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21 feb 2021

Reseña: The Only Story, de Julian Barnes

Julian Barnes, The Only Story (Londres: Jonathan Cape, 2018). 213 páginas.

Al comienzo de esta novela, Barnes te pregunta a ti, lector o lectora, si es preferible amar más y sufrir más, o amar menos y por ende sufrir menos. Inmediatamente, en el siguiente párrafo, te dice: “Puede que [me] adviertas – y estarías en lo cierto – que no se trata de una pregunta de verdad. Porque no tenemos elección alguna. Si la tuviéramos, entonces no habría pregunta alguna. Pero no es así, de manera que no la hay. ¿Quién puede controlar cuánto ama? Si puedes controlarlo, entonces no es amor. No sé cómo llamarlo, pero no es amor” (p. 3, mi traducción)

La trama de esta mayormente dolorosa historia gira en torno a un joven estudiante universitario, Paul, quien con 19 años conoce a una mujer mucho mayor que él, Susan, en el club de tenis del pueblo del sudeste de Inglaterra donde viven sus padres. Ella está casada con un tipo odioso y violento; él carece de experiencia y el apasionamiento guía sus acciones y decisiones.

Con el paso de los meses, está claro que lo que parecía ser un breve idilio veraniego es mucho más. Tras sufrir un ataque brutal por parte del marido, Susan (con unos cuantos dientes menos) se va de casa y se instala en Londres con Paul. Es la década de los 60: por muchos Beatles que haya, ciertas convenciones sociales no han caducado. El escándalo que en el pueblecito solamente acarrea la expulsión del club de tenis puede pasar mejor desapercibido en una gran metrópolis.

Be always proper, please!
 Tunbridge Wells Lawn Tennis Club. Fotografía de Nigel Chadwick.
Pero no todo van a ser alegrías. Rara vez lo son, ¿no? De hecho, Susan padece una enfermedad muy mala y dificil de tratar: alcoholismo. Paul narra cómo trata de salvar una relación enfrentándose a un enemigo invisible, tenaz y prácticamente imbatible.

La novela está estructurada en tres partes. No hace falta repetir que Barnes es hábil en el manejo de la trama y de los puntos de vista narrativos. Tanto es así que en cada una de las tres secciones predomina una persona diferente. Al principio, Paul narra la historia en primera persona. En la segunda sección, en cambio, Barnes decide emplear la segunda persona, convirtiendo la narración en una especie de ajuste de cuentas, o al menos en un intento por exigir que Paul rinda (¿A sí mismo o al lector?) cuentas.

En la tercera parte, el narrador adopta la tercera persona y se convierte en una voz omnisciente, la voz del hombre ya mayor que reflexiona sobre su vida, sus vivencias, aciertos y errores, la soledad y los recuerdos de lo que fue el amor de su vida. La única historia posible.

El contraste entre los recuerdos del joven Paul y la perspectiva del hombre ya mayor, curtido por el tiempo y los acontecimientos tanto personales como sociales de su época, es enriquecedor. De alguna manera, Barnes parece estar reciclando conceptos y materiales ya contemplados en The Sense of an Ending, y lo hace, en mi opinión, con muy buen gusto. La idea de que la memoria siempre constituye una narración desconfiable es reforzada por la inestabilidad que provoca la combinación de primera, segunda o la tercera personas, a veces en unas pocas páginas.

La idea en la que insiste el título, la noción de que solamente hay una historia, puede que sea, en todo caso, una ilusión. Yo digo que es un poco como las meigas gallegas, y que historias hay muchas. Haberlas, haylas, y hace falta encontrarlas. Otro buen libro de Julian Barnes.

The Only Story, publicada en 2018, se ha publicado tanto en castellano (La única historia, en Anagrama en 2019, en traducción de Jaime Zulaika) com en català (L'única història, en Angle Editorial també l’any 2019, traduïda per Alexandre Gombau i Arnau).

4 jul 2019

Reseña: The Noise of Time, de Julian Barnes

Julian Barnes, The Noise of Time (Londres: Jonathan Cape, 2016). 184 páginas.
Una pregunta resuena con insistencia en esta ficcionalización de Julian Barnes de la vida de Dmitri Shostakóvich: ¿A quién le pertenece el Arte? Según le repiten hasta la saciedad los elementos del Poder (así, con una P bien mayúscula), el Arte le pertenece al Pueblo. Lenin dixit.

