David Foster Wallace, Infinite Jest (Londres: Abacus, 1996). 1079 páginas.
Hay algunas
(pocas, a decir verdad) obras de literatura cuya lectura te deja un poco abrumado,
apabullado, y es incluso posible que uno se sienta casi incapaz de empezar a poner
por escrito las impresiones que esa obra le ha causado. Infinite Jest, de David Foster Wallace, es una de esas grandes
obras literarias. Es una locura de novela en prácticamente casi todos los
aspectos que uno quisiera poder hincarle un diente reflexivo: por su
estructura, por sus múltiples tramas o por su exigente lenguaje, por mencionar
tres.
De Wallace, que
se suicidó hace unos cinco años, no había leído absolutamente nada hasta ahora.
De hecho, solamente empecé a conocer de su existencia cuando ya era (por así
decirlo) demasiado tarde, la curiosidad por su obra aguijoneada por los amigos
de Hermano
Cerdo, quienes lo tenían en un pedestal.
El título de la
novela se debe a una de las mayores obras teatrales jamás escritas, Hamlet, la cual también me resultó en su
momento una locura – particularmente en el contexto de la traducción, un
desafío en el que participé durante un par de años con la Fundación Shakespeare
de Valencia. Las palabras las pronuncia Hamlet recordando al bufón Yorick, cuya
calavera han sacado los sepultureros en la primera escena del quinto acto. Yorick,
nos dice Hamlet, era un hombre que no paraba nunca de bromear.
Situada en un
futuro en el que los años son patrocinados por un producto (la mayoría de los
sucesos que narra la novela tienen lugar en el “Year of the Depend Adult
Undergarment”, el Año de la Prenda Interior Depend), Infinite Jest une las tramas de muchos personajes, pero son tres las
nebulosas argumentales principales. La de Hal Incandenza, talentoso tenista y
estudiante en la Escuela de Tenis de Enfield, fundada por su padre James, prodigioso
tenista joven y experto en óptica, quien se dedicó también a filmar
“entretenimientos”, películas vanguardistas, una de las cuales engancha de tal
manera al espectador que éste no quiere nunca dejar de verla una y otra vez, ¿hasta
morir de inanición?
La segunda es la
de Don Gately, exconvicto, “artista” del robo y drogadicto reformado que
trabaja en Ennet House, refugio para los que toman la decisión de dejar la calle,
las drogas y/o el alcohol. Gately es un gigantón, capaz de matar a alguien con
sus manos, aunque en el fondo odia la violencia.
Una tercera línea
argumental es la que desarrolla Wallace a través de los encuentros entre uno de
Les Assassins en Fauteuils Roulants, Rémy
Marathe, y un agente de espionaje de la administración gubernamental, Hugh Steeply,
disfrazado de Helen Steeply para intercambiar información con Marathe.
La mayor parte de
la trama y subtramas que componen la novela tienen lugar en Boston. Pero el
escenario geopolítico que presenta Wallace es distinto de la realidad. Se ha
formado ONAN, la Organización de Naciones Norteamericanas (con sus muy
divertidas palabras derivadas, ONANismo y ONANista), pero una amplia cuña del
noreste de los EE.UU. ha sido convertida en vertedero tóxico y cedida a Canadá,
a lo que los habitantes de Quebec han respondido con la formación de células terroristas
– una de ellas, la más sanguinaria, Les
Assassins en Fauteuils Roulants, es decir, Los Asesinos en Sillas de Ruedas.
Infinite Jest resulta enloquecedora por momentos, y no debe extrañar
que muchos lectores abandonen en el intento. Personalmente la idea de tirar la
toalla no me pasó por la cabeza en ningún momento, aunque sí confieso que la
novela me hundió en la confusión en muchos momentos. Curiosamente, la aparición
del caso Lance Armstrong en estos momentos puede resultar muy oportuna para la
lectura de esta novela. Wallace escribió una gigantesca sátira en torno a las
obsesiones más propiamente norteamericanas: el logro del triunfo a toda costa,
utilizando drogas si fuera necesario, y el abuso de sustancias estupefacientes,
que no es sino una de las muchas aristas de la cuestión anterior. Y como una
suerte de telón de fondo que contribuye a destacar todo lo anterior, esa obsesión
norteamericana por el entretenimiento interminable al que se llega por el aturdimiento
intelectual del espectador.
Wallace colma de
detalles la narración, y hace alarde de una erudición ilimitada (una de las
muchas palabras que desconocía, pero que quise saber qué significaba, es “koan”,
que resultó ser de origen japonés). El autor también hace cierta ostentación de
su enorme potencial creativo as través de la sintaxis y el amplísimo abanico de
registros que refleja en el habla de los personajes (la creación de Marathe es,
en este sentido, sublime). En todo caso, el lector puede escoger seguirle el
juego a Wallace y buscar todas las palabras que desconoce, o simplemente contentarse
con su ignorancia y seguir leyendo. Infinite
Jest divierte, entretiene, entristece y apasiona; es una obra extremadamente
inteligente, densa hasta la saturación en contenidos, lenguaje y estructura. Un
corrosivo humor negro la recorre desde principio a fin, invitando a la
carcajada o a la reflexión, según sea nuestro estado de ánimo.
En alguna parte
he leído que Wallace encontró más de 700.000 erratas en las primeras galeradas
del libro. Unas cuantas siguen ahí, casi diecisiete años después. Una cuestión distinta
es la repetición deliberada de algunos detalles: por ejemplo, el hecho de que
James Incandenza se suicide metiendo la cabeza en el horno microondas de su
residencia en la Academia de Tenis de Enfield aparece numerosísimas veces en la
narración, aunque no siempre sea necesario hacer referencia a los detalles.
Por mi parte,
estoy deseando leer otras obras de Wallace, y conocer más acerca de este
prodigioso creador, que lamentablemente decidió poner fin a su vida.