Stephen Platt, Imperial Twilight: The Opium War and the End of China's Last Golden Age (Londres: Atlantic Books, 2018). 529 páginas.
Pongamos por caso
que un estado fomentara de manera activa y deliberada la exportación de un
producto altamente nocivo o incluso mortal para los ciudadanos de otro estado,
y que el primero arguyera que los principios del libre comercio están por
encima de cualquier principio moral que indujese a los gobernantes del segundo
a tratar de impedir como fuese la entrada de ese producto.
Algunas mentes
(perversas a todas luces, seguro que sí) bien podrían pensar que estoy hablando
de la venta de armas de todo tipo en este siglo XXI en que nos ha tocado vivir.
Y no le faltaría razón a quien denunciase un caso así. De hecho, muchos de esos
estados son las (atención, que esto roza el sarcasmo) democracias occidentales;
en ellas, ciertas empresas que cuentan con un fuerte apoyo institucional de sus
gobiernos crean numerosísimos puestos de trabajo en la producción de productos
altamente mortales, los cuales se ocultan bajo un conveniente eufemismo, el de “material
de defensa”.
Terminó la guerra pero no la causa. Fumadores de opio. Imagen de Archibald Little (1838-1908) - Archibald Little, The Land of the Blue Gown |
La bandera de la dinastía Qing. Imagen de Sodacan. |
Hace ahora cerca
de 175 años Gran Bretaña declaró la guerra al imperio chino. Esa guerra pasó a
la historia como ‘La Guerra del Opio’, y el libro de Platt (el mejor libro de
historia que he leído desde mi época de estudiante universitario) cuenta de
manera brillante no la conflagración en sí misma, sino los orígenes, las causas
y las personalidades de los protagonistas de este episodio de la Historia. La
labor titánica de Platt en la investigación en archivos y su lectura minuciosa
de la correspondencia de muchos personajes decisivos en esta historia hacen de Imperial Twilight un libro fabuloso.
Monumento a Lin Zexu en Macao. Fotografía de Abasaa. |
El comercio
británico en Asia estuvo durante muchas décadas regido por un monopolio, el de
la muy conocida East India Company. A mediados del siglo XVIII, China únicamente
ofrecía un puerto al comercio, la ciudad de Cantón. Los británicos compraban
principalmente té y seda, y les vendían tejidos de algodón. Con el paso de los
años, el contrabando de opio fue ganando preponderancia pese al rechazo de las
autoridades chinas. En cuestión de años el volumen de baúles de opio que
entraban ilegalmente en China creció geométricamente. El opio se producía en la
India bajo dominio británico, y era transportado en barcos hasta las costas
chinas.
Tras un par de largos viajes a China, George Staunton llegó a ser parlamentario en Westminster. Fotografía de Martin Archer Shee. |
Ya desde mediados
del siglo XVIII Inglaterra había tratado de conseguir favores comerciales de
los emperadores. La primera embajada, liderada por Lord Macartney, llegó a
Beijing en 1793 y fue rechazada a los pocos días en un clarísimo caso de pobre gestión
de sensibilidades interculturales. La segunda la encabezó William Amherst en
1816, y le acompañaban George Staunton, experto conocedor de la lengua y
cultura chinas, además de otros lingüistas y exploradores. También fue un gran
fracaso.
La corrupción que imperaba entre los oficiales chinos facilitaba la entrada de la droga ilegal. Cuando el emblemático Lin Zexu promulgó un edicto por el cual los contrabandistas de opio tenían que entregar sus existencias para ser destruidas, la escena quedaba servida para una confrontación en la que China, cuyas naves eran terriblemente inferiores a las europeas, fue humillada en una relativamente breve guerra (1839-1842). China tuvo que pagar reparaciones de guerra (es decir, tuvo que pagar el opio destruido) y abrir sus puertos a los comerciantes británicos. Además, el imperio británico añadió la isla de Hong Kong a su ya larga lista de colonias en todo el mundo. Fue el comienzo del crepúsculo de la China imperial al que hace referencia el título.
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