Peter Carey, Parrot and Olivier in America (Camberwell: Penguin, 2009). 452 págs.
Para el lector algo familiarizado con la obra del australiano Peter Carey no le va a sorprender que esta estupenda novela haya bebido de las fuentes de otro autor. Carey lo ha hecho en todas sus novelas anteriores, con muy efectivos resultados en casi todos los casos: Oscar and Lucinda, Jack Maggs, True History of the Kelly Gang, por poner algunos ejemplos. En el caso de Parrot and Olivier in America la fuente es primordialmente el francés Alexis de Tocqueville, quien escribió a mediados del siglo XIX el estudio De la démocratie en Amérique tras un viaje de casi dos años por la costa este de un territorio cuyo Estado, por así decirlo, se encontraba prácticamente todavía en pañales.
Carey ha realizado una brillante alteración de los datos históricos sobre Alexis de Tocqueville para producir una novela picaresca moderna, en la cual, para disfrute del lector, abundan la caricatura y la ironía. Para empezar, Olivier, el aristócrata inspirado por De Tocqueville, es acompañado no por otro letrado francés, sino por un criado/secretario inglés, John Larrit, conocido desde niño como Parrot (‘loro, cotorra’). Merced a su larga estancia en la colonia penal de Botany Bay en Nueva Gales del Sur, Parrot nos deleita regularmente con su ácido humor de índole australiana. A Olivier, por ejemplo, se refiere repetidamente como ‘Lord Migraine (migraña)’.
Carey presenta la narración en dos voces que se van alternando: por un lado la del aristócrata melindroso, arrogante, temperamental y ciertamente hipocondríaco, y por otro la de Parrot, una voz más cruda e irreverente, con unas muy generosas dosis de cinismo cuando no de un sanísimo sarcasmo. Lógicamente, las contradicciones y contrastes entre las apreciaciones de uno y otro sobre los mismos incidentes arrancan más de una sonrisa. La trama avanza a saltos, a veces retrotrayéndose a sucesos pasados. Lo que en ocasiones pudiera parecer una omisión en la estructura narrativa se resuelve por lo general unas cuantas páginas más adelante. Caemos entonces en la cuenta de que es una estrategia deliberada por parte de Carey, pero el lector que no esté muy atento puede quedar un tanto perplejo.
Sea como fuere, Parrot and Olivier tiene mucha chispa. Fiel a su impecable estilo, Carey juega con el lenguaje y con la trama sin perderse en disquisiciones ajenas a la historia. Quizá el aspecto menos atractivo de la trama – al menos para mi gusto – hayan sido las melodramáticas cavilaciones de Olivier sobre su amor por la joven heredera del magnate Godefroy.
Uno de los innegables talentos de Peter Carey es el saber explotar fuentes y argumentos históricos para producir extraordinarias novelas, algo no demasiado disimilar de lo que hacía William Shakespeare hacia finales del siglo XVI y principios del XVII. Se ha postulado en ocasiones que Carey podría ser el segundo escritor australiano tras Patrick White – australiano es, a pesar de su ya largo ‘exilio’ en Nueva York – en recibir el Nobel de literatura. ¿Tendría ya Shakespeare varios premios Nobel en el saco de haber vivido en estos tiempos tan peculiares que vivimos?
La novela nos lleva en su entretenido recorrido por tres continentes y es un exquisito despliegue de la caricatura como recurso narrativo. Salvando las debidas distancias, el retrato de América que hace Carey a través de las voces de Olivier (al que hace ‘cometer’ errores de sintaxis de bulto) y de Parrot tiene semejantes dosis de mordacidad que el que realizó Thomas Pynchon en Mason and Dixon (1997). En este extracto el autor describe la llegada al puerto de Nueva York y sus primeras horas en la ciudad por boca de Olivier. Como dice el proverbio, por la boca muere el pez:
“I found the deck crowded with a musty malodorous humanity that had hitherto been kept below. Across their shoulders, behind their sad battered stacked portmanteaus, I made out New York – a great deal of bright-yellow sappy wood, a vast pile of bricks, a provincial town in the process of being built or broken. I put my goods into the care of a large black man. If he was a slave or a porter I did not know, only that he put my trunk upon his shoulder and tucked my valise under his arm and, with no regard for the delicacy of the first-class passengers, rammed his way down the gangplank, beckoning me to follow him. When I had, by necessity, mimicked the rude jostling of the nigger, I arrived in a limbo, not quite ashore nor quite on land, along open-sided warehouse built atop a jetty. I looked for Peek. He was nowhere to be seen. Ahead of me I could see the servant’s frightful hair, but by now the black giant had brought me to an official and delivered my baggage to his table.
Having opened each item to facilitate inspection, the porter demanded money.
I explained to him I had only a letter of credit on the Bank of New York. Although it was clearly a ridiculous thing for me to do and I could imagine my mother rolling her eyes upward to see such behaviour from a Garmont, I showed the document to the damned porter whose huge black face contorted itself to the most frightening effect.
I asked the official to intercede, saying that if he would provide the porter’s name, I would return tomorrow and give him the coin.
Anxious that my cosignatory was escaping me, I’m afraid that I rather thrust my letter at the official’s face, causing unintended offence. He and the slave were then both joined in war against me and I was subjected to all the tyranny that a petty official can bring against his social better. As a consequence I was detained almost an hour while my possessions were carefully inspected, one by one.
