21 feb 2011

Reseña: Raspall, de Juli Capilla


Juli Capilla, Raspall (Alzira: Bromera, 2010). 101 págs.


“Perhaps a major poet should choose demonstratively minor subjects so as to circumvent the solemnity of major status”, escribe John Wilkinson en un excelente estudio publicado en Notre Dame Review sobre el poeta norteamericano John Ashbery. No me cabe ninguna duda de que el deporte autóctono de pelota valenciana (el raspall) sería probablemente visto como un tema “menor” en países como Australia. 

No obstante, tenemos en Australia poetas y poesía australiana – hay de todo: muy buena, buena y más bien anodina – en torno al deporte autóctono, el footy, el fútbol de reglas australianas, un tópico que con toda probabilidad no despertaría demasiado interés entre la mayoría de los lectores de poesía en lengua catalana.

Sería arriesgado en 2011 proclamar a Juli Capilla “major poet”. Al contrario de lo que sucede con un futbolista, con cuarenta años un poeta es en realidad todavía muy joven. La poesía es además un género lamentablemente ingrato. Casi nadie paga por la poesía. Si has comprado un libro de poesía en los últimos doce meses, por favor, déjalo escrito en un comentario, para que todos nos congratulemos y además te podamos felicitar por tu coraje. Diríase que hoy en día hay que estar hecho de una pasta especial para leer poesía, mucho más extraordinaria para escribirla, y todavía más excepcional para publicarla; el poeta se arriesga a exponer sus miedos, sus miserias y lo más recóndito de su ser, y todo, ¿para qué?

Son por lo tanto de agradecer los premios literarios que premian a poetas. Por un lado, y no son para nada desdeñables, suponen una modesta ayuda para sobrevivir en estos difíciles tiempos de crisis, mientras que por otro suponen un modesto reconocimiento – sus cuantías no se acercan ni de lejos a los premios que se conceden a la novela – a su arte. Raspall recibió el Premi de Poesia Ciutat de València de 2009.

Curiosamente, este reciente poemario de Juli Capilla tiene una dosis de actualidad cultural y sociopolítica que para sí quisieran muchos autores. Los acontecimientos recientes en el País Valencià – la mordaza ideológica y la coacción autoritaria impuestas por el gobierno ultraconservador del PP, el cual sigue al frente de la Generalitat (por increíble que parezca, dadas las circunstancias judiciales que se viven), sobre una asociación cívica cuyo único objetivo es defender la lengua y la cultura intrínsecamente valencianas – han venido a dar la razón al llamamiento emocionado pero sereno que ha hecho Juli Capilla a los valencianos con este poemario.

En Raspall, Capilla rinde homenaje al entorno físico y social del pueblo (en el poema “Llindar”, por ejemplo, Capilla hace un hermoso canto al pueblo como lugar propio y ajeno a un tiempo). Se trata del poblado rural valenciano, tan a menudo soslayado y menospreciado desde la metrópolis.

Pero se trata también del pueblo valenciano en tanto que pobladores de ese entorno, un cuerpo social que vive, respira y exuda una cultura propia, rica y antigua. Capilla rinde este bello homenaje con una sugestiva gama de temática lírica: el libro reúne hermosos poemas sobre la niñez y la juventud, vividas a caballo de los dos entornos, el urbano y el rural; hay asimismo lúcidas reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre sus efectos en el ser humano como soporte físico de algo indefinible (¿espiritual, metafísico?); sobre los recuerdos y su pervivencia en lo que somos a través de la toma de conciencia del inexorable paso del tiempo.

Una de las virtudes de la buena poesía es el saber capturar la sencillez de un evento familiar en imágenes y/o palabras sublimes, que podríamos calificar de extraordinarias por la razón que sea (en otro poema de Raspall, “L’infant etern”, una escena de la cosecha de algarrobas retrotrae al poeta a una evocación de la infancia a través de la reveladora y placentera sensación del agua fresca que se derrama a chorros por las mejillas). Si la antedicha es una de las misiones fundamentales de la poesía, Raspall cumple y con creces. Pero aún hay más.

