Lina Meruane, Sangre en el ojo (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012). 157 páginas. (Un regalo de Silvia, traído desde Córdoba. Thanks, mate!).
De todos los
sentidos, puede que sea la vista el que mejor nos defina. El viejo aforismo de
que ‘una imagen vale más que mil palabras’ apunta hacia la necesidad humana de
ver. Y sin embargo, algunos de los grandes autores de la literatura universal fueron
hombres que perdieron la vista, y posiblemente a causa de esa pérdida supieron
ahondar en la visión de la condición humana en modos que a otros les fueron
negados, pese a conservar estos plenamente todos sus sentidos.
Mientras leía
esta extraña y fascinante novela de Meruane, me vino a la cabeza el recuerdo de
un pequeño accidente que sufrí en mi adolescencia. Iba subido con otros seis
amigos en una sola bicicleta, cuesta abajo, y naturalmente perdimos el
equilibrio. El cuerno del manillar me impactó directamente en el ojo, que quedó
a la funerala. Durante una hora apenas podía ver nada con ese ojo, pero por
fortuna todo quedó en un susto.
A la protagonista
de Sangre en el ojo, también llamada Lina
Meruane (la autora sufrió una ceguera temporal, por lo que el relato bebe de
fuentes autobiográficas que no esconde la autora chilena), la ceguera le llega
de pronto en mitad de una fiesta. Para complicar más las cosas, su pareja,
Ignacio, y ella tienen mudanza a los pocos días del infortunio. Lina es una
mujer muy decidida, de una voluntad férrea, y no va a dejarse vencer
fácilmente.
A partir de ahí
se inicia el periplo que conforma el eje cronológico de Sangre en el ojo. Lina acude al oculista, se hace pruebas y
análisis y el cirujano oculista ruso Lekz le da hora para una consulta decisiva
para realizar una operación en unos treinta días. Váyase a casa, a Chile de
vacaciones, le dice, mientras espera la fecha. Lina lo hace – el relato del
vuelo a Santiago tiene momentos desternillantes – y vuelve al escenario
familiar de su casa santiaguina, al fondo el aire sucio de la ciudad, en primer
plano el pesado entorno doméstico; todo le resulta asfixiante, y por partida
doble.
Privada de la
vista, Lina se ve en la nada envidiable circunstancia de tener que aguzar sus
otros sentidos para poder dotar de significado su vida diaria, y sus palabras:
sus manos piensan por ella, lee, escuchándolos, los gestos de los que le
rodean, huele temores y sorpresas. Pero son muchas las palabras que van a carecer
de sentido para quien sufre una ceguera: “La palabra amanecer no evocó nada.
Nada que semejara un amanecer”, o “Lo veo todo sin verlo, viéndolo desde el recuerdo
de haberlo visto”.
Narrada en
primera persona, Sangre en el ojo
combina el relato de la ceguera de la protagonista con el de la relación de
Lina con Ignacio, el novio español que le hace de lazarillo y al que en
ocasiones parece avasallar. Las palabras (en algunos casos capítulos enteros)
que la narradora dedica directamente a Ignacio figuran entre paréntesis, en un
recurso técnico más efectista que efectivo.
A mi
parecer, sin embargo, es la prosa de calidad de Meruane lo que caracteriza a esta novela, lo que da un
punto singular y atractivo que engancha y hace disfrutar al lector. Una prosa
cortante y cortada, sin diálogos, con azarosos saltos en el aire sin
colchoneta, agresividad y recelo ante las palabras, puntuados por metáforas deslumbrantes.
Es un lenguaje fresco, muy actual, excelentemente colocado por la narradora en
la boca de cada uno de los personajes. Abundan lógicamente los chilenismos,
pero también hacen acto de aparición en Nueva York muchos términos de los
latinos, palabras que muy pronto serán parte de la lengua castellana global. En
ese sentido, podría decirse que Sangre en
el ojo podría ser perfectamente una avanzadilla de la literatura globalizada
en castellano que a mediados del siglo XXI será probablemente el estándar.
Con un ritmo
narrativo endiablado, Sangre en el ojo
hurga en la herida de la vulnerabilidad del cuerpo humano, en nuestras
reacciones biliosas, en el resentimiento que crece con la impotencia. Meruane
nos recuerda (y se recuerda a sí misma) que el ficticio equilibrio en el que cada
uno de nosotros vive es condenadamente frágil, que todo en nuestras vidas es,
al fin y al cabo, fugaz, como un destello de luz. Disfrutemos de poder verlo.