Mostrando entradas con la etiqueta Booker Prize. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Booker Prize. Mostrar todas las entradas

23 mar 2020

Reseña: Lincoln in the Bardo, de George Saunders

George Saunders, Lincoln in the Bardo (Londres: Bloomsbury, 2017). 343 páginas.
“Cuando se pierde a un hijo, nunca tiene fin el tormento que un padre pueda autoinfligirse. Cuando amamos, y el objeto de nuestro amor es pequeño, débil, vulnerable, y ha confiado en nosotros y solamente en nosotros para su protección, y cuando dicha protección, por la razón que sea, ha fallado, ¿Qué consuelo (qué justificación, qué defensa) puede haber, acaso?
Ninguno.
La duda se exacerbará mientras sigamos vivos.
Y cada vez que se afronte un momento de duda, volverá a surgir otro en su lugar, y después de ése, otro”. (p. 239, mi traducción)
Un inciso personal que tiene relación con el tema de este libro. En su momento, no me di cuenta de que la oportunidad de abrazar el cuerpo de mi hija muerta habría de ser la última. Traumatizado, desorientado y exhausto, no me pasó por la cabeza que, viéndola tendida allí, los ojos cerrados, su hermosa piel morena tumescente, depositada en una camilla de un hospital extraño e impersonal, el trámite de reconocerla iba a ser ese momento final de verdadera despedida, el instante definitivo. No hubo otro.

Hace más de ciento cincuenta años el Presidente Abraham Lincoln y su esposa perdieron a su tercer hijo, Willie, víctima probablemente de la fiebre tifoidea. Fue el 20 de febrero de 1862. En dos ocasiones Lincoln entró en la cripta donde estaba Willie y sacó a su hijo del ataúd en el que estaba para abrazarlo. Y es este hecho el que utiliza Saunders para escribir una de las novelas más innovadoras de los últimos años.

Una figura triste, un corazón roto.
Las diferentes religiones abordan la cuestión del alma de modos diferentes. La propuesta católica es, digámoslo sin tapujos, una patraña ridícula. Francamente, nadie con un mínimo de sentido común puede creerse que haya un cielo y un infierno. La propuesta budista, mucho más amable, nos habla del Bardo, un estado de la existencia (que no de la vida) que nos situaría entre la muerte y la reencarnación.

Budista convencido, Saunders sitúa a Willie en el Bardo, y puebla la novela de personajes residentes en el cementerio de Washington al que acude el destrozado Lincoln. Son todos ellos seres humanos que no han aceptado la realidad de sus muertes. Pero los niños, dicen los más veteranos, no deben permanecer mucho tiempo en el Bardo. La irrupción del Presidente trastorna sobremanera a Willie, que decide esperar el retorno de su padre una segunda vez.

Algo que tres moradores del Bardo – Vollman, Bevins y el reverendo Early – ya avezados no pueden consentir, pues es contra natura y un niño que allí se quede sufrirá lo indecible. Saunders combina la narración de esta aventura (uso la palabra con cierta precaución, aunque al fin y al cabo es una obra de ficción) con extractos tanto apócrifos como reales de relatos y opiniones de la época. No hay que olvidar que la muerte de Willie sucedió durante la Guerra Civil, y Lincoln llevaba sobre sus hombros el peso de la contienda y el enorme dolor que la muerte de tantos jóvenes causaba entre los estadounidenses.

La novela está estilizada como si se tratase de una obra de teatro. Y es ese el gran triunfo de Saunders: las voces de los moradores del Bardo son totalmente creíbles; sus dimes y diretes van desde las confesiones más cándidas y sinceras (no comprenden qué hacen en ese lugar, y continúan teniendo la esperanza de volver con sus seres queridos) a los chascarrillos más cáusticos, irónicos y sarcásticos.

Aunque se trate de la primera novela de Saunders, me parece absolutamente lógico que se llevara el Premio Booker de 2017. El formato es arriesgado y aborda un tema que nunca es fácil de disponer en una obra literaria. Pero Saunders, como hizo en su libro anterior, el fantástico volumen de cuentos Tenth of December, deja el listón muy alto. Una deliciosa obra de arte: entretiene, te hace reír y llorar, te hace disfrutar de las múltiples voces que pueblan ese cementerio, y por último es convincente en la capitulación final de Lincoln cuando abandona la cripta al final de la noche. Una capitulación que todo padre o toda madre que haya perdido a su hijo o hija llevará dentro hasta el final de sus días.

Lincoln en el Bardo. Traducción de Javier Calvo. Seix Barral. 2018.

Lincoln al Bardo. Traducció a càrrec de Yannick Garcia. Edicions de 1984. 2018.

7 jun 2016

Reseña: A Brief History of Seven Killings, de Marlon James

Marlon James, A Brief History of Seven Killings (Londres: Oneworld, 2014). 688 páginas.
Hace muchos, muchos años, sentados alrededor de una mesa en una cafetería de Valencia cuatro jóvenes soñaban con hacer algún día un viaje a una isla caribeña llamada Jamaica. Yo era uno de ellos, y quizás para mejor fortuna de todos ellos, ese viaje nunca llegó a tener lugar. Jamaica, me ha quedado muy claro tras la lectura de esta soberbia novela, no era lugar para jóvenes. Por mucho reggae y mucha maría que prometiera.

