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5 sept 2020

Reseña: The Topeka School, de Ben Lerner

Ben Lerner, The Topeka School (Londres: Granta, 2019). 282 páginas.
Cuando hablamos de una ‘novela de ideas’, ¿qué queremos decir exactamente? No hay una única respuesta a esa pregunta, de la misma manera que no hay dos lectores que interpreten una novela de la misma manera exactamente. Es la paradoja del lenguaje: nos sirve y no nos sirve. Sin él, fracasamos en la comunicación social, personal, artística. Y el fracaso comunicativo es asimismo consecuencia de la enorme falibilidad del lenguaje, y de los que lo utilizamos.

No sé si lo entiendo o no lo entiendo. ¿Qué menos que leerlo?
Ben Lerner, Fotografía de Slowking4
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The Topeka School es la tercera novela de Lerner, y es una obra con una fantástica abundancia de ideas. Nuevamente hace uso Lerner de esa muy fluida mezcla de lo real y lo ficticio que tanto le gusta, y que tan buenos resultados le dio con las dos novelas anteriores: Leaving the Atocha Station y 10:04. Como en la primera, una de las voces narradoras es la de Adam Gordon, el alter ego del autor, a la que se le unen sus padres, Jane y Jonathan. Ambos son psicoanalistas en “la Fundación” de Topeka, y buena parte de la novela investiga la relación entre el psicoanalista y su paciente, entre quien escucha y quien habla. Al fin y al cabo, ¿no son muchas de nuestras conversaciones personales, en cierta medida, sesiones gratuitas de análisis?

Otro de los temas recurrentes en The Topeka School es la adolescencia. De hecho, en el libro se caracteriza a los Estados Unidos como “la adolescencia sin fin”. Adam crece en una Topeka donde la virilidad es más que una cuestión de demostrar en las fiestas que se es hombre porque se bebe, sino que la violencia física forma parte de lo cotidiano. De hecho, un incidente que implica a un joven de la edad de Adam, Darren, es el protagonista de un episodio al que se alude en varias ocasiones a lo largo de la novela. En cierto modo, este episodio de violencia de género extrema como manifestación de la masculinidad tóxica es una convincente alegoría de la actual problemática que enfrenta el país.

Vista aérea de Topeka, Kansas.
Si el lenguaje al que los ciudadanos son sometidos a través de los medios de comunicación de masas y las redes sociales está corrompido hasta la médula y ha terminado por dominar absolutamente el debate político, Lerner viene a enfatizar en The Topeka School que la razón última es su inautenticidad. En uno de los capítulos vemos y escuchamos a través de los recuerdos de Adam cómo se entrena a esos adolescentes en el arte de la oratoria: la psicología de crear un ganador a toda costa vicia y pervierte la naturalidad y la esencia de la retórica. No se trata de convencer, sino de vencer al adversario.