Con The Noise of Time Barnes busca construir el gran retrato de un gran compositor como si se tratase de un mosaico. La narración está fragmentada en múltiples párrafos a veces con la apariencia de ser inconexos, meras viñetas que iluminan determinados momentos en la vida de Shostakóvich o reflexiones en torno a lo que debió pasar por su cabeza.

La presencia constante de la tétrica y al tiempo aterradora figura de Stalin contribuye el elemento histórico que marca la vida del compositor. Las furibundas críticas a su música que, según nos relata Barnes, lo pusieron en el candelero y casi lo condujeron al suicidio desaparecieron tras la muerte del dictador, y solo tras el cambio de timonel pudo Shostakóvich volver a componer la música que deseaba crear.

Pero la historia es inmisericorde con quienes se prestan a firmar falsedades y dar respaldo a acusaciones espurias contra otros con tal de que el Poder no les haga daño a los suyos o a ellos mismos. Es bien cierto que la valentía y la tolerancia de la represión tienen límites. Nadie lo duda. Y solamente quienes hayan sufrido las garras y el terror de una dictadura pueden criticar a otros por no hacerlo. Un recuerdo me viene a la memoria: el relato de mi abuela, contándome cómo le propinó un bofetón a mi abuelo para que no les gritase merecidos improperios a las tropas fascistas que desfilaban por las calles. ¿De qué sirve un luchador muerto más en un cajón de pino?

De hecho, Barnes nunca le pierde la simpatía al compositor ruso. Aun cuando la vergüenza le hiera y le muerda en la conciencia al Shostakóvich del autor inglés, nunca deja de mostrarnos una perspectiva humana y comprensiva. ¿La merece? ¿Quiénes somos los lectores para juzgar a uno o al otro?

¿Ensordece el ruido del tiempo al músico? ¿Basta con taparse los oídos? Fotografía de Deutsche Fotothek.
Barnes maneja magistralmente la indudable lucha interna que debió sentir el compositor en todo momento. Cuando los tentáculos del Poder le instan a colgar un retrato de Stalin en la pared de su estudio, Shostakóvich se las arregla para poner uno de Stravinski; en su dacha, en cambio, hay otro de Músorgski.

Como con el Tony Webster de The Sense of an Ending, Barnes parece disfrutar de hurgarle en la herida de sus debilidades a Shostakóvich mas, dado que la narración es en tercera persona, el efecto de su escalpelo queda un tanto diluido.

¿A quién le pertenece pues el Arte? No al Poder. Tampoco al Pueblo, que con demasiada frecuencia prefiere espectáculos deplorables o simples chismorreos entre marujos y marujas (cuando no barbaries mal llamadas artísticas). Digamos que el Arte pertenece a su creador y a su lector (en el sentido semiótico, el más amplio de la palabra).


Barnes vuelve a deleitarnos con la recreación de una vida histórica. Es un autor de muchos quilates, y esta obra le añade un nuevo galón por su buena literatura.


The Noise of Time apareció en el estado español el mismo año de su publicación en inglés tanto en castellano (El ruido del tiempo, Anagrama, traducción de ‎Jaime Zulaika) com en català (El soroll del temps, Angle Editorial, amb traducció d’Alexandre Gombau i Arnau).

2 feb 2014

Reseña: Levels of Life, de Julian Barnes

Julian Barnes, Levels of Life (Londres: Jonathan Cape, 2013). 118 páginas.

“En los primeros años de la vida, el mundo se divide, grosso modo, entre los que han tenido sexo y los que no. Más adelante, entre los que han conocido el amor y los que no. Más adelante todavía – al menos si tenemos suerte (o lo contrario, mala suerte) – se divide entre los que han padecido el duelo y los que no. Estas son divisiones absolutas; son trópicos que cruzamos.” (p. 68, mi traducción). Levels of Life es, en muchos sentidos, un extraordinario libro que, a quien no haya cruzado ese Trópico del Duelo puede que le resulte inabordable.

Pat Kavanagh, la esposa del autor de The Sense of an Ending, murió en 2008, 37 días de que los médicos descubrieran que tenía un tumor cerebral. Exactamente cuatro años después Barnes completó Levels of Life (Pat murió un 20 de octubre, fecha en la que firma Julian el libro), el cual, con 118 páginas y una inusual pero acertadísima estructura, constituye una lectura amena y absorbente.

