5 ago 2014

Leer sin interrupciones

Now I have that new-smartphone feelin'! Do you?
El día se compone de veinticuatro horas. De esas veinticuatro quisiera poder dedicar, cuando menos, una hora y media diaria ininterrumpida a la lectura, ya que no lo hago a la escritura. Hace ya más de dos años que decidí que no quería tener un teléfono móvil, inteligente o no. No estoy seguro de que esta negativa de carácter ludita tenga mucho que ver con lo anterior. Sí sé, en cambio, que algo tiene que ver con lo que hace un par de meses parecía molestar tanto al escritor y traductor Tim Parks, que escribió en un post titulado ‘Writing: The Struggle’ de su blog en The New York Review of Books lo siguiente:

“De lo que hablo es el estado de absoluta distracción en el que vivimos y de cómo afecta las energías muy especiales que se necesitan para abordar una sustancial obra de ficción—para sumergirse en ella y regresar una y otra vez a ella en numerosas ocasiones durante lo que pueden ser días, semanas o meses, retomando cada vez los hilos de la historia o las historias, el esquema  de referencias internas, el posicionamiento de la obra en el contexto de otras novelas y, de hecho, del mundo en un sentido más amplio.” (mi traducción)
Y no es solamente la lectura como actividad intelectual ininterrumpida lo que está en estado de sitio constante. También la escritura, aunque sea tan esporádica como la del blog. En el mes de julio Martin Duwell, quien publica mes a mes una habitualmente exquisita reseña de poesía australiana en Australian Poetry Review decidió suspender la correspondiente a ese mes porque estaba dedicando casi todo su tiempo libre a ver no solamente el Mundial de fútbol de Brasil, sino también los pases de ‘grandes partidos’ históricos de ediciones anteriores del evento balompédico por excelencia que la cadena SBS emitía por las mañanas aquí en Australia.

Se suponía que todas estas nuevas tecnologías iban a hacernos la vida más fácil. Y en muchos aspectos, así ha sido. Ya es posible hablar y ver con un teléfono a otra persona en la otra punta del planeta, algo que en algún momento de mi infancia formó parte de las ficciones que formaba en mi cabeza. Quizás con lo que no contábamos es con esta inacabable serie de interrupciones que causan las tecnologías de la comunicación. Volviendo a lo que nos contaba Tim Parks:

“…cuando leemos hay más pausas, interrupciones y reinicios más frecuentes, más aportaciones procedentes de otras partes,  menos refugios en los que acomodar la mente. No se trata sencillamente de te interrumpan; se trata de que tienes de hecho una tendencia a la interrupción. Es por ello que se necesita más y más energía  para mantener el contacto con un libro, en especial uno que sea largo y complejo.” (mi traducción)
En el mismo remedio hemos creado otra enfermedad. ¿Quién no ha sufrido la inoportuna interrupción de alguna interesante, no ya importante, conversación, sea con colegas, con amigos, o incluso con desconocidos? La máquina se adueña de la atención humana y crea en nosotros una artificiosa necesidad de atender a sus requerimientos.

Y no te pienses que la circunstancia de no disponer de un teléfono celular te va a hacer menos vulnerables a las interrupciones. También existe el factor humano.

Un día de la semana pasada recibí cerca de veinticinco llamadas de teléfono procedentes de algún centro de llamadas radicado en, probablemente, la India. En una de las llamadas decidí coger el silbato que uso ocasionalmente cuando ejerzo de árbitro en los partidos de fútbol australiano que juega el equipo al que pertenecen mis hijos. El interlocutor colgó al instante. En otra llamada, fingí no hablar inglés. “Me no English. Español, Spanish, ¿sí? ¿Habla español? Yo very little English. No comprendo English.” Creo que el pobre jovencito se quedó pasmado – estoy seguro de que era un jovencito, que se esclaviza diciendo las fantochadas que esas empresas que los explotan les exigen decir. Y no me vale que me digan que eso se arregla desconectando el teléfono: dado que trabajo en casa y gran parte de mis ingresos proceden de ese trabajo, la idea de desconectar una de las vías de comunicación que me permite conseguir trabajo remunerado es obviamente contraproducente.

Hace poco menos de un año, el novelista Jonathan Franzen, en un artículo que publicó The Guardian y que llevaba por título ‘What’s Wrong with the Modern World’ (‘Qué tiene de malo el mundo moderno’ – por cierto, parece que ya ha desaparecido de la web del diario británico) señalaba la aborrecible tendencia que nos empuja a centrarnos únicamente en el presente:

“…hoy, 53 años después, la queja primordial de [Karl] Kraus – que el nexo entre tecnología y los medios de comunicación ha forzado inexorablemente a la gente a enfocarse en el presente y a olvidarse del pasado – no puede sino sonarme sincera. Kraus fue el primer gran ejemplo de escritor en percatarse plenamente de cómo la modernidad, cuya esencia es el ritmo de cambio cada vez más rápido, crea en sí misma las condiciones para que se dé un apocalipsis personal. Naturalmente, puesto que fue el primero, los cambios le parecían distintivos y singulares a él, pero de hecho lo que hacía era consignar algo que se ha convertido en elemento fijo de la modernidad. Las experiencias de cada nueva generación son tan diferentes de las de la anterior que siempre habrá a quien le parezca que se ha perdido la conexión con los valores clave del pasado. Mientras dure la modernidad, todos los días le parecerán a alguien los últimos de la humanidad.” (mi traducción)

Hace apenas dos semanas que mi amiga F. comenzó a impartir clases en una universidad local, después de unos cuantos años sin haber pisado un aula como docente. Me confesaba que sus estudiantes no demuestran tener curiosidad alguna por prácticamente nada. Medio en broma, medio en serio, le dije que para mucha gente hoy en día aprender conocimientos puede que suponga una pérdida de tiempo, puesto que lo que realmente valoran es la rapidez con la que pueden acceder a la información que precisen en un momento determinado. Ya no se valoran ni la erudición ni la capacidad de almacenar conocimientos sino la preparación tecnológica que permite acceder a información, sea esta veraz o falaz.