En la segunda parte de Raspall, se incluye un largo poema que se titula igual que el volumen: “Raspall”. Precedido de una serie de piezas en prosa poética bajo el epígrafe de “La partida”, este poema final constituye un homenaje y una incitación al mismo tiempo. Capilla rinde un sentido homenaje a la ancestral cultura valenciana, pero apremia a los valencianos a aceptar con entereza y vergüenza el envite de luchar por una custodia digna de esa identidad amenazada, la apuesta de poner de verdad toda la carne en el asador en la trascendental partida por afirmarse como pueblo. Raspall es, en definitiva, un libro muy completo, sincero y valiente.


Una partida de raspall en Bellreguard (La Safor, València), diciembre de 2010.
Como botón de muestra, incluyo un poema titulado “La sang”, que pertenece a la primera parte del libro, y la correspondiente (aunque un tanto apresurada) versión en lengua inglesa.


LA SANG


Aquesta sang que brolla de la boca
és el mateix filet de sang –idéntic!–
que un día me’n rajava a borbolls
en travesar-me de part a part la llengua
amb les dents, en caure de l’engrunsadora,
i ma germana observaba al soscaire,
dolguda de mi, i alhora compadint-se’n;
aquella sang enterca és la mateixa
que amara el drap urgent de la cuina
en braços de la mare que ara bressa
el xiquet que, espaordit, gemega;
el pati emblanquinat d’una calç càlida,
la claraboia que filtrava el raig
de llum al pis de baix dels llogaters:
l’exigu i tòrrid exili interior
en què m’endinse a estones quan evoque
l’escena de la infància que ara visc
quan veig el fill a recer de la mare
que plora aquesta sang escandalosa,
que és la meua sang, el meu dolor.
(p. 27)


BLOOD

This blood gushing out of his mouth
is just the same trickle of blood – it’s identical! –
one day it poured forth from me,
as I cut my tongue through
after falling from a rocking chair.
My sister watched my mishap,
aching and feeling sorry for me;
this stubborn blood is the same one
that now soaks the urgent tea-towel fetched from the kitchen,
on the arms of the mother who now rocks
the frightened, groaning child;
the porch whitened with warm lime,
the skylight that filtered the beam
of sunlight into the tenants’ flat downstairs:
the exiguous and torrid inner exile
I sometimes fall into whenever I evoke
the childhood scene I am living now,
when I see my child in his mother’s lap
crying over the drama of his own blood,
which is my blood and my own pain.

16 feb 2011

Reseña: Parrot and Olivier in America, de Peter Carey


Peter Carey, Parrot and Olivier in America (Camberwell: Penguin, 2009). 452 págs.