Levels of Life está dividido en tres partes: ‘The Sin of Height’, ‘On the Level’ y ‘The Loss of Depth’ [El pecado de la altura, Con honestidad y La pérdida de profundidad]. Aviso para navegantes: quien espere encontrar una memoria desgarrada del duelo de Barnes tras la muerte de su esposa (no emplearé ninguno de los eufemismos que el propio Barnes deplora), mejor que no tome este libro entre sus manos, porque probablemente no entenderá nada.
Autorretrato de Nadar (c. 1865). Fuente: Wikicommons
La primera parte es una somera historia de los pioneros de la navegación aerostática, y Barnes dedica su atención principalmente a Gaspard-Félix Tournachon (apodado Nadar), quien fue también pionero de la fotografía aérea. Nadar “fue periodista, caricaturista, fotógrafo, aeronauta, empresario e inventor, ávido registrador de patentes y fundador de compañías” (p. 15). Fue, asimismo, el primer ser humano en tratar de explotar la capacidad “de mirarnos desde la distancia, de hacer que lo subjetivo sea de repente algo objetivo”. El maravilloso y acelerado de la aeronáutica posibilitó hace ya años que el ser humano saliera de la Tierra y pudiera observar el lugar donde vivimos desde la distancia. De pronto, en otro trópico o línea que la humanidad ha cruzado, podíamos vernos a nosotros mismos tal como (hasta entonces se había asumido no sin cierta obediencia ciega a la religión establecida) lo había estado haciendo Dios. Quizás fue ese el momento en que murió la idea de Dios.
Earthrise. Fotografía de Bill Anders (24 de diciembre de 1968). Fuente: Wikicommons
La segunda parte es un relato dramatizado de la historia de amor entre otros dos aeronautas, el  capitán inglés Fred Burnaby y la actriz francesa Sarah Bernhardt (a quien Nadar retrató en numerosas ocasiones). Barnes recurre a la ficción (“podemos establecer que se conocieron en el París de los 1870” (p. 37). Toda historia de amor es en potencia una historia de duelo, nos dice Barnes en varias ocasiones en el libro. Burnaby cree estar enamorado de la actriz (La Divina), pero Bernhardt no se compromete con nadie: “Estoy hecha para la sensación, para el placer, para el momento. Estoy a la búsqueda constante de nuevas sensaciones, de nuevas emociones. Así seré hasta que mi vida se acabe. Mi corazón desea más excitación que la nadie – una persona sola – pueda dar.” (p. 56) Rechazado, Burnaby se examina y descubre que “fue él que se engañó a sí mismo. Mas si ser honesto no te protegía del dolor, puede que fuera mejor estarse en las nubes” (p. 61-2).
Sarah Bernhardt. Retrato a cargo de Nadar. Fuente: Wikicommons. 
La tercera parte es la reflexión personal de Barnes sobre el duelo como proceso vital, y sobre su experiencia personal a lo largo de esos cuatro años. El duelo, explica Barnes (y coincido plenamente con él) “es un estado humano, no una afección médica, y si bien hay pastillas que nos ayudan a olvidarlo – y todo lo demás – no hay pastillas que lo curen.” (p. 71).

El tono de esta tercera parte no es confesional, sino meditativo; no es autoindulgente sino escrupuloso en su naturalidad. Se compone de retazos de sus vivencias tras la muerte de Pat: comentarios inapropiados, consejos inútiles, silencios vergonzosos, la ira del doliente… Si no fuera por la ironía anónima con la que delicadamente maneja esas anécdotas y episodios, el resultado sería devastador para aquellos que, en su caso, metieron la pata.

Desde un punto de vista meramente personal, me produjo un leve placer íntimo la frase siguiente, por lo cercana que la experiencia de Barnes parece estar a la mía propia: “Algunos amigos tienen tanto miedo del duelo como de la muerte; te evitan como si temieran contagiarse” (p. 75).

Desde las alturas de los globos aerostáticos en los que los pioneros veían a sus congéneres Barnes pasa a la caída libre, al descenso a los infiernos del duelo sin caer en las “muchas trampas y peligros [que hay] en el duelo, y que el paso del tiempo no reduce. La autocompasión, el aislacionismo, el desprecio por el mundo, un excepcionalismo egoísta: todos aspectos de la vanidad” (p. 113).

