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10 feb 2016

Reseña: Grief Is the Thing with Feathers, de Max Porter

Max Porter, Grief Is the Thing with Feathers (Londres: Faber & Faber, 2015). 114 páginas.

¿Cuántos libros valiosos e irrecuperables habrán quedado abandonados a lo largo de la historia a causa de la indiferencia y/o la ignorancia de numerosos editores? Nadie puede saberlo, pero bueno es que, de vez en cuando, alguien reciba tan sencillo reconocimiento de la industria del libro por una obra audaz, que rompa moldes y resquebraje las tradiciones y las expectativas más comunes, como la publicación de ese libro imposible.

Grief Is the Thing with Feathers es un libro inclasificable. No es novela; tampoco es un libro de poesía propiamente dicha, y pese a su formato coral no se aproxima en ningún momento al género dramático. Un híbrido contado a veces en verso, a veces en prosa, a tres voces: la del Padre, la de los Chicos y la de esa cosa con plumas a la que se refiere el título, el Cuervo.

¿Te acuerdas del "Cuervo Loco, pica, pero pica poco"? Fotografía de Toby Hudson.
Este es un inusual libro en torno a la muerte y el duelo. La fallecida es la madre (tras un pequeño accidente doméstico en el que se golpea la cabeza); los que quedan atrás son el marido y los dos hijos varones, que hablan con una sola voz incluso cuando uno de ellos se refiere al otro. Porter no nos da sus nombres, ni falta que hace.

El padre trata de seguir adelante mientras escribe un análisis de un libro del poeta Ted Hughes titulado Crow. El estudio llevará el título Crow on the Couch: A Wild Analysis. El Cuervo del poeta entra en las vidas de los tres varones de la casa, convirtiéndose en el personaje protagonista del proceso de supervivencia y curación, ese proceso que, al menos en inglés, sí se puede identificar claramente con una palabra: “grieving”. El Cuervo se compromete a acompañar al Padre y los chicos hasta que su presencia ya no sea necesaria.

Hay humor, hay dolor, hay absurdo, hay poesía, hay algo de todas esas cosas, como sucede en la vida de quien haya perdido a un ser amado. Hay verdades brutales, expresadas sin tapujos: “Moving on, as a concept, was mooted, a year or/ two after, by friendly men on behalf of their well-intentioned wives. […] Oh, I said, we move. WE FUCKING HURTLE THROUGH SPACE LIKE THREE MAGNIFICENT BRAKE-FAILED BANGERS, […] Moving on, as a concept, is for stupid people, because/ any sensible person knows grief is a long-term/ project. I refuse to rush. The pain that is thrust upon/ us let no man slow or speed or fix.” {Alguien sugirió el seguir adelante, como concepto, un año o dos después, amables hombres que hablaban en nombre de sus bienintencionadas esposas. […] Ah, les decía yo. Nosotros seguimos. JODER, SEGUIMOS LANZADOS POR EL ESPACIO, COMO TRES ESPLÉNDIDOS CACHARROS SIN FRENOS, […] Seguir adelante, como concepto, es para gente estúpida, porque cualquiera que tenga dos dedos de frente sabe que el duelo es proyecto de largo plazo. Me niego a darme prisa. Que nadie reduzca ni incremente ni arregle el tempo del dolor que se nos inflige.} (p. 99, mi traducción)

Escrita mediante fragmentos aparentemente inconexos, Grief Is the Thing with Feathers se detiene a veces en los detalles que mejor explican el todo. También es cierto que gran parte de las referencias intertextuales a la poesía de Hughes y de Emily Dickinson (véase el poema ‘Hope’ de la autora estadounidense) pasan desapercibidas si, como es mi caso, no se es especialista en la obra de ambos.

Ted Hughes. Retrato a cargo de Reginald Gray.
En su reseña para el Times Literary Supplement, Anna Girling señalaba que “si no fuera por sus conexiones en el mundo editorial, de una carrera en la que primero fue librero y luego editor (en Granta y en Portobello Books), es poco probable que este libro se hubiese publicado” (mi traducción). Por suerte para muchos lectores que buscan algo diferente y perspicaz, un reto formal y franco a los formatos y modos prestablecidos, no fue así.

25 dic 2014

Reseña: Gabriel: A Poem, de Edward Hirsch

Edward Hirsch, Gabriel (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2014). 78 páginas.

Gabriel es el nombre del único hijo del poeta estadounidense Edward Hirsch. Gabriel murió cuando contaba veintidós años, víctima de una parada cardiaca tras haber consumido éxtasis líquido. Su muerte se produjo hace poco más de tres años.

