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17 ene 2012

Reseña: The Roving Party, de Rohan Wilson




Rohan Wilson, The Roving Party (Crows Nest: Allen & Unwin, 2011). 282 páginas.

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Desde hace tiempo se vienen produciendo en Australia interesantes debates en torno a la historia oficial de la colonización, y en el terreno estrictamente literario, sobre la legitimidad o la propiedad del uso que hacen los novelistas contemporáneos de las fuentes históricas para escribir recreaciones y ficciones que contienen elementos y personajes históricos. Algunos historiadores y académicos han hecho público su desagrado por esta tendencia, mientras otros se han limitado a recordar al público la diferencia entre historia como disciplina y la escritura novelada de la historia como producto literario.
La historia a la que nos remite The Roving Party es la de la partida que organizó John Batman (fundador de la ciudad de Melbourne) por encargo del gobernador de lo que hoy en día es Tasmania, que por entonces todavía recibía el nombre de Van Diemen’s Land, la tierra de Van Diemen, bautizada así por el neerlandés Abel Tasman, primer explorador europeo en desembarcar en la isla en 1642. La partida, compuesta por varios convictos y un par de guerreros Dharug venidos expresamente desde Sydney para ayudar a seguirles el rastro a los aborígenes, recorrió diversas partes de la isla en 1829.
Wilson inserta en esta historia a un personaje enigmático y complejo, Black Bill. Indígena de la isla pero educado por los colonos blancos ingleses, Black Bill no pertenece por completo a ninguna de las dos culturas, pero ha tomado partido por Batman – aparentemente porque con Batman no le va a faltar la comida. No obstante, parece haber en él también un rescoldo de odio o resentimiento contra el líder de los aborígenes a los que persigue el grupo de Batman, Manalargena, a quien considera un brujo.
Desde el mismo comienzo de la novela Wilson nos recuerda que Black Bill opera en un doble nivel: es, por una parte, el mercenario implacable que sirve a Batman para sus propósitos, pero por otra queda clara su conexión mítica con la tierra, con su gente. Si en la primera escena encontramos la referencia a su nombre tribal, “nombre que ya no le servía de nada”, en la escena final es el propio Black Bill el que susurra el nombre secreto de su hijo, nacido muerto. Que el hijo de Black Bill naciera muerto añade todavía mayor simbolismo e ironía a la tarea a la que el nativo se ha encomendado: el exterminio de las tribus autóctonas.
Black Bill es por tanto, y sin lugar a dudas, el protagonista de la narración, y Wilson desarrolla espléndidamente su relación con el líder, Batman, y con el resto de los expedicionarios. La relación del vandiemeniense con Batman es otro de los aspectos interesantes de la novela. Hay entre ellos un evidente respeto mutuo (Batman consulta con Black Bill en numerosas ocasiones), pero el indígena nunca va a ser considerado como un igual por el jefe de la expedición.
Los diálogos son, como cabría esperar, comedidos, y apuntan más que denotan el sentido y la intención de las palabras. Corresponde pues al lector profundizar en la compleja psicología de los personajes mientras los acompaña por el territorio agreste y hostil en las cercanías de Ben Lomond, y en la narración escueta de la brutalidad de sus actos y sus reacciones instintivas.
También el clima se erige en obstáculo al avance de la partida de aniquilación de Batman. En las tierras altas de Tasmania, el frío, la niebla, la escarcha, la lluvia y la nieve añaden una buena dosis de tensión a la narración; mientras los convictos van prácticamente descalzos, Black Bill luce un estupendo par de botas, lo que le granjea la envidia de los penados, que nunca podrán considerar a Bill como un igual.
Puede que, en su estructura y trama, The Roving Party les recuerde a muchos a otra gran novela, la muy admirada Heart of Darkness de Joseph Conrad. El de Batman, Black Bill y los demás mercenarios es también un viaje al interior de una tierra salvaje, además de suponer un viaje interior hacia las profundidades más crueles y despiadadas de la psiquis humana.
Como curiosidad mencionaré que Rohan Wilson se pasó varios años investigando en las fuentes históricas disponibles, y como fruto de su trabajo de investigación publicó su tesis de grado de maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Melbourne, titulada The Roving Party & Extinction Discourse in the Literature of Tasmania, que contiene el embrión de la novela y que puede consultarse en internet (nota: es un archivo PDF de 133 páginas) aquí.
The Roving Party es un libro que deja huella en la memoria del lector, tanto por la calidad de su prosa como por la terrible historia que cuenta. Por esta novela de debutante, Wilson fue galardonado con el Premio Literario Australian/Vogel de 2011.
Y como suele ser habitual en Notas Literarias, te obsequio con las primeras páginas de The Roving Party, invitándote a disfrutar de su lectura.

