El relato que
abre el volumen, ‘The Irish Wedding’, derrama su humor cáustico en cada una de las
páginas. Jack y Sadie acuden a la boda de la hermana de Jack en Irlanda. La
familia de Jack es en realidad inglesa y todos demuestran tener un sentido del
humor harto inusual, entre lo manifiestamente escatológico y el sarcasmo más
puro y duro. Sadie, estadounidense de pura cepa, revienta la ceremonia del
corte de la tarta nupcial cuando el padre de Jack pronuncia una frase
intraducible (“The bride and groom will now cut the cheese”) en honor a la parte
holandesa de la boda que tanto en Canadá como en los Estados Unidos tiene una acepción
muy tosca: soltar un pedo.
Pero no sería
cierto decir que los cuentos de The Souvenir Museum son una colección cómica.
No lo son, a pesar de recoger muchas escenas humorísticas y presentar personajes
extravagantes. McCracken parece tener una predilección por extranjeros que se comportan
como peces fuera del agua. En “Mistress Mickle All at Sea” la protagonista es
una personalidad televisiva americana de regreso a Dover en un ferry que se
bambolea en el fuerte oleaje del Canal de la Mancha. Tras una conversación con un
artista que, tal vez sin quererlo, la ridiculiza, juguetea con la idea de lanzarse
por la borda.
En vez de buscar trocitos de vasijas o antiguas botellas, yo me iría directo al pub a probar el agua de la vida local, uisge beatha. Una de las playas de la Isla de Mull. Fotografía de Lesbardd. |
En “Proof” David
Levine comparte un viaje a Escocia con su padre Louis y espera tener el éxito que
siempre había imaginado: comprarle una falda escocesa, algo que siempre había querido
pero que su madre, recientemente fallecida, le había denegado a Louis. Pero el
anciano caballero prefiere recoger trozos de cerámica y vidrio de colores en
las playas de Mull, una de las Hébridas Interiores.
Uno de los más sugestivos
relatos es “It’s Not You”, en el que la narradora rememora una estancia intensamente
alcoholizada en un hotel cuando era joven, tras un profundo desengaño emocional,
y allí flirtea con un famoso locutor. Confiesa la narradora en un interludio
del relato: “¿A quién amo yo en este cuento? A nadie. A mí misma, un poco. Ah,
sí, al camarero, con el bigote diacrítico que mostraba encima de una dentadura
blindada. Me encanta el camarero. Siempre me encanta el camarero.” (p. 53, mi
traducción)
Como hace con el ya
mencionado bigote diacrítico, McCracken deja caer metáforas extraordinarias y audaces
símiles. El hotel mencionado en el párrafo anterior, The Narcissus Hotel, “se
encontraba situado en la orilla de un lago y admiraba su imagen reflejada.” Los
zapatos de una pareja de ancianos viajeros en “Proof” dan la impresión de ser “dos
pares de patatas asadas.” La multitud de niños en una de las piscinas del
parque acuático le recuerdan a Ernest el cuadro de Théodore Géricault Le
Radeau de la Méduse.
Cada vez más resulta evidente que nos encaminamos a una situación de «Sálvese quien pueda». |