Un largo poema elegíaco escrito en tercetos no rimados, Gabriel es ante todo el intento de crear un recuerdo permanente e indestructible del hijo que el poeta perdió. Naturalmente, el poema se inicia en el momento determinante, la desgarradora escena (no se trata de un cliché, sé perfectamente de qué estoy hablando) del padre ante el cuerpo frío y sin vida de Gabriel:

“The funeral director opened the coffin
And there he was alone
From the waist up

I peered down into his face
And for a moment I was taken aback
Because it was not Gabriel

It was just some poor kid
Whose face looked like a room
That had been vacated” (p. 3)

“El director de pompas fúnebres abrió el ataúd
Y allí estaba él en solitario
De cintura para arriba

Observé detenidamente su cara
Y por un instante me quedé atónito
Porque no era Gabriel

Era solamente un pobre muchacho
Cuyo rostro parecía una estancia
Que hubiera quedado desocupada.” [mi traducción]

El poema recorre los veintidós años de la vida de Gabriel, desde su adopción (dice Hirsch que, como padres adoptivos, Janet y él tuvieron “Jet lag en lugar de un parto” (p. 9) hasta su desaparición durante el desastre de finales de 2011 en la costa este de los EE.UU., cuando el huracán Irene devastó la costa de Nueva Jersey, pasando por su revoltosa infancia y muy difícil adolescencia. Que Gabriel representó un caso extremadamente difícil, no solamente para sus padres sino también para todos los que le conocieron y trataron, añade un tinte más emotivo si cabe a los versos de Hirsch, en los cuales rememora melódicamente los numerosísimos medicamentos que le fueron recetados, los centros, escuelas y programas en que estuvo internado o tratado, o los datos espantosos que Hirsch incorpora, procedentes de la autopsia. Gabriel era

“King of the Sudden Impulse/ Lord of the Torrent/ Emperor of the Impetuous” (p. 45) [Rey del Impulso Súbito/ Señor del Torrente/ Emperador del Ímpetu]

Hay asimismo en Gabriel reflexiones sobre el dolor de la pérdida de un hijo. Hirsch hace referencia a varios testimonios de poetas que a lo largo de la historia han escrito sobre la experiencia más tan anti-natura que un padre puede jamás sufrir: Ben Jonson, William Wordsworth, Victor Hugo, Mallarmé, Tsvetaeva y Rabindranath Tagore entre otros. Y del italiano Ungaretti (puede que Hirsch le esté citando, o quizás parafraseándole) selecciono esto: “But when the best part of me was ripped away/ I experienced death in myself/ From that moment on/…/ That pain will never stop tormenting me” (p. 35) [Cuando la mejor parte de mi ser me fue arrebatada/ Experimenté la muerte en mí mismo/ Desde ese momento en adelante/…/ Ese dolor nunca dejará de atormentarme]

El tono cambiante, el ritmo desenfrenado de un poema en el que no hay puntuación alguna (incluso los versos más extensos carecen de cesura), incluso la propia métrica de Gabriel, sirven por un lado para evocar el complejo trastorno anímico y mental en el que vivió el hijo de Hirsch, pero son por otro lado muestra inequívoca de que toda expresión artística para hacerle frente al duelo (que no superarlo – eso nunca se consigue) es un intento de poner algo de orden en el caos emocional, en el tremendo desbarajuste de orden sintáctico y semántico, que le sobreviene al padre del hijo muerto.

En ‘Finding the Words’ [Encontrar las palabras], un ensayo de Alec Wilkinson  publicado en The New Yorker en agosto pasado, Hirsch le decía al autor lo siguiente: “Hay otra cosa más que quisiera contarte sobre mi dolor: me quedé atónito cuando descubrí que no podía leer. Ni siquiera la poesía, que siempre me había ayudado, podía protegerme ni consolarme. Las personas son irremplazables, y el arte, no importa lo bueno que sea, no las reemplaza. Tuvo que suceder esta tragedia para que yo lo entendiera. Mucha gente a la que he querido ha muerto, pero aun así encontré mucho consuelo en la poesía. Quedarme solo y no poder leer quería decir que no podía reconocerme a mí mismo.” [mi traducción]

Quise leer Gabriel entre la Nochebuena y las primeras horas del día de Navidad de 2014. Es un día muy especial para quienes tenemos un calcetín navideño que, año tras año, se queda sin abrir en la mañana del 25. Como bien dice Hirsch,

"I did not know the work of mourning
Is like carrying a bag of cement
Up a mountain at night
[…]
Look closely and you will see
Almost everyone carrying bags
Of cement on their shoulders" (p. 73)

"No sabía que el trabajo del duelo
Es como llevar un saco de cemento
Montaña arriba en la noche
[…]
Mira con atención y verás
Que casi todos llevan un saco
De cemento a sus espaldas" [mi traducción]

Bien sabe Hirsch que su saco de cemento no es el único. Debemos agradecerle, en todo caso, que haya compartido qué se siente ascendiendo esa montaña, como hice yo en su momento.

10 nov 2013

Reseña: Wave, de Sonali Deraniyagala

Sonali Deraniyagala, Wave (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2013). 228 páginas.

La ficción permite que surja la coincidencia, mas en la vida real la coincidencia puede dar pie a preguntas a las que volvemos una y otra vez, y de las cuales el pluscuamperfecto de subjuntivo es su incontestable expresión sintáctica. Esas preguntas que comienzan por ‘¿Y si… ?’ adquieren su dimensión más conmovedora en los relatos personales, pero dentro de la ficción tales preguntas hipotéticas resultan bastante inservibles. Por poner un ejemplo, nadie se hará nunca esta pregunta: ¿y si los protagonistas de la brillante novela Questions of Travel, galardonada con el Premio Miles Franklin de 2012, de Michelle de Kretser, no se hubieran conocido?