Las ideas que Barnes explica en los siguientes extractos me parecen especialmente significativas y conmovedoras. En referencia a esas fotografías que todos tenemos de nuestros seres queridos: “Esas viejas fotos familiares de tiempos más felices han pasado a parecer menos originales, menos parecidas a fotografías de la vida misma, más parecidas a fotografías de fotografías. […] el recuerdo que tienes de tu vida – tu vida previa – se asemeja a ese milagro corriente que contemplaron Fred Burnaby,  el Capitán Colver y el Sr. Lucy en alguna parte cerca del estuario del Támesis. Estaban por encima de las nubes, debajo del sol, […] El sol estaba proyectando sobre el espeso banco de nubes que había debajo la imagen de su nave […] Burnaby la comparó con una ‘colosal fotografía’. Y así es con nuestra vida: tan clara, tan segura, hasta que por una razón u otra […] la imagen se pierde para siempre, disponible solamente para la memoria, convertida en anécdota.” (p. 110)
Caricatura de Fred Burnaby en Vanity Fair, 2 de diciembre de 1876. Fuente: Wikicommons.
Los que hemos sido golpeados por el duelo (“griefstruck” es la palabra que emplea Barnes) sabemos que el dolor nunca desaparece, y aceptamos vivir con él: “El dolor demuestra que no has olvidado; el dolor refuerza el sabor del recuerdo; el dolor es una prueba de amor.” (p. 113)

5 nov 2011

Reseña: The Sense of an Ending, de Julian Barnes


Julian Barnes. The Sense of an Ending (Londres: Jonathan Cape, 2011). 150 págs.

El pasado es siempre un terreno a la vez resbaladizo y pedregoso, propenso al error y al olvido del sujeto. Uno de los pasajes más significativos en esta novela se puede leer como un guiño al lector/relector de ficción en el siglo XXI. El estudiante recién llegado, Adrian Finn, le espeta al profesor de Historia lo siguiente:

“Pero naturalmente, mi deseo de adscribir responsabilidad a alguien pudiera ser más una reflexión de mi propia mentalidad que un justo análisis de lo sucedido. Ese es uno de los problemas centrales de la historia, ¿no es verdad, señor? La cuestión de la interpretación subjetiva frente a la objetiva, el hecho de que nos hace falta conocer la historia misma del historiador para poder comprender la versión que se nos ha puesto delante.”

The Sense of an Ending investiga en lo esquiva que resulta la verdad como consecuencia de la subjetividad inherente en nuestra memoria. Barnes crea un narrador en primera persona, Tony Webster, que desde un principio advierte al lector que se sabe poco fidedigno. Uno de los recuerdos que menciona en el listado de recuerdos que conforma el primer párrafo ni siquiera es algo que él hubiera presenciado.

Que los seres humanos distorsionamos o adaptamos el pasado (o la historia) con el propósito de exculparnos es simplemente el reflejo (¿o la consecuencia lógica?) de nuestra desdichada condición mortal. Queremos que nos recuerden como a alguien querido, apreciado. Cedemos fácilmente a la tentación de (re)crear la historia de nuestras propias vidas a través de recuerdos y anécdotas, con tal de mitificarnos para la posteridad.

El narrador, Tony, ya jubilado, nos dice al comienzo de la novela que ha logrado un cierto estado de paz (consigo mismo, cabría añadir); tiene una nieta de su única hija, divorciado tras una década mantiene una cierta amistad con su exmujer; la tranquilidad, en fin, rige su vida, y al escribir esas páginas aspira a rememorar los días de su juventud.

Al colegio donde estudia llega un muchacho, Adrian Finn, a quien muy pronto Tony y sus dos amigos admirarán y buscarán como compañía. Adrian es bastante más inteligente que ellos, y consigue entrar en Cambridge. Tony estudia en una universidad menor, la de Bristol, donde conoce a Veronica. La relación con ella fracasa, y al cabo de unos meses recibe una carta de Adrian en la que éste le pide permiso para iniciar una relación con su exnovia. Tony se marcha a hacer las Américas, y a su regreso descubre que Adrian se ha suicidado.