Para el lector algo familiarizado con la obra del australiano Peter Carey no le va a sorprender que esta estupenda novela haya bebido de las fuentes de otro autor. Carey lo ha hecho en todas sus novelas anteriores, con muy efectivos resultados en casi todos los casos: Oscar and Lucinda, Jack Maggs, True History of the Kelly Gang, por poner algunos ejemplos. En el caso de Parrot and Olivier in America la fuente es primordialmente el francés Alexis de Tocqueville, quien escribió a mediados del siglo XIX el estudio De la démocratie en Amérique tras un viaje de casi dos años por la costa este de un territorio cuyo Estado, por así decirlo, se encontraba prácticamente todavía en pañales.
Carey ha realizado una brillante alteración de los datos históricos sobre Alexis de Tocqueville para producir una novela picaresca moderna, en la cual, para disfrute del lector, abundan la caricatura y la ironía. Para empezar, Olivier, el aristócrata inspirado por De Tocqueville, es acompañado no por otro letrado francés, sino por un criado/secretario inglés, John Larrit, conocido desde niño como Parrot (‘loro, cotorra’). Merced a su larga estancia en la colonia penal de Botany Bay en Nueva Gales del Sur, Parrot nos deleita regularmente con su ácido humor de índole australiana. A Olivier, por ejemplo, se refiere repetidamente como ‘Lord Migraine (migraña)’.
Carey presenta la narración en dos voces que se van alternando: por un lado la del aristócrata melindroso, arrogante, temperamental y ciertamente hipocondríaco, y por otro la de Parrot, una voz más cruda e irreverente, con unas muy generosas dosis de cinismo cuando no de un sanísimo sarcasmo. Lógicamente, las contradicciones y contrastes entre las apreciaciones de uno y otro sobre los mismos incidentes arrancan más de una sonrisa. La trama avanza a saltos, a veces retrotrayéndose a sucesos pasados. Lo que en ocasiones pudiera parecer una omisión en la estructura narrativa se resuelve por lo general unas cuantas páginas más adelante. Caemos entonces en la cuenta de que es una estrategia deliberada por parte de Carey, pero el lector que no esté muy atento puede quedar un tanto perplejo.
Sea como fuere, Parrot and Olivier tiene mucha chispa. Fiel a su impecable estilo, Carey juega con el lenguaje y con la trama sin perderse en disquisiciones ajenas a la historia. Quizá el aspecto menos atractivo de la trama – al menos para mi gusto – hayan sido las melodramáticas cavilaciones de Olivier sobre su amor por la joven heredera del magnate Godefroy.
Uno de los innegables talentos de Peter Carey es el saber explotar fuentes y argumentos históricos para producir extraordinarias novelas, algo no demasiado disimilar de lo que hacía William Shakespeare hacia finales del siglo XVI y principios del XVII. Se ha postulado en ocasiones que Carey podría ser el segundo escritor australiano tras Patrick White – australiano es, a pesar de su ya largo ‘exilio’ en Nueva York – en recibir el Nobel de literatura. ¿Tendría ya Shakespeare varios premios Nobel en el saco de haber vivido en estos tiempos tan peculiares que vivimos?
La novela nos lleva en su entretenido recorrido por tres continentes y es un exquisito despliegue de la caricatura como recurso narrativo. Salvando las debidas distancias, el retrato de América que hace Carey a través de las voces de Olivier (al que hace ‘cometer’ errores de sintaxis de bulto) y de Parrot tiene semejantes dosis de mordacidad que el que realizó Thomas Pynchon en Mason and Dixon (1997). En este extracto el autor describe la llegada al puerto de Nueva York y sus primeras horas en la ciudad por boca de Olivier. Como dice el proverbio, por la boca muere el pez:

“I found the deck crowded with a musty malodorous humanity that had hitherto been kept below. Across their shoulders, behind their sad battered stacked portmanteaus, I made out New York – a great deal of bright-yellow sappy wood, a vast pile of bricks, a provincial town in the process of being built or broken. I put my goods into the care of a large black man. If he was a slave or a porter I did not know, only that he put my trunk upon his shoulder and tucked my valise under his arm and, with no regard for the delicacy of the first-class passengers, rammed his way down the gangplank, beckoning me to follow him. When I had, by necessity, mimicked the rude jostling of the nigger, I arrived in a limbo, not quite ashore nor quite on land, along open-sided warehouse built atop a jetty. I looked for Peek. He was nowhere to be seen. Ahead of me I could see the servant’s frightful hair, but  by now the black giant had brought me to an official and delivered my baggage to his table.
Having opened each item to facilitate inspection, the porter demanded money.
I explained to him I had only a letter of credit on the Bank of New York. Although it was clearly a ridiculous thing for me to do and I could imagine my mother rolling her eyes upward to see such behaviour from a Garmont, I showed the document to the damned porter whose huge black face contorted itself to the most frightening effect.
I asked the official to intercede, saying that if he would provide the porter’s name, I would return tomorrow and give him the coin.
Anxious that my cosignatory was escaping me, I’m afraid that I rather thrust my letter at the official’s face, causing unintended offence. He and the slave were then both joined in war against me and I was subjected to all the tyranny that a petty official can bring against his social better. As a consequence I was detained almost an hour while my possessions were carefully inspected, one by one.
[…]
When my ordeal was over I still had no clinking stuff. I was therefore compelled to carry my own luggage to the place where I saw Peek awaiting me. My progress was maliciously observed by the dull and hostile eyes of a dozen not one of whom could be persuaded to rise from his haunches, not even by Peek himself who chastised the ruffians for their lack of hospitality to a friend of the revolution.
[…]
We were finally compelled to share our ride with my trunk, the top of the coach being fully loaded with the Peek family’s souvenirs. Did Marco Polo return with more? […]
There is a street called Broadway where we found the Bank of New York which had much the same appearance as the Parthenon, a building where the elevation of the edifice serves only to remind you of its bourgeois intention. Here Peek effected my introduction to the manager who was every bit as servile as one might require. Promising I would come back with Mr Larrit, I returned to the coach in search of a suitable residence.
[…]
A little farther along Broadway he delivered me to a boarding house run by an Irishwoman who was, nonetheless, thought to be a person of good character.
[...]
That night I dined as the Americans dined, that is, I had a vast amount of ham. There was no wine at all and no one seemed to think there should be.” (pp. 170-3)