Adam juega con la idea de cambiar un archivo abierto en el ordenador de su madre. La noción de pervertir las palabras para reconvertirlas en arma política o demagógica a conveniencia. “Había una suerte de poder especial en reconvertir el lenguaje, en redistribuir las voces, en cambiar el principio de su diseño, tenues chispas de un significado alternativo a la sombra del sentido original, del relato. Era un poder real y, al mismo tiempo, muy débil, como una señal remota. Escribió unos cuantos tercetos más, ninguno de ellos especialmente bueno; pero el proceso de componerlos, de permitir que alguna otra fuerza los compusiera a través suyo, le relajó un poco, como una especie de meditación. Cerró el documento haciendo clic en «No» a la pregunta de «¿Desea guardar los cambios?»” (pp. 247-48, mi traducción)
Jonathan, el padre de Adam, entra en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York tras haber ingerido LSD: "Entonces llegamos ante La Madonna y el niño de Duccio, donde nos plantamos durante varios minutos, y mientras lo mirábamos la mandíbula se me tensaba y destensaba. Normalmente los cuadros antiguos me aburrían; este me hizo pararme en seco. La presciencia en la expresión de la mujer, como si pudiera anticipar una repetición distante. El extraño parapeto debajo de las figuras, y cómo enlazaba el mundo sagrado con el mundo del público. Por un instante me parecía plano el fondo dorado, y al momento veía en él profundidades. Pero lo que de verdad me fascinaba, lo que de verdad me conmovía, no estaba en el cuadro: era cómo el borde inferior del marco original había quedado marcado por quemaduras de velas. Vestigios de un medio de iluminación más antiguo, la sombra de la devoción." (p. 46, mi traducción)
En la parte que cierra el libro, Adam y su esposa, que tienen dos hijas (como Lerner en la vida real) participa en una protesta en un edificio del ICE en Nueva York. Tras salir del edificio, su hija está dibujando corazoncitos en el pavimento con una tiza, y un policía le conmina a impedir que la niña pintarrajee lo que es “propiedad gubernamental”. Tras un intercambio con el representante de la ley, y cuando el policía le da una última oportunidad para que le diga a su hija Luna que deje de dibujar, Adam le responde que la niña nunca le hace caso, que las palabras no sirven: «…ya ves usted los zapatos que lleva puestos. ¿Tiene usted críos? Porque yo, es que no tengo autoridad alguna, es eso lo que estoy intentando decirle, no tengo ninguna autoridad sobre estos críos. ¿Tiene usted la autoridad? ¿De dónde le viene a usted la autoridad, me lo puede repetir?» (p. 281, mi traducción)

El intercambio concluye sin más incidentes. Pero unas cuantas páginas antes, Adam cuenta un desagradable desencuentro con el padre de un niño al que podríamos denominar ‘protofascista’. En un parque neoyorquino al que lleva a sus hijas, el niño se ha subido al tobogán y ni baja ni permite que otros niños utilicen el tobogán. «No se admiten niñas feas y estúpidas», dice. Tras intentar razonar con el padre de la criatura y ser ignorado y menospreciado, Adam cita a Wordsworth (“El niño es el padre del hombre”) y entre paréntesis añade: “Yo ayudé a crearla, a Ivanka, mi hija, Ivanka, que mide un metro ochenta, tiene un cuerpo fabuloso, ha ganado muchísimo dinero. Porque cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa. Tienes la autoridad. Una luna o una estrella muerta infinitamente densa suspendida en el firmamento del sótano.”

Harto de la despectiva actitud del padre de la criatura, Adam se enfrenta directamente: “¿Me está usted ignorando?, le pregunté, algo necio por mi parte. El padre levantó la vista y me miró, ambos éramos ya dos padres malos, y dijo: no pienso hablar más con usted; le he pedido que me deje en paz, ahora le estoy diciendo que se vaya a tomar por saco. Solamente cuando oí el ruido que hizo al caer en el asfalto fui consciente de que le había quitado el teléfono de las manos con un manotazo.” (p. 270, mi traducción)

Conmigo no tendría ese problema, debo añadir. No tengo teléfono móvil ni lo quiero.

Un estupendo libro, no defrauda de ninguna manera. Lerner continúa produciendo novelas absorbentes, repletas de ideas originales y urgentes.

20 nov 2014

Reseña: 10:04, de Ben Lerner

Ben Lerner, 10:04 (Londres: Granta, 2014). 245 páginas.

Mientras esto escribo, tengo al alcance de la mano mi ejemplar de The New Yorker correspondiente al 18 de junio de 2012. En aquella fecha, la narración breve publicada en la sección de ficción correspondía a ‘The Golden Vanity’, de Ben Lerner, y confieso que o bien no la leí, o me pasó desapercibida.

Lo anterior podría muy bien pasar a formar parte de otra historia, en la que un lector ya maduro (que en su juventud haya sometido a sus células grises a unas buenas sesiones de castigo químico) no recuerda haber leído una historia que encuentra incluida en un libro que está leyendo, y solamente después de leer el libro le surge la duda de si ya conocía esa historia o no.

