El Doomsday
Clock (que alguien ha bautizado en castellano como «Reloj del Apocalipsis»)
marca las 11:58:30 horas. Y si estamos tan cerca del final de los tiempos, no
cabe ninguna duda que se debe a la humanidad. El planeta en el que vivimos
sigue siendo el escenario de conflictos armados —uno de los cuales amenaza
con convertirse en nuclear— y a ello hay
que agregar una imparable crisis
climática que seguramente conllevará la destrucción de numerosos ecosistemas y descalabros
económicos sin precedentes. ¿Es de extrañar que haya quien abogue por poner fin
al dominio de los humanos?
En este breve
estudio o informe, el poeta estadounidense Adam Kirsch examina dos corrientes
ideológicas que, desde perspectivas diferentes, se rebelan contra la humanidad
y propugnan un futuro para el planeta en el que no existamos. Grosso modo, son
dos escuelas que comparten muchos elementos, pero difieren diametralmente en cómo
se llegaría a ese desenlace.
La primera engloba
a quienes se definen o identifican como antihumanistas del Antropoceno y prevén
(al tiempo que aplaudirían) la extinción de la civilización humana tal como la
conocemos en nuestra época. Según esta escuela, a la naturaleza, que
continuamos destruyendo a un ritmo arrollador, le iría mucho mejor si dejáramos
de estar presentes en el planeta.
La segunda
escuela, la transhumanista, propugna una transformación del ser humano mediante
la tecnología y la inteligencia artificial hasta el extremo de que ya no seamos
Homo sapiens sino otra forma de vida inteligente que consiga detener la
inevitable ruina a la que parece que estamos conduciendo el planeta.
Son puntos de
vista que, obviamente, se oponen. Si los primeros acusan al desarrollo tecnológico
y la explotación de los recursos naturales de ser la expresión incontestable de
la soberbia de la civilización humana que nos ha llevado al punto crítico en el
que estamos, los transhumanistas ven en la tecnología (y los avances que indudablemente
nos proporcionan) una solución posthumana que sería superior al ser humano.
En cierto
sentido, quienes adoptan este punto de vista reconsideran el axioma
nietzscheano de la muerte de dios a manos del hombre. Solo que en vez de
eliminar al ser humano, se le reemplaza con una suerte de ciborg inmortal creado
a partir de nuestra propia imagen e inteligencia.
Kirsch se cuida
mucho de evaluar, ya sea positiva o negativamente, la probabilidad de que los
escenarios que ambas corrientes plantean o vislumbran vayan a tener lugar. Se
limita a citar textos de ambas corrientes. Y no es que rechace explícitamente escenarios
que, al menos hoy en día, resultan poco creíbles.
Sencillamente
Kirsch tira por el camino de en medio: una especie de quietismo arreligioso, de
repliegue personal, en el que mantener y defender la inacción bien pudiera ser
más efectiva que emprender acciones mucho más desventuradas: «El primer paso
para cambiar cómo representamos el mundo es cambiar el lenguaje que empleamos
para describirlo. No es una tarea para políticos y activistas, sino para
filósofos y narradores, quienes renuevan el lenguaje, desafiándolo a adoptar
formas que no son familiares. Para los teóricos del transhumanismo, el lenguaje
presenta un problema especial, porque se trata de una modalidad exclusivamente
humana de cognición. Resulta paradójico: tan pronto afirmamos nuestra intención
de pensar fuera, o en contra, de nuestra humanidad, hemos fracasado, pues se
trata de un enunciado que solamente los humanos podrían concebir o comprender».
(p. 37, mi traducción)
Si en algo destaca el librito es que el lenguaje que Kirsch emplea es muy claro. El autor incide muy sucintamente en las ideas clave que cada una de las corrientes y sus autores proponen. Y hay, desde mi punto de vista, una conclusión muy evidente: «Todos los pensadores que hemos considerado en este libro reclaman formas drásticas de autolimitación humana —signifique eso la destrucción de la civilización, renunciar a tener hijos o la sustitución de los seres humanos por parte de máquinas. Estos sacrificios son maneras de expresar ambiciones extremadamente éticas que no encuentran alcance alguno en el hedonismo de nuestras vidas corrientes: la compasión por la naturaleza sufriente, la esperanza de alcanzar un ámbito cósmico, el amor por el conocimiento». (p. 90-91, mi traducción)