Por otra parte, las memorias y los relatos objetivos de experiencias personales permiten a los lectores relacionarse con dichos textos de modos que la ficción nunca puede permitirnos. Hay una cierta crudeza en los textos autobiográficos, una afirmación franca y escueta de sentimientos no mediados, la cual no queda enmascarada por las palabras. Es esta poderosa declaración lo que les otorga un valor al que ninguna obra de ficción puede aproximarse. Su emoción, su veracidad, pueden extenderse mucho más allá de lo literario y tocar en nosotros un nervio muy diferente.

Sin duda alguna, el lector recordará las imágenes del tsunami que afectó a las costas orientales de Japón en 2011. Recordará también esa lengua negruzca del agua, que a la carrera penetraba en la tierra y devoraba y lo destruía todo a su paso. No es tan difícil establecer una conexión entre esas imágenes y las numerosas, terribles historias de dolor y desesperación personal que causó esa catástrofe. En mi caso, habiendo visto surgir entre mis pies esa lengua negruzca, mientras corría tratando de escapar de ella, en la isla de Samoa el 29 de septiembre de 2009, las imágenes japonesas de marzo de 2011 fueron un recordatorio intensamente desagradable del evento que se llevó la vida de mi hija Clea. Como en el caso de Sonali Deraniyagala, a pesar de su horror (‘Por más que me horrorizan, quiero ver la maldad de esa agua negra a medida que desmorona ciudades enteras a su paso. De manera que fue esto lo que nos atrapó, pensé’ [p. 202]), las imágenes televisivas me tuvieron paralizado.

Sonali perdió a su marido Steve, a sus dos hijos, Vikram y Malli, y a sus padres la mañana del 26 de diciembre de 2004. Nacida y criada en Sri Lanka, Deraniyagala estudió economía en Cambridge y en Oxford, se casó con un londinense del East End de alto nivel educativo y de muy amplias miras, y dio a luz a dos preciosos niños. La pareja siempre había acordado que Sri Lanka debía ser un segundo hogar para la familia, de modo que cada vez que podían, allí se desplazaban, y pasaban tiempo en Colombo o, como preferían ellos, en el Parque Nacional de Yala. Esa mañana planeaban marcharse, unas horas más tarde, del hotel en el que estaban alojados, pero el océano Índico los atrapó, como a tantísimos otros, aquel aciago día.

Wave narra su historia, o mejor dicho, sus dos historias, tan poderosamente interconectadas que no es posible disociarlas. Después de que el tsunami golpeara y volcara el jeep en el que intentaron escapar, de algún modo Sonali pudo agarrarse a una rama de árbol en medio de ese caos, repleto de escombros y restos flotantes, en que se convirtió la laguna cercana a la playa. Fue rescatada, y la llevaron a un hospital. Había perecido toda su familia, además de su amiga Orlantha, que se había alojado en el mismo hotel. A medida que pasaban los días se desvaneció toda pequeña esperanza que había de encontrar a miembros de la familia entre los heridos y desplazados.

No hay sentimentalidad alguna en su comedido relato de las horas posteriores a la catástrofe y los días que siguieron. La conmoción, el terror, el infinito vacío que el tsunami había abierto en su vida, nos son relatados con una franqueza sencilla, extraordinaria pero terrible: ‘¿Era de verdad, lo que había sucedido, toda esa agua? En mi mente arrasada no sabía distinguirlo. Y lo que yo quería era seguir en la irrealidad, seguir sin saberlo’ (p. 16).

Tampoco hay autocompasión alguna en las páginas que narran los meses y años posteriores. De cómo se encontraron finalmente los restos de sus dos padres, de los dos niños y de Steve: ‘A Steve y Malli los identificaron cuatro meses después de la ola’ (p. 47). O de cómo ella se retiró del mundo y quedó bajo la vigilancia constante de parientes y amigos: ‘A veces me obligaba a entrar en la cocina – quizás me pueda cortar las venas – pero alguien se acercaba sigilosamente por detrás. Además, habían escondido todos los cuchillos’ (p. 43-4). O de cómo cedió finalmente al alcohol (y a las pastillas) después de rehusarlas en un principio:

Tenía miedo de que oscureciera la verdad de lo que había sucedido. Tenía que estar alerta. … Entonces, de repente, cada noche terminaba emborrachándome. Media botella de vodka había caído a las seis de la tarde, me daba igual que me quemara el estómago. Luego vino, whisky, lo que fuera, lo que pudiera encontrar en la casa. Bebía de las botellas, sin darme tiempo a tomar un vaso. (p. 53)
Cuando finalmente se vio capaz de salir de la casa de sus parientes en Colombo, Sonali regresó a la casa de sus padres, ese hogar lejos del hogar, ahora vacío, en la que sus hijos habían pasado muchos momentos felices. El vacío la rodea, y también la ha ocupado a ella, de modo que busca a su familia allí, tratando de obtener algún sentido de sí misma: ‘en esta quietud, tan estéril en medio del olor a barniz y pintura, iba a la caza de vestigios de nosotros’ (p. 66). Cuando su hermano decide alquilarla, comienza a acosar a la familia holandesa que ya se había mudado a la casa. El dolor, lógicamente, se había apoderado de su mente desesperada: ‘es la casa, lo que me aferra a mis hijos. Me dice que eran de verdad. Tengo que acurrucarme dentro, de vez en cuando. Pero mi hermano no podía comprender nada de eso’ (p. 77).

