Racecourse Beach (borrowed from Surf-Sisters.com) |
Lo creas o no, Canberra
celebra su día de fiesta siempre el segundo lunes del mes de marzo, sea cual sea la fecha. El año pasado ese festivo día cayó en el 14 de
marzo, por lo que aprovechando el final del verano austral nos fuimos toda la
familia a la costa, a una preciosa playa llamada Racecourse Beach.
Llegamos
allí poco después de la hora de la cena (en Australia se cena sobre las 7 en el
horario de verano), dejamos todos nuestros bártulos playeros, guardamos comida y
bebida, preparamos las camas y fuimos a echar un vistazo rápido a la playa
antes de que se hiciera de noche.
Sobre
las 8 de la noche ya estábamos de regreso en el bungalow alquilado por tres noches, dispuestos a relajarnos, y
con el ánimo de propiciar que los mellizos pudieran disfrutar de un largo fin de semana. Encendí entonces el televisor, dispuesto a ver alguna
de esas películas que han repetido mil veces, o simplemente para entretener a los chicos un
rato antes de meterlos en la cama.
Esto es
lo que vimos:
Dirás: Todo el
mundo ha visto esas imágenes; no son nada nuevo. Cierto, las han pasado por TV una y otra vez hasta la saciedad. Pero estoy seguro de que tú, quien en estos momentos lees estas palabras que ahora escribo, no las puedes ver ni las has visto de la misma manera que mi familia y yo las vimos. Ojalá nunca tengas que verlas.
No, tú no has visto esa larga lengua negra (que en las imágenes avanza por las tierras del norte de la isla de Honshu a gran velocidad, ¿verdad que sí?) aparecer de repente entre tus pies, mientras corrías agarrando de la mano a tu hijo de cinco años y gritabas 'Corred, corred' a tus hijos y tu esposa.
No, tú no has visto esa larga lengua negra (que en las imágenes avanza por las tierras del norte de la isla de Honshu a gran velocidad, ¿verdad que sí?) aparecer de repente entre tus pies, mientras corrías agarrando de la mano a tu hijo de cinco años y gritabas 'Corred, corred' a tus hijos y tu esposa.
Tú no has sido alzado en vilo por la fuerza brutal del océano y engullido
décimas de segundo después por una montaña de agua, un océano que de pronto se
ha salido de su sitio. No, tampoco lo has visto venir como lo veo venir yo, así, aquí, ahora o en cualquier momento,
porque, oh shit, la línea del horizonte está arqueada y aunque no parece que tenga
sentido, aunque parece absurdo e increíble, el instinto te dice que tienes que correr.
Tú no has corrido descalzo con el pánico metido en el cuerpo, mientras vas
gritándoles a todos los que te vas encontrando en tu huida desesperada que
corran, que corran, que viene el océano.
Tú no has sentido los golpes de innumerables trozos de coral, de maderos, de troncos de árbol en la espalda, las piernas, los pies, la cabeza mientras te estás hundiendo, no puedes hacer nada por evitarlo, no puedes nadar en esta masa de agua que juguetea contigo y con ese niño de 5 años, tu hijo, que tienes bien agarrado con un brazo porque si lo sueltas, ¿qué va a sucederle?
¿Qué os va suceder? Después de la primera, y unos segundos de lo que parece una calma que tira de vosotros hacia atrás, viene una segunda, que es mucho peor, que arrastra todavía mucha más mierda, que lleva esos tejados de calamina que podrían cortarte la cabeza, como le sucedió a algunos...
Y no se termina, porque luego viene una tercera, y estás tragando agua, y como puedes, sin saber cómo, consigues levantar en vilo por encima del agua a ese niño de cinco años, a tu hijo, para que por lo menos él sí, oh fuck, oh fuck, por lo menos él sí, joder, por lo menos él sí, que respire, que se salve…
Y tus fuerzas empiezan a abandonarte cuando todavía llega una cuarta, y tú ya no piensas en nada, no puedes ya pensar en nada porque todo se oscurece, ya no puedes luchar más contra esos diez metros de altura de un océano que de pronto ha engullido la playa por la que apenas treinta segundos antes estabas paseando con tu familia: tus tres hijos, tu esposa y tú, de vacaciones en lo que apenas un minuto antes era el paraíso.