La apacible y sosegada vida que Tony lleva en su jubilación se ve abocada a una seria crisis cuando recibe una carta de un abogado, por la cual descubre que la madre de Veronica le ha dejado una pequeña suma en su testamento y el diario de Adrian. En la segunda parte de la novela, Barnes crea unas buenas dosis de incertidumbre; lo que el lector quiere saber es por qué Tony reacciona como lo hace y, enfrentado a la nada halagadora realidad de lo que hizo, insiste en tratar de re-crear su pasado. El personaje, no hace falta explicarlo, sale malparado. No así la narración, que resulta ágil. Barnes se guarda en la manga hasta prácticamente la última página el naipe ganador, la baza definitiva.

Barnes toma el título de la novela de un libro fundamental de Frank Kermode, en el cual postulaba que lo que tradicionalmente llamamos historia no deja de ser una ficción, un intento de darle forma, de moldear el caos que es el tiempo.

Si en el párrafo citado anteriormente que Adrian le suelta a su viejo profesor Hunt sustituimos historia por narración, e historiador por narrador, vemos reflejada la tesis de Kermode. Somos muchos los que, de algún u otro modo, trataremos en su día de borrar o alterar las estupideces y las mentiras de nuestra juventud, de revestir esa (¿inevitable?) necedad juvenil de un barniz más aceptable para nuestra middle-age respectability, convirtiendo sucesos reales en simples anécdotas más o menos ajustadas a nuestro sentido del decoro. Dice Tony Webster que “puede que sea esta una de las diferencias entre la juventud y la vejez, cuando somos jóvenes, nos inventamos futuros diferentes para nosotros mismos; cuando somos viejos, nos inventamos pasados diferentes para los demás”.


Solamente cabe desear que la novela que cada cual escriba en su momento posea al menos tanta vivacidad y sagaz sutileza como ésta de Barnes, la cual se hizo merecedora del Premio Booker de este año.

Las primeras páginas de The Sense of an Ending:


Recuerdo, pero no en un orden en particular:
-          la piel de la parte interior, lustrosa, de una muñeca;
       el vapor que se alza de un fregadero lleno de agua mientras, entre risas, alguien lanza una sartén caliente en su interior;
-     gotas de esperma girando alrededor de un círculo en el desagüe, antes de desembocar por él y recorrer entera una casa, cuan larga es;
-      un río que fluye absurdamente río arriba, y a la luz de media docena de linternas, la ola y la estela de sus aguas;
-       otro río, ancho y gris, la dirección de su corriente encubierta por un fuerte viento que excita su superficie;
-       una bañera llena de agua que hace ya tiempo se ha quedado fría tras una puerta cerrada con llave.
Esto último no es algo que yo realmente viera, mas lo que uno termina recordando no siempre es lo mismo que lo que uno ha presenciado.

  
Vivimos en el tiempo – el cual nos contiene y nos moldea – pero nunca tuve la impresión de entenderlo bien. Y no me refiero a las teorías de que se dobla y desdobla, o que pueda existir en alguna otra parte en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, al de todos los días, el que relojes de pared y de pulsera nos aseguran que pasa de forma regular: tictac, clic-clac. ¿Existe algo más plausible que un segundero? Y no obstante, se precisa solamente el más mínimo placer o dolor para enseñarnos lo maleable que es el tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo ralentizan; en ocasiones parece perderse – hasta que finalmente se pierde de verdad, para no volver jamás.

No me interesan mucho mis días de colegio, y tampoco siento nostalgia alguna por ellos. Pero fue en el colegio donde comenzó todo, de modo que tengo que volver brevemente a unos cuantos incidentes que se han convertido en anécdotas, regresando a unos recuerdos aproximados que el tiempo ha deformado hasta hacerlos certidumbres. Si ya no puedo estar seguro de los sucesos reales, al menos puedo ser fiel a las impresiones que esos hechos me dejaron. Es lo máximo que puedo hacer.