¿A Brief History? Pues, para empezar: de breve, nada de nada. Y, además, el viejo adagio conceptista (lo bueno, si breve…) no tiene aplicación alguna en 2016. Lo que sí me apresuro a afirmar es que, por desgracia, quien no lea A Brief History of Seven Killings en su lengua original va a perderse muchísimo. Por muy buena que sea la traducción (solamente he podido ver un muy breve extracto de la versión en castellano y uno muy largo de la traducción al catalán), se quedará mucho en el camino. La sonoridad de la idiosincrática habla jamaicana en su patois nunca podrá verterse a otra lengua sin que algo quede sin expresarse.

Esta es una extraordinaria novela coral, y está escrita de manera magistral. El autor cuida el lenguaje hasta el mínimo detalle. Ya solamente la variedad y la riqueza de las voces narradoras son suficientes para encandilar al lector más exigente. Y lo mejor de todo es que Marlon James escribe un texto exigente para lectores exigentes. En la entrevista que le hizo Phillip Adams en el programa radiofónico Late Night Live ya advirtió que no tiene ninguna intención de devolverle el dinero a quien no pueda con el libro y reclame su dinero.

Como en sus dos novelas anteriores – y cuánto me alegra haber tomado la decisión de leer John Crow’s Devil y The Book of Night Women antes de enfrentarme al Premio Booker del 2015 – la violencia es tema central. Pero a diferencia de los dos títulos anteriores, A Brief History of Seven Killings se acerca a la época contemporánea, abarcando prácticamente tres décadas. Desde 1976 a 1991.

Get up, Stand up! The Singer, esa fastidiosa piedrecita en el zapato del establishment

Un hecho histórico (el intento de asesinato del cantante Bob Marley en Kingston en diciembre de 1976) le basta a James para trazar una larga trama en clave tan intrigante como apasionante. Varios pistoleros irrumpieron en su casa y dispararon a todo lo que se movía. Sorprendentemente, no murió nadie, pero además del mismo Marley resultaron heridos su esposa Rita y su manager. Nunca quedó claro quiénes fueron los que idearon y/o ejecutaron el intento de asesinato. Marley iba a dar dos días después un concierto por la paz, en un país que estaba inmerso en la violencia política y criminal (la novela nos da a entender que ambas cosas iban de la mano). ¿Por qué tenía el rey del reggae enemigos en Jamaica?

Dividida en cinco partes, la historia avanza cronológicamente a lo largo de unos veinticinco años. Son muchas las voces que cuentan lo que pasa: desde los chicos y caciques de los guetos de Kingston a agentes de la CIA. Añadamos la voz narradora de Nina Burgess y la de Alex Pierce. La primera es una secretaria desempleada que será testigo ocular del intento de asesinato y que emprenderá la huida para evitar la represalia segura de los que lo han perpetrado. Pierce aparece en la primera parte como reportero de Rolling Stone en busca de una historia que contar sobre Marley, a quien James prácticamente no menciona por su nombre (es, sencillamente, ‘The Singer’). El asesinato frustrado le brindará una historia que jamás hubiera imaginado escribir.

Testimonio de otra época, atracción turística de visita obligada en Kingston. Bob Marley Museum. Source: Jamaica Observer.
Algo que James ejecuta a la perfección es retratar la brecha social entre las distintas clases sociales de Jamaica y entre las razas, y lo hace mayoritariamente a través del lenguaje. La construcción polifónica que elige James permite que cada uno de los personajes aporte algo muy íntimo y personal. Así, si Weeper es la cara, es el pistolero instruido tras haber pasado tiempo en chirona, Bam-Bam es la cruz: un pistolero casi analfabeto, criado en el gueto de otra banda después de huir de casa la noche en que asesinan a sus padres.

La trama es enrevesada, pero solamente lo justo y necesario. A la emboscada fallida, al primer asesinato frustrado del libro (el de Marley), le seguirán muchos que sí se ejecutan con éxito. Unos suceden en Jamaica, otros en Nueva York o en Miami. Las conexiones entre la política doméstica jamaicana, las guerras entre las bandas de los guetos, el narcotráfico de los cárteles de Medellín y Cali, la guerra sucia geopolítica de los EE.UU. cuando Cuba todavía era el bastión comunista: todo ello configura el telón de fondo de una narración que sigue uno tras otro a los personajes que van a ser asesinados, en muy diversas circunstancias y por diversos métodos.

James, jamaicano de nacimiento, reside sin embargo desde hace mucho tiempo en los Estados Unidos, y es por ello que conoce perfectamente la diáspora jamaicana en Nueva York. Cuando Nina llega a los EE.UU., su experiencia le permite expresar perfectamente las sensaciones y sentimientos de una mujer emigrante de raza negra en una amenazadora e implacable jungla urbana. Para mi gusto, es el personaje mejor dibujado – y con ello no quiero decir que encuentre falta a los demás. Todo lo contrario.

Un rico cóctel de atracos a mano armada, violaciones, ejecuciones sumarias, brutales palizas y otras variadas humillaciones, consumo de estupefacientes, prostitución, miseria, basurales, importación ilegal de armas, sarcásticas conversaciones entre agentes y exagentes de la CIA, escrito con auténtico esmero. A Brief History of Seven Killings tiene todo lo que uno desea encontrar en una novela del siglo XXI. No te la pierdas, aunque sea en otro idioma.

Breve historia de siete asesinatos, traducción de Javier Calvo y Wendy Guerra, publicada por Malpaso.

Una breu història de set assassinats, traducció a càrrec de Ramon Monton, publicada per Bromera.

