3 nov 2013

Reseña: Tamarisk Row, de Gerald Murnane

Gerald Murnane, Tamarisk Row (Artarmon: Giramondo, 2008 [1974]). 285 páginas.

Uno de los pasatiempos favoritos de mi niñez consistía en organizar carreras ciclistas en el largo (así me lo parecía entonces) pasillo del piso en el que vivía. Con las chapas de botellas de refrescos y cerveza que recogía en restaurantes y bares y en la tienda de mi abuela materna, en mi imaginación se creaban los ciclistas más pundonorosos que tomaban parte en emocionantes carreras, disputadas en largas etapas en otras tierras en las que se hablaban otras lenguas europeas. En las baldosas del pasillo yo veía puertos de montaña que los ciclistas tenían que escalar. Algo similar ocurre en Tamarisk Row.

El protagonista de Tamarisk Row es Clement Killeaton. Publicada inicialmente en 1974, la editorial Giramondo la rescató del olvido y apareció en 2008 en una nueva edición que sigue más fielmente los deseos del autor, aunque un par de erratas (‘firsts’ en lugar de ‘fists’ y un ‘its’ que debiera ser ‘it’s’) no hayan desaparecido. Clement (‘Killer’ para muchos de sus compañeros de escuela) vive con sus padres en una casa de alquiler de una ciudad del estado de Victoria llamada Bassett (Bendigo) en la Australia de la posguerra. El jardín trasero es para él un universo en constante expansión y abierto al desarrollo creativo de su imaginación, la cual es exuberante.

La novela está estructurada en forma de diversos episodios no siempre en forma cronológica; en ellos se narran las vicisitudes de la vida del joven Clement en el contexto de una familia empobrecida por la adicción a las apuestas del padre en las carreras de caballos y la resignada devoción católica de su madre. Los temas abarcan la curiosidad infantil por el sexo opuesto, la violencia y la crueldad  que suelen sufrir en las escuelas los estudiantes más vulnerables y débiles, y la soledad de un hijo único cuya imaginación le permite escapar del tedio y de la miseria.

Pero hay otro tema de fondo, ubicuo, constante: el paisaje, o mejor dicho, los paisajes. Son paisajes reales tanto como paisajes imaginados. En ese hipódromo de miniatura llamado Tamarisk Row y que Clement construye en el jardín de su casa caben inmensas planicies donde ganaderos tostados por el sol podrían a media tarde entrar en sus casas y desnudar a sus esposas, y más allá de esas llanuras verdes habrá colinas tras las cuales estarán unas ciudades en las que Clement podrá descubrir secretos que ni siquiera los propios habitantes de la ciudad conocen. Esos paisajes imaginados propician momentos de revelación en los que se incorporan el mundo exterior y el mundo interior del niño.

Todo lo que fascina a Clement aparece en la narrativa a lo largo de prolongados pasajes, y en ocasiones los temas quedan ensamblados unos con otros en la muy idiosincrática prosa de Murnane. Las imágenes, sus colores, son elementos definitorios de la concepción que Murnane tiene del mundo y de la literatura:

‘The front blinds are pulled down against the hot afternoon sun. The front yard is deserted. In a little round window a magpie of royal blue and White stained glass emerges from a thicket of green and gold leaves and fronds. Clement hears a faint cry from inside the house, where the light must be in green or gold pools behind the glowing glass leaves. In a silent twilight, coloured like the innermost parts of a forest, people who know the secrets of the Australian bush instead of the mysteries of the Catholic religion are enyoing the true meaning of a poem’ (70-71)
‘Las persianas frontales están bajadas frente al ardiente sol vespertino. El jardín de delante de la casa está desierto. En una ventanita redonda con una vidriera aparece una urraca en azul Francia y blanco desde un matorral de hojas y frondas verdes y doradas. Clement oye un débil grito procedente del interior de la casa, en la que la luz debe estar en espacios verdes y dorados detrás de las relucientes hojas de vidrio. En un crepúsculo silencioso, del color de las partes más íntimas de un bosque, personas que conocen los secretos del bush australiano en lugar de los misterios de la religión católica están gozando del verdadero significado de un poema.’
Una escritura inusual, una prosa única y muy personal de un autor que ha hecho del estudio de la lengua húngara un hábito vital pese a que  nunca ha salido de su estado natal, Victoria. Murnane narra una historia que en realidad no cuenta con una trama concreta en el sentido más ortodoxo del término, y lo hace en tercera persona. Aunque en la mayor parte de la novela se adopta el punto de vista de Clement, hay en realidad un narrador omnisciente que no puede ser en ningún caso un niño, pero que desarrolla las percepciones de un mundo perdido en la memoria que un niño de ocho o nueve años podría haber tenido en una pequeña ciudad como Ballarat al final de la década de 1940.

