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5 abr 2013

Reseña: La vida doble, de Arturo Fontaine


Arturo Fontaine, La vida doble (Barcelona: Tusquets, 2010). 302 páginas.

Uno de los recuerdos imborrables que conservo de mi breve estancia en Santiago de Chile, ahora hace veinte años (dato que revela que uno ya no es joven), es el del estruendo de una explosión. Corría el año 1993 y en Chile había democracia (como suele decirse, vigilada). Pero la lucha armada de grupos o grupúsculos revolucionarios persistía – los apagones en la capital santiaguina, según me relataban muchos chilenos, eran habituales, y muchos de ellos los provocaban los atentados de facciones que no aceptaban la entente cordial de la transición desde el régimen militar que había transado la clase política chilena.

La vida doble cuenta en primera persona la vida de Irene/Lorena, una joven chilena de clase media, que tras ser madre soltera muy pronto se convierte en activista o guerrillera urbana del grupo Hacha Roja. Irene/Lorena le cuenta su historia a una persona venida de Chile, de quien no sabemos ni nombre ni nada, solamente su interés por escribir un libro con lo que le cuenta ella, que está muriéndose de cáncer en su exilio de Estocolmo.

En una operación de captación de fondos para Hacha Roja que sale mal, a Irene la detienen y la trasladan a una celda donde será violada, salvajemente torturada y humillada, y finalmente reducida a una piltrafa humana. Firme en su convicción de no delatar a sus “hermanos” de lucha, Irene/Lorena resiste. Estas escenas, muchas de ellas narradas en un angustiante presente, transmiten todo el terror y la claustrofobia del encierro, de la oscuridad en la que solamente los olores y los sonidos le permiten adivinar lo que está sucediendo alrededor de ella, y no siempre: “Una pausa. Ajetreo. Olor a alcohol, un apretón en el brazo derecho, un elástico, el pinchazo, el dolor del líquido espeso penetrando. Yo sé qué es, qué debiera ser, qué nos han enseñado que debiera ser: Pentotal. Me dejo ir. Sobreviene una calma. Me siento mareada, me estoy yendo, quizá me esté muriendo y es mejor.” (p. 26)

Pero para su sorpresa, apenas un mes después la liberan sin cargos. ¿Se ha terminado la pesadilla? Poco a poco toma conciencia de que en la organización clandestina no quieren saber de ella: puede que la estén sometiendo a vigilancia intensiva, o puede que esté dispuesta a traicionarlos por defender a su hija, a su familia… ¿A quién debe ser leal?

Y cuando ya parecía haber alcanzado la normalidad, los servicios secretos vuelven a secuestrarla. Pero esta vez las cosas son diferentes. El Flaco, uno de los torturadores, empieza a agasajarla y ella cede. De ser guerrillera urbana pasa a ser agente de inteligencia y a formar parte de un equipo parapolicial contrarrevolucionario.

El tema principal de La vida doble es por tanto la traición, pero la novela está aderezada de interesantes indagaciones en las huellas psicológicas que marcan a las personas que son sometidas a presiones inenarrables, indecibles. La historia de Irene/Lorena nos enfrenta a la enorme dificultad, ya que no la imposibilidad, de admitir que el pasado de personas enfrentadas a dilemas de vida o muerte  rehúye toda consigna moral.

En esta poderosamente verosímil narración, Fontaine no escatima recursos narrativos y descriptivos. Las escenas de asalto a las casa de seguridad de los revolucionarios abundan en detalles, son casi cinematográficas. Los personajes están caracterizados con pinceladas firmes y convincentes: la reproducción del habla chilena ayuda mucho a ello: “no debís participar tú en estas cosas, Cubanita. Tú andái a la siga de aventuras, ¿no es cierto? La droga del peligro. No te conoceré yo, cabrita…” (p. 211), le dice el Gato a Irene/Lorena. La mayoría de los integrantes de esos grupos de la policía secreta parece un hatajo de salvajes sádicos. Y sospecho que en ese aspecto, Fontaine no dista mucho de la verdad…

Aunque se valga de muchos datos y hechos recientes, indudablemente verídicos, de la historia del país trasandino, La vida doble no es una novela histórica. Sí cuestiona, no obstante, la sangrante impunidad de los máximos responsables del terror y el horror que los cuerpos de seguridad (nótese la cursiva, por favor) infligieron al pueblo. También cuestiona, por boca de Irene/Lorena, la utilidad final que la lucha armada tuvo en el siglo XX, pues a fin de cuentas el modelo de la democracia liberal que triunfó con la caída del Muro y de la URSS sigue instaurado y sigue haciendo a los ricos más ricos, y a los pobres más pobres.


Puede que la mejor lección que Irene/Lorena nos dé a través del relato que Fontaine novela en La vida doble es la enorme desdicha que supone saber que hemos traspasado un umbral, o que hemos cruzado un lóbrego túnel, para reconocernos al otro lado como viles, y aún así tener conciencia de disfrutar de ello. El torturado puede convertirse en torturador con suma facilidad. ¿Con qué argumentos contamos para poder juzgar a un verdugo que primero fue víctima?

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