20 ene 2015

Reseña: The Narrow Road to the Deep North, de Richard Flanagan

Richard Flanagan, The Narrow Road to the Deep North (North Sydney: Vintage, 2013). 467 páginas.

Lest we forget. Para que no olvidemos. Tres palabras que uno puede encontrar en cualquier ciudad o pueblo australiano, en uno de los numerosos monumentos o recordatorios a los soldados caídos en las guerras en las que Australia ha tomado parte en su breve historia como estado independiente. Lo paradójico de esta inscripción es que, mientras que por un lado se exhorta a no olvidar a los muertos, a los supervivientes se les conminaba a olvidar, a no recordar sus traumáticas experiencias.

Monumento recordatorio del RSL de Mittagong, NSW. Fotografía de Peter Ellis.
The Narrow Road to the Deep North cuenta la vida de Alwyn Dorrigo Evans, un joven doctor nacido en la isla de Tasmania que, tras la captura de su unidad militar en la isla de Java por los japoneses en la segunda guerra mundial, termina como prisionero de guerra en Birmania. Se convierte así en uno de los miles de hombres explotados como esclavos por sus captores para la construcción del llamado Ferrocarril de la muerte, con el que imperio nipón buscaba unir Tailandia (por entonces Siam) con sus redes de distribución en el sudeste asiático y así poder conquistar India.

Vista del río Kwai desde el Ferrocarril de la Muerte, Kanchanaburi, Tailandia. Fotografia de Niels Mickers.
The Death Railway. Mapa creado por W. Wolny
El libro de Flanagan, premiado con el Booker de 2014, y ex-aequo en el Premio Literario del Primer Ministro de Australia del mismo año, se ha visto rodeado, al menos en Australia, de cierta polémica. Uno de los miembros del jurado del segundo premio, el poeta Les Murray, llegó a decir de The Narrow Road to the Deep North que es un libro "pretencioso y estúpido". Evidentemente, a Murray no le gustó ni la decisión de los asesores del Primer Ministro que cambió el veredicto del jurado ni el libro mismo.

Fragmento de 'Ulysses' de Tennyson
A Flanagan le interesa explorar el increíble potencial del ser humano para sobreponerse al sufrimiento y expresarse de una manera artística: la literatura es uno más de los temas centrales. Dice Dorrigo que las palabras “fueron la primera cosa hermosa que conocí en mi vida.” (p. 14) El poder inconmensurable de las palabras, de la literatura, es algo fundamental en la novela. Desde los libros que les sirven a los prisioneros de guerra para sobrevivir a una realidad devastadora o para enrollarse un cigarrillo de basto tabaco tailandés, pasando por el haiku que el coronel Kota no logra recordar en un momento crítico, mientras sujeta una espada a milímetros del cuello del prisionero Darkie Gardiner, a las referencias recurrentes de Dorrigo a Homero, Dante, y al poema ‘Ulysses’ de Tennyson, las palabras son la esencia que Flanagan contrapone al silencio forzado, al que Flanagan alude bien pronto en su historia:
“La noche que Tom [hermano mayor de Dorrigo, participante en la Gran Guerra] vino a casa quemaron al Káiser en una fogata. Tom no decía nada de la guerra, ni de los alemanes, ni del gas o de los tanques y las trincheras de las que habían oído hablar. No dijo nada en absoluto. Lo que un hombre siente no siempre equivale a todo lo que es la vida. A veces no equivale a nada en absoluto. Solamente se quedó mirando fijamente las llamas.” (p. 2, mi traducción)
Quizá uno de los principales méritos de Flanagan (que Murray soslaya por motivos que se me escapan, quizás más políticos que otra cosa – la novela es cualquier cosa excepto estúpida) es la amalgama del horror causado por los seres humanos con el afecto que podemos sentir por otros en medio de ese espanto. Flanagan maneja con soltura los ángulos y los puntos de vista narrativos, de tal suerte que hace posible que el lector pueda tratar de comprender la fascinación de un criminal de guerra japonés por la belleza de la poesía y luego asistir a las innombrables crueldades y salvajadas que ese amante de la belleza inflige a un ser humano al que considera no solamente inferior sino perfectamente prescindible.