Éramos tres, y ahora él hacía el número cuatro. No esperábamos añadir a nadie a nuestro pequeño número: las camarillas y los emparejamientos ya habían tenido lugar mucho antes, y ya estábamos comenzando a imaginar nuestra escapada del colegio para ingresar a la vida. Se llamaba Adrian Finn, un chico alto y tímido que inicialmente no levantaba la vista ni decía lo que pensaba. Durante el primer par de días apenas le hicimos caso; en el colegio no había ninguna ceremonia de bienvenida, por no hablar de lo contrario, la iniciación punitiva. Simplemente registramos su presencia y esperamos.
Los maestros estaban más interesados en él que nosotros. Tenían que averiguar si era inteligente y cuál era su sentido de la disciplina, hacerse una idea de lo bien que le habían enseñado previamente, y si podría resultar tener ‘madera de académico’. La tercera mañana de aquel trimestre de otoño teníamos una clase de historia con el Viejo Joe Hunt, un hombre irónico y afable que siempre llevaba puesto un traje, un profesor cuyo sistema de control dependía de mantener a la clase suficiente, pero no excesivamente, aburrida.
“Bueno, ustedes recordarán que les pedí que leyeran con anterioridad la lección sobre el reinado de Enrique VIII.” Colin, Alex y yo nos miramos entornando los ojos, con la esperanza de que la pregunta no fuera lanzada, igual que la mosca de un pescador, para terminar depositada en nuestras cabezas. “¿Quién desea hacernos una semblanza de la época?” El profesor sacó sus propias conclusiones de cómo se apartaban nuestras miradas. “Bueno, pues Marshall, quizás. ¿Cómo describiría usted el reinado de Enrique VIII?”
Sentimos más alivio que curiosidad, porque Marshall era un indocto precavido al que le faltaba la inventiva de la verdadera ignorancia. Buscaba posibles complejidades ocultas en la pregunta antes de finalmente localizar una respuesta.
“Hubo algunos disturbios, señor.”
Un brote de sonrisitas apenas controladas; el propio Hunt casi sonreía.
“¿No le importaría entrar en detalles?”
Marshall asintió lentamente, se lo pensó un poco más y decidió que no era momento de ser precavido. “Yo diría que hubo muchos disturbios, señor”.
“Veamos, usted, Finn. ¿Está usted al día en este periodo?”
El chico nuevo estaba sentado una fila delante de mí, un poco a la izquierda. No había mostrado ninguna reacción obvia ante las idioteces de Marshall.
“La verdad es, señor, que me temo que no. Pero hay una corriente de pensamiento, según la cual todo lo que en verdad se puede decir de un acontecimiento histórico – incluso del estallido de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo – es que ‘ocurrió algo’.”
“Una cierta corriente, claro. Pues eso me podría dejar a mí sin trabajo, ¿no?” Tras unas cuantas risas lisonjeras, el Viejo Joe Hunt nos perdonó la pereza de las vacaciones y nos puso al día sobre el regio carnicero polígamo.
Durante el siguiente recreo, busqué a Finn. "Yo soy Tony Webster." Me miró con recelo. "Qué bueno lo que le has dicho a Hunt". No parecía saber a qué me refería. "Lo de que 'ocurrió algo'."
"Ah, sí. Me ha decepcionado un poco que no siguiera con el tema."
Eso no era lo que suponía que tenía que decir.
Otro detalle que recuerdo: los tres, como un símbolo de nuestro vínculo, solíamos ponernos los relojes al revés, con la esfera sobre el interior de la muñeca. Era, naturalmente, afectación, aunque puede que fuera algo más. Hacía que el tiempo pareciera algo personal, incluso algo secreto. Esperábamos que Adrian observara el gesto, y que nos lo imitara, pero no lo hizo.


Aquel día, un poco más tarde – o quizás otro día – teníamos dos horas seguidas de la clase de literatura con Phil Dixon, un joven profesor que acababa de graduarse de Cambridge. Le gustaba usar textos contemporáneos, y nos lanzaba retos repentinos. “‘Nacer, copular y morir’ – de eso se trata todo, dice T.S. Eliot. ¿Algún comentario?” Una vez comparó a un héroe shakesperiano con Kirk Douglas en Espartaco. Y me acuerdo cómo, cuando estábamos hablando de la poesía de Ted Hughes, inclinaba un poco la cabeza a la manera de un catedrático y murmuraba, “Claro está que todos nos preguntamos qué pasará cuando agote todos los animales”. A veces se dirigía a nosotros como “Caballeros”. Naturalmente, lo adorábamos.