Regresó a la playa de Yala, a los restos del hotel, buscando de forma obsesiva algo que en el fondo sabía que nunca iba a encontrar, y sin embargo, sentía su atracción. ‘Polvo, escombros, vidrios rotos. Eso era el hotel. Había quedado apisonado. Ya no quedaba ninguna pared en pie, era como si las hubieran cercenado a ras de suelo’ (p. 70).

Deraniyagala volvió a Londres en 2006. Llevaba casi dos años fuera del país. Pero le costó casi dos años más volver a atravesar el umbral de la puerta de su casa, volver a entrar en su vida anterior, la que tenía sentido. Allí ve el trozo de pirita que Vikram había comprado en el Museo de Ciencias el fin de semana, antes de salir rumbo a Sri Lanka:

No puedo fijar la vista en ninguna de las cosas que hay en este cuarto de juegos, pero el oro de tontos, eso sí puedo verlo. Y sus dos mochilas rojas, del colegio, colgadas como siempre del pomo de la puerta. Tomo la roca y la aprieto con fuerza en el interior de la palma de mi mano. Pero las mochilas no puedo tocarlas, cada una de ellas es un escalpelo. (p. 95)
La vida que antes era la suya en esa casa, la vida que solía apuntalar su ser, se ha desvanecido. Pero el pasado sigue presente:

Cuando me echo en la cama, nuestra cama, la fuerza de su ausencia me asalta. No se han cambiado las sábanas desde que Steve y yo dormimos aquí por última vez. No he sido capaz de obligarme a cambiarlas, y por eso me paso la noche estornudando. […] En la almohada de Steve, esa almohada que su cabeza no ha tocado en casi cuatro años, hay una pestaña. (p. 105)
Hay algo de bueno y de tranquilizador en saber que sus amigos acudieron en su ayuda y le prestaron su apoyo, sin condiciones. Por conversaciones que he tenido con otros padres cuyos hijos han muerto, parece que no es inusual que esos padres en duelo se encuentren rodeados de un muro de silencio. El dolor en carne viva puede resultar algo extremadamente difícil de negociar.

Sería una injusticia para Sonali considerar que este relato asombrosamente sincero y directo sea algo con lo que busque incomodar al lector. Sonali no busca turbar, porque nadie podría estar más desquiciada que ella. Se necesita ser muy valiente para escribir lo que ella ha escrito, y de la manera tan directa que lo hace. Mas no olvidemos que también se necesita ser un lector valiente. Wave nos recuerda los horrores personales que hay detrás de las tragedias masivas, pero debería pasar a la historia como un valeroso tributo a su esposo, Steve, y a sus dos hijos, Vik y Malli.

Como lector, no puedo sino agradecer la forma en que Sonali logra darles vida a sus hijos y a su esposo a través de sus palabras. A pesar de su dolor, de su desesperación ineludible, Wave traza su viaje, un viaje increíblemente doloroso, desde un estado muy cercano a la locura a una especie de normalidad; ese es un viaje con el que los padres que sufren ese dolor podrán sin duda identificarse.

Como sociedad deberíamos saber aceptar a los que sufren una pérdida personal. Perpetuar el malentendido (¿quizás sea un mito?) de que ‘El dolor es un estado aterrador, y en su manifestación extrema es como el sol: es imposible mirarlo directamente’, tal como hace Teju Cole en su reseña de Wave, no supone un gran apoyo para los que sufren ese dolor. Puede que la imagen que emplea Cole suene apta, y hasta puede que sea hermosa; pero el duelo no deja de ser un sentimiento humano, y como tal es algo natural. ¿Por qué debiera aterrarle a nadie?


Esta reseña apareció inicialmente en lengua inglesa en el número 1, volumen 6 (noviembre 2013) de la revista Transnational Literature. Puedes encontrarla (en inglés, en PDF) aquí.

5 abr 2012

Whisper her Name in the Wind

Spring Eucalypts-Templestowe, by Douglas Baulch, 1959.


Last year I entered this fairly long poem into a Bush Poetry competition. The guidelines provided this explanation about Australian Bush Poetry: “Australian Bush Poetry is … poetry with a good rhyme and metre, written about Australia, Australians and/or the Australian way of life.”
There are of course many poets whose main aim when writing is just to win prizes. There are those who write poetry and only as an afterthought, they might enter a competition.
The other day I was (yet again!) awake at 4 in the morning. I saw my 13-year-old niece was on Skype and sent her a ‘Hello!’ via the chat facility. She asked me what I was doing. ‘I’m writing’, I replied, ‘at least when I’m writing I don’t cry’. Some might think it’s a pretty crude reply to a 13-year-old: I don’t think so.
There is something mysteriously therapeutic about writing your grief out. Somehow it keeps you going, it can help you face the new day. At least, it works for me. It may not work for everyone, of course.
Anyhow, I hope you like ‘Whisper her Name in the Wind’, even if it was deemed to be undeserving of a Bush Poetry Prize.