De alguna manera, es el mismo paisaje el que insta a crear lindes, dibujar mapas, y situar marcas en el territorio que es materia y espacio en la imaginación de Clement. Semanas antes de que su santuario sea invadido por Barry Launder, el matón del colegio de San Bonifacio que le acobarda en el patio de recreo, Clement reorganiza Tamarisk Row:

‘Clement goes back to his own yard. He spends the next few weeks rearranging the whole pattern of his farming country. He decides that he was wrong to think that as his backyard extended further out of sight of the front gate it became more secluded and remote and safe from disturbance. he realises that the further back a road might lead towards the quietest, least-visited reaches of a territory that a people have decided is theirs alone to explore, the nearer it might approach to the edges of a territory that is so familiar to another people that they have not yet noticed the strange country just outside its borders, although one of them might stumble on it at any time. He supposes that the reason why he has always been strangely affected by the sight of plains and flat grasslands viewed from a distance is that the most mysterious parts of those lands lie in the very midst of them, seemingly unconcealed and there for all to see but in fact made so minute by the hazy bewildering flatness all around them that for years they might remain unnoticed by travellers, and so determines to make the central districts of his yard the site of his most prized farms and park-like grazing lands’. (179-80)       
‘Clement regresa a su propio jardín. Se pasa las siguientes semanas reorganizando el patrón entero  de su país agrario. Decide que estaba equivocado al pensar que a medida que el jardín trasero quedaba más escondido y alejado de la puerta de entrada de delante se volvía más apartado y remoto y a salvo de interrupciones. Se da cuenta de que cuanto más lejos pueda llevar un camino hacia los rincones más tranquilos y menos visitados de un territorio que una gente haya decidido que les corresponde a ellos solamente explorar, más cerca se podría acercar a los lindes de un territorio que le es tan familiar a otra gente que todavía no se han percatado del extraño país que está justo pasadas sus fronteras, aunque uno de ellos podría dar con él en cualquier momento. Supone que la razón por la cual siempre se ha visto extrañamente afectado por la visión de llanuras y praderas vistas desde una distancia es que las partes más misteriosas de esas tierras se hallan en medio mismo de ellas, aparentemente nada ocultas y a la vista de todos pero de hecho tan empequeñecidas por la borrosa desconcertante planicie que las rodea por todas partes que durante años podrían pasar inadvertidas a los viajeros, y de modo que resuelve hacer de los distritos centrales del jardín el emplazamiento para sus más preciadas granjas y tierras de pastoreo’.

En alguna parte he leído que puede que Tamarisk Row sea la más asequible de todas las novelas de Murnane. El ensayo que J.M. Coetzee publicó no hace mucho en The New York Review of Books ha renovado el interés por este idiosincrático autor australiano, cuya lectura no está destinada en modo alguno a lectores acomodaticios. Por mi parte, yo seguiré explorando en los paisajes que imagina Murnane.

26 oct 2013

Reseña: The Mannequin Makers, de Craig Cliff


Craig Cliff, The Mannequin Makers (North Sydney: Vintage Books, 2013). 330 páginas.

La historia de la humanidad comprende toda una serie de antecedentes de personas que han tratado de dotar de vida a creaciones humanas que no la tienen: desde las muñecas prehistóricas pasando por los autómatas hasta llegar a robots y androides. En algún momento, el comercio se dio cuenta del potencial que podía tener una figura con apariencia humana, vestida con ropas y otros accesorios, para vender productos. Wikipedia dice que los primeros maniquíes aparecieron en el siglo XV, pero su auge no se dio hasta el siglo XIX.

La primera novela del neozelandés Craig Cliff, The Mannequin Makers, es un debut más que notable. En una pequeña, provinciana localidad llamada Marumaru, un lugar ficticio de la Isla Sur, un hombre llamado Colton Kemp trabaja para una de las dos tiendas principales de la ciudad. Sus tareas comprenden el diseño y la elaboración de escenas destinadas al escaparate de la tienda, y afortunadamente cuenta con la ayuda y la mejor destreza para la creación de su mujer, Louisa. Poco antes del final del año 1902 llegará (en parte por error) el gran espectáculo del gimnasta Eugen Sandow.