El angosto camino al norte profundo. Desfiladero hecho prácticamente a mano por los prisioneros de guerra. Hellfire Pass, a unos 70 km de Kanchanaburi. Fotografía de calflier001.
En un párrafo que personalmente me resulta imborrable, Flanagan cuenta cómo Evans cree tomar conciencia de la naturaleza recurrente de la violencia en la humanidad, de cómo esa violencia ha traspasado nuestra esencia y ha alcanzado cotas de magnitud filosófica:
“Por un instante pensó que comprendía la verdad de un mundo espantoso, en el que no se podía escapar del horror, en el que la violencia era eterna, la gran y única verdad, más grande que las civilizaciones que creaba, más grande que cualquier dios al que el hombre adorara, puesto que era el único dios verdadero. Era como si el hombre solamente existiera para transmitir la violencia y asegurar que su dominio fuera eterno. Puesto que el mundo no cambiaba, esta violencia siempre había existido, y nunca sería erradicada, los hombres morirían bajo la opresión y la barbarie de otros hombres hasta el final de los tiempos, y toda la historia humana era la historia de la violencia.” (p. 307, mi traducción)
La estructura narrativa de The Narrow Road to the Deep North es algo compleja: Flanagan da saltos temporales entre pasado anterior a la guerra y un pasado mucho más cercano al presente, cuando Evans (que en buena parte parece ser una recreación ficcional de Weary Dunlop) se ha convertido en persona famosa y respetada. Además de esta complejidad estructural, la amalgama de puntos de vista fuerza al lector a hacer recuento de lo leído de forma constante. Flanagan te conquista con el lirismo de su prosa, incluso cuando describe cosas que pueden considerarse de lo más horrendas, como este párrafo sobre el estado de inanición de los prisioneros de guerra en el campo birmano:
“La inanición acechaba a los australianos. Se ocultaba en cada uno de los actos y pensamientos de cada uno de los hombres. Frente a ella solamente podían brindar su sabiduría australiana, que en realidad no consistía en otra cosa que opiniones más vacías que sus barrigas. Trataban de mantenerse unidos mediante su mordacidad y sus maldiciones australianas, sus recuerdos de Australia y su compañerismo australiano. Pero de pronto, la palabra ‘Australia’ significaba muy poco frente a los piojos, el hambre, el beriberi, contra los robos y las palizas y los cada vez mayores trabajos de esclavos. ‘Australia’ se estaba encogiendo y arrugando, un grano de arroz era ahora mucho más grande que un continente, y las únicas cosas que se hacían más grandes día tras día eran sus ajados y lánguidos sombreros caídos, que ahora asomaban, como si fueran sombreros mexicanos, por encima de sus rostros demacrados y sus apagados e inexpresivos ojos, ojos que parecían ya ser poco más que cuencas ennegrecidas por las sombras, esperando la llegada de las lombrices.” (p. 52, mi traducción)
A algunos no les gustará el desvío temático en la historia que supone el idilio de Evans con la mujer de su tío Keith, Amy. Ciertamente, la novela dedica muchas páginas a este romance y a la indecisión de Dorrigo Evans para elegir entre la aparentemente inexplicable pasión por Amy y una vida burguesa y acomodada con Ella, su prometida. Hay sin embargo tanto y tan disfrutable en esta novela que las posibles lacras o pequeños defectos (por poner un ejemplo, la siguiente subordinada especificativa, que debiera ser explicativa, separada por comas, en la página 83: “Her chatter that he had once found joyful now struck him as naïve and false”) no deberían importarnos tanto. Sin llegar a ser una obra maestra (¿Se escriben de verdad obras maestras hoy en día?), The Narrow Road to the Deep North debiera satisfacer a un lector exigente.
La rendición de los japoneses en Birmania en 1945. Fotografia del sargento W.A. Morris.
Lest we forget. La paradoja del dolor que conlleva el recuerdo necesario para que podamos sobrevivir. “Al intentar escapar de la fatalidad del recuerdo, descubrió, con inmensa tristeza, que perseguir el pasado inevitablemente conduce solo a una mayor pérdida.” (p. 417, mi traducción) No nos queda otro remedio que continuar nuestro viaje.


Añadido el 26/02/2016: The Narrow Road to the Deep North ha aparecido recientemente traducido tanto al castellano (El camino estrecho al norte profundo, en traducción de Rita de Costa, Mondadori) como al catalán (L’estret camí cap al nord profund, amb traducció a càrrec de Josefina Caball, en Raig Verd Editorial).

14 nov 2013

Reseña: The Luminaries, de Eleanor Catton

Eleanor Catton, The Luminaries (Londres: Granta, 2013). 832 páginas.

Un meritorio editor y traductor español lamentaba no hace mucho la desafortunada tendencia que predomina en la industria del libro de traducir ficción contemporánea en lengua inglesa a un castellano con una “sintaxis decimonónica”. Se trataría de una especie de traición, muy acomodaticia con las posiciones un tanto amilanadas de la inmensa mayoría de los editores españoles, los cuales, no nos engañemos, copan el mercado del libro en lengua española y en cierto modo deciden no solamente qué es lo que leen sino cómo lo leen, los lectores que no pueden acceder a los textos en la lengua original. Y no es noticia que hoy en día se traduce muchísima ficción en lengua inglesa solamente por el hecho de que fue escrita en lengua inglesa, no necesariamente porque sea de mayor calidad que otras literaturas. Ese flagrante desequilibrio obedece a imperativos económicos.

A este respecto, no sé qué diría el editor al que me refería más arriba sobre el caso de The Luminaries. Hace apenas un mes una joven neozelandesa que hasta ahora solamente había publicado un título en 2008 (The Rehearsal, traducido como El ensayo general por Tamara Gil Somoza y publicado este año por Siruela) va y gana el Man Booker de 2013 con una novela que desde la primera página destila un sabor innegable a Jane Austen o Wilkie Collins, y muestra una textura sintáctica que recuerda perfectamente a Charles Dickens.
Hokitika en la década de 1870. Fuente: Wikicommons.
Catton sitúa The Luminaries en una pequeña ciudad de la isla Sur de Nueva Zelanda, llamada Hokitika, en los años 1865 y 1866. Hokitika es, por aquel entonces, apenas un poblado, que atrae a miles de buscadores de oro de todo el mundo. A simple vista, The Luminaries es una historia de misterio, o mejor dicho, una historia en torno a varios misterios. Como no puede ser de otro modo, se inicia en una oscura noche de tormenta, con la azarosa llegada de un joven abogado escocés, Walter Moody, quien va huyendo de su pasado y buscando hacerse rico en los yacimientos de oro río arriba. Al entrar en el salón del hotel donde se ha alojado le da la impresión de que ha interrumpido una conspiración entre los doce hombres que a esa hora están allí. Como mandan las leyes de la cortesía y la urbanidad, entabla conversación con uno de ellos, Tom Balfour. Al revelar parte de su historia personal, Moody les ofrece a los doce hombres allí reunidos la posibilidad de contar con un oyente imparcial. La coincidencia (uno de los temas recurrentes en The Luminaries) hace que Moody haya llegado a Hokitika en el barco que forma parte de la intricada trama de misterios y delitos que los doce buscan resolver.
El puerto de Hokitika en 1867. Fuente: Wikicommons
La trama comprende varios hilos que, en principio, no parecen guardar relación entre sí: una prostituta, Anna Wetherell, a la que han encontrado inconsciente bajo los efectos del opio, y de quien se sospecha un intento de suicidio (un delito por aquel entonces), la desaparición de Emery Staines, un rico jovencito a quien la fortuna ha sonreído en los yacimientos de oro, la muerte (aparentemente por causas naturales) de un solitario ermitaño llamado Crosbie Wells en su cabaña del valle de Arahura, a unas cuantas millas de la ciudad, y el posterior hallazgo de una fortuna en pequeños lingotes de oro enterrados en la cabaña, pero procedentes de la explotación minera a nombre de Staines.