“Encontré la cubierta abarrotada de una humanidad mohosa y hedionda que hasta entonces había quedado abajo. Entre sus hombros, detrás de los tristes y maltrechos baúles de viaje apilados, pude distinguir Nueva York – mucha madera resinosa de un color amarillo brillante, un considerable montón de ladrillos, una ciudad provinciana a mitad construir o a mitad destruir. Puse mis bienes al cuidado de un negro grandullón. Si era esclavo o porteador, yo no lo sabía, pero se echó mi baúl al hombro y se metió mi valija debajo del brazo y, sin que le importara la delicadeza de los pasajeros de primera clase, se abrió camino por la plancha, haciéndome gestos para que le siguiera. Habiendo imitado, por necesidad, los toscos zarandeos del negrazo, llegué a un limbo, pues había desembarcado pero no estaba en tierra, a lo largo de un almacén abierto en los costados y construido encima de un embarcadero. Busqué a Peek. No se le veía por ninguna parte. Delante de mí puede ver la horrible pelambrera del criado, pero a estas alturas el gigante negro me había traído hasta un oficial y había depositado mi equipaje encima de la mesa.
Tras haber abierto cada una de los equipajes a fin de facilitar su inspección, el porteador exigió dinero.
Le expliqué que solamente contaba con una carta de crédito con el Banco de Nueva York. Aunque resultaba palmariamente ridículo que hiciera una cosa así, e incluso podía imaginarme a mi madre alzando la vista al ver tal comportamiento en un Garmont, le mostré el documento al maldito porteador, cuyo enorme rostro negro se contrajo de la manera más espeluznante.
Le pedí al oficial que intercediera por mí, diciéndole que si pudiera proporcionarme el nombre del porteador, volvería mañana y le daría una moneda.
Ansioso porque se me escapaba el cosignatario, me temo que más bien le arrojé la carta en las narices al oficial, causando un agravio sin intención alguna. Él y el esclavo se aliaron en una guerra entonces en mi contra, y fui víctima de toda la tiranía que un oficial de medio pelo puede descargar contra alguien de clase social más alta. Como consecuencia de ello, me retuvieron durante casi una hora mientras se procedía a la meticulosa inspección de mis posesiones, una a una.
[…]
Y terminó mi calvario, pero todavía estaba sin contante y sonante. Me vi obligado por tanto a llevar mi propio equipaje al lugar en donde vi a Peek esperándome. Mi marcha fue observada con malicia por los ojos apagados y hostiles de una docena de ellos, a ninguno de los cuales pudo persuadírseles que se levantaran de sus ancas, ni siquiera por parte del propio Peek, quien reprendió a los rufianes por su falta de hospitalidad hacia un amigo de la revolución.
[…]
Finalmente nos vimos obligados a compartir el viaje con el baúl, pues la parte superior del carruaje estaba atiborrada con los souvenirs de la familia Peek. ¿Volvería Marco Polo con más cosas?
[…]
Hay una calle llamada Broadway, donde encontramos el Banco de Nueva York, el cual tenía la misma apariencia que el Partenón, un inmueble donde la elevación del edificio solamente sirve para recordarle a uno de sus intenciones burguesas. Aquí, Peek efectuó mi presentación ante el director, que se mostró todo lo servil que se pudiera requerir. Con la promesa de que regresaría con el Sr. Larrit, volví al carruaje a fin de buscar morada apropiada.
[…]
Un poco más delante de Broadway, me dejó en una pensión regentada por una irlandesa, de quien se pensaba que era, a pesar de todo, una persona de buen talante.
[...]
Aquella noche cené tal como lo hacen los americanos, es decir, consumí una enorme ración de jamón. No hubo ni una gota de vino, y nadie pareció echarlo en falta.”