[…]
When my ordeal was over I still had no clinking stuff. I was therefore compelled to carry my own luggage to the place where I saw Peek awaiting me. My progress was maliciously observed by the dull and hostile eyes of a dozen not one of whom could be persuaded to rise from his haunches, not even by Peek himself who chastised the ruffians for their lack of hospitality to a friend of the revolution.
[…]
We were finally compelled to share our ride with my trunk, the top of the coach being fully loaded with the Peek family’s souvenirs. Did Marco Polo return with more? […]
There is a street called Broadway where we found the Bank of New York which had much the same appearance as the Parthenon, a building where the elevation of the edifice serves only to remind you of its bourgeois intention. Here Peek effected my introduction to the manager who was every bit as servile as one might require. Promising I would come back with Mr Larrit, I returned to the coach in search of a suitable residence.
[…]
A little farther along Broadway he delivered me to a boarding house run by an Irishwoman who was, nonetheless, thought to be a person of good character.
[...]
That night I dined as the Americans dined, that is, I had a vast amount of ham. There was no wine at all and no one seemed to think there should be.” (pp. 170-3)
“Encontré la cubierta abarrotada de una humanidad mohosa y hedionda que hasta entonces había quedado abajo. Entre sus hombros, detrás de los tristes y maltrechos baúles de viaje apilados, pude distinguir Nueva York – mucha madera resinosa de un color amarillo brillante, un considerable montón de ladrillos, una ciudad provinciana a mitad construir o a mitad destruir. Puse mis bienes al cuidado de un negro grandullón. Si era esclavo o porteador, yo no lo sabía, pero se echó mi baúl al hombro y se metió mi valija debajo del brazo y, sin que le importara la delicadeza de los pasajeros de primera clase, se abrió camino por la plancha, haciéndome gestos para que le siguiera. Habiendo imitado, por necesidad, los toscos zarandeos del negrazo, llegué a un limbo, pues había desembarcado pero no estaba en tierra, a lo largo de un almacén abierto en los costados y construido encima de un embarcadero. Busqué a Peek. No se le veía por ninguna parte. Delante de mí puede ver la horrible pelambrera del criado, pero a estas alturas el gigante negro me había traído hasta un oficial y había depositado mi equipaje encima de la mesa.
Tras haber abierto cada una de los equipajes a fin de facilitar su inspección, el porteador exigió dinero.
Le expliqué que solamente contaba con una carta de crédito con el Banco de Nueva York. Aunque resultaba palmariamente ridículo que hiciera una cosa así, e incluso podía imaginarme a mi madre alzando la vista al ver tal comportamiento en un Garmont, le mostré el documento al maldito porteador, cuyo enorme rostro negro se contrajo de la manera más espeluznante.
Le pedí al oficial que intercediera por mí, diciéndole que si pudiera proporcionarme el nombre del porteador, volvería mañana y le daría una moneda.
Ansioso porque se me escapaba el cosignatario, me temo que más bien le arrojé la carta en las narices al oficial, causando un agravio sin intención alguna. Él y el esclavo se aliaron en una guerra entonces en mi contra, y fui víctima de toda la tiranía que un oficial de medio pelo puede descargar contra alguien de clase social más alta. Como consecuencia de ello, me retuvieron durante casi una hora mientras se procedía a la meticulosa inspección de mis posesiones, una a una.
[…]
Y terminó mi calvario, pero todavía estaba sin contante y sonante. Me vi obligado por tanto a llevar mi propio equipaje al lugar en donde vi a Peek esperándome. Mi marcha fue observada con malicia por los ojos apagados y hostiles de una docena de ellos, a ninguno de los cuales pudo persuadírseles que se levantaran de sus ancas, ni siquiera por parte del propio Peek, quien reprendió a los rufianes por su falta de hospitalidad hacia un amigo de la revolución.
[…]
Finalmente nos vimos obligados a compartir el viaje con el baúl, pues la parte superior del carruaje estaba atiborrada con los souvenirs de la familia Peek. ¿Volvería Marco Polo con más cosas?
[…]
Hay una calle llamada Broadway, donde encontramos el Banco de Nueva York, el cual tenía la misma apariencia que el Partenón, un inmueble donde la elevación del edificio solamente sirve para recordarle a uno de sus intenciones burguesas. Aquí, Peek efectuó mi presentación ante el director, que se mostró todo lo servil que se pudiera requerir. Con la promesa de que regresaría con el Sr. Larrit, volví al carruaje a fin de buscar morada apropiada.
[…]
Un poco más delante de Broadway, me dejó en una pensión regentada por una irlandesa, de quien se pensaba que era, a pesar de todo, una persona de buen talante.
[...]
Aquella noche cené tal como lo hacen los americanos, es decir, consumí una enorme ración de jamón. No hubo ni una gota de vino, y nadie pareció echarlo en falta.”
Parrot and Olivier in America es un libro cuya lectura ciertamente se disfruta. Sea en el original inglés, o merced a una buena traducción al castellano o al catalán – esperemos al menos que así sea – es un buen libro. Como siempre, Carey no defrauda. La perspicaz ironía que es en buena parte sustrato de su visión del mundo está presente en todas las páginas, y para el lector que aprecie ese cáustico sentido del humor, Parrot… es fuente de gratificación y satisfacción.
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