Con más de ochocientas páginas, The Luminaries fue sin duda una arriesgada apuesta para una autora que todavía no había establecido su carrera: la trama da vueltas y vueltas para abarcar muchos episodios y su justificación desde el pasado de los personajes. Hay venganzas personales, disparos sin balas, documentos legales con firmas falsificadas, traiciones y revelaciones de secretos, consumo de drogas, corrupción, engaños, naufragios y una sesión de espiritismo con dos chinos disfrazados para crear ‘ambiente’, etc. Y como colofón, un juicio en el que las revelaciones resultan dramáticas e inesperadas, y que termina con el asesinato de uno de los testigos, arrestado en el transcurso del juicio, por un desconocido.

Son muchos los buenos atributos que se le pueden observar a The Luminaries. El lector podrá disfrutar de una narración omnisciente que rinde tributo a la novela de la época victoriana al tiempo que la parodia. El lector podrá también observar, mientras va descubriendo las soluciones a los misterios, la ingeniosa estructura en torno a la cual Catton construye su obra. The Luminaries se compone de doce partes. La primera cuenta con más de 300 páginas – un número más que suficiente para lo que se entiende como novela hoy en día. Cada una de las partes es más o menos la mitad de extensa que la anterior, de modo que la última consta de apenas una página, si llega.

El lector podría también paladear un lenguaje ya arcaico de mitad del siglo XIX que utiliza con mucho esmero una novelista de 28 años en 2013, y que añade pequeños detalles de época (la autocensura de palabras prohibidas, o el breve resumen en cursiva que precede a cada capítulo, al estilo decimonónico, como en este ejemplo, el primero:

Mercurio en Sagitario
En el cual arriba un extraño a Hokitika; se interrumpe un secreto conciliábulo; Walter Moody oculta sus más recientes recuerdos; y Thomas Balfour comienza a contar una historia.
En otra de las convenciones novelísticas victorianas, en los inicios de la novela el narrador omnisciente hace acto de presencia en el texto para comentar los hechos o alertar al lector de algún detalle que haya quedado poco claro, o para excusar la omisión de alguna conversación entre personajes que podría aburrir al lector. Es otro de los juegos de Catton, y podrá entretener o no al lector; es innegable, no obstante, que todos estos aspectos que he mencionado son parte de una estrategia deliberada por parte de la autora. Su escrupulosa adhesión al estilo y la lengua de la novela victoriana crea una superestructura totalmente premeditada, la cual, conforme la novela progresa, va cayendo hasta dejarle al lector poco más que lo que son en realidad restos, vestigios de una narración fragmentada, más en consonancia con las tendencias narrativas actuales. En cierto modo, lo que hace Catton es diseñar un escenario que tiene tanto de homenaje como de simulacro: obsérvese la alusión a lo teatral que ello supone.

En este sentido, resulta interesante que cuando Moody (espectador/oyente imparcial al inicio) abandona Hokitika tras haber triunfado como abogado defensor en el juicio, se encuentra en su caminata con un irlandés. Paddy Ryan se ofrece a hacerle compañía en el camino, y le propone que cuente una historia para ‘que nos olvidemos de los pies, y no nos demos cuenta de que estamos andando’. Conforme, Moody le confiesa al irlandés que se halla ante un dilema antes de comenzar su relato: ‘Estoy tratando de decidir entre toda la verdad o nada más que la verdad’…’Me temo que mi historia es tal que no puedo lograr ambas a un tiempo’.

Un último aspecto a mencionar sobre The Luminaries es otra estructura agregada por Catton. En tanto que es cardinal en la novela el tema del destino, Catton introduce cada una de las partes de la novela con una especie de carta astral, en la que los doce signos zodiacales se corresponden con los doce hombres del salón del hotel; hay asimismo una lista de personajes estelares y planetarios, con sus lugares correspondientes los primeros y su área de influencia pertinente en el caso de los segundos; solamente uno está en ‘terra firma’, Crosbie Wells, el difunto. Además, Catton prologa el libro con una nota dirigida al lector, en la que explica que ‘las posiciones estelares y planetarias del libro se han determinado de manera astronómica’. Dada mi indiferencia absoluta por todo lo relacionado con la astrología, confieso que apenas entendí nada de ello, ni puedo arrojar luz alguna sobre cómo se relaciona lo anterior con muchos de los títulos de los capítulos.
Vista del río y la playa de Hokitika. Fuente: Wikicommons

Un osado experimento literario, para el que Catton pasó un año completo leyendo textos de la época, The Luminaries marca una cota de complejidad que será difícil de superar, por no hablar de su traducción a un castellano decimonónico con el que sin duda alguna merecería ser recompensado. Parafraseando el título, es una novela tan brillante como las lumbreras que iluminan el firmamento austral de las noches neozelandesas.

