Quien por primera
vez visita Australia desde el extranjero se encuentra con el paradójico
ensalzamiento de la primera campaña militar de Australia como nación (la
Federación de estados y territorios como tal se consolidó en 1901) en una estrecha
playa de Turquía en 1914. Se dice que, simbólicamente, fue en tierras europeas
(fue en el lado occidental del estrecho) donde nació Australia. Este concepto
guarda y solapa un designio deliberadamente ideológico y político. La
glorificación de la guerra como escenario del nacimiento de un estado moderno
sirve para ocultar (y especialmente para ocultarnos a nosotros mismos los
australianos) que el origen de las colonias se basó en una invasión y ocupación,
con la ulterior desposesión gracias a otra guerra en contra de sus poblaciones
indígenas.
ANZAC Cove, Turquía, septiembre de 2014. |
Pero la guerra, obviamente, tiene un costo muy alto. Altísimo. Extraordinariamente oneroso para la sociedad. Esa es la premisa que llevó a Stephen Garton a realizar este completísimo estudio histórico de los múltiples impactos que los conflictos bélicos en los que se ha visto involucrada Australia han tenido sobre su población y su cultura. La primera edición del libro se publicó en 1996, y a principios de 2020 aparece esta segunda edición, que revisa, corrige y expande la primera.
El libro realiza
un exhaustivo análisis en torno a aspectos cruciales de la experiencia del
regreso y reintegración de los hombres y mujeres que prestaron su servicio en
las dos guerras mundiales y en Corea y Vietnam. Garton organiza el material
producto de su meticulosa investigación en siete capítulos bien delimitados.
Los cuatro primeros tratan la cuestión del regreso de los campos de batalla, el
recuerdo de los caídos en la guerra y la memoria de los que pudieron volver, y
los problemas sociales y políticos que implicó la repatriación al término de
los conflictos bélicos, especialmente el reasentamiento de los exsoldados y los
éxitos y fracasos de las políticas gubernamentales que buscaban ayudarlos.
En los tres
siguientes capítulos el estudio se centra en cuestiones más personales. Por un
lado, las consecuencias psicológicas de la guerra; Garton explica detenidamente
el proceso por el que surgió la idea del “shell shock” (un concepto que en
castellano se suele traducir como “neurosis ocasionada por la guerra”), y que
décadas después ha sido descrito más oportunamente como “trastorno de estrés
postraumático”. En el capítulo que lleva por título ‘Home Fires’, Garton ahonda
en los aspectos más terribles del retorno a casa: el enorme costo humano en
términos de relaciones familiares destrozadas por la imposibilidad de adaptarse
a la vida civil o los numerosos casos de violencia doméstica (cuando no sexual)
de los exsoldados, y la vergonzante respuesta de algunos estamentos
institucionales que preferían mirar a otra parte o incluso justificarla. El
séptimo capítulo está dedicado a los exprisioneros de guerra y la
frecuentemente fallida rehabilitación en su vuelta a Australia.
Son muchos los
puntos de interés que señala el autor a lo largo de The Cost of War. Por
ejemplo, indica que hubo muy claras diferencias en la recepción en el país que
recibieron los exsoldados de cada uno de los conflictos: “Hubo sin duda algunas
diferencias importantes en la recepción dispensada a los hombre y mujeres que
sirvieron en las dos guerras mundiales y los veteranos de las campañas de Corea
y Vietnam, particularmente para los veteranos de Vietnam que regresaron cuando
los movimientos antibélicos y en pro de la moratoria cobraban mayor impulso.
