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25 ago 2017

Reseña: Running Dogs, de Ruby J. Murray

Ruby J. Murray, Running Dogs (Melbourne: Scribe, 2012). 280 páginas.

¿Una novela australiana cuyo escenario es Indonesia? Así es, aunque ciertamente, no es la primera: en 1978 apareció The Year of Living Dangerously, de Christopher Koch, que luego fue transformada en película (en España se estrenó, con algo de éxito, con el título El año que vivimos peligrosamente).

Un jovencísimo Mel Gibson y la siempre encantadora Sigourney Weaver.

Desde la independencia indonesia de Holanda en 1945, las relaciones de Australia con su más próximo vecino (geográficamente hablando) han tenido muchos altibajos. Cuando uno compara las cifras de habitantes y superficie de ambos países, resultan evidentes (que no justificables) los recelos de un país muy rico y desarrollado ante otro cuya población excede ya los 250 millones.

Running Dogs sigue las peripecias de una joven australiana de Melbourne, Diana, que decide tomar un trabajo en una agencia de ayuda humanitaria en Yakarta. El trabajo es decepcionante: se limita a escribir comunicados de prensa que nadie lee, la integridad de sus compañeros no es tan clara como debiese ser, y no le resulta nada fácil integrarse en la cultura indonesia.

Pero Diana tiene ciertos lazos con Indonesia: en realidad, parece haber escogido Yakarta porque quiere localizar a una amiga indonesia con la que compartió vivienda en Melbourne. Se trata de Petra Jordan, hija de una familia muy acomodada y poderosa entre la elite financiera del país. Petra se fue de Melbourne sin avisar y sin dejar señas. ¿Por qué?

La novela está estructurada en dos marcos temporales paralelos, dos épocas distintas con más de diez años de diferencia: por un lado, la Yakarta de finales del siglo XX, con la fuerte crisis económica y la consiguiente caída de Suharto, que corresponde a la infancia de Petra y sus dos hermanos, Isaak y Paul. El otro hilo narrativo comprende el periodo conocido en Indonesia como Reformasi, y coincide con la estancia de Diana en Yakarta.

Uno de los lugares donde el macet de Yakarta ocurre a diario: Jalan Rasuna Said. Fotografía de M. R. Karim Reza.

Isaak y Petra son los hijos de Richard Jordan y su primera esposa, fallecida en un misterioso accidente doméstico. Paul es el más pequeño, y quizás por ello también el más vulnerable.

Como suele ocurrir en millones de hogares en los países en desarrollo, son los sirvientes quienes se ocupan de mantener unas necesarias dosis de rutina, orden y buenas costumbres. En el caso de los Jordan, de los tres niños se ocupa Mbak Nana. La madre de Paul y madrastra de Petra e Isaak va de fiesta en fiesta, normalmente en compañía de una amiga, la madre de Bill Desta, compañero de escuela de los Jordan y acosador imperturbable de Petra. ¿A qué se debe esa fijación del bully con Petra? Entre la Sra. Jordan y la Sra. Desta hay algo más que una amistad.

Angustiada por el acoso interminable que sufre en el colegio, Petra y sus hermanos llevan a cabo una ceremonia mágica para pedirle a una diosa indonesia que castigue a Bill Desta. Poco tiempo después, el avión en el que viaja Linda, la madre de Bill Desta, se estrella, y mueren todos los ocupantes.

Murray caracteriza a los padres del trío de hermanos como fantoches. Mientras que el padre es un violento monstruo autoritario que nunca expresa afecto alguno por sus hijos (el episodio en el que Paul termina meándose en los pantalones después de un partido de futbol es una muestra de brutal crueldad). Desde el accidente del avión, la madre/madrastra es simple y llanamente la muñeca/el fantasma. El punto de vista narrativo en esta parte de la novela corresponde a Petra/Isaak, y para referirse a la madre, la autora utiliza el pronombre neutro de tercera persona.

La llegada de Diana a Yakarta es el recurso de que se vale Murray para desarrollar la trama en torno a cuestiones de corrupción política a gran escala.
“Llevaba viviendo en Indonesia poco más de tres meses cuando Petra volvió a introducirse en su vida, flanqueada por sus hermanos, envuelta en un halo de humo de kretek [cigarrillos de clavo]. Hasta ese instante, Diana había sabido mentirse a sí misma acerca de las razones por las que había elegido el puesto de Yakarta.” (p. 3, mi traducción)
Diana y Petra retoman su amistad, pero a medida que Diana se involucra más intensamente en las vidas de los Jordan va descubriendo aspectos turbios en el imperio de Richard Jordan y el tío Edward. La trama se enreda mucho más, y el desenlace (que incluye una muerte, una revelación traumática sobre el pasado y un asesinato) recompensa la lectura de esta novela.

Por el camino, Murray deja caer algunas indirectas respecto al cinismo prevalente en el sector normalmente altruista de la ayuda al desarrollo y la ayuda humanitaria, y deja bien claro lo difícil que es para los occidentales adaptarse a una cultura como la indonesia. Los indicios de los hilos de corrupción que unen a inmorales explotadores locales y empresas multinacionales quedan expuestos a través de excelentes ejemplos ficticios.

Running Dogs, expresión procedente del chino y que vendría a traducirse como “lacayos” o “perros falderos”, es una intrigante novela que rebusca en las infamias y vergüenzas ocultas de una privilegiada familia occidental en Indonesia.

21 ago 2013

'Cazando animales', un cuento de Ruby J. Murray

Fuente: Wikicommons Images
La revista Hermano Cerdo publica un cuento de la australiana Ruby J. Murray que he traducido al castellano. Narrado desde la perspectiva de una niña, cuenta la amistad que entabla con un joven solitario y con un pasado doloroso pero oscuro en las playas de un pueblo costero del sur de Australia. El cuento comienza así:
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
Puedes terminar de leer el cuento aquí. Espero que te guste.
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
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Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
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