16 oct 2010

Un cuento: La dentellada

La dentellada

J. Salavert

Había visto las primeras señales unas dos horas antes, pero no las interpretó como algo extraño y terrible.

Ocurrió todo muy rápido. Los pájaros subieron desde la falda de la colina en un hervidero frenético y salvaje; nerviosos, se posaron en las ramas de los árboles de la plantación. Poco antes, los perros habían comenzado a aullar con un lamento extraño e insólito; les había conminado al silencio.

Cinco minutos antes, la tierra había temblado. Fue un largo temblor para lo que acostumbraban a sentir en la isla. Al temblor le siguió apenas cinco minutos más tarde un estruendo sordo, amortiguado por la distancia. Un fragor inhumano avanzó desde el océano a velocidad de vértigo y se abalanzó contra la isla.

Desde su humilde fale no se veía la playa. Le pareció escuchar un rumor difuso, que en realidad era el rugido salvaje de una bestia sedienta de muerte y destrucción. Una masa inimaginable de océano procedente del sur se estaba estampando contra la isla. Desde la cima de la colina, sin embargo, no le pareció que algo extraordinario hubiera sucedido.

Su familia había malvivido toda la vida en esa tierra. Unos años habían sido mejor que otros, saliendo adelante con las cosechas de taro, su pequeña piara de cochinos, algunas gallinas y pollos. Era una existencia muy pobre, que a veces rozaba la miseria. Habían sobrevivido con estrecheces hasta que pudieron convertir una buena parte de aquella selva que les rodeaba en plantación de bananas, que se pagaban mejor que el taro. Tenía también algunos papayos y mangos, y había ampliado el huertecillo para plantar tomates, pepinos y otras verduras. No vivían mucho mejor que lo habían hecho las generaciones de sus padres o sus abuelos, pero al menos ya no pasaban hambre, como había sido el caso durante años, cuando él era apenas un niño.

Era cierto que las familias de la playa vivían mucho mejor, no le cabía ninguna duda. Vivían mejor gracias al dinero palagi. Los Fautua, por ejemplo, habían consolidado ya su negocio turístico, expandido con el paso de los años hasta poder dar alojamiento y comidas a más de doscientos turistas. Habían abierto un restaurante en el que también recalaban muchos extranjeros para saciar su sed con una Vailima fría o un refresco, o para comerse un sándwich mientras contemplaban aquella extraordinaria y hermosa vista del océano Pacifico: la permanente línea blanca del arrecife de coral, y pasada la hermosa blancura del arrecife, otra isla, más pequeña, que destacaba con su verdor exuberante en el este en medio del azul más puro y grandioso.

En realidad no les tenía envidia; prefería su modesta choza a vivir con  el trajín diario de la carretera paralela a la playa, por la que circulaban coches, camionetas y camiones, y algunos de los pequeños autobuses de transporte local, siempre atiborrados de gente camino de la capital o de otros pueblecitos o asentamientos desperdigados por la isla. Y lo cierto era que desconfiaba de los extranjeros. No entendía su idioma ni sus costumbres, tan distintas de las tradiciones ancestrales de su gente.

Durante la temporada seca muchas veces corría el riesgo de quedarse sin agua, pero el pueblo no le quedaba demasiado lejos, y sus vecinos podían echarle una mano siempre que la situación se volviera crítica. Como muchos de los hombres de su generación, había sentido la tentación de emigrar durante muchos años. Pero no lo hizo cuando tuvo la ocasión, y ahora ya no estaba en edad de dejar la isla, la tierra de sus antepasados.

Pues ésa era en realidad la historia de su tierra, de esa isla en medio del Pacífico donde la gente entierra a sus muertos en el jardín, delante de sus casas. Él había oído las historias y anécdotas que contaban los del pueblo acerca de los que años atrás habían partido rumbo a Nueva Zelanda o Australia. Regresaban a veces en esos ruidosos pájaros de hierro que de vez en cuando veía en la distancia. Tenían siempre los bolsillos repletos de dinero, vestían ropas vistosas y calzaban hermosos zapatos de cuero. Hubo alguno que incluso les había mostrado a los lugareños de manera bien ostentosa un reloj de oro. Con él exhibía su poderío económico. También era cierto que muchos de ellos mantenían a flote a sus familias mediante las remesas que les hacían llegar regularmente desde Auckland, Wellington, Sydney, Brisbane.

Minutos después cruzó la plantación y se asomó con un poco de aprensión. La playa había desaparecido. Todas las casas, el restaurante, los fales para turistas en la primera línea de playa, todo había sido arrasado por el agua. En su mayor parte, el agua había regresado al océano igual que un niño pequeño vuelve a las faldas de su madre tras haber hecho alguna travesura. Entre la carretera y el pie de la colina el agua había quedado estancada, formando una laguna donde antes vivían las familias de los que trabajaban en los restaurantes. Todo había sido arrasado; solamente algunos árboles habían podido resistir la embestida de aquel monstruo que se había arrojado con toda su furia y hambre de muerte desde las entrañas del mar.