Parrot and Olivier in America es un libro cuya lectura ciertamente se disfruta. Sea en el original inglés, o merced a una buena traducción al castellano o al catalán – esperemos al menos que así sea – es un buen libro. Como siempre, Carey no defrauda. La perspicaz ironía que es en buena parte sustrato de su visión del mundo está presente en todas las páginas, y para el lector que aprecie ese cáustico sentido del humor, Parrot… es fuente de gratificación y satisfacción.

11 feb 2011

"Les normes del 32", bien cultural de los valencianos

Noticia en el diario Avui del 10 de febrero de 2011

Las ‘Normes de Castelló’ serán reconocidas como Bien de Interés Cultural

Las llamadas ‘Normes de Castelló’, también conocidas como ‘Normes del 32’, año en que fueron firmadas, son las directrices ortográficas elementales que siguen las normas instituidas por el filólogo Pompeu Fabra para la lengua catalana y que son de aplicación para la variedad que se utiliza en las comarcas del País Valencià.

Dos instituciones de renombre, la Universidad Jaume I y la Acadèmia Valenciana de la Llengua, han informado favorablemente. Mientras tanto, la persecución del gobierno de la Generalitat Valenciana contra la lengua de los valencianos va adquiriendo una naturaleza esperpéntica. El gobierno del muy bien vestido President de la Generalitat exige que una loable asociación cultural, Acció Cultural del País Valencià (ACPV), pague una multa de €600.000 por emitir la señal televisiva de los canales de TV3. Si no fuera tan grave el asunto, sería un chiste excelente.

¿Cómo es posible que la difusión y la promoción de la lengua propia sean atacadas y penalizadas? ¿Por qué el gobierno del Estado español no se interesa – que puede hacerlo – por un tema tan importante para la cultura de los valencianos?

1 feb 2011

El final de la Victoria

La noticia, en el rotativo Avui. Obsérvese el saludo fascista de la estatua.


El ayuntamiento de Barcelona quitó de sus calles el pasado fin de semana una estatua, conocida como Victoria, instalada por el régimen franquista a la conclusión de la guerra civil. Era el último vestigio de la parafernalia del dictador en la ciudad condal. Victoria había desalojado de su ubicación a la estatua del presidente de la Primera República española, don Francesc Pi i Margall.

Cabe sin embargo preguntarse la razón por la cual perduran en muchas ciudades y pueblos del territorio español vestigios y monumentos emplazados durante el sanguinario régimen de corte católico-fascista del militar rebelde. Sin ir más lejos, en la hermosa ciudad de Ávila, recientemente visitada, se pueden leer todavía los nombres de algunos héroes fascistas en las calles. ¿Será porque no quieren que desaparezcan las marcas del odio, la crueldad y el desprecio por los derechos humanos que caracterizaron las cuatro décadas de su infame caudillaje que los ciudadanos españoles padecieron?

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