Aquella tarde nos entregó un poema sin título, sin fecha y sin el nombre de su autor, nos dio diez minutos para que estudiarlo, y entonces nos pidió nuestras respuestas.
“¿Qué le parece si empezamos con usted, Finn? En pocas palabras, ¿de qué diría usted que trata este poema?”
Adrian levantó la vista del pupitre. “De Eros y Tánatos, señor”.
“Mmm. Siga, siga.”
“El sexo y la muerte”, prosiguió Finn, como si no fueran únicamente los zoquetes de la última fila los que no habían comprendido su griego. “Del amor y la muerte, si usted lo prefiere. El principio erótico, en cualquier caso, entrando en conflicto con el principio de la muerte. Y lo que se desprende de dicho conflicto. Señor.”
Probablemente yo tenía pinta de estar más impresionado de lo que Dixon consideraba saludable.
“Webster, ilumínenos usted un poco más”.
“Yo solo pensé que se trataba de un poema sobre una lechuza, señor”.
Esa era una de las diferencias entre nosotros tres y nuestro nuevo amigo. Nosotros, básicamente, solamente queríamos tomar el pelo, excepto cuando nos poníamos serios. Él era básicamente serio, excepto cuando estaba tomando el pelo. Nos costó cierto tiempo darnos cuenta de eso.


Adrian se dejó absorber por nuestra pandilla, sin reconocer que fuera algo que él buscaba. Quizá no fuera así. Tampoco cambiaba sus opiniones para que coincidieran con las nuestras. En los rezos matinales se le podía oír, uniendo su voz a las respuestas, mientras Alex y yo simplemente fingíamos decir las palabras, y Colin prefería la táctica satírica del bramido entusiasta de un pseudo-fanático. Los tres considerábamos que las clases de gimnasia no eran más que un plan cripto-fascista para reprimir nuestro deseo sexual; Adrian se apuntó al club de esgrima y practicaba el salto de altura. Nosotros teníamos mal oído musical hasta el punto de la beligerancia, mientras que Adrian se traía el clarinete al colegio. Cada vez que Colin denunciaba a su familia, o yo me mofaba del sistema político, o Alex le ponía objeciones filosóficas a la naturaleza percibida de la realidad, Adrian guardaba silencio – al menos al principio. Daba la impresión de que creía en cosas. Nosotros también – era simplemente que nosotros queríamos creer en nuestras propias cosas, en vez de en lo que se había decidido que debíamos creer. De ahí lo que nosotros pensábamos que era un escepticismo purificador.


El colegio estaba en el centro de Londres, y cada día viajábamos hasta allí desde nuestros barrios respectivos, pasando de un sistema de control a otro. Por aquel entonces, las cosas eran más sencillas: menos dinero, nada de aparatos electrónicos, muy poca tiranía de la moda, nada de novias. No había nada que pudiera distraernos de nuestra obligación humana y filial, la cual consistía en estudiar, aprobar los exámenes, utilizar los títulos para encontrar un trabajo y luego ensamblar un modo de vida que no fuera más amenazadoramente completo que el de nuestros padres, que daban su aprobación mientra en privado la comparaban con sus propias vidas anteriores, las cuales habían sido más sencillas, y por tanto, superiores. Por supuesto que no se declaraba nada de eso: permanecía siempre implícito el refinado darwinismo social de las clases medias inglesas.“Qué cabrones son, los padres,” se quejó Colin un lunes a la hora del almuerzo. “Te crees que son buenos cuando eres pequeño, y luego te das cuenta de que son como…”
“¿Como Enrique VIII, Col?” sugirió Adrian. Estábamos empezando a acostumbrarnos a su sentido de la ironía; también al hecho de que podía igualmente volverse en contra de nosotros. Cuando se burlaba o quería que nos tomáramos algo en serio, a mí me llamaba Anthony, a Alex, Alexander, y a Colin, cuyo nombre no podía alargar más, lo abreviaba a Col.
“Pues no me importaría si mi padre tuviera media docena de esposas.”
“Y si fuera inmensamente rico.”
“Y si lo retratara Holbein.”
“Y si mandara al Papa a freír espárragos.”
“¿Hay alguna razón en particular por la que son unos cabrones?”, le preguntó Alex a Colin.
“Yo quería que fuéramos a la feria. Ellos me dijeron que tenían que pasarse el fin de semana arreglando el jardín.”
Un verdadero hatajo de cabrones.


Esta reseña apareció el 4 de noviembre de 2011 en la revista HermanoCerdo, a excepción del breve extracto traducido del inglés.

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