Tim Parks, The Server (Londres: Harvill Secker, 2012). 278 páginas.
De todas las
religiones a las que he estado expuesto en mayor o menor medida, o que me hayan
picado la curiosidad en algún momento, quizás sea el budismo la que reúne más
méritos. No son, en cualquier caso, suficientes para disuadirme de mi ateísmo
militante. En todo caso, vaya por delante que la lectura de The Server no ha dado lugar a cambio
alguno en la posición que mantengo.
Veamos. ¿Qué demonios
hace durante más de ocho meses Beth Marriot en un retiro budista en la campiña
inglesa? Beth es la cantante de un grupo de rock, Pocus, que mantenía dos
rollos paralelos, uno con el guitarrista del grupo y otro con un pintor que la
dobla en años; además, en ocasiones Beth experimentaba también con la bajista
del grupo, cabe suponer que con el mero fin de pasar el tiempo de manera algo
diferente. ¿Quién sabe?
Tras su primera
estancia de diez días, Beth decidió seguir en el Dasgupta Institute como
voluntaria. Han pasado ya casi nueve meses, nos dice, y continúa enfrascada en
la rutina de preparación de las comidas vegetarianas, la limpieza de baños y la
meditación que se inicia todas las mañanas a las 4. Pero empieza a estar un
poco harta.
El sexo está
prohibido en el Dasgupta Institute. No solo el sexo: todo contacto físico, la
carne, el tabaco, el alcohol, el teléfono móvil
(¡qué horror!, dice con sarcasmo un servidor, que ni siquiera es propietario de
uno de esos cachivaches) e incluso las conversaciones con los meditadores.
Hombres y mujeres están segregados a todas horas (excepto en el caso de los sirvientes,
como la del título). Se come dos veces al día (desayuno y almuerzo), se medita
mucho y se pasa mucho tiempo en solitario. Unas vacaciones ideales, vamos.
Sea lo que sea lo que ha
llevado a Beth a esconderse en el Dasgupta, lo cierto es que uno no puede desembarazarse
de su pasado, como si se tratase de un jersey viejo y maltrecho. No es tan fácil,
¿verdad?
Pero los que llevan las riendas del retiro budista están empezando a emitir
señales de que ha llegado la hora de que Beth abandone su escondrijo. La propia
Beth está quebrantando algunas pequeñas reglas y rebasando los límites del debido
decoro en un lugar de recogimiento y entrega a la meditación.
El problema es que, en realidad, Beth no es más que una niñata que busca
llamar la atención; una jovencita inglesa vacua y caprichosa, y los esfuerzos
de Parks por dotarla de algo de personalidad no son suficientes para rescatar
esta novela, la cual, en cualquier caso, es ambiciosa.
Lo es, porque Parks, un escritor muy capaz, como
ya me demostró en Destiny, escoge
la forma del monólogo para contar esta historia. Sus observaciones sobre los
usos y costumbres que reinan en el Dasgupta son acertadamente irónicas. Pero como
narradora, la voz de Beth se hace fatigosa con el paso de las páginas: la reiteración
de la repetición como recurso estilístico, los predecibles juegos de palabras,
las bromas facilonas, etc.
Si algo es eficiente, es sin duda el enorme embrollo mental que lleva esta
atractiva (ojo, no se cansa de decírnoslo) muchacha en la cabeza. Hay además un
juego narrativo añadido: Parks hace que Beth sustraiga el diario y una carta de
uno de los meditadores; los comentarios que Beth hace sobre el hombre del diario y sus
posteriores dimes y diretes añaden un poquito (poco, en verdad que no mucho) de
aliciente a una trama que, por momentos, decae.
Hacia el final el diario que Beth está escribiendo (en realidad una
escritura que ocurre casi dos años después, nos confiesa en el último capítulo)
revela los detalles de los incidentes que la llevaron a ocultarse de familia y
amigos tras un accidente playero que la llevó al hospital y que terminó con un
joven francés muerto. Para entonces, el lector puede haber confeccionado ya un
retrato y un juicio de esta malcriada, egoísta y presuntuosa heroína, y
descartar la resolución que propone Parks como harto inverosímil e innecesaria.