5 nov 2011

Reseña: The Sense of an Ending, de Julian Barnes


Julian Barnes. The Sense of an Ending (Londres: Jonathan Cape, 2011). 150 págs.

El pasado es siempre un terreno a la vez resbaladizo y pedregoso, propenso al error y al olvido del sujeto. Uno de los pasajes más significativos en esta novela se puede leer como un guiño al lector/relector de ficción en el siglo XXI. El estudiante recién llegado, Adrian Finn, le espeta al profesor de Historia lo siguiente:

“Pero naturalmente, mi deseo de adscribir responsabilidad a alguien pudiera ser más una reflexión de mi propia mentalidad que un justo análisis de lo sucedido. Ese es uno de los problemas centrales de la historia, ¿no es verdad, señor? La cuestión de la interpretación subjetiva frente a la objetiva, el hecho de que nos hace falta conocer la historia misma del historiador para poder comprender la versión que se nos ha puesto delante.”

The Sense of an Ending investiga en lo esquiva que resulta la verdad como consecuencia de la subjetividad inherente en nuestra memoria. Barnes crea un narrador en primera persona, Tony Webster, que desde un principio advierte al lector que se sabe poco fidedigno. Uno de los recuerdos que menciona en el listado de recuerdos que conforma el primer párrafo ni siquiera es algo que él hubiera presenciado.

Que los seres humanos distorsionamos o adaptamos el pasado (o la historia) con el propósito de exculparnos es simplemente el reflejo (¿o la consecuencia lógica?) de nuestra desdichada condición mortal. Queremos que nos recuerden como a alguien querido, apreciado. Cedemos fácilmente a la tentación de (re)crear la historia de nuestras propias vidas a través de recuerdos y anécdotas, con tal de mitificarnos para la posteridad.

El narrador, Tony, ya jubilado, nos dice al comienzo de la novela que ha logrado un cierto estado de paz (consigo mismo, cabría añadir); tiene una nieta de su única hija, divorciado tras una década mantiene una cierta amistad con su exmujer; la tranquilidad, en fin, rige su vida, y al escribir esas páginas aspira a rememorar los días de su juventud.

Al colegio donde estudia llega un muchacho, Adrian Finn, a quien muy pronto Tony y sus dos amigos admirarán y buscarán como compañía. Adrian es bastante más inteligente que ellos, y consigue entrar en Cambridge. Tony estudia en una universidad menor, la de Bristol, donde conoce a Veronica. La relación con ella fracasa, y al cabo de unos meses recibe una carta de Adrian en la que éste le pide permiso para iniciar una relación con su exnovia. Tony se marcha a hacer las Américas, y a su regreso descubre que Adrian se ha suicidado.

La apacible y sosegada vida que Tony lleva en su jubilación se ve abocada a una seria crisis cuando recibe una carta de un abogado, por la cual descubre que la madre de Veronica le ha dejado una pequeña suma en su testamento y el diario de Adrian. En la segunda parte de la novela, Barnes crea unas buenas dosis de incertidumbre; lo que el lector quiere saber es por qué Tony reacciona como lo hace y, enfrentado a la nada halagadora realidad de lo que hizo, insiste en tratar de re-crear su pasado. El personaje, no hace falta explicarlo, sale malparado. No así la narración, que resulta ágil. Barnes se guarda en la manga hasta prácticamente la última página el naipe ganador, la baza definitiva.

Barnes toma el título de la novela de un libro fundamental de Frank Kermode, en el cual postulaba que lo que tradicionalmente llamamos historia no deja de ser una ficción, un intento de darle forma, de moldear el caos que es el tiempo.

Si en el párrafo citado anteriormente que Adrian le suelta a su viejo profesor Hunt sustituimos historia por narración, e historiador por narrador, vemos reflejada la tesis de Kermode. Somos muchos los que, de algún u otro modo, trataremos en su día de borrar o alterar las estupideces y las mentiras de nuestra juventud, de revestir esa (¿inevitable?) necedad juvenil de un barniz más aceptable para nuestra middle-age respectability, convirtiendo sucesos reales en simples anécdotas más o menos ajustadas a nuestro sentido del decoro. Dice Tony Webster que “puede que sea esta una de las diferencias entre la juventud y la vejez, cuando somos jóvenes, nos inventamos futuros diferentes para nosotros mismos; cuando somos viejos, nos inventamos pasados diferentes para los demás”.


Solamente cabe desear que la novela que cada cual escriba en su momento posea al menos tanta vivacidad y sagaz sutileza como ésta de Barnes, la cual se hizo merecedora del Premio Booker de este año.