El caso es que sí recuerdo en cambio haber leído (y reseñado el 15 de abril de 2013 aquí) la primera novela de Lerner, Leaving the Atocha Station. De ella dije entonces que me había hecho pasar un buen rato. Me hizo reír mucho, pero no la consideré “un hito”. Ahora Lerner ha publicado su segunda novela, 10:04 (del cual no explicita si se trata de a.m. o p.m.). Y poco importa, la verdad sea dicha.

10:04 es una metaficción, algo que ya no es ninguna novedad, pero que sigue en cierta medida estando en boga. Lerner mezcla la ficción con la no-ficción, en un relato que incluye como segunda parte de las cinco de las que consta la ya mencionada ‘The Golden Vanity’. El tema de fondo de esta obra es las múltiples y variopintas relaciones entre la vida y el arte. Y Berner, como en su novela anterior, trata el tema con un gran sentido del humor.

El narrador-protagonista recibe un jugoso avance por su segunda novela tras la aceptación por parte de The New Yorker de una narración breve. Al mismo tiempo, nos cuenta que los médicos le han diagnosticado un ensanchamiento de la aorta coronaria que podría dejarlo frito. Mientras, su mejor amiga, Alex, le ha convencido para que se convierta en donante del semen con el que quedará embarazada.

Con un interesante golpe de efecto, el narrador decide utilizar diversos aspectos y episodios de su vida real y reconvertirlos, tras cambiar nombres y algunos detalles, en ficción. De este modo, ficción y realidad se unen en un juego de espejos y de sombras. Además, Lerner parece complicar un poquito más las cosas al romper la cronología narrativa. Esta especie de rompecabezas es deliberado: lo que interesa a Lerner es las posibles/plausibles interacciones entre el pasado y el presente, y sobre los posibles futuros que los distintos pasados nos pueden deparar.

En ese sentido, la novela de Ben Lerner es un juego muy serio, digamos un malabarismo en manos de un narrador vacilante: Ben (es ése el nombre del protagonista) navega un rumbo que va y viene de la parodia a la sinceridad, entre el desapego absoluto  y el compromiso crítico (su gusto por el exquisito plato de pulpitos portugueses suavemente masajeados con sal gruesa hasta morir se contrapone sin sarcasmos con su conciencia de que numerosos desastres ecológicos parecen haber condenado a los océanos a convertirse en un erial ácido donde se acumula el plástico). Ben es el franco impostor de un delicioso juego narrativo en el que prima la conciencia de sí mismo. Para quien no disfrute de este tipo de lúdicas maniobras metaficcionales, la obra de Lerner no será estimulante.

Sin embargo, sí debiera disfrutar de algunos de los episodios hilarantes de 10:04. Como cuando Ben acude a una clínica a proporcionar la muestra de semen que planea donar para que lo use su amiga Alex. Tras escuchar y leer el aviso que se les hace a los donantes con el fin de que no se contamine la muestra, el protagonista, encerrado en la pequeña sala con videos pornográficos, se lava una y otra vez las manos de forma obsesiva antes de masturbarse.

El ensamblaje de ‘The Golden Vanity’ en la novela es un gran acierto para quien haya leído (o crea haber leído) la pieza que publicó The New Yorker. Cuenta Ben/Lerner:

La historia implicaría una serie de transposiciones: transferiría mi problema médico a otra parte del cuerpo; sustituiría la agnosia táctil con otro tipo de trastorno, reemplazaría la cirugía dental de Alex. Cambiaría los nombres: Alex pasaría a ser Liza, nombre que ella me había dicho una vez era la segunda opción que había pensado su madre; Alena se convertiría en  Hannah; a Sharon le cambiaría el nombre a Mary, y Jon en vez de Josh; el Dr. Andrews sería el Dr. Roberts, etc. En lugar de convertirse en albacea literario, y por tanto hacer frente a la tensión entre la mortalidad biológica y la textual mediante dicha obligación, una universidad se dirigiría al protagonista — una versión de mí mismo; lo llamaría «el autor» —inquiriendo sobre la posibilidad de adquirir sus papeles personales. (p. 54-55, mi traducción)
Con párrafos como el anterior, Lerner le obliga al lector a moverse. Es como si te estuviera diciendo: puedes escoger leer esto como no ficción, pero no debes olvidar que el autor decide que el narrador es un impostor, y por lo tanto muchos de los detalles pueden ser ficticios.