No le extrañó demasiado que unas dos o tres horas más tarde, cuando ya el asfixiante calor del mediodía se intuía en el aire, surgieran caminando desde el límite de su plantación cuatro turistas. Primero divisó a una mujer que a duras penas llevaba en sus brazos a un niño de unos cinco años; su mirada ida, perdida en otro lugar, que no era aquel donde se encontraba.

La palagi se había cubierto los pies descalzos con una especie de tela colorida, pero de la pierna derecha le brotaba sangre, tenía un corte profundo en forma de V mal trazada y bocabajo. Detrás de ellos venía un hombre, también descalzo; cojeaba del pie derecho y llevaba en brazos a otro niño, de edad similar.

Cuando se le acercaron un poco más, pudo ver los restos de arena en el pelo de la mujer y los niños. Sus rostros estaban desencajados, sucios. Las ropas estaban también muy sucias, como si hubieran cruzado una marisma. La mujer se paró y le dijo algo al palagi que venía detrás, en un idioma que reconoció como inglés, aunque él apenas lo hablaba y en realidad no lo entendía. Nunca había tenido la tentación ni la necesidad de conversar con ninguno.

El palagi se acercó hasta el fale e hizo un gesto. Le estaba pidiendo agua. A pesar de su desconfianza, él se apresuró a buscar un cazo y lo llenó. Se dio la vuelta y se lo ofreció al hombre, quien primero le dio de beber al niño. Luego el hombre se lo pasó a la mujer, quien primero le dio de beber al otro niño y luego tomó un largo sorbo.

Volvió a llenarles el cazo de agua. El palagi tomó entre sus manos el cazo y bebió. Dio un largo sorbo y por fin levantó la vista para devolverle el cazo. Le dio las gracias.

Los ojos del palagi se clavaron por primera vez en los suyos, y él vio en ellos una señal imborrable. Era una rúbrica atroz, aterradora. La marca de una saña violenta, imposible de olvidar. El hombre portaba en sus ojos la dentellada de la muerte, una dentellada profunda, aterradora.

Supo que aquel hombre había quedado herido de por vida por la muerte. Y aquella noche, mientras repasaba los sucesos de aquel día con su familia, comprendió el terror que había visto marcado a fuego y sangre en los ojos del palagi, y supo que iban a reportarle silencio y soledad. Mucho tiempo.

11 oct 2010

Lalomanu en el corazón

El gobierno de Samoa publicó el 29 de septiembre pasado el informe oficial del tsunami del año anterior. El informe da cuenta del desastre, de la respuesta al desastre y de las consecuencias para Samoa, rinde tributo a las víctimas y explica el camino a seguir en la recuperación de Samoa.

El informe está disponible en PDF de baja resolución (1,2 MB) en esta dirección de internet: http://www.mof.gov.ws/uploads/tsunami_publication2_wf_blanks.pdf . (Añadido el 12 de octubre, JS).


De especial interés y orgullo para mí es la inclusión de unos cuantos versos de mi poema 'On Lalomanu Beach' en un lugar muy destacado del informe, nada menos que después de la introducción del Primer Ministro de Samoa, el Honorable Tuilaepa Sailele Malielegaoi.



Las fotografías, tanto la de la portada del informe como la que acompaña mis versos, son el testimonio de lo hermoso que es el lugar. Lalomanu es y será para los samoanos sinónimo de belleza, aunque el casi paraíso que era antes del 29 de septiembre de 2009 haya quedado gravemente dañado. Poco a poco Lalomanu va recuperando su hermosura, pero las marcas de la destrucción que causó el agua asesina siguen muy presentes y visibles.

También en un artículo publicado el domingo 3 de octubre en el Samoa Observer, el Vice-Primer Ministro de Samoa, el Honorable Misa Telefoni, rindió tributo a los niños que perecieron en el tsunami, y citó mi poema 'Lalomanu Sunrise' dentro de su tributo a todas las víctimas de aquel monstruo sediento de muerte y destrucción. Misa Telefoni es también un hombre de letras, y ver mi obra citada en su columna me llena de orgullo, un orgullo que para nada atenúa el dolor y la desesperación del padre que pierde a su hija.

Lo queramos o no, llevamos a Lalomanu en el corazón. Mi familia, mi nombre, mi apellido, han quedado para siempre unidos con dolor y con amor a ese hermoso rinconcito rodeado por las aguas limpias y transparentes del océano Pacífico, y en cuyas orillas crecen palmeras que te hacen soñar con las aventuras de Jim Hawkins, Long John Silver y el simpático locuelo Ben Gunn.

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