Las primeras páginas de The Sense of an Ending:


Recuerdo, pero no en un orden en particular:
-          la piel de la parte interior, lustrosa, de una muñeca;
       el vapor que se alza de un fregadero lleno de agua mientras, entre risas, alguien lanza una sartén caliente en su interior;
-     gotas de esperma girando alrededor de un círculo en el desagüe, antes de desembocar por él y recorrer entera una casa, cuan larga es;
-      un río que fluye absurdamente río arriba, y a la luz de media docena de linternas, la ola y la estela de sus aguas;
-       otro río, ancho y gris, la dirección de su corriente encubierta por un fuerte viento que excita su superficie;
-       una bañera llena de agua que hace ya tiempo se ha quedado fría tras una puerta cerrada con llave.
Esto último no es algo que yo realmente viera, mas lo que uno termina recordando no siempre es lo mismo que lo que uno ha presenciado.

  
Vivimos en el tiempo – el cual nos contiene y nos moldea – pero nunca tuve la impresión de entenderlo bien. Y no me refiero a las teorías de que se dobla y desdobla, o que pueda existir en alguna otra parte en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, al de todos los días, el que relojes de pared y de pulsera nos aseguran que pasa de forma regular: tictac, clic-clac. ¿Existe algo más plausible que un segundero? Y no obstante, se precisa solamente el más mínimo placer o dolor para enseñarnos lo maleable que es el tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo ralentizan; en ocasiones parece perderse – hasta que finalmente se pierde de verdad, para no volver jamás.

No me interesan mucho mis días de colegio, y tampoco siento nostalgia alguna por ellos. Pero fue en el colegio donde comenzó todo, de modo que tengo que volver brevemente a unos cuantos incidentes que se han convertido en anécdotas, regresando a unos recuerdos aproximados que el tiempo ha deformado hasta hacerlos certidumbres. Si ya no puedo estar seguro de los sucesos reales, al menos puedo ser fiel a las impresiones que esos hechos me dejaron. Es lo máximo que puedo hacer.



Éramos tres, y ahora él hacía el número cuatro. No esperábamos añadir a nadie a nuestro pequeño número: las camarillas y los emparejamientos ya habían tenido lugar mucho antes, y ya estábamos comenzando a imaginar nuestra escapada del colegio para ingresar a la vida. Se llamaba Adrian Finn, un chico alto y tímido que inicialmente no levantaba la vista ni decía lo que pensaba. Durante el primer par de días apenas le hicimos caso; en el colegio no había ninguna ceremonia de bienvenida, por no hablar de lo contrario, la iniciación punitiva. Simplemente registramos su presencia y esperamos.
Los maestros estaban más interesados en él que nosotros. Tenían que averiguar si era inteligente y cuál era su sentido de la disciplina, hacerse una idea de lo bien que le habían enseñado previamente, y si podría resultar tener ‘madera de académico’. La tercera mañana de aquel trimestre de otoño teníamos una clase de historia con el Viejo Joe Hunt, un hombre irónico y afable que siempre llevaba puesto un traje, un profesor cuyo sistema de control dependía de mantener a la clase suficiente, pero no excesivamente, aburrida.
“Bueno, ustedes recordarán que les pedí que leyeran con anterioridad la lección sobre el reinado de Enrique VIII.” Colin, Alex y yo nos miramos entornando los ojos, con la esperanza de que la pregunta no fuera lanzada, igual que la mosca de un pescador, para terminar depositada en nuestras cabezas. “¿Quién desea hacernos una semblanza de la época?” El profesor sacó sus propias conclusiones de cómo se apartaban nuestras miradas. “Bueno, pues Marshall, quizás. ¿Cómo describiría usted el reinado de Enrique VIII?”
Sentimos más alivio que curiosidad, porque Marshall era un indocto precavido al que le faltaba la inventiva de la verdadera ignorancia. Buscaba posibles complejidades ocultas en la pregunta antes de finalmente localizar una respuesta.
“Hubo algunos disturbios, señor.”
Un brote de sonrisitas apenas controladas; el propio Hunt casi sonreía.
“¿No le importaría entrar en detalles?”
Marshall asintió lentamente, se lo pensó un poco más y decidió que no era momento de ser precavido. “Yo diría que hubo muchos disturbios, señor”.
“Veamos, usted, Finn. ¿Está usted al día en este periodo?”
El chico nuevo estaba sentado una fila delante de mí, un poco a la izquierda. No había mostrado ninguna reacción obvia ante las idioteces de Marshall.
“La verdad es, señor, que me temo que no. Pero hay una corriente de pensamiento, según la cual todo lo que en verdad se puede decir de un acontecimiento histórico – incluso del estallido de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo – es que ‘ocurrió algo’.”
“Una cierta corriente, claro. Pues eso me podría dejar a mí sin trabajo, ¿no?” Tras unas cuantas risas lisonjeras, el Viejo Joe Hunt nos perdonó la pereza de las vacaciones y nos puso al día sobre el regio carnicero polígamo.
Durante el siguiente recreo, busqué a Finn. "Yo soy Tony Webster." Me miró con recelo. "Qué bueno lo que le has dicho a Hunt". No parecía saber a qué me refería. "Lo de que 'ocurrió algo'."
"Ah, sí. Me ha decepcionado un poco que no siguiera con el tema."
Eso no era lo que suponía que tenía que decir.
Otro detalle que recuerdo: los tres, como un símbolo de nuestro vínculo, solíamos ponernos los relojes al revés, con la esfera sobre el interior de la muñeca. Era, naturalmente, afectación, aunque puede que fuera algo más. Hacía que el tiempo pareciera algo personal, incluso algo secreto. Esperábamos que Adrian observara el gesto, y que nos lo imitara, pero no lo hizo.