El año pasado presenté este poema, bastante largo, a una competición de poesía del bush australiano. Las directrices proporcionaban la siguiente explicación acerca del sub-género, Australian Bush Poetry: “La poesía del bush australiano es … poesía con una buena rima y buen metro, que trata de Australia, australianos y/o el modo de vida australiano.”
Son por supuesto muchos los poetas cuyo principal objetivo al escribir es simplemente la obtención de premios. Hay también quien escribe poesía y, solamente como una ocurrencia ulterior, puede que presenten el poema a un concurso.
El otro día estaba (¡otra vez!) despierto a las cuatro de la madrugada. Vi que mi sobrina de 13 años de edad estaba en Skype, y le envié un ‘Hello!’ a través del chat. Ella me preguntó qué estaba haciendo. ‘Estoy escribiendo’, respondí, ‘al menos, cuando estoy escribiendo no lloro’. Habrá quien piense que es una respuesta un poco cruda para una chica de 13 años: no es esa mi opinión.
Hay algo misteriosamente terapéutico en escribir el dolor. De alguna manera te mantiene en marcha, puede ayudarte a encarar el nuevo día. Al menos, en mi caso, funciona. Por supuesto, puede que no funcione para todo el mundo.
En cualquier caso, espero que te guste ‘Whisper her Name in the Wind’ (Susurrar su nombre al viento’), incluso aunque no lo consideraran merecedor de un Premio a la Poesía del Bush.
(Por cierto, lamento no poder ofrecer una traducción al castellano y/o al catalán. Si alguien se anima a hacerlo, por mí, encantado.)

Whisper her Name in the Wind


Although born in a big city, she had always loved the farm.
She trod softly in the old house, ever filled with dust and charm.
Even as a baby she felt the distinctive warmth was there:
her own mum’s family’s place, all people who loved her and cared.

We used to walk across the green paddocks and go near the creek,
hand in hand, father and daughter, we would have a sticky beak.
We’d count Pa’s lambs and ewes, and wonder at Foxy the old horse,
whose many years she couldn’t count – they were too many, of course.

In clear but freezing winter days, when the sky was at its bluest,
we would walk out in the fresh breeze and set foot towards the west.
Seeing a skipping roo would give her a thrill and make her excited,
yet she was so scared of dogs she could grab my hand and bite it!

At lamb marking time, she’d be curious but kept her distance,
she still didn’t know farming is a tough means of existence.
Safely perched on a fence, she did not flinch at the bloody mess;
but then the dogs whirled into a frenzy: there’d be some distress.

As a toddler she’d always sit with many toys by the fire;
she loved being spoilt by Granma and Pa, who were by then retired;
many nights during school holidays she would stay at the farm,
for fresh clean air and country tucker never did any harm.

They were times of grand excitement, driving around in the ute,
yet she’d stay inside the cabin, and grin at Pa and salute;
three times per week the mail came, and it had to be collected,
she’d walk uphill with Granma, and they never felt dejected.


Of the three dogs on the farm, she thought Murphy was most gentle.
Good old sheep dog, Murphy knew his place and stayed in his kennel.
One day Pa asked Uncle Claydon to bring with him his rifle.
Murphy ended in a bag: in the bush this is but trifle.

She loved the bush, she loved the farm, the very place where her mum
had lived and grown up, and had fun as a child. A place, in sum,
where she felt she belonged, despite its many unseen dangers:
snakes, bushfires, spiders galore, perils to which we aren’t strangers.

Of all the incidents that happened to her the magpie swoop
was the most frightful. One arvo, she was leading their small group.
With her young twin brothers, she was playing near the old hay shed,
when a black and white feathered splotch swooped and pecked her in the head.

They all thought it hilarious, but she really had a big scare.
But there was worse: the bird had cut her. Blood was smudging her hair!
Her cries bawled across the valley, her tears flowed, her pain was clear;
once at home she’d tell us her story, and we’d just say, “Oh dear”.

These ancient Wirrimbi paddocks now seem sadder than ever:
the little girl who walked on them had her life cruelly severed.
Pa seems to have lost the plot (yet Foxy keeps trotting around!):
it makes no sense to him that his grandchild should be in the ground.

How can anyone understand that my six-year-old would die?
We were on a beach holiday when the sea covered the sky;
the waters wiped out everything, not a single house was left;
many people were injured, and more than one hundred were dead.


I am her father, a migrant, and have learned to love this land.
In the still mornings and evenings, when the gum trees I command
to whisper her name in the wind, my heart cries and I despair.
No one should go through such a loss. It is far too much to bear.

This land now wears a deep wound: no words can describe our sorrow.
Paddocks long for her giggle, the creek weeps, there’s no tomorrow.
She was as pretty as bush flowers, she could dazzle like snow.
We planted her own tree, a native; she’ll never see it grow.

There can be no greater sadness; there can be no harsher pain.
My girl won’t become a woman; she won’t tread these hills and plains.
There will be no more lazy days spent by the snug winter fire;
no more strolls down to the creek or getting stuck in old fence wire.

And so I pay her tribute, born and bred in this proud country:
Some lines of poetry one day you might read under a gum tree.

(c) Jorge Salavert, 2012.