Louisa está encinta y en avanzado estado de gestación, pero cuando va a recoger la ropa seca tiene un vahído y cae a tierra. Kemp asiste impotente a su muerte, pero los mellizos que llevaba salvan la vida. Es aquí donde la conducta de Kemp empieza a desviarse de lo que se supone socialmente aceptable. El viudo oculta durante un par de días la muerte de su esposa, y mientras acude al espectáculo de Sandow. Antes, la estatua que el ayudante de Sandow ha traído a Marumaru como anzuelo para el espectáculo se la lleva el principal competidor de Kemp, un hombre taciturno al que todos conocen como El Carpintero.

Kemp criará a sus hijos en secreto, sin permitirles salir de su propiedad y obsesionado con un entrenamiento gimnástico inspirado por Sandow; serán la perfección física personificada. Ayudado por la hermana de Louisa (Flossie), Kemp educa a Eugen y Avis siguiendo una extraña doctrina – Eugen no aprende ni a leer ni a escribir pero sí a tocar el piano, mientras que Avis sí es alfabetizada pero no aprende música. Desde pequeños les inculca la idea de que cuando cumplan dieciséis años aparecerán en “el escaparate” y llevarán a cabo una “actuación” que les permitirá escoger esposa y esposo respectivamente.

The Mannequin Makers cuenta, no obstante, con una trama mucho más compleja. Dividida en cuatro partes, la narración salta de 1903 a 1918 en la segunda parte, narrada por Avis a través de los apuntes que hace ella en su diario. La tercera parte, un poco más larga, cuenta la vida de El Carpintero, Gabriel Doig, un joven tallista escocés que se enrola como carpintero en un cúter semi-desvencijado, en un arranque de tipo aventurero y algo romántico, para una travesía desde los astilleros de la desembocadura del río Clyde cerca de Glasgow hasta Melbourne. La cuarta parte, situada en 1974, cuenta con otro narrador, un Eugen ya algo envejecido que va arrojando algo de luz sobre la mayoría de las interrogantes que la novela ha ido sembrando a lo largo de doscientas cincuenta páginas.

Al final de la segunda parte sabemos que Avis es raptada mientras ella y su hermano están actuando como maniquíes en el escaparate; su padre ha ido a Christchurch con la esperanza de firmar un suculento contrato y llevar el espectacular despliegue de sus maniquíes (la población de Marumaru no descubre que son personas de verdad, solamente El Carpintero parece sospechar algo avieso). Las mentiras sobre las que se había basado la vida de la familia Kemp durante casi dieciséis años se vienen completamente abajo en cuestión de horas: el padre de familia parece no dar crédito al desastre que contempla entre sus manos, y no asume la responsabilidad y la culpa que le corresponden.

Es esta una novela repleta de giros narrativos y peripecias; al lector que busca el sabor de la aventura no le faltarán sucesos que paladear, pero también atraerá al lector que disfruta de subterfugios más intrínsecamente literarios y metanarrativos. Así, la narradora de la segunda parte, Avis, nos hace llegar la tercera parte en tanto que se convierte en lectora de la narración de Doig, cuyos capítulos están intercalados con las preguntas que ella le hace a Doig (un pequeño regalo que nos hace Cliff, con sutil perspicacia), y en la última parte de la novela descubrimos que es Eugen quien parece haber revisado (o al menos, eso puede pensarse) la primera parte, a partir de la información obtenida muchos años después de testigos y diarios. El interés no decae en momento alguno, y garantizo que el desenlace no dejará a ningún lector indiferente.

En torno a un tema muy inquietante como lo es el poder desorbitado y extravagante que los padres pueden ejercer sobre sus hijos mediante la negación de su acceso al mundo exterior, Craig Cliff ha escrito una novela intrigante, con un ritmo ágil y un muy cuidado lenguaje (Cliff se asegura no solamente de que Doig suene escocés, sino también de que su relato como marinero y náufrago sea más que creíble).

Habiendo triunfado ya con un muy heterogéneo libro de cuentos (A Man Melting, que reseñé hace un par de semanas), la primera novela de Cliff viene a confirmar que Nueva Zelanda cuenta con otro joven escritor talentoso, aparte de la ganadora del Booker.

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