Y de algún modo, cuando aquello termina, sigues flotando con tu hijo en brazos, estás inmovilizado por los escombros que se han acumulado, y cuando por fin logras salir de allí, no encuentras a tu hija, la hermana mayor, la niña de tus ojos.
Tú no has sentido los golpes de innumerables trozos de coral, de maderos, de troncos de árbol en la espalda, las piernas, los pies, la cabeza mientras te estás hundiendo, no puedes hacer nada por evitarlo, no puedes nadar en esta masa de agua que juguetea contigo y con ese niño de 5 años, tu hijo, que tienes bien agarrado con un brazo porque si lo sueltas, ¿qué va a sucederle?
¿Qué os va suceder? Después de la primera, y unos segundos de lo que parece una calma que tira de vosotros hacia atrás, viene una segunda, que es mucho peor, que arrastra todavía mucha más mierda, que lleva esos tejados de calamina que podrían cortarte la cabeza, como le sucedió a algunos...
Y no se termina, porque luego viene una tercera, y estás tragando agua, y como puedes, sin saber cómo, consigues levantar en vilo por encima del agua a ese niño de cinco años, a tu hijo, para que por lo menos él sí, oh fuck, oh fuck, por lo menos él sí, joder, por lo menos él sí, que respire, que se salve…
Y tus fuerzas empiezan a abandonarte cuando todavía llega una cuarta, y tú ya no piensas en nada, no puedes ya pensar en nada porque todo se oscurece, ya no puedes luchar más contra esos diez metros de altura de un océano que de pronto ha engullido la playa por la que apenas treinta segundos antes estabas paseando con tu familia: tus tres hijos, tu esposa y tú, de vacaciones en lo que apenas un minuto antes era el paraíso.
Y de algún modo, cuando aquello termina, sigues flotando con tu hijo en brazos, estás inmovilizado por los escombros que se han acumulado, y cuando por fin logras salir de allí, no encuentras a tu hija, la hermana mayor, la niña de tus ojos.
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Hace
ahora un año, esos dos niños que la mañana samoana de la que hablo tenían cinco años y una
hermana mayor que ya no tienen, vieron esas imágenes en la tele y les dijeron a sus
padres, llorando: “I don’t want to die”. Por suerte, tú no has vivido eso, ese terror televisado directamente al inconsciente de sus recuerdos, a los miedos que creías haber dejado atrás. Y yo te digo que ojalá nunca tengas que vivir algo así.
Cuando esto salga publicado [lo he dejado programado para las 00:00 horas del 11 de marzo de 2012], estaremos los cuatro otra vez en Racecourse Beach. Nosotros, los padres de esos dos chicos, estaremos intentando normalizar sus vidas, estaremos haciendo un esfuerzo por que esos niños, los mellizos que le tenían tantísimo miedo a lo que veían en televisión y que estaba sucediendo a miles de kilómetros de distancia, disfruten de la playa y que jueguen con las olas del océano, como cualquier otro niño.
Cuando esto salga publicado [lo he dejado programado para las 00:00 horas del 11 de marzo de 2012], estaremos los cuatro otra vez en Racecourse Beach. Nosotros, los padres de esos dos chicos, estaremos intentando normalizar sus vidas, estaremos haciendo un esfuerzo por que esos niños, los mellizos que le tenían tantísimo miedo a lo que veían en televisión y que estaba sucediendo a miles de kilómetros de distancia, disfruten de la playa y que jueguen con las olas del océano, como cualquier otro niño.
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Uno
puede interiorizar una pesadilla así; de hecho, uno no tiene otra opción que hacer que pase a formar parte de su ser y apartarlo de la vida diaria, del trabajo, de lo cotidiano. O uno hace eso, o se vuelve loco. Seguro que este fin de semana los canales de televisión 'celebran' el primer aniversario. Durante muchas horas, la alerta se había extendido a las costas orientales de Australia - iba a tardar ocho horas en llegar, habían calculado.
Nunca llegó. Pero uno nunca se acostumbra a revivir la peor de sus pesadillas.
Nunca llegó. Pero uno nunca se acostumbra a revivir la peor de sus pesadillas.
Hay
algo que me despierta casi todas las noches, y no es ni el perro del vecino, ni la
preocupación por pagar los plazos de la hipoteca, ni la posibilidad de que comience una guerra nuclear porque EE.UU. (o quien sea) ataque a Irán.