29 feb 2012

Un chiste de psiquiatras (no es broma)

Bertram Mackennal, El dolor


Según parece, la Asociación de Psiquiatras Americanos (APA) ha propuesto (véase aquí, en inglés) que toda persona que no concluya su periodo de duelo y luto a las dos semanas de la muerte del ser querido se expone a ser considerada una persona que sufre de una 'enfermedad mental' y que por lo tanto necesita un 'diagnóstico'.
Cito del artículo anterior: "los sentimientos de tristeza profunda y de pérdida, el insomnio, el llorar, la incapacidad para concentrarse, el cansancio y la falta de apetito, que se prolonguen más de dos semanas después de la muerte de la persona amada podrían ser diagnosticados como depresión [el énfasis es mío] en lugar de como una reacción normal de duelo".
No sé, a mí de pronto me han entrado ganas de decirles a esos psiquiatras que vengan a verme, a 'diagnosticarme'. Yo podría contarles alguna que otra anécdota sobre el duelo, sobre el silencio de los muertos y el otro, el silencio de los vivos. En fin, la verdad es que podría hablarles de tantísimas cosas (siempre que no me cobren sus altísimos honorarios, a cada tanto por hora) que dudo mucho que se atrevieran a diagnosticar mi estado de ánimo como 'depresivo'. No creo que alguien que se ofrezca a hablar – como lo hago yo desde esta tribuna (perdón por la frase tan manida) - pueda ser identificado como alguien que sufre una depresión. La cuestión es tener a alguien dispuesto a escucharte (sin cobrarte, claro). ¿O acaso nos encaminamos hacia una sociedad en la que vamos a cobrar por mostrar 'nuestro lado humano'?
¿En qué planeta viven esos psiquiatras? No en el mismo que yo, desde luego.

16 feb 2012

Paella



L’altre dia vaig fer paella. Feia gairebé tres anys que no en feia, de paella. La paella, com tothom sap, és el menjar valencià dels diumenges, però a Austràlia sovint el menjat fort del dia es fa a la vesprada, al sopar. Als meus bessons els va agradar molt; fins i tot, recordaven quan van menjar-n’hi a València el nadals de 2010. És clar, em van demanar que torne a fer, de paella. Encara que no li pose conill, ix bona.
Abans feia servir una paella més gran, d’eixes paelles on poden menjar fins a deu persones. Ara faig servir una paelleta més petita, de ferro, què va ser de la meua àvia, i què em vaig portar cap a Austràlia a l’any 1996. Ha plogut, veritat?
Abans necessitàvem la paella gran perquè ens agradava portar-nos paella per dinar al dia següent al treball. D’això ja fa molt de temps. Ara, amb la paelleta més xicoteta mengem prou els quatre. Abans menjàvem cinc, i a la cinquena (la filla major) li agradava menjar-ne, de paella.

Bon profit!

27 ene 2012

My long journey - Mi largo viaje


My Long Journey


I’ve been using my daughter’s lunchbox and her little Tupperware for over two years. It may sound like a meaningless or pointless gesture to some, but for me it’s just one simple, everyday way of trying to make sense of the lease of life I was given on 29 September 2009.

Mind you, I did not pray or beg for it; all I did, in the spur of the moment, was simply to fight the water to keep my son J. alive, and in that process I guess I stayed alive.

For Clea I used to put half a twiggy stick and some rice crackers in the little container, and carefully place her cut sandwich in the lunchbox. One of her favourite lunches was Spanish omelette, which these days I don’t make as often as I used to.

Even though I never actually saw the scene, I think I can picture her sitting close to her school friends, next to Laura, and nibbling away at her sandwich. My daughter was always a slow eater, except perhaps when she was about one, when she would insist (after having had her own breakfast) on sitting on my knees while I was having my brekkie, and like a little bird Clea would demand chunks from my mushrooms and toast (generously sprinkled with rock salt and cracked pepper) or from my fried egg on toast (which on top of salt and pepper, would have been bombarded with a generous dash of Worcestershire sauce! Rather brave for a one-year old!)

I have also been wearing Clea’s pink hair band on my wrist since the day of her burial. It gets curious glances from people. Right now, it has created a whitish strip around my wrist where the fierce Australian sun has not been darkening my brown skin. I guess one day, in a few years time, the hair band will start falling into pieces, and only then will I chuck a sickie and drive to the coast, and I will stand close to the waters of the Pacific Ocean that killed her, to finally let it go.

Notas Literarias is now approaching its second year of existence. What began as an attempt to stay in touch with my former students of Spanish – I soon realised I could no longer be able to commit myself to remaining in a classroom for the whole two hours – has evolved into something else. Confronted with the cowardly silence from many, I felt the need to give free rein to words, as I have already tried to explain in Después de Lalomanu. I still don’t know exactly what this blog is, but I like to think it resembles a bridge. And bridges are, after all, things that make travelling possible.

Travelling always entails learning. I used to say it should be mandatory for young people to backpack around for a while. I would have liked to pay for Clea’s. I’ve been fortunate to learn lots by keeping this blog. Similarly, the lease of life I’ve been living since 29 September 2009 is also a journey. I know when the journey began, and I know it has no foreseeable end.