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Al alba, llamaron con silbidos al Negro Bill, y luego por su viejo nombre de miembro del clan, nombre que ya no le servía de nada. Él se irguió en el catre y miró a su alrededor. El fuego en el hogar se había apagado, y la cabaña estaba totalmente a oscuras. Dobló la manta sobre su fémina, cubriendo el pequeño bulto de su vientre. Se puso el sombrero y las botas, todo el tiempo escuchando a las almas distantes que le silbaban y llamaban como si fuese un perro de caza que debiese estar dispuesto para la montería. Entonces él empujó la trampilla hacia fuera y se quedó en el hueco, observando cómo los enormes eucaliptos enhiestos como columnas lentamente iban distinguiéndose a medida que el sol iluminaba la tierra. El aire estaba húmedo y neblinoso entre las finas rendijas de luz, y estuvo un buen rato mirando fijamente al exterior hasta que se dio cuenta de su presencia. Primero vio a los perros, enflaquecidos por las lombrices, medio ocultos por los bancos de niebla. Después, dispuestos entre los vaporosos matorrales que rodeaban su choza, aparecieron como llegados de un sueño etéreo. El Negro Bill apretó los dientes. Era un grupo de cazadores de los hombres Plindermairhemener.
Lo estaban observando a través de las brumas, sujetando puñados de lanzas como si fueran largos y espigados alfileres. De sus cuerpos colgaban indolentemente los mantos de piel de canguro que ocultaban las piezas de ropa que llevaban debajo, pantalones viejos, desgarrados y ennegrecidos por la sangre de las presas que habían cobrado, y camisas de algodón que habían robado, ya convertidas en andrajos. Uno de ellos iba vestido con una cartuchera de un soldado de infantería, y otro llevaba puesta una chaqueta de fina lana como si se hubiera vestido para la cena. Cortaban el aire con la respiración. No era un grupo de reliquias surgido de las praderas donde sus antepasados habían caminado, sino hombres recreados en modos peculiares a este nuevo mundo. Mientras observaba a aquellas figuras desde la puerta de su hogar el vandiemeniense buscó el cuchillo que guardaba entre los omóplatos.
Destacaba entre aquella singular horda Manalargena, quien llevaba en los hombros una maza de madera de acacia, manchada con la suciedad de la guerra. Hizo girar la herramienta al tiempo que guiaba a la partida desde los matorrales, flanqueado por la jauría de perros, y la corteza de los árboles crujía bajo sus pies. Manalargena era vanidoso, siempre lo había sido, y su esposa le había pintado el cabello de ocre formando largos tirabuzones, de manera tan precisa como las cuerdas que hacían las mujeres. En realidad, todos los hombres llevaban los cabellos del mismo modo, esculpido por las mujeres, pero solamente el cacique caminaba por aquella tierra como un individuo enamorado del sonido de sus propios pasos: mina bungercarner. nina bungercarner. mina tunapri nina. nina tunapri mina. Fijó su mirada en el rostro de Bill mientras hablaba.
narapa. El Negro Bill bajó el cuchillo.
Los hombres del clan se colocaron sobre la tierra junto a la choza de Bill, y con las palmas de las manos abiertas le hicieron gestos para que también él se sentase. La pintura de guerra estaba todavía fresca, y cuando Manalargena le ofreció una concha de abulón rellenada de grasa y tintura ocre, el vandiemeniense la aceptó, se quitó el sombrero y se impregnó la cabeza con la pintura. Bill llevaba el pelo muy corto, como los hombres blancos de la región, pero los hombres del clan lo observaron con solemne consideración, y si en su opinión el pelo merecía su desprecio, no dieron muestra de ello. El cacique volvió a dirigirse a Bill, y esta vez lo hizo en parte en inglés para hacerle saber su sitio. Pues el vandiemeniense era para ellos como un blanco.
—Tummer-ti, le dijo. Venimos, te necesitamos. ¿tunapri mina kani?
El Negro Bill estudió su rostro lleno de profundas arrugas.
Tú ven, luchar, dijo el cacique.
¿Eh?
Lucha con nosotros.
—¿Dónde? ¿carnermena lettenener?
tromemanner.
Bill miró alrededor suyo, a aquellos guerreros de rostro adusto; cada uno de ellos le sostuvo la mirada, y vio entre sus rostros las audaces expectativas que tenían de él.
—Tú hombre fuerte, tú lucha, dijo el cacique. Ven con nosotros.
El Negro Bill guardó silencio. Se rascó las viejas cicatrices rituales que tenía en el pecho. Llamó a su fémina para que se levantase del lecho, y cuando no hubo respuesta, volvió a llamarla, y sus palabras quedaron extrañamente amortiguadas por la niebla entre los árboles. Pronto ella apareció en la puerta, envuelta en una manta, y Bill le pidió que sacara la carne.
tawattya, —les dijo a los guerreros, pero ellos miraron hacia otro lado y movieron la cabeza. El pelo, demasiado largo para una mujer negra, parecía molestarles.
—¿Su nombre, cuál?
Bill se encaró al cacique. —Katherine.
—Katarin, — el cacique se dirigía a ella. —Tú, buena mujer. Tú trae comida, Katarin. Trae té. Buena mujer. Nosotros hablamos.
Ella se quedó mirándolo. Entonces desapareció en el interior de la choza.
Manalargena sonrió y esperó a que ella regresase con un trozo de carne de canguro fría. Los guerreros comieron copiosamente y se fueron pasando uno tras otro el cazo del té. Por encima del rumor de los sorbidos el cacique alabó a Bill por la esposa que había tomado, por su obediencia, su silencio, y por puro capricho se puso en pie y, pavoneándose, hizo burla de su propia esposa, tan presuntuosa, y los hizo reír a todos con la interpretación de su arrogante porte. Tenía la barba enmarañada, y sus nudos lacios, rojos como barba de gallo, se sacudían mientras caminaba. Oscuras manos se agitaban a su paso, y alzó la nariz. Los guerreros se rieron, pero Bill siguió observando y no dijo nada.
Una vez más, el cacique se sentó entre los hombres del clan y echó mano al cazo. Bebió, se secó los labios y miró en dirección a Bill. En la puerta, Katherine se sujetaba la barriga redonda. El cacique movió un dedo encorvado en dirección a ella.
—¿Ella encinta, de qué?
—No lo sé, —dijo Bill.
El cacique la consideró un momento y se frotó su maltratado brazo izquierdo. Era una masa de cicatrices, donde había intentado eliminar el demonio de su espíritu de juventud con sangrías.
—Un niño, —dijo. —Un niño fuerte. Yo sé esto.

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