Now I have that new-smartphone feelin'! Do you? |
El día se compone de veinticuatro horas. De esas veinticuatro quisiera
poder dedicar, cuando menos, una hora y media diaria ininterrumpida a la
lectura, ya que no lo hago a la escritura. Hace ya más de dos años que decidí
que no quería tener un teléfono móvil, inteligente o no. No estoy seguro de que
esta negativa de carácter ludita tenga mucho que ver con lo anterior. Sí sé, en
cambio, que algo tiene que ver con lo que hace un par de meses parecía molestar
tanto al escritor y traductor Tim Parks, que escribió en un post titulado ‘Writing: The Struggle’ de su blog en The New York Review of Books lo siguiente:
“De lo que hablo es el estado de absoluta distracción en el que vivimos y
de cómo afecta las energías muy especiales que se necesitan para abordar una
sustancial obra de ficción—para sumergirse en ella y regresar una y otra vez a
ella en numerosas ocasiones durante lo que pueden ser días, semanas o meses,
retomando cada vez los hilos de la historia o las historias, el esquema de referencias internas, el posicionamiento de
la obra en el contexto de otras novelas y, de hecho, del mundo en un sentido
más amplio.” (mi traducción)
Y no es solamente la lectura como actividad intelectual ininterrumpida lo
que está en estado de sitio constante. También la escritura, aunque sea tan
esporádica como la del blog. En el mes de julio Martin Duwell, quien publica
mes a mes una habitualmente exquisita reseña de poesía australiana en Australian Poetry Review decidió suspender la correspondiente a
ese mes porque estaba dedicando casi todo su tiempo libre a ver no solamente el
Mundial de fútbol de Brasil, sino también los pases de ‘grandes partidos’
históricos de ediciones anteriores del evento balompédico por excelencia que la
cadena SBS emitía por las mañanas aquí en Australia.
Se suponía que todas estas nuevas tecnologías iban a hacernos la vida más
fácil. Y en muchos aspectos, así ha sido. Ya es posible hablar y ver con un
teléfono a otra persona en la otra punta del planeta, algo que en algún momento
de mi infancia formó parte de las ficciones que formaba en mi cabeza. Quizás con lo que no contábamos es con esta inacabable
serie de interrupciones que causan las tecnologías de la comunicación.
Volviendo a lo que nos contaba Tim Parks:
“…cuando leemos hay más pausas, interrupciones y reinicios más frecuentes,
más aportaciones procedentes de otras partes, menos refugios en los que acomodar la mente. No
se trata sencillamente de te interrumpan; se trata de que tienes de hecho una
tendencia a la interrupción. Es por ello que se necesita más y más energía para mantener el contacto con un libro, en
especial uno que sea largo y complejo.” (mi traducción)
En el mismo remedio hemos creado otra enfermedad. ¿Quién no ha sufrido la
inoportuna interrupción de alguna interesante, no ya importante, conversación,
sea con colegas, con amigos, o incluso con desconocidos? La máquina se adueña
de la atención humana y crea en nosotros una artificiosa necesidad de atender a
sus requerimientos.
Y no te pienses que la circunstancia de no disponer de un teléfono celular
te va a hacer menos vulnerables a las interrupciones. También existe el factor
humano.
Un día de la semana pasada recibí cerca de veinticinco llamadas de teléfono
procedentes de algún centro de llamadas radicado en, probablemente, la India. En
una de las llamadas decidí coger el silbato que uso ocasionalmente cuando
ejerzo de árbitro en los partidos de fútbol australiano que juega el equipo al
que pertenecen mis hijos. El interlocutor colgó al instante. En otra llamada,
fingí no hablar inglés. “Me no English. Español, Spanish, ¿sí? ¿Habla español?
Yo very little English. No comprendo English.” Creo que el pobre jovencito se
quedó pasmado – estoy seguro de que era un jovencito, que se esclaviza diciendo
las fantochadas que esas empresas que los explotan les exigen decir. Y no me vale
que me digan que eso se arregla desconectando el teléfono: dado que trabajo en
casa y gran parte de mis ingresos proceden de ese trabajo, la idea de
desconectar una de las vías de comunicación que me permite conseguir trabajo
remunerado es obviamente contraproducente.
Hace poco menos de un año, el novelista Jonathan Franzen, en un artículo
que publicó The Guardian y que
llevaba por título ‘What’s Wrong with the Modern World’ (‘Qué tiene de malo el
mundo moderno’ – por cierto, parece que ya ha desaparecido de la web del diario
británico) señalaba la aborrecible tendencia que nos empuja a centrarnos
únicamente en el presente:
“…hoy, 53 años después, la queja primordial de [Karl] Kraus – que el nexo
entre tecnología y los medios de comunicación ha forzado inexorablemente a la
gente a enfocarse en el presente y a olvidarse del pasado – no puede sino
sonarme sincera. Kraus fue el primer gran ejemplo de escritor en percatarse
plenamente de cómo la modernidad, cuya esencia es el ritmo de cambio cada vez
más rápido, crea en sí misma las
condiciones para que se dé un apocalipsis personal. Naturalmente, puesto que
fue el primero, los cambios le parecían distintivos y singulares a él, pero de
hecho lo que hacía era consignar algo que se ha convertido en elemento fijo de
la modernidad. Las experiencias de cada nueva generación son tan diferentes de
las de la anterior que siempre habrá
a quien le parezca que se ha perdido la conexión con los valores clave del
pasado. Mientras dure la modernidad, todos
los días le parecerán a alguien los últimos de la humanidad.” (mi traducción)
Hace apenas dos semanas que mi amiga F. comenzó a impartir clases en una
universidad local, después de unos cuantos años sin haber pisado un aula como
docente. Me confesaba que sus estudiantes no demuestran tener curiosidad alguna
por prácticamente nada. Medio en broma, medio en serio, le dije que para mucha
gente hoy en día aprender
conocimientos puede que suponga una pérdida de tiempo, puesto que lo que
realmente valoran es la rapidez con
la que pueden acceder a la información que precisen en un momento determinado.
Ya no se valoran ni la erudición ni la capacidad de almacenar conocimientos
sino la preparación tecnológica que permite acceder a información, sea esta
veraz o falaz.
Mi día, como el tuyo, se compone de veinticuatro horas. Y cada día que
consigo leer una hora sin interrupción alguna es para mí una pequeña conquista.
No sé muy bien qué clase de territorio pudiera ser el que estoy adquiriendo, ni
siquiera sé si se trata de algo tangible o perceptible que pueda mostrar, como
si fuera un trofeo de caza. Pero no me cabe duda de que es mío.
Y que nadie se piense que esto lo he escrito de una sentada. Eso, ya se
sabe, es imposible.