These are things I have learnt in my journey over the last two years and four months:

I prefer to be “brutally” (that’s obviously a hyperbole: there’s no violence involved, I promise!) honest with people I meet now for the first time. It’s useful, as it separates the brave from the easily frightened. Some weeks ago my mother-in-law truly shocked me (hey, why can’t I be allowed a euphemism now and then?) by stating that we were “pushing people away”. Sorry, but it’s the other way round. It’s in human nature to shirk pain and sadness. And it’s not only happened with people I have met after Clea’s death.

Silence can hurt as much as words, or even much more than any words anyone might say, for no words anyone might say could hurt me more than the fact that Clea is dead. A few people I’ve known for a long time received the book of poems I wrote to the memory of Clea, Lalomanu, but chose not to acknowledge it.

It does not help me at all to say or hint that it’s time for me to ‘get over it’ or to ‘cheer up’. You can ask any worthy and knowledgeable psychologist why.

If you ever experience the loss of a child (I hope not!), here’s my advice: Pay no heed to those who mean well and encourage you to seek comfort in religion. I try to be civil towards people who publicly display or express they have religious beliefs (I have my own thoughts about this: I see it as a sign of fear and/or weakness, definitely human traits, but mostly fear of accepting our irrelevancy in the big scheme of things the universe is), but I most definitely do not want to be told “there is still hope”. No, there is not. Nothing will bring my daughter back with me. The same goes for the notion of the ‘other world’, or her now being a ‘little angel’ in heaven or somewhere else, and nonsense of that kind. Thanks, but no thanks. I think such comments are self-comforting, but they do not comfort me.

In the end, I am a traveller, but I really travel alone in this long journey of mine. Still, thank you for your company when reading, and commenting whenever you feel like it.



Mi largo viaje


Llevo más de dos años haciendo uso de la fiambrera y del pequeño contenedor de Tupperware de mi hija. Para algunos, puede que parezca un gesto sin sentido o fútil, pero para mí es un modo sencillo y cotidiano de intentar darle un sentido a esta segunda vida con que quedé el 29 se de septiembre de 2009.

Eso sí, que quede claro: ni recé ni rogué por ella; todo lo que hice, de forma instintiva, no fue otra cosa que luchar contra el agua para salvarle la vida a mi hijo J., y supongo que por eso conseguí también salvar la mía.
Solía ponerle medio palito de salami y unas cuantas galletitas de arroz en el contenedor pequeño, y le colocaba el sándwich en la fiambrera con cuidado. Uno de sus almuerzos favoritos era la tortilla española, que hoy en día no hago con tanta frecuencia.

Aunque de hecho nunca viera la escena, creo que puedo imaginármela sentada cerca de sus amigas en el cole, junto a Laura, mordisqueando el sándwich. Mi hija siempre comía despacio, excepto quizás cuando tenía un año, cuando insistía (después de haber despachado su propio desayuno) en sentarse en mis rodillas mientras yo estaba desayunando y como un pajarito Clea me exigía trozos de mis champiñones con tostadas (espolvoreados generosamente con sal de roca y pimienta molida) o de mi huevo frito con tostadas (el cual, además de la sal y la pimienta, yo habría bombardeado generosamente con salsa Worcestershire… ¡Muy valiente para una niña de un año!)

Desde el día de su entierro, también he llevado en la muñeca su diadema rosa, como si de una sudadera o una pulsera se tratase. Atrae miradas de cierta curiosidad. Estos días me ha hecho una banda blancuzca en la muñeca allí donde el fuerte sol del verano australiano no ha podido oscurecerme la piel. Supongo que algún día, dentro de algunos años, la diadema empezará a hacerse pedazos, y solamente entonces pienso tomarme el día libre, coger el coche e ir a la costa, y me acercaré a las aguas del Océano Pacífico que le quitaron la vida a Clea, para dejarlo ir por siempre.

Notas Literarias se acerca a su segundo año de existencia. Lo que comenzó como un intento por mantener el contacto con mis antiguos estudiantes de lengua española – me di cuenta muy pronto de que ya no podía comprometerme a permanecer en un aula durante dos horas  – se ha convertido en otra cosa. Frente al silencio cobarde de muchos, surgió en mí la necesidad de darle rienda suelta a las palabras, como ya intenté explicar en Después de Lalomanu. Todavía no sé exactamente qué es este blog, mas me gusta pensar que se asemeja a un puente. Y los puentes son, después de todo, cosas que hacen posibles los viajes.

Viajar siempre implica aprender. Solía decir que debería ser obligatorio para todos los jóvenes un periodo como mochileros. Me habría gustado pagarle ese viaje a Clea. He tenido la fortuna de aprender mucho manteniendo este blog. De igual modo, esta segunda vida que he vivido desde el 29 de septiembre de 2009 es también un viaje. Sé cuándo comenzó el viaje, pero sé también que no tiene un final previsible.

Estas son cosas que he aprendido en mi viaje durante los últimos dos años y cuatro meses:

Prefiero ser “brutalmente” (una hipérbole, obviamente: no hay nada de violencia, ¡lo prometo!) honesto con la gente a la que conozco por primera vez. Me resulta útil porque separa a los valientes de los espantadizos. Hace algunas semanas mi suegra me dejó pasmado (yo también tengo derecho a los eufemismo de vez en cuando, ¿o no?) cuando nos dijo que estábamos “ahuyentando a la gente”. Perdón: es todo lo contrario. Es parte de la naturaleza humana el querer librarse el dolor y la tristeza. Y es algo que no solamente me ha ocurrido con gente a la que he conocido después de la muerte de Clea.

