Esta vez soy yo quien sale o salta a la palestra (del RAE: salir, o saltar, a la palestra: 1- Dicho de una persona: Tomar parte activa en una discusión o competición públicas; 2- Dicho de una persona o de una cosa: Darse a conocer o hacer pública aparición). En lugar de reseñar lo que otros han escrito, te presento una corta narración que busca convertir en cuento el reflejo íntimo de una vivencia que lamentablemente se ha producido en más de una ocasión. Hay veces que me pregunto: ¿Qué es peor, ser ‘invisible’ o ser una ‘atracción de feria’?
J. Salavert
Una transacción comercial
Viernes
Subió al autobús, canceló el viaje correspondiente en su billete y avanzó por el pasillo. Lo reconoció nada más verlo; pero no deseaba entablar conversación alguna con él, y mucho menos tener contacto con su desolación devastadora. De modo que buscó un asiento alejado, y se dijo que no iba a girar la cabeza en ningún momento de los treinta y pico minutos que duraría el trayecto hasta el centro de la ciudad.
Sabía que él la había visto, y que por supuesto la debía haber reconocido. Recordó la última vez que había hablado con él en uno de los pasillos del supermercado donde trabajaba; recordó su voz, quebrada por el dolor. Había sentido cierta vergüenza cuando se vio en la tesitura de tener que justificar su presencia en el supermercado. (En realidad, la camisa con el logotipo de marras dejaba bien a las claras su condición de empleada del mismo). ¿Acaso no resultaba un poco triste? Tras lograr la residencia permanente en el país gracias a un curso de posgrado (un máster, nada menos) que les costó miles de dólares a sus padres, ahora trabajaba de cajera en un supermercado.
En el mismo instante de reconocerlo le vino a la memoria el momento cuando él se había alejado por el pasillo correspondiente a las latas de conserva, especias y aceites, con unas lágrimas de un insufrible dolor asomándole en los ojos. Pensó que tenía que evitar ese desconsuelo esa mañana, a cualquier precio.
En aquel asiento, en aquel autobús con destino al centro de una ciudad en un país donde siempre iba a ser una extraña, pudo sentirse todavía más a salvo cuando en la siguiente parada subió una mujer rubia que tomó el asiento que estaba libre a su derecha. Ya no tenía que entrar en contacto con aquel hombre tan lleno de dolor, un hombre que iba derramando tristeza en su mirada allí donde iba. Una especie de alivio la reconfortó. Pronto terminaría el viaje y el día continuaría como si nada.
*****
Sábado
Ya había llenado la cesta con las pocas cosas que le quedaban por comprar: pescado, algo de fiambres, pan, frutos secos, el espray de la ducha... De modo que se encaminó hacia las cajas registradoras de salida rápida. Había tres abiertas, y optó por la del medio, en la cual en ese instante no había nadie esperando. Pero al muchacho de la caja le llamaron en ese instante desde la caja principal, y le hizo un gesto para que fuera a otra caja, a la de la izquierda.
Allí estaba ella, la misma mujer que el día antes había visto en el autobús. Había quedado convencido de que lo había visto y deliberadamente había evitado saludarle. La misma chica con la que había compartido clases y apuntes del curso de postgrado en la universidad nacional, apenas cuatro o cinco años antes. La misma a la que otra mañana de sábado, apenas siete u ocho meses antes, le había dicho con la voz rota que no, que no se encontraba bien. Cómo podía encontrarse bien, habiendo perdido a su hija de seis años, ahogada en una isla en mitad del océano Pacífico. No lo sabía. Nunca leía los periódicos, le explicó ella. Balbució algunas palabras que absurdamente pretendían dar un consuelo imposible, y él se alejó por el pasillo mientras latas de conserva y botes de especias asistían mudos a aquella escena incomprensible, inconcebible.
Llegó a la caja. Ella lo saludó, tal como le habían instruido los managers de atención al cliente, y lo hizo aparentemente con un mayor grado de simpatía de la que acostumbraba a dispensar con otros clientes. Él no abrió la boca ni la miró. Uno a uno, fue sacando los productos de la cesta de la compra. Esto no es más que una transacción comercial, se dijo.
Cuando puso la última cosa en la cinta transportadora, dejó caer la cesta en tierra, se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y se sacó la billetera. Cuidadosamente, sin mediar palabra, sacó aquella tarjeta plastificada, símbolo de una estúpida lealtad de consumidor: la del programa que le daba puntos y vales de descuento en la gasolinera. Dejó la tarjeta en el mostrador, cerca del escáner. Ella la tomó, la pasó por el escáner y nuevamente le dio las gracias. Él no se inmutó ni respondió: esperó a que ella terminara de escanear todos los productos, y entonces sacó de su billetera la tarjeta de crédito y la pasó con la tira magnética por el lado correcto, el lado contrario al de las máquinas lectoras del otro supermercado.
Cuando la máquina se lo indicó, él pulsó el botón correspondiente a crédito y se dispuso a esperar el obligatorio trámite de la firma. No levantó la vista en ningún momento. Esperó a que ella le pusiera aquel ridículo pedacito de papel donde él debía firmar. Estampó su firma, devolvió el bolígrafo sin mediar palabra, sin mirarla a los ojos y sin prisas. Sin pausa, sin palabra alguna, recogió las bolsas. Finalmente se alejó de aquella caja registradora, sintiéndose en cierto modo satisfecho de haber completado aquella engorrosa transacción comercial sin decir nada, sin ni siquiera haberle dado las gracias.
Una transacción comercial, al fin y al cabo. En silencio.
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