Aquel día, un poco más tarde – o quizás otro día – teníamos dos horas seguidas de la clase de literatura con Phil Dixon, un joven profesor que acababa de graduarse de Cambridge. Le gustaba usar textos contemporáneos, y nos lanzaba retos repentinos. “‘Nacer, copular y morir’ – de eso se trata todo, dice T.S. Eliot. ¿Algún comentario?” Una vez comparó a un héroe shakesperiano con Kirk Douglas en Espartaco. Y me acuerdo cómo, cuando estábamos hablando de la poesía de Ted Hughes, inclinaba un poco la cabeza a la manera de un catedrático y murmuraba, “Claro está que todos nos preguntamos qué pasará cuando agote todos los animales”. A veces se dirigía a nosotros como “Caballeros”. Naturalmente, lo adorábamos.


Aquella tarde nos entregó un poema sin título, sin fecha y sin el nombre de su autor, nos dio diez minutos para que estudiarlo, y entonces nos pidió nuestras respuestas.
“¿Qué le parece si empezamos con usted, Finn? En pocas palabras, ¿de qué diría usted que trata este poema?”
Adrian levantó la vista del pupitre. “De Eros y Tánatos, señor”.
“Mmm. Siga, siga.”
“El sexo y la muerte”, prosiguió Finn, como si no fueran únicamente los zoquetes de la última fila los que no habían comprendido su griego. “Del amor y la muerte, si usted lo prefiere. El principio erótico, en cualquier caso, entrando en conflicto con el principio de la muerte. Y lo que se desprende de dicho conflicto. Señor.”
Probablemente yo tenía pinta de estar más impresionado de lo que Dixon consideraba saludable.
“Webster, ilumínenos usted un poco más”.
“Yo solo pensé que se trataba de un poema sobre una lechuza, señor”.
Esa era una de las diferencias entre nosotros tres y nuestro nuevo amigo. Nosotros, básicamente, solamente queríamos tomar el pelo, excepto cuando nos poníamos serios. Él era básicamente serio, excepto cuando estaba tomando el pelo. Nos costó cierto tiempo darnos cuenta de eso.


Adrian se dejó absorber por nuestra pandilla, sin reconocer que fuera algo que él buscaba. Quizá no fuera así. Tampoco cambiaba sus opiniones para que coincidieran con las nuestras. En los rezos matinales se le podía oír, uniendo su voz a las respuestas, mientras Alex y yo simplemente fingíamos decir las palabras, y Colin prefería la táctica satírica del bramido entusiasta de un pseudo-fanático. Los tres considerábamos que las clases de gimnasia no eran más que un plan cripto-fascista para reprimir nuestro deseo sexual; Adrian se apuntó al club de esgrima y practicaba el salto de altura. Nosotros teníamos mal oído musical hasta el punto de la beligerancia, mientras que Adrian se traía el clarinete al colegio. Cada vez que Colin denunciaba a su familia, o yo me mofaba del sistema político, o Alex le ponía objeciones filosóficas a la naturaleza percibida de la realidad, Adrian guardaba silencio – al menos al principio. Daba la impresión de que creía en cosas. Nosotros también – era simplemente que nosotros queríamos creer en nuestras propias cosas, en vez de en lo que se había decidido que debíamos creer. De ahí lo que nosotros pensábamos que era un escepticismo purificador.


El colegio estaba en el centro de Londres, y cada día viajábamos hasta allí desde nuestros barrios respectivos, pasando de un sistema de control a otro. Por aquel entonces, las cosas eran más sencillas: menos dinero, nada de aparatos electrónicos, muy poca tiranía de la moda, nada de novias. No había nada que pudiera distraernos de nuestra obligación humana y filial, la cual consistía en estudiar, aprobar los exámenes, utilizar los títulos para encontrar un trabajo y luego ensamblar un modo de vida que no fuera más amenazadoramente completo que el de nuestros padres, que daban su aprobación mientra en privado la comparaban con sus propias vidas anteriores, las cuales habían sido más sencillas, y por tanto, superiores. Por supuesto que no se declaraba nada de eso: permanecía siempre implícito el refinado darwinismo social de las clases medias inglesas.“Qué cabrones son, los padres,” se quejó Colin un lunes a la hora del almuerzo. “Te crees que son buenos cuando eres pequeño, y luego te das cuenta de que son como…”
“¿Como Enrique VIII, Col?” sugirió Adrian. Estábamos empezando a acostumbrarnos a su sentido de la ironía; también al hecho de que podía igualmente volverse en contra de nosotros. Cuando se burlaba o quería que nos tomáramos algo en serio, a mí me llamaba Anthony, a Alex, Alexander, y a Colin, cuyo nombre no podía alargar más, lo abreviaba a Col.
“Pues no me importaría si mi padre tuviera media docena de esposas.”
“Y si fuera inmensamente rico.”
“Y si lo retratara Holbein.”
“Y si mandara al Papa a freír espárragos.”
“¿Hay alguna razón en particular por la que son unos cabrones?”, le preguntó Alex a Colin.
“Yo quería que fuéramos a la feria. Ellos me dijeron que tenían que pasarse el fin de semana arreglando el jardín.”
Un verdadero hatajo de cabrones.


Esta reseña apareció el 4 de noviembre de 2011 en la revista HermanoCerdo, a excepción del breve extracto traducido del inglés.

Posts més visitats/Lo más visto en los últimos 30 días/Most-visited posts in last 30 days

¿Quién escribe? Who writes? Qui escriu?

Mi foto
Ngunnawal land, Australia