El silencio puede doler tanto como las palabras, o incluso mucho más que cualesquiera palabras que nadie pueda decir, puesto que ninguna palabra podría causarme mayor dolor que el hecho de que Clea esté muerta. Hay unas cuantas personas a las que conozco desde hace tiempo que recibieron el poemario que escribí en memoria de Clea, Lalomanu, pero que tomaron la decisión de no hacer acuse de recibo.

No me ayuda para nada decirme o dar a entender que ya es hora de que ‘lo supere’ o de ‘me anime’. Puedes preguntarle por qué a cualquier psicólogo que se precie y sepa bien su oficio.

Si alguna vez sufres la pérdida de un hijo (¡Ojalá no ocurra nunca!), éste es mi consejo: No hagas caso a quienes con buenas intenciones te alienten a buscar consuelo o confort en la religión. Trato de ser cortés con la gente que muestran o expresan en público que tienen creencias religiosas (tengo mis propias ideas acerca de esto: lo veo como un síntoma de miedo y/o debilidad, características desde luego muy humanas, pero sobre todo el miedo a aceptar nuestra irrelevancia en el gran rompecabezas que es el universo), pero ante todo no quiero que me digan que “todavía hay esperanza”. No la hay. Nada me va a devolver a mi hija. Lo mismo digo de la noción del ‘otro mundo’, o que tengo en el cielo o algún otro  lugar un ‘angelito’, y bobadas por el estilo. No gracias, esos comentarios son para el confort propio, pero a mí no me confortan.

A fin de cuentas soy pues un viajero, pero en realidad viajo solo en mi largo viaje. Con todo, gracias por acompañarme con la lectura, y por tus comentarios cuando te apetece hacerlos.

24 dic 2011

Ho, ho, ho...





Inexorable, time brings another Christmas. 2011. Another year.

Most people appear to feel the need, perhaps a socially-imposed obligation, to make a show that they are sharing something they are likely to consider either mirth, or happiness, or a general state of wellbeing. Yet some of us do not feel that way. Some of us cannot feel that way even if we wanted to. And believe me, we do try.

I don’t like being told to have a ‘Happy Christmas’, because it is not going to be happy for me. It cannot be. Like all children in the Western world, my 6-year old Clea loved Christmas, she thoroughly enjoyed the excitement leading up to the morning of the 25th when she would find the presents she wanted. She had believed the Christmas lie line hook and sinker. How else could it be?

It’s not possible for me to feel excited or make a show of excitement for my other two children. I could of course pretend, but would that be the sort of honesty your children deserve from you?

What’s worse, of course, is that there’s always the insufferable twaddle like the following from a Mr Juan Arias in El País: ‘En Europa esta Navidad no será particularmente alegre. Será forzosamente triste para aquellos a los que la crisis económica ha dejado en la cuneta de la pobreza y de la desesperación del empleo. Triste para los que aun no habiendo sufrido el zarpazo de la bestia, no deberían dejar de sufrir por las víctimas del sistema que crearon los financieros sin escrúpulos.’

Sob. Pass me the Kleenex, please. There, there, that’s better. ¿El zarpazo de la bestia? Tough, hard, it may and will be. No doubt. But sad? Spare us this mindless drivel.

Mr Arias begins his article with the above and then goes on to preach (the tone of the article sounds very much like that of a preacher) about peace, hope, generosity, the evil powers of neo-capitalism and rampant consumerism. It’s all very well, but it reads like the typically hollow Eurocentrism (if not utterly hypocritical claptrap) to make the connection between sadness and a situation of unemployment and poverty. Millions of people have been living (and will continue to live) in abject poverty for many years but have managed to remain cheerful, almost happy (whatever that may mean).

It’s Christmas, yes, but I don’t celebrate. My Christmas is sad for reasons which are nothing to do with the economy. And I’d rather not hear about positivity, about these being times for joyous sharing, about the cheerful spirit of Christmas and gift giving. I’ve stopped believing in all of that.

So there are other things I’d rather hear. I’d rather see a more widespread awareness that we are overusing our finite resources and indulging in overconsumption as if there were no tomorrow. For some of us, there’s some truth to that, though. It feels like it’s a no-tomorrow, or perhaps the sense that that no-tomorrow is just fucking too long a time.

I’d much prefer to have read a mention of my daughter’s name in those pesky wasteful Christmas cards, and an insinuation that there's awareness of how sad it must be for us, as Clea’s no longer with us to celebrate Christmas, because, like all children, Clea loved Christmas.

I’d much prefer to hear words such as ‘don’t drink too much’, because the fact is that I’m very likely to drink and cry myself to exhaustion, and it’s very well known what alcohol does to sad people. Those are the sort of things I’d prefer.

Tomorrow, on Christmas Day, after my two boys have received their presents, I will go out into the garden and pick a bunch of colourful flowers – it’s lucky Christmas happens during summer down under. We will take them to the cemetery and leave them on Clea’s grave. Happy Christmas, babita, my loved one.

That’ll be my sad Christmas Day.

Enjoy yourself since you must.

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