Está claro que la protesta pública contra los veteranos de la Guerra de Vietnam
fue mucho mayor y más visible que cualquier cosa a la que se enfrentaron los
exsoldados de la I Guerra Mundial. Ciertamente, para un significativo segmento
de la población, la Guerra de Vietnam fue moralmente más ambigua que tanto la I
como la II Guerra Mundial, y por tanto comprometía el sentido de una
celebración pública. No obstante, los veteranos de conflictos anteriores
también estuvieron expuestos al resentimiento, y muchos de los que sirvieron en
Vietnam volvieron a casa en medio de entusiastas bienvenidas. Pero algunos de
los veteranos de Vietnam hicieron su regreso a título individual en lugar de
como brigadas del ejército, y fue esta experiencia la que enmarcó su recuerdo
de la bienvenida a casa. A estos recuerdos también les han dado forma las
narrativas históricas y populares que se han escrito acerca cada una de las
guerras. Mientras que la I y la II Guerra Mundial se consideraron nobles
victorias, la de Corea se disipó de la memoria pública y la de Vietnam estuvo
envuelta en un velo de fracaso. El poderío del mito de los ANZAC pudo causar tanto
su menoscabo como la exageración”. (p. 30, mi traducción)
Y el hecho es que el mito de los ANZAC ha vertebrado desde la segunda década del siglo XX la tradición histórica ininterrumpida y la identidad de una gran parte de la sociedad australiana: “…en esta continuidad, la leyenda de los ANZAC ha conseguido mantener su lugar en el centro del simbolismo nacional. Esta es la memoria pública que une a los hombres y mujeres que prestaron sus servicios a Australia en la guerra. Es una memoria de una fuerza y una significancia extraordinarias para muchos australianos, y que ha dado forma a nuestro entendimiento de nuestra propia historia: si bien, como todas las memorias, es selectiva, pues bloquea narrativas y conmemoraciones históricas alternativas.” (p. 70, mi traducción)
Una de las
conclusiones que el lector puede extraer del excelente estudio de Garton es el
hecho de que la ideología configuró decisivamente las políticas gubernamentales
de ayuda a la repatriación de los exsoldados: “Lo que sorprende es la ubicua
naturaleza del llamamiento a los códigos masculinos como elemento reconocido y
esencial de la política gubernamental. En su mayoría, esas políticas atendían a
las necesidades materiales (hospitales, políticas de empleo, servicios de
rehabilitación, ayudas asistenciales), pero incrustados en estas prosaicas
inquietudes había problemas de cultura, de naturaleza, de sexualidad e
identidad. Los soldados estaban regresando a sociedades que habían cambiado, y
llevaban consigo una sensación generalizada de que también ellos habían
cambiado. La repatriación, por lo tanto, había de negociar los problemas del
cambio y la diferencia, mas su respuesta, especialmente después de la I Guerra
Mundial, miraba en gran medida hacia el pasado, hacia convenientes certidumbres
de la masculinidad; la importancia de la independencia varonil, la autoayuda, y
la autosuficiencia. En la II Guerra Mundial se reconoció que ese enfoque, con
todo lo deseable que podía ser, era insuficiente. […] Pero al hacer de la
repatriación un problema de psicología individual, el nuevo enfoque científico rebatía
la idea de la repatriación como problema cultural: una cuestión que precisaba
de la negociación de las costumbres y expectativas de los que regresaban y las
de los que los recibían. El nuevo enfoque de la repatriación era conservador y
romántico, hacía uso de normas consoladoras e idealizadoras de un sujeto activo
masculino y libidinal y un sujeto pasivo femenino: el sostén de la familia y
una dependiente; eran normas que cada vez más eran difíciles de sostener, en
particular para los exsoldados heridos y enfermos. (p. 109-10, mi traducción)
Garton demuestra una enorme empatía y compasión por todas las personas que sufrieron en los conflictos. Antepone siempre su parte humana en el análisis. Y no obstante, en el epílogo, a modo de conclusión, formula unas cuantas preguntas que cada australiano tendrá que responder conforme a sus valores morales y la jerarquía de estos en su visión del mundo y de la vida: “…oculta bajo la honorable tradición de los ANZAC se halla una historia más sombría de muertes prematuras, de duelo, de las vidas destrozadas de muchos que sobrevivieron, y las heridas emocionales infligidas a quienes los recibieron a su regreso. ¿Por qué se ha terminado entrelazando la nación tanto con la muerte? ¿No podemos tener la una sin la otra? ¿Merece la pena una cosa por la otra? Quizás el reto consiste en crear un estado nuevo, sin ignorar el anterior: en ensanchar nuestros valores como nación sin perder los antiguos, y en encontrar un sentido en ser australiano sin sufrir la futilidad de la guerra y todas sus consecuencias. ¿O son acaso el sacrificio voluntario y la aceptación de la muerte por la colectividad el único modo de que podamos asegurarnos que el lugar donde vivimos tiene un valor?” (p. 269, mi traducción)
Lo que evidencia en todo caso este magnífico libro de Historia es que el coste de la guerra es, se mire como se mire, siempre excesivamente alto.
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