Mi día, como el tuyo, se compone de veinticuatro horas. Y cada día que consigo leer una hora sin interrupción alguna es para mí una pequeña conquista. No sé muy bien qué clase de territorio pudiera ser el que estoy adquiriendo, ni siquiera sé si se trata de algo tangible o perceptible que pueda mostrar, como si fuera un trofeo de caza. Pero no me cabe duda de que es mío.


Y que nadie se piense que esto lo he escrito de una sentada. Eso, ya se sabe, es imposible.

4 ago 2014

Reseña: To Silence, de Subhash Jaireth

Subhash Jaireth, To Silence (Sydney: Puncher & Wattman, 2011). 111 páginas.

Tres autobiografías ficcionalizadas en forma de breves monólogos. Tres personajes históricos, de cuyas vidas existen algunos datos, pero a los que sin embargo Jaireth manipula con soltura y un gusto exquisito. Y un vocablo cuyo significado puede ser maleable, como lo es el silencio.

To Silence es un libro único en varios sentidos. No es un compendio exhaustivo de las vidas de los tres personajes. Muy al contrario: los detalles pueden ser oscuros o carecer de importancia. Lo que les une, no obstante, es la cercanía de la muerte. El primero es un poeta místico de la India del siglo XV, de nombre Kabir; le sigue María Chejova, hermana de Antón Chejov; el tercero – sin discordia en este caso – es el filósofo y astrólogo renacentista Tommaso Campanella. En sus narraciones, que Jaireth con amplia lucidez sitúa en un tiempo anterior a la llegada de la muerte misma, pasan de las mundanas preocupaciones de su presente a la rememoración de un pasado, que por lo general será un proceso doloroso.

Kabir encara sus últimos días presionado por su hijo, que quiere ganar dinero con su obra. Pero Kabir ya no puede recordar con absoluta precisión las letras de sus poemas y canciones, y cuando su hijo contrata a un escriba para que transcriba su obra para la posteridad, cae en la cuenta de que la palabra escrita nunca podrá capturar la alegría ni el brío del arte oral. ¿No será mejor, pues, dejar como legado un estruendoso silencio?

Una María Chejova envejecida comienza su monólogo celebrando con circunspección la muerte del tirano Stalin. La presencia de un niño de cuatro años en la casa altera sus días. Pero son las fotografías que le enseña al niño las que la llevan a la reflexión, al recuerdo, al dolor. Sus recuerdos nos hablan del silencio de su hermano cuando ella le pidió su parecer acerca de un pretendiente que quiso casarse con ella, y al que rechazó. Pero es otro silencio mucho más perceptible y evidente el que la atormenta: el silencio colectivo del siglo XX ante la barbarie y las atrocidades (un silencio que en ocasiones parece haberse, si no perpetuado, sí trasplantado a esta segunda década del siglo XXI). ¿Estamos siendo, como admite haber sido María Chejova, testigos mudos de la historia?

El tercer monólogo, el de Campanella, es el que en cierto modo menos me satisfizo de los tres. Quizás el motivo radique en que soy reacio a aceptar la creencia en un dios todopoderoso, y mucho menos el dios monoteísta hecho a imagen y semejanza de la figura patriarcal que tanto daño ha causado a lo largo de los siglos. Y es que Campanella atribuye todo a la gracia de su dios. El silencio que Campanella arrastra como una losa en sus últimos años de vida tiene un doble filo: por un lado el del amor (homosexual) prohibido y el pecado que éste conlleva en la religión que profesa; por otro, el silencio respecto a un execrable crimen que presenció en su juventud y frente al que no reaccionó.

El tono común a los tres monólogos es pues confesional, pero también meditativo. Los personajes nos hablan con una exquisita cercanía. La intimidad de sus palabras fascina tanto como una auténtica narración autobiográfica: Jaireth consigue llevarnos a la choza donde Kabir pasa sus últimos días, o a la casa museo de Chejov donde su hermana llora en la intimidad de su silencio. El silencio como reconciliación con el pasado y con el mundo, pero también el silencio como lamento y rendición de cuentas. ¿Qué es el tiempo sino el silencio que todo lo cubre con su manto? Para Jaireth el tiempo cronológico no importa como artificio narrativo: del siglo XV en India pasamos a la Rusia del XIX y XX, para terminar en el XVII en Roma.

Subhash Jaireth (de quien ya reseñé su novela After Love) escribe con una gentileza inusual en nuestros días. Aun siendo narraciones, estos tres monólogos son el resultado de un perspicaz injerto de diferentes géneros, y la poesía está también presente:

“The wings the words span isn’t limitless; often they fail to fly and it would be prudent to remain cognisant of their failure; if they cause infliction, the cure for it resides in close proximity to them, and the cure, my dear friend, is silence.
Yes, just silence.” (p. 107-8)
“Las palabras no son de una envergadura ilimitada; a menudo no logran echar el vuelo, y es cuestión de ser prudente y seguir siendo conocedor de su fracaso; si ocasionan una pena, su cura radica en la cercanía a ellas, y la cura, amigo mío, es el silencio.
Sí, solamente el silencio.”
Un libro extraordinario por su sencillez y delicadeza. Todos terminaremos, todo termina, de alguna manera, más pronto o más tarde, en el silencio. Bienvenido sea.

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