Adriaen Brouwer, Los fumadores, óleo, circa 1637 |
Contra el fumador
Durante aproximadamente
veinticinco años, yo fui fumador. En otras palabras: reconozco públicamente – y
sin tapujos – que durante casi veinticinco años de mi vida fui un ser estúpido
y egoísta, y en mi estupidez, en mi mezquino empecinamiento, lo que hacía era cagarme
en el derecho inalienable de los demás a no tener que respirar el humo de mis
cigarrillos.
Hace poco leí en
la prensa australiana que alguien propone que se prohíba la venta de cigarrillos
a las personas nacidas en el siglo XXI. Australia es uno de los lugares del
mundo donde menos se fuma. Hubo muchas campañas de concienciación, muchas
campañas de apoyo a quienes hacían el esfuerzo de dejar esa droga, y sobre
todo, se implementó una medida muy efectiva: el incremento del componente
tributario sobre el producto, es decir, los impuestos sobre el tabaco, fue una
de las reglas más disuasorias.
Entre otras disposiciones
gubernamentales, en Australia no existe publicidad del tabaco. Los productos
que causan la enfermedad conocida como tabaquismo no se encuentran a la vista
en ningún lugar público (en supermercados y gasolineras están por ley ocultos
en armarios que deben cerrar los empleados tras vender alguna dosis a algún usuario
que la adquiera). La última de las juiciosas medidas tomadas por los legisladores de la res publica es la abolición de la posibilidad
de que los productores de estas drogas las envuelvan en vistosos diseños llenos de
colorido y tentadoras imágenes.
Todos sabemos que
los productores de la droga manejan enormes cantidades de capital y obtienen vastísimos
beneficios a costa de la salud de muchos infelices. Tan largos son los tentáculos
de su dinero y tan poderoso es el poder de sus amenazas, que ya han ‘convencido’
a varios gobiernos de estados diversos (Ucrania, Honduras y
la República Dominicana) para que presenten acciones legales en contra de la
última de las medidas antitabaquismo del gobierno federal australiano.
Conozco a muchas
personas con un alto nivel de inteligencia, personas que – y esto es algo que
no niego – son mucho más inteligentes que yo, y que sin embargo resultan ser personas
lo suficientemente obtusas como para seguir enganchadas a una droga que les
matará mucho antes de que les llegue el momento natural de morir – salvo accidente
o catástrofe natural – pero que reducirá (y esto es mucho más importante) con
toda probabilidad la esperanza de vida de las personas con las que conviven.
Resulta difícil comprender que personas con un alto nivel intelectual (gente con un PhD,
brillantes traductores plurilingües, espléndidos escritores, arquitectos), conscientes de su nocividad y sabedores de la existencia de los aditivos químicos que los productores agregan a sus preparados,
no solamente continúen adquiriendo y consumiendo un engañabobos sino que además
defiendan su ‘derecho’ a que los engañen, los envenenen y los timen.
Mi padre fue un
fumador empedernido. Fumaba Ducados en el interior del coche (primero fue un
modelo ranchera de marca que ahora no recuerdo, luego un Renault 12, luego un
Chrysler que heredé yo más tarde) por lo cual desde bien pequeño estuve
aspirando el humo del tabaco.
En aquella época
el fumador era una figura idolatrada por la industria cinematográfica de
Hollywood, que tan propensa ha sido siempre para ayudar a vender los productos
de otras industrias. No es que pretenda – ni quiero hacerlo – disculpar ni
justificar a mi padre, pero sí es cierto que en la época en la que creció y se
educó, en medio de la posguerra y sometido a los esquemas represivos propios
del régimen franquista, la presión social ("los hombres de verdad fuman") era de
seguro insoportable o bien difícil de llevar; si a la perniciosa educación
recibida le añadimos el estrés que conllevaba su trabajo, no debiera extrañar a
nadie que el tabaco formara parte de su vida (y también de la mía) y que fuera
la causa primordial de su prematura muerte.
Haber estado al
borde de la muerte me ha enseñado algunas cosas – en realidad muchas, y muy
valiosas – con las cuales no todo el mundo tiene por qué estar de acuerdo. Sin
embargo, puedo decir con total seguridad y convencimiento que la decisión que
tomé días después del nacimiento de mi difunta hija Clea (dejar de ser el ser estúpido,
ciego y egoísta que era, y especialmente dejar de contaminar el aire que ella, una bebé de apenas 2 kilos de peso, respiraba) está entre las
pocas decisiones tomadas en mis casi 48 años de vida que realmente podría aducir como inteligentes.
Es posible imaginar
un mundo sin la lacra del tabaquismo. Por eso yo apoyo a rajatabla esa propuesta que establezca
un mundo sin cigarrillos para los nacidos en el siglo XXI.
Fumador = Necio