolescencia. De hecho, en el
libro se caracteriza a los Estados Unidos como “la adolescencia sin fin”. Adam crece en una
Topeka donde la virilidad es más que una cuestión de demostrar en las fiestas
que se es hombre porque se bebe, sino que la violencia física forma parte de lo
cotidiano. De hecho, un incidente que implica a un joven de la edad de Adam,
Darren, es el protagonista de un episodio al que se alude en varias ocasiones a
lo largo de la novela. En cierto modo, este episodio de violencia de género extrema
como manifestación de la masculinidad tóxica es una convincente alegoría de la
actual problemática que enfrenta el país.
Vista aérea de Topeka, Kansas. |
Si el lenguaje al
que los ciudadanos son sometidos a través de los medios de comunicación de
masas y las redes sociales está corrompido hasta la médula y ha terminado por
dominar absolutamente el debate político, Lerner viene a enfatizar en The
Topeka School que la razón última es su inautenticidad. En uno de los
capítulos vemos y escuchamos a través de los recuerdos de Adam cómo se entrena
a esos adolescentes en el arte de la oratoria: la psicología de crear un
ganador a toda costa vicia y pervierte la naturalidad y la esencia de la retórica.
No se trata de convencer, sino de vencer al adversario.
Adam juega con la
idea de cambiar un archivo abierto en el ordenador de su madre. La noción de pervertir
las palabras para reconvertirlas en arma política o demagógica a conveniencia. “Había
una suerte de poder especial en reconvertir el lenguaje, en redistribuir las
voces, en cambiar el principio de su diseño, tenues chispas de un significado
alternativo a la sombra del sentido original, del relato. Era un poder real y, al
mismo tiempo, muy débil, como una señal remota. Escribió unos cuantos tercetos
más, ninguno de ellos especialmente bueno; pero el proceso de componerlos, de
permitir que alguna otra fuerza los compusiera a través suyo, le relajó un
poco, como una especie de meditación. Cerró el documento haciendo clic en «No»
a la pregunta de «¿Desea guardar los cambios?»” (pp. 247-48, mi traducción)
En la parte que
cierra el libro, Adam y su esposa, que tienen dos hijas (como Lerner en la vida
real) participa en una protesta en un edificio del ICE en Nueva York. Tras salir
del edificio, su hija está dibujando corazoncitos en el pavimento con una tiza,
y un policía le conmina a impedir que la niña pintarrajee lo que es “propiedad gubernamental”.
Tras un intercambio con el representante de la ley, y cuando el policía le da
una última oportunidad para que le diga a su hija Luna que deje de dibujar, Adam
le responde que la niña nunca le hace caso, que las palabras no sirven: «…ya
ves usted los zapatos que lleva puestos. ¿Tiene usted críos? Porque yo, es que
no tengo autoridad alguna, es eso lo que estoy intentando decirle, no tengo ninguna
autoridad sobre estos críos. ¿Tiene usted la autoridad? ¿De dónde le viene a
usted la autoridad, me lo puede repetir?» (p. 281, mi traducción)
El intercambio
concluye sin más incidentes. Pero unas cuantas páginas antes, Adam cuenta un
desagradable desencuentro con el padre de un niño al que podríamos denominar ‘protofascista’.
En un parque neoyorquino al que lleva a sus hijas, el niño se ha subido al tobogán
y ni baja ni permite que otros niños utilicen el tobogán. «No se admiten niñas feas
y estúpidas», dice. Tras intentar razonar con el padre de la criatura y ser ignorado
y menospreciado, Adam cita a Wordsworth (“El niño es el padre del hombre”) y
entre paréntesis añade: “Yo ayudé a crearla, a Ivanka, mi hija, Ivanka, que
mide un metro ochenta, tiene un cuerpo fabuloso, ha ganado muchísimo dinero.
Porque cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa.
Tienes la autoridad. Una luna o una estrella muerta infinitamente densa
suspendida en el firmamento del sótano.”
Harto de la despectiva
actitud del padre de la criatura, Adam se enfrenta directamente: “¿Me está
usted ignorando?, le pregunté, algo necio por mi parte. El padre levantó la
vista y me miró, ambos éramos ya dos padres malos, y dijo: no pienso hablar más
con usted; le he pedido que me deje en paz, ahora le estoy diciendo que se vaya
a tomar por saco. Solamente cuando oí el ruido que hizo al caer en el asfalto fui
consciente de que le había quitado el teléfono de las manos con un manotazo.”
(p. 270, mi traducción)
Conmigo no
tendría ese problema, debo añadir. No tengo teléfono móvil ni lo quiero.
Un estupendo
libro, no defrauda de ninguna manera. Lerner continúa produciendo novelas
absorbentes, repletas de ideas originales y urgentes.
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