En mi opinión, 10:04 es un primoroso, inteligente y entretenido ejercicio metaliterario. Por supuesto, no agradará a todo el mundo, pero eso es algo que Lerner ya daba por descontado, según se deduce de lo que la agente literario de Ben le recomienda:

«Acuérdate de que esta es tu oportunidad de llegarle a un público más amplio. Tienes que decidir quiénes quieres que sean tu público, quiénes crees que son tu público», dijo mi agente, y esto fue lo que yo oí: «Elabora una trama clara, geométrica; describe rostros, incluso los de la gente de la mesa de al lado; asegúrate de que el protagonista sufra una transformación dramática.» Y si solamente sufre un cambio su aorta, me preguntaba. O su neoplasma. ¿Y si al final del libro todo es lo mismo, solo que un poquito diferente? (p. 156, mi traducción)

No me extraña que Ben esté bastante seguro de que el libro no se venderá. O quizás sí lo haga.


(3 de abril de 2015). El libro lo ha publicado en castellano, en traducción de Cruz Rodríguez Juiz, Reservoir Books.

15 abr 2013

Reseña: Leaving the Atocha Station, de Ben Lerner


Ben Lerner, Leaving the Atocha Station (Londres: Granta Publications, 2012). 187 páginas.


Hay ocasiones en que la lectura del primer capítulo de una novela permite vislumbrar un festín literario. Hay otras en que esa lectura puede dejar al lector intrigado sobre si el resto será tan bueno como lo ya leído. Y finalmente hay también casos en que esa primera degustación te deja tan extrañado que quieres seguir leyendo inmediatamente. El primer capítulo de Leaving the Atocha Station es una mezcolanza de elementos narrativos tan dispares que en un principio dudé: ¿de qué demonios va este libro?

He de admitir ante todo que a ratos me he reído a carcajada limpia leyendo esta primera novela de Ben Lerner. Y también que Lerner me ha cautivado con su prosa. Se trata de un libro con temas complejos, a pesar de su breve longitud, pero escrito con mucho humor y sencillez.

Un joven norteamericano, Adam Gordon, ha conseguido una beca para pasar un año en Madrid. Poeta incipiente, Adam padece sin embargo algunos desequilibrios psicológicos y emocionales: aplaca frecuentes ataques de ansiedad y de pánico con pastillas tranquilizantes, pero las primeras semanas en Madrid se lía cada mañana un buen porro nada más levantarse, se toma un café bien cargado y se planta en el Museo del Prado a contemplar pinturas o a visitantes que contemplan pinturas. Después se va al Retiro, se lía otro porro y pretende tomar notas con el fin de adquirir suficientes materiales como para escribir un largo poema sobre la Guerra Civil, poema que sería (al menos de forma implícita) el colofón del proyecto de su beca de investigación. Cuando no lee el Quijote con la absurda aspiración de aprender a hablar castellano como un autor del Siglo de Oro, lee al poeta John Ashbery (de quien Lerner toma prestado el título de la novela), o a Tolstoi.

En realidad, Adam está progresando como persona, pero no lo sabe; se debate entre la idea de llevar una vida que podríamos denominar genuina y la idea/fachada de la vida de un poeta extranjero en España, es decir, su estancia como “experiencia de la experiencia”.

Al principio, sin embargo, el problema principal al que se enfrenta es su paupérrimo dominio de la lengua castellana, que da lugar a situaciones absurdas y francamente cómicas. No obstante, Adam se reconoce una y otra vez como lo que teme parecer ante los demás, un fraude, y su estrategia pasa a ser la de hacer un fraude del fraude (“¡Por qué nací entre espejos!”, cita al final en sus propios poemas. De hecho, no sabe casi nada de la Guerra Civil, y mucho menos sobre literatura española.

En el primer capítulo, en una jocosa muestra de su incompetencia lingüística que por momentos me hizo recordar al fugitivo italiano que encarna Roberto Benigni en el film Down by Law de Jim Jarmusch, Adam se limita a sonreír delante de un grupo de amigos ante el desgarrador relato que una chica hace de la muerte de su hermano, recibe un puñetazo por su estúpida torpeza pero al mismo tiempo logra después despertar la lástima de esa misma chica, Isabel, con la mentira de que su madre ha muerto recientemente. Más tarde, cuando ya está inmerso en una relación con Isabel, reconoce la mentira y la disfraza como una grave enfermedad (también es mentira) y le cuenta que su padre es un fascista. En esas primeras páginas, Lerner parece por momentos desnudar por completo al personaje, hasta el extremo de que podría resultarnos absolutamente impertinente e insufrible. Por fortuna, no es así.

Su perplejidad surge por un lado por su inexperiencia – el guiño hacia la ingenuidad acostumbrada de los turistas norteamericanos en Europa es innegable – pero sobre todo por las dudas que alberga (legítimamente) acerca de la validez y de la profundidad de la poesía y del arte en general. “Los versículos me solían parecer hermosos solamente cuando me los encontraba como citas dentro de obras de prosa, en los ensayos que los profesores de la universidad nos daban como lecturas obligatorias, en los cuales los versos aparecían separados por medio de barras oblicuas, de manera que lo se comunicaba era menos un poema concreto que el eco de la posibilidad poética.”

Leaving the Atocha Station se compone de cinco capítulos, los cuales reflejan a grandes rasgos las cinco fases que Adam Gordon atribuye a su proyecto de investigación. Naturalmente, esta división en cinco fases hay que tomárselo con una pizca de sal, pues en qué momento Adam consigue manejarse con suficiente sobriedad y seriedad para delimitar con claridad el inicio (o el final) de una de las fases nunca termina de estar claro. Es más bien otro guiño cómico en dirección al lector.

Anclado en su constante zozobra y temor a parecer espurio, haciendo alarde de un carácter narcisista y falaz (su relación con Isabel y Teresa la examina en términos de cómo le ven ellas a él), cuando finalmente la Historia se cruza en su camino vital en forma de los atentados del 11 de marzo, Adam escoge retraerse de todo y ser testigo del evento desde la pantalla de su ordenador. Días antes, Adam se vanagloriaba en silencio de ser posiblemente el primer turista americano que viajaba a Granada y no visitaba la Alhambra.

Lenguaje y traducción

Además de los errores naturales en el aprendizaje de un idioma y que Lerner utiliza con abundante ironía para lograr unos buenos efectos humorísticos, la odisea de Adam Gordon en España le sirve a Lerner también para dibujar el choque que supone la exposición a un idioma extranjero: el suyo es un trayecto sumamente divertido, pero que finalmente le conduce a una posiblemente significativa transformación. El Adam poeta de las últimas páginas no es el mismo que el Adam que padece un trastorno bipolar y que lee bazofia que pasa por poesía al principio de su estancia en Madrid.

Entre medio hay una infinidad de mentiras y de extrañísimas ocurrencias, muchas drogas, mucho vino y un generoso repertorio de agudísimas observaciones sobre las palabras y su artificiosidad, sobre el papel de la traducción en la comunicación y en la literatura.

Ignoro si en la traducción al castellano (Saliendo de la estación de Atocha, publicada por Mondadori y traducida por Cruz Rodríguez) se recoge el irónico subtexto con el que Lerner dota la descripción de los españoles con los que Adam traba algún asomo de amistad, y particularmente la sensación que transmite la novela de las dos mujeres españolas con las que se siente, en algún momento, “enamorado”.

Lo repito: Leaving the Atocha Station me ha provocado desternillantes carcajadas, y si bien creo que la historia de la estancia de Adam Gordon en Madrid y de su desastrosa visita a Barcelona (visita con la que, por cierto, Lerner no explicita apunte alguno de la patente diferencia cultural catalana respecto a la capital del estado) no supondrá un hito en la historia de la literatura, al menos te hace